Siempre se liga en las bodas.

Siempre se liga en las bodas es una especie de dicho que se oye mucho por mi tierra. Tuve ocasión de comprobarlo en la boda de mi prima y vaya si se liga... se liga y se folla.

Siempre se liga en las bodas es una especie de dicho que se oye mucho por mi tierra (y creo que por toda España) y al que nunca le encontré sentido, aunque cierto era que, hasta el momento de este relato, tampoco había asistido nunca a ninguna boda.

El anterior relato que conté presentaba a Alex, el que es algo así como mi pareja en una relación abierta, debido a que vivimos en ciudades diferentes y tampoco coincidimos en estudiar en la misma. En este relato, os presentaré a otro personaje también de cierta relevancia en la historia de mi vida sexual.

En el anterior relato se pudo entrever como mi rol, a la hora de mantener relaciones sexuales, es el de activo. No obstante, me considero versátil, simplemente soy más selectivo con quién dejo que me la meta que a quién se la meto yo. Me gusta más dar que recibir y dominar que ser dominado, lo cual no quiere decir que de vez en cuando no cambie mi rol. En la variedad está el gusto.

Si mi relato anterior ocurría en el verano entre mi segundo de bachiller y mi primero de carrera, este sucede unos meses después, casi a finales de mi primer año de carrera.

Casi cerraba Abril de mi primer año de vida universitaria, con todo lo que aquello implicaba. Cambio de ciudad, cambio de aires y, con la suma de todo aquello, un aumento en mis encuentros sexuales. Sin embargo, en las fechas que os sitúo, los exámenes finales llamaban a la puerta y mi vida social se veía bastante reducida debido a todo el tiempo que debía dedicar a asuntos universitarios.

Pero, a pesar de todo aquello, hubo un evento del que la vida del estudiante no pudo apartarme: La boda de mi prima Irene. Era sólo prima segunda mía, pero mi familia es, valga la redundancia, muy familiar, y somos todos muy cercanos.

Se casaba con el hijo pequeño de una familia pudiente de origen catalán que había conocido cuando este bajó a hacer un máster a Madrid, donde ella estudiaba. La pasta que manejaba la familia de este y los ahorros que pudo aportar mi tía, provocaron que la boda fuese un gran evento, uno al que no me arrepiento en absoluto de asistir.

En lugar de celebrar la boda en alguna de las ciudades de origen de los novios, pensaron que lo más justo sería buscar un punto intermedio para celebrar la boda, y el punto fue un hotel (no diré de donde) en el cual, además de celebrar boda y banquete, nos hospedaríamos durante la noche.

La boda empezaba el sábado por la mañana, con un cóctel con almuerzo que comenzó a la una y se extendió hasta casi las cuarto, la ceremonia se celebraría por la tarde y el banquete de bodas sería la cena.

Tras llegar al cóctel, servirme una copa, comer algo y saludar y charlar con los familiares pertinentes, dediqué algo de tiempo a examinar al personal, especialmente a los invitados del novio, que era donde más posibilidades de encontrar alguna cara nueva. Llamadme salido, pero sí, lo que buscaba no era precisamente alguien con quien charlar un rato, sino con quien intercambiar algo más que palabras.

Para mi desgracia, el novio, como ya he mencionado, era el pequeño de su familia y por tanto ninguno de sus parientes se acercaba siquiera a mi edad, y aquellos que ya tenían hijos, estos eran demasiado pequeños.

Me resigné a mi suerte cuando vi una figura en la que no había reparado, porque no se acercaba a lo que yo andaba buscando.

Nunca había pensado seriamente en mantener relaciones con, lo que llamaríamos, un madurito. La idea me daba cierto morbo, sí, pero nunca me la había planteado, no hasta ese momento.

El hombre en cuestión parecía haber superado los cuarenta pero no haber llegado a los cincuenta. Presentaba señales de la edad, tales como alguna arruga en el rostro o algunas vetas plateadas en sus sienes, pero era innegable que se conservaba bien, muy bien. Su traje, que le sentaba perfectamente, delimitada una figura envidiable, de anchos hombros, pecho fuerte y vientre plano que pocas veces se suele ver en hombres de su edad. Su cara, de rasgos marcados, afilados y duros, tampoco le restaba atractivo, con unos ojos azules intenso, el pelo castaño sin signos de calvicie y una barba del mismo color que ayudaba a perfilar su rostro, aquel hombre era la envidia de todo aquel hombre vanidoso que observaba como la edad se llevaba su belleza.

Y no era sólo su físico lo que llamaba la atención. Aquel hombre desprendía un aura magnética, era inevitable fijar la mirada en él y costaba apartarla. Sus movimientos eran elegantes y sutiles, felinos, y sus ojos, más allá de lo bonito de su color, atraían como un imán.

Nunca me había planteado seriamente mantener relaciones con un madurito, pero en aquel momento era lo único que me apetecía.

Es más, no me apetecía follármelo. Quería que él me follase. Y para mí, que por aquel entonces apenas había recibido cuatro o cinco veces y siempre con alguien de cierta confianza, era una sensación completamente nueva.

Sin embargo, yo no sabía nada de aquel hombre, si estaba casado o no, si era homosexual o hetero. Sin embargo yo, pesimista muchas veces en ese aspecto, asumí que si no estaba casado (no llevaba anillo) estaría divorciado y que, por supuesto, era hetero.

Mientras yo le miraba, él barrió la sala con la mirada y sus ojos se encontraron con los míos. No podía poner la mano en el fuego, por si acaso era mi mente engañándome, pero creí que se paraba un par de segundos en mi antes de continuar su camino.

Como fuese, el cóctel pasó, acudimos a nuestras habitaciones a descansar y cambiarnos de ropa para la ceremonia y nos encaminamos hacia la misma.

Durante esta, él se sentó algo más adelante que yo, en los bancos de la izquierda, de modo que mi diagonal me permitía vislumbrarlo sin problemas. Y eso hice, le presté casi más atención a él que a la boda. Me parecía que de vez en cuando miraba de reojo hacia mi dirección, como si supiese que yo le miraba, pero apartaba la vista cuando pasaba.

La ceremonia pasó y tras ella, vino la cena. Ahí tuve menos suerte y nuestros sitios no coincidían en los campos de visión. Disfruté de la cena con mis primos, charlando y riéndonos, y cuando abrieron la pista de baile y empezó la barra libre, fuimos de los primeros en animarlos.

Le vi un par de veces, siempre con el mismo magnetismo, pero el movimiento que había en general por toda la sala impidió que me quedase embobado con su figura.

Cercaban ya las tres de la madrugada cuando me senté en una silla, decidido a descansar un rato y a dejar de beber, pues, aunque llevaba poco, mis padres y hermanos pequeños estaban allí y no quería emborracharme (mucho) con ellos delante. De mi hermano mayor no me preocupaba porque le había visto más veces borracho que él a mí.

Quiso la suerte que él se encontrase hablando con un par de personas justo en línea recta con la silla en la que me había sentado. Yo, con el alcohol nublando ligeramente mi mente y convencido de que no repararía en mí, me dediqué a observarle sin reparo alguno.

Realmente era muy atractivo, muchísimo, y su figura era envidiable hasta por un chico diez años menor que él. Cuando terminé de subir la mirada y llegué a su cara, vi que me estaba mirando, directamente. En sus ojos había un brillo como de diversión y, en aquel momento, sin duda, me estaba manteniendo la mirada, como echando un pulso, solo que sin ninguna connotación negativa.

Algo le hizo desviar la mirada hacia uno de sus interlocutores, pero yo no cesé de mirarle. Quería comprobar si me miraba de nuevo, y probé a esbozar una sonrisa de esas traviesas que esboza Alex y que tanto me ponen.

Efectivamente, volvió a mirarle, y al encontrarse con mi gesto, claramente insinuante (de perdidos al río), la comisura de su labio se alzó, como invitando a una sonrisa, como si le agradase. Decidí dar un paso más y lamerme los labios y, aunque me sentí ridículo, pareció funcionar, pues su mano bajó a su entrepierna, y, sin lugar a dudas, se colocó la polla.

Me encantó la idea, me encantó la idea de que simplemente con mi mirada y mis gestos le había puesto cachondo. Me encantaba la idea de que en ese momento viniese, me dijese que si le ponía cachondo tenía que pagar el precio y me llevase a un sitio apartado, donde me follase sin piedad.

Y, aunque me encantaba la idea, no lo esperaba realmente, así que cuando vi que se despedía de sus interlocutores y se dirigía hacia mí, no supe reaccionar. Me quedé mirándole con sorpresa, esperando a ver que hacía.

Pero se limitó a dejar algo a mi lado y continuar su camino hacia la salida de la sala.

Miré y vi una tarjeta de las que abrían las habitaciones del hotel, con el número de su habitación en ella.

El pulso se me aceleró a toda velocidad y miré alrededor, como esperando que alguien viniese a preguntarme algo, a decirme algo, pero nadie parecía haberse percatado de nada y, tras un pequeño momento de duda, me levanté y me dirigí hacia la salida.

Cuando llegué a la puerta de su habitación, las piernas me temblaban como si fuese a ser mi primera vez, y tuve que respirar hondo antes de abrir.

Su habitación era bastante más grande que la que yo compartía con mi hermano, y eso que la suya era simple. Un pasillo llevaba a la parte principal de la habitación, dejando el baño al lado derecho, y allí estaba él. Recostado en una butaca a pocos metros de la cama, con una copa de champán en la mano.

Tragué saliva. Tenía la boca seca y no sabía que decir.

Él no dijo nada tampoco, sino que hizo un gesto para que me acercase y se golpeó el regazo suavemente con la mano, invitándome a sentarme.

Y así lo hice, eliminé la distancia que nos separaba y me senté a horcajadas sobre él. Él separó su espalda del respaldo, sujetando mi cuello con la mano que tenía libre, y me besó. Era un beso distinto a los que me habían dado hasta ahora, no era violentamente pasional, ni tierno, era fuerte y firme, pero a la vez lento y calmado. Se separó un momento para dar un trago de la copa, me dio otro a mí y la dejó sobre la mesa, llevando ambas manos a mis nalgas y volviéndome a besar. Yo puse las mías en su torso, comprobando que, efectivamente, bajo su ropa solo había músculo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero fue él el que cortó el beso, reclinándose hacia atrás y empujándome levemente con la palma de la mano. Obedecí su silencioso deseo, retirándome y levantándome, quedando de pie frente a él.

— Desnúdate —ordenó.

Respiré hondo y me di la vuelta. No sabía por qué pero me daba vergüenza su mirada, aunque la situación en sí me diese tanto morbo que pensaba que me iba a reventar. Empecé a quitarme la chaqueta despacio cuando volvió a hablar.

— Desnúdate para mí —específico.

Me giré, mirándole, y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no bajar la mirada debido a la intensidad de la suya. Me quité la chaqueta y la corbata, todo sin dejar de mirarle, mientras el volvía a coger la copa y se sobaba el paquete. Me quité la camisa y la dejé caer. Desabroché el pantalón y, en ese momento, él desabrochó  su cremallera y sacó su miembro de entre la tela. Suena a tópico en este tipo de relatos, pero menudo miembro. Desde luego, más grande que ninguno de los que me había metido anteriormente.

Empezó a masturbarse mientras bebía al tiempo que yo terminaba de quitarme los pantalones y los calzoncillos, quedando completamente desnudo. Y esperé a nuevas instrucciones. No tomé iniciativa porque me había quedado claro que a él le gustaba mandar y porque me daba mucho morbo actuar como su esclavo, limitándome a obedecer sus deseos.

Me indicó que me acercase y me arrodillase ante él y así lo hice. Soltó su pene, que quedó erecto ante mí, y su orden fue clara.

— Continúa.

Alargué mi mano y rodeé su polla. Podría ponerme a describirla pero estoy seguro de que todos habéis tenido una en vuestra mano. No era la primera polla que masturbaba, pero por alguna razón aquella sensación fue nueva. Cuanto más la recorría con mis manos, más quería llevármela a la boca y más quería usar mis manos para recorrer otras partes de su cuerpo, como sus piernas o su torso, que aún tapados por la ropa, parecían agradables al tacto.

Llego un momento en el que mis deseos tomaron el control y acerqué la cabeza hacia ella, abriendo la boca y dispuesto a metérmela en ella, en recorrerla con mi lengua y mis labios, pero su mano me sujetó la frente.

— ¿Acaso te he dicho que me la chupes? —preguntó, mientras me cogía de la mandíbula y me obligaba a mirarle. Qué guapo era el cabrón—. ¿En eso pensabas mientras me mirabas en la iglesia? ¿En chupármela?

No contesté, porque aunque sí, pensaba en eso, no creía que él realmente quisiese una respuesta, sino más bien demostrar el poder que ejercía sobre mí. Mi silencio pareció satisfacerle, pues esbozó una sonrisa arrogante que me puso aún más cachondo (si era posible) y se acercó a mí para lamerme los labios.

— Continúa, sólo con las manos.

Y obedecí. Me relamía los labios esperando el momento en el que me indicase que podía usarlos, pero me limité a acariciarla con mis manos. No entendía por qué no me dejaba usar la boca, que seguramente le reportaría más placer. Pero, por supuesto, era todo por el placer de verme sumiso. Tampoco me quejaba, me gustaba tenerla entre mis manos, acariciarla, recorrerla de arriba abajo mientras le miraba. Cambiaba el ritmo, pero siempre me aseguraba de recorrerla entera. Hasta que finalmente, me dio permiso.

— Ahora sí, chúpamela.

Me lancé a ella con voracidad, abriendo mi boca y metiéndola en ella, recorriéndola hasta donde pude (no me cabía entera) y volviendo a subir. Usando mi lengua para recorrerla y besando el glande mientras lo lamía. Hasta que él, que ni siquiera en eso me iba a dejar libertad, sujetó mi cabeza agarrándome del pelo y empezó a mover las caderas, follándome la boca. No sabéis el morbazo que me dio sentirme tan completamente usado. Su polla entraba y salía de mi boca sin que yo pudiese elegir la velocidad, el ritmo o las pausas. Mis únicos movimientos eran con la lengua a lo largo de su tronco.

Si mientras le masturbaba sentía ganas de comérmela, ahora que la tenía en la boca tenía ganas de sentarme sobre ella y cabalgarle mientras notaba como su polla entraba y salía de mi culo. Pero, por supuesto, sabía que hasta que él no quisiese, eso no iba a pasar.

Me soltó, dejándome algo de libertad para recorrer su verga a placer, a lo que me dediqué. A besarla por todas partes, lamerla y volver a metérmela, succionando como si me fuese la vida en ello. Bajaba el prepucio con las manos y me dedicaba a besar y lamer su glande, volviéndomela a meter en la boca y mamándosela. Hasta que volvió a pensar que tenía demasiada independencia y me agarró la cabeza, presionando hacia abajo para que me metiese su polla entera en la boca. No me cabía y me estaba ahogando, pero él no dejaba de presionar hacia abajo, metiendo su polla hasta mi garganta y haciendo que mi nariz casi rozase su pantalón. Una vez me soltó y pude respirar bien, tenía ganas de que volviese a hacerlo. No soltó mi cabeza, sino que se quedó sujetándola con ambas manos, marcando el ritmo de mi mamada y volviendo a intentar que me la metiese entera de vez en cuando. Y a mí me encantaba, me encantaba sentirme un mero utensilio sexual.

Levantó mi cabeza, obligándome a mirarle y bajó para besarme, separándose con una sonrisa.

— A la cama, a cuatro patas.

Asentí tragando saliva y así hice. Oí como dejaba caer su chaqueta al suelo y me puse incluso más cachondo. Tenía muchísimas ganas de verle desnudo, aunque el traje me daba cierto morbo, pero tampoco quería mirar.

Le vi por el rabillo del ojo coger mi corbata del suelo y subirse a la cama. Agarró mi brazo derecho y, con mi corbata, lo ató al cabecero de la cama. Se quitó la suya e hizo lo mismo con el izquierdo. No intenté oponer resistencia, pero dudo que hubiese podido hacerlo igualmente, pues se notaba que tenía fuerza. Aquello incrementó mi deseo (aunque creo que ya había superado todos los niveles posibles), notarle tan fuerte, tan dominante, sabiendo que, incluso si yo no quisiese obedecerle, probablemente él podría obligarme sin problemas. Me sentí completamente indefenso ante él, mi palabra no contaba nada, ninguno de mis actos podría cambiar lo que iba a pasar. Y me encantaba, me encantaba porque yo lo había consentido y jamás me había sentido así, tan esclavizado.

Una vez estuve atado, separó mis nalgas con las manos y en seguida noté su lengua acariciar mi ano. Empecé a gemir, pues la verdad es que no había recibido demasiados besos negros y me gustaban bastante, además de que lo hacía bastante bien. Pareció gustarle mi respuesta, pues aumentó la intensidad, añadiendo mordiscos y cachetes a mis nalgas y soltando algún jadeo de vez en cuando.

Sus manos dejaron de centrarse en mi culo y empezaron a recorrer mis piernas, mi espalda, mi torso. Todas aquellas partes de mi que alcanzaba sin separar su lengua de mi esfínter. Y me encantó, me encantó sentirme tan deseado que sus manos no pudiesen contenerse.

No sé cuánto tiempo le dedicó al anilingus, pero fue bastante, durante el cual mi papel se limitó a gemir y arquear la espalda de placer, deseando que me follase pero sin atreverme siquiera a pedírselo. Recorría toda la separación entre mis nalgas con su lengua y luego volvía a centrarse en mi ano, alternando golpes rapidos con la lengua con lentos lametones, e incluso endurecía la misma y ejercía presión. Yo me relajaba y le dejaba hacer, deseando que continuase y compensándole con gemidos. De vez en cuando escupía y distribuía la saliva con el dedo, pero nunca llegaba a meterlo.

Finalmente, con un escupitajo dio por zanjado el asunto. Le oí inclinarse y desabrochar su camisa y me atreví a mirar, con lo que pude comprobar que, efectivamente, el hijo de puta tenía un cuerpazo. Ojalá no estuviese atado y pudiese acariciarlo. Le oí rasgar el envoltorio de un preservativo e instantáneamente noté su mano en mi cadera, al tiempo que colocaba la punta de su polla en la entrada de mi recto.

— ¿Estás preparado? —me preguntó.

No esperó mi respuesta. Me la metió de golpe, sin avisar ni dilatar con los dedos. No entró de una sola embestida, pero tampoco hubo delicadeza ni lentitud. Entró con firmeza, con sus manos agarrando mis caderas. La noté perfectamente, y grité. Me dolía, podía entrever el placer, pero básicamente lo que sentía era dolor. Aunque no le pedí que la sacase.

Él por su parte, una vez la tuvo dentro, en vez de empezar a moverse, dejó carse sobre mí. Noté el contacto con su piel en mi espalda y la tela de la camisa acariciar mi costado. Su mano rodeó mi cuello, levantando mi cabeza, mientras él besaba y lamía mi cuello.

— Qué culito más estrecho —me dijo al oído—, me encanta.

Dio un cachete en mis nalgas para demostrarlo y se volvió a incorporar, aunque su mano siguió rodeando mi cuello, esta vez desde su nuca. Empezó a meterla y sacarla, con lentitud. Como si se hubiese dado cuenta de que me había dolido y quisiese que yo también disfrutase. Conforme mi cuerpo se fue acostumbrando, el dolor se fue disipando cada vez más, aunque él mantenía el ritmo. Empecé yo a mover mis caderas, tal y como Alex hacía conmigo, para indicarle que estaba listo de que aumentase la intensidad.

Pareció entender el mensaje, pues sus manos volvieron a mis caderas y empezó a aumentar el ritmo hasta que su ritmo parecía sacado de una peli porno. Sus jadeos y resoplidos acompañaban a mis gemidos y su mano volvió a subir por mi espalda, esta vez para agarrarme del pelo y tirar hacia atrás, no con mucha fuerza pero si con firmeza, obligándome a alzar la cabeza. Volvió a besar mi cuello mientras sus embestidas continuaban y sus jadeos y respiración sonaban en mi oreja.

De repente, la sacó, volvió a meterla de una sola embestida un par de veces, arrancándome altos gemidos con cada una, pero luego paró. Volviendo a agacharse y a usar su lengua, esta vez sí acompañado de sus dedos.

Supongo que haría igual que yo, cuando ve que viene el orgasmo y no quiere acabar, para y recurre a otros métodos para durar más. Yo, una vez más, dentro de mis límites sólo podía gemir y mover el culo, pues el resto de mi cuerpo estaba supeditado a las ataduras en mis muñecas.

Tras un rato, le oí desvestirse completamente, oí todas sus ropas caer al suelo y noté su peso de nuevo en la cama, le noté pasar por debajo de mis piernas y le vi sentarse, conmigo entre medias. Sus ojos me miraban directamente y su mano colocaba su polla para que apuntase hacia arriba, así que me medio incorporé como pude y me coloqué para sentarme sobre ella, que adivinaba que era su intención.

Efectivamente, su boca se abrió jadeante cuando me senté sobre su polla, bajando despacio para que no me doliese hasta que la tuve dentro. Ahora sí que podía ver su cuerpo y, madre mía, que cabrón, que bueno estaba el hijo de puta.

Empecé a cabalgar aumentando el ritmo progresivamente, sintiéndole dentro de mí mientras se mordía el labio, jadeando bajo sin apartar la mirada de mí. Yo apoyaba el peso agarrando el cabecero de la cama, y aprovechaba para apretarlo para descargar la tensión que provocaba el placer y no dejarme la garganta gimiendo. Ni tan siquiera en esta posición me dejaba marcar el ritmo, agarrando mis nalgas para indicarme la velocidad a la cual tenía que moverme. Arrancándome gemidos con el entrar y salir de su polla.

En alguna ocasión me obligaba a parar, siendo él el que movía sus caderas con frenesí, metiéndomela a toda velocidad. Luego se acercaba a mí, acariciando con sus labios, lengua y dientes cualquier parte de mi piel a la que llegase. Yo lo único que lamentaba era no tener las manos libres para acariciarle el cuerpo, aunque me daba morbo que me tuviese atado. Nunca me habían follado así. Notaba mi culo ardiendo y me encantaba, me dolía la garganta de gemir, de expresar el placer que me provocaba. De vez en cuando me azotaba, gruñendo, mientras aumentaba el ritmo al que me follaba. Nunca me había sentido así, nunca había entendido tanto el placer que proporcionaba estar en aquel lado del sexo anal y nunca había adorada tanto una polla como la suya, que seguía entrando y saliendo de mi sin pausa, sin piedad.

Cuando yo estaba en pleno apogeo, cabalgando sobre él tan rápido como podía, sujetó mis caderas, sacando su polla de mí e incorporándose entre mí y el cabecero. Apoyé las rodillas mientras le veía quitarse el condón y colocar sus bolas en mi boca, que besé y lamí, hasta que con un par de graves gemidos apuntó su polla hacia mis labios y su semen salió de ella, entrando en mi boca excepto por algunas gotas que cayeron en mis labios y barbilla. Abrí mi boca para recibirle, para asegurarme de no desperdiciar nada, recibiendo mi premio, aquel néctar que surgía de él y que era mi recompensa por haberle dado placear. Él continuó pajeándose, asegurándose de que ni una sola gota quedase en su interior, y yo contribuí metiéndome su glande en la boca y lamiendo lo que podía.

Cuando parecía que ya no quedaba más, me rodeó como pudo y se arrodilló detrás de mí. Su brazo izquierdo rodeó mi cintura y agarró mi pene, empezando a pajearme, mientras los dedos de su mano derecha se abrían paso en mi ano, masturbándome hasta que, con un gemido intensó, me corrí en su mano.

Me quedé ahí, atado y jadeante, completamente agotado, mientras su mano se acercaba a mi boca para que limpiase mi semen mientras él me besaba la espalda. Así lo hice, y, una vez que su mano estuvo limpia, procedió a desatarme, dejándose luego caer en la cama.

— No voy a decirte que te marches, pero si te quedas, mañana no te vas sin que repitamos —dijo.

— Eso sólo es un incentivo —dije, masajeando mis muñecas y dejándome caer a su lado. Todo apestaba a sudor y semen, pero no me desagradaba, y ahora que tenía las manos libres, podía dedicarme a explorar su cuerpo con total comodidad, recorriendo sus brazos, pecho y abdomen, musculados, sin una pizca de grasa y la cantidad justa de vello, bajé hasta su pene, ya flácido pero aún así notorio, al cual dediqué un par de caricias y continué por sus piernas, igualmente perfectas.

— Si eres así de zorra con todo el mundo, debes de ser muy popular.

— En realidad, no —dije, sin dejar de pasear mis yemas de los dedos por su torso—, normalmente soy yo el que controla.

— ¿Ah, sí? —dijo—, jum. Yo disfrutando de un placer al que pocos tienen acceso y sin saberlo.

Me rodeó la cintura, colocándome encima de él y volvió a acariciarme el culo, metiendo dos de sus dedos en él, arrancándome un gemido.

— Qué guarra eres —dijo, antes de besarme—. Mañana voy a follarte hasta desidratarte.

— No puedo esperaaahh ahhhh —interrumpí debido a un gemido—, esperar hasta mañana.

Sacó sus dedos de mí y me dejó caer a su lado, cansados ambos ya.

Al día siguiente, como podéis imaginar, me folló bien follado, presionando mi cabeza contra la almohada mientras me penetraba a toda hostia, acabando nuevamente en mi boca, “dándome el desayuno”, cómo él dijo.

La buena noticia de todo esto es que debido a su trabajo se desplazaba mucho por España, con lo cual intercambiamos números por si alguna vez viajaba a mi zona. Así que le volveréis a ver por aquí, porque, sí, coincidimos alguna otra vez.

Se llamaba Hugo.