Siempre he hecho lo que me ha dado la gana

Doña Telma y Doña Edelmira o “eres una puta” como le gustaba que ser llamada cuando su boca mordía de puro regusto la sábana del hotel de cinco estrellas donde la sodomizaba, fueron meras piezas del tablero que manejaba. Yo lo sabía, ellas, si eran inteligentes lo sabían y todos salíamos perversamente victoriosos de nuestros sexuales aderezos.

Siempre he hecho lo que me ha dado la gana.

Mis padres, dos seres buenos con malos campos, habían derrochado la salud sonsacándole cuatro granos de trigo a los pocos terruños que heredaron de los abuelos…y ellos de los bisabuelos y así hasta la época de Napoleón I.

Ambos ahorraban los cuartos con avidez insana de labriegos, sin darse ni un capricho o regusto, acumulados y tintineantes dentro de un pañuelito a cuadros, escondido bajo el colchón porque en el pueblo, doscientas almas, un cura, una comadrona y un maestro, no había ni farmacéutico ni bancos.

Madre sufría la pena de haberse quedado yerma a la primera y por eso, no había un solo capricho que su niño tuviera, que ella, aunque se quedara sin sopa, no se lo diera.

Ella se murió pronto.

Casi justo cuando empezaba a pedirle una bicicleta.

Aquella era la España pos dictatorial en la que se camuflaban de demócratas aquellos que seis meses antes iban con el brazo en alto y una bicicleta, en pueblo alcarreño, era cosa de muchos deslomes y malos tragos.

Padre, apenado, terminó comprándola para no verme soltar más lágrimas…lagrimas que tal vez soltara más por termo a quedarme sin bici que por añoranza de la madre muerta.

Lo sé.

Llámenme como les de la gana.

He sido un cabrón, pero ya se lo he dicho, siempre he hecho lo que me ha dado la gana.

Con ella empezaba a exhibirme cerca de la ribera, donde paraban las quintas de mi edad, que apenas eran tres, dos de ellas soberanamente feas.

La tercera resultó sentirse atraída por pedaleos y yo le di coba, aunque realmente no estaba muy inclinado por ella, porque era resultona, que no guapa y hablaba con un ceceo imperfecto que no terminaba de cuadrar demasiado con mi visión del bello sexo.

Pero con quince años, se dejaba levantar la falda gracias a lo cual, pude aspirar por primera vez el aroma de un pubis en toda su frescura.

Fue aspirarlo y sentir que había descubierto el campo propicio para desarrollar este innato y provechoso egoísmo.

A la Elisa, fíjense que aún recuerdo el nombre de la aludida, le encantaba que le tocara los pechos y que lo hiciera con cierta rudeza mientras le curioseaba con el dedo por encima del coño.

Pero eso si, sin nunca meterlo porque su padre, antiguo alcalde de las JONS y ahora afiliado con los de Fraga, era de los de misa diaria e hija inmaculada hasta que no hubiera altar entre medias.

Elisa era menos estrecha de lo que pareciera pero fíjate que ante la imagen cerúlea y temible de su padre, se acobardaba.

Nada, no había manera.

Por eso puse tierra, invirtiendo el tiempo, no con mucha discreción, en tirarle los tratos a Lidia.

Lidia era la esposa francesa de un pintor ingles que llegó a España y Guadalajara, en busca de la luz y la pobreza del campesino.

Chorradas esas que a él le inspiraban los oleos y a mí, como a casi todos, nos daba sobre todo asco.

Pero Lidia, que estaba del pueblo y lo reseco hasta la coronilla, llevaba fama de gustarle el varón más que a un niño el Sugus por lo que, a la semana de buscarla, forzando las casualidades y dándomelas de más barbado, yo con quince, ella pasando la treintena, me cogió de la pechera, me llevó dentro de la casa y así, a la brava, me enseñó cómo montan las hembras que saben y dominan.

La francesa follaba en francés con ansia de quien sabe no peca y eso la dotaba de un erotismo asolador, insuperable, lejos del alcance del español de aquel entonces, que rezaba Padres Nuestros mientras se bajaba la bragueta.

Lidia tenía la piel blanca como la tiza, nada acostumbrada a pasarse horas bajo el sol de la siega.

Sus pezones rosas se convirtieron en mi golosina, la goma de borrar que difuminó mi infancia.

A este humilde, se le iban los vigores mientras acometía con torpeza, a cuatro, ensimismado en el bamboleo de su culo que solía acompasar con sonoros “!!Dieu, dieu o mon dieu!!” que me provocaban la corrida en cuestión de treinta segundos.

  • Aprenderás –decía en el descanso cuando le preguntaba si había gozado – Al principio todos sois – añadía con ese acento de “rrr” francesa –cosa de dos segundos. Pero ya aprenderás a darles a otras ese goce.

  • ¿Y por qué me escoges entonces? Sé que te lo haces con el herrero – preguntaba cuando Lidia, como siempre prontamente repuesta, cogía mi miembro, aun blanquecino de semen para limpiármelo delicadamente con su lengua de diablesa.

  • Porque así, me recordarás siempre. Por eso de ser la primera.

A los dos días, Elisa, ignorada, avergonzada, ofendida o cabreada, comenzó a ser quien forzó la casualidad cuando en el pueblo, comenzaron los rumores sobre los grititos que la gabacha daba a través de su ventana.

Elisa se dejó desvirgar al domingo siguiente, en un ribazo que de tranquilo se dedicaba a estos menesteres y que había terminado por llamarse “el de las deshonradas”.

Así, abrazados, ella sonriendo de oreja a oreja y yo disgustado porque follaba que daba pena, me preguntó que dado que la había convertido en mujer, iba a casarme con ella y dejaría de tratar con la gabacha.

Cogí el autobús a la ciudad cuatro días más tarde.

Sospecharán que todo estaba ya planeado.

¡Claro que lo estaba!.

No olviden que siempre he hecho lo que me ha dado la gana.

A Madrid llegué con el empleo puesto.

Lo haría de camarero en una afamada cafetería de Gran Vía, cuyo lustre provenía de que los churros, fueran las seis de la mañana o medianoche, estaban siempre al punto, crujientes y recién hechos.

El secreto radicaba en que, sin descanso, Josefina, la tetona y envejecida cocinera, no sabía vivir, comer, cagar y dormir en otro sitio que no fuera entre sartenes, aceites y cocinillas.

Josefina era de todo menos atractiva.

Sus tiempos de gloria, si es que alguna vez los tuvo, debieron perderse entre los bombardeos de la guerra.

Otra cosa era su hija, una estudiante de periodismo que aparecía por el café solo cuando tenía que recordarle a su progenitora su existencia.

Josefina hija, porque a la pobre cocinera la mollera no le dio ni para bautizarla con un nombre diferente al suyo (sus cualidades para los churros eran otra cosa) era una española al uso, juvenal, risueña, cargada de una alegría desbordante, si bien, dubitativa sobre el atractivo de sus pechos, pequeños para la hispana dotada y matrona que tan bien se estereotipaba.

Verla y sufrir una erección fue hacer de dos cosa, una sola.

Un mes más tarde era yo quien le pagaba los churros, solo que en otro bar.

También era yo quien le hablaba de amores y noviazgos, de estúpidas búsquedas de almas gemelas.

Y mientras nuestras manos se entrelazaban bajo la mesa de un bar que aún tenía El Alcazar, como diario de referencia.

Josefina hija no era virgen.

Era modosita en el término justo.

Un defecto que el chico que la ayudó a entrar en tratos carnales, tan patoso como yo lo fui con la gabacha, no le ayudó a corregir.

En cambio, hay que reconocerlo, era enormemente voluntariosa….y multiorgásmica.

Efectivamente, sus pechos, eran diminutos.

Pero eso solo arreciaba mi deseo de verlos vibrar mientras sus piernas me abrazaban, obligándome a propinar empentones tan grutescos que no sabía si esos gritos eran fruto del dolor o de su décima corrida.

Con ella apenas era capaz de estar a solas, permaneciendo dos segundos vestidos.

Con ella supe que los muslos de una mujer pueden rodearte con doble nudo la cintura.

Y con ella me llevé el primer susto.

  • Tengo un retraso – quedé pálido como si me informaran de una enfermedad incurable y fecha vital de caducidad – De un mes.

Puede que luego quedara en eso, un susto.

Puede que luego, resultara que no fuera a ser padre.

Pero cuando se descubrió, cuando once días más tarde, casi escogiendo pañales, regresó el visitante rojo, ya me había despedido de la cafetería y desaparecido en el océano humano madrileño.

Nunca volvía a preguntarme que fue de ella.

¿Caradura?.

No, es solamente que siempre he hecho lo que me ha dado la gana.

Alguien como yo, no tardaba en rellenar huecos.

En aquellos tiempos aún se destilaba el trabajo como portero de banco….si señores, ese que abre la puerta al cliente y le acompaña ceremoniosamente, ante el despacho que anda buscando.

Así fue como, por un sueldo de miseria que en ocasiones me obligaba a trabajar en algún que otro garito, empecé a tratar con personajes de oscuros negocios y puros habanos, a los que hacía reverencias casi niponas y dejaba del todo satisfechos, con un billete de cien pesetas entre las manos.

Llegué a ganar hasta mil quinientas al mes solo por decir…”señor, por favor

y quedo a su servicio”.

A los que no se limpian nunca la mierda, se les pone tiesa con el peloteo de quienes nacen hundidos en ella.

Rosa era una de esas clientas.

Su marido, un ser sexualmente narcótico, padecía de crónica impotencia.

Un defecto que no figuraba entre las católicas causas de divorcio.

El Congreso aún estaba dominado por aquellos grises convencidos que peor pecado que degollar herejes, era divorciarse de la infelicidad del matrimonio.

Una discusión que ni a Rosa ni a su marido molestaba.

Sobre todo porque el, enloquecido por aquella hembra madura pero natural, permitía que ella, se diera abundantes caprichos.

Y aquella tarde de verano en la que vino a hacer un ingreso de medio millón, resulté que mis ojos de caradura paleto, iban a convertirse en eso, en eso, su capricho.

Rosa era muy señora, una especie de duquesita en los inicios de la decadencia que ocultaba bajo su permanente capilar, su aroma parisino y el collar de perlas.

Un collar de perlas que no se quitaba jamás, ni tan siquiera cuando estiraba de el sobre el colchón, a cuatro patas, metiéndosela sin muchos miramientos, guiando el ritmo por sus gritos placenteros, utilizando la joya como si fuera la correa de pasear al perro.

Su culo, algo celulítico pero incuestionablemente apetecible, se mecía y con cada jugosa y húmeda penetración, veía ascender mis posibilidades de ascenso.

Y las veía bien.

Rosa comenzó a hacer ingresos cada vez más generosos y a convencer a sus igualmente decadentes amigas, de que la rentabilidad de aquel banco, era mejor que la de cualquier otro.

El director, vestido siempre de funeral, serio, repeinado y respetado, no tardó en descubrir cómo miraba el collar de perlas de Doña Rosa lo cual, le llevó a hacerme un hueco donde no lo había y darme mesa y cartera de clientela.

El proceso se hizo mandando a la calle a Benito Solans, un cincuentón barrilete, eficaz pero sin iniciativa, opaco como día plomizo que se quedó en la puta calle, con cincuenta y dos mil pesetas de seguro, dos hijos y una mujer que nunca le decía las cosas si no era a chillidos.

Nunca volví a verlo.

Pero me dio absolutamente igual.

Es cosa de haberse ya acostumbrado a hacer lo que me ha dado la gana.

En el banco pronto comencé a quitar las telarañas.

Los bancos son lugares de muchas indiscreciones y miradas aviesas, competitivas, cargadas de resquemor y desconfianzas.

Quien entra teme que alguien le robe el sobre que lleva en el bolsillo interior de la americana…y termina entregándoselo a otro ladrón, solo que esta vez mucho más profesional, legalizado, que se lo queda encima con una sonrisa en la boca.

El cambio fui yo, apretando las manos con fuerza, saludando enérgicamente, transmitiendo confianza, movimiento y luz.

Algo que pronto, los clientes más lustrosos, comenzaron a notar y sacar aprecio.

  • ¿Quién es ese joven? – preguntaban justo antes de decidir traspasar a mi firma sus inversiones.

Para mí, el trabajo no concluía cuando cerraba la Bolsa.

El trapicheo proseguía en bares, conciertos chic y locales de moda.

Largos cocktail de alto standing, negociaciones con ginebra y hielo picado, transacciones al calor de una lubina en salsa de verduras, paquetes de inversiones millonarias entre los jadeos de un cunnilingus.

En la España de Suarez y Carrillo, la España del PCE y los Guerrilleros de Cristo Rey, entre los últimos estertores de Falange y los primeros del PSOE, esa España que no sabía aun lo que quería, una mujer no podía, por ley, ni tener, ni hacer, ni mucho menos decidir dónde iban a parar ni sus propias herencias, ni las de su marido.

Pero una mujer nunca puede ser al 100% sometida.

Ella saben cómo hacerlo y yo sabía donde encontrarlo.

Si el presidente de Siderúrgicas la Vizcaína dudaba donde invertir sus ochenta y tres millones de beneficios acumulados, entonces arrancaba a mordiscos la carísima lencería de Doña Telma de Ortiz Zarate y Mendigorria, acto este que provocaba en ella sudoraciones de puro excitada, prometiendo luego que si continuaba con aquello, ella se encargaría, como de hecho se encargó, de que hasta el último céntimo terminara sobre mi mesa.

Y si el heredero de Harina la Oscense cuestionaba la rentabilidad obtenida del 5% de sus doce millones en valores del estado que le ofrecíamos, entonces me encargaba de que la viuda Doña Edelmira Belsué, madre del susodicho, recordara la olvidada sensación de correrse con carne joven entre las piernas y ella, a la semana, conseguía que en lugar de doce, aumentara a quince millones la apuesta.

Doña Telma y Doña Edelmira o “eres una puta” como le gustaba que ser llamada cuando su boca mordía de puro regusto la sábana del hotel de cinco estrellas donde la sodomizaba, fueron meras piezas del tablero que manejaba.

Yo lo sabía, ellas, si eran inteligentes lo sabían y todos salíamos perversamente victoriosos de nuestros sexuales aderezos.

Yo era una especie de gigolo financiero y créanme, la situación me atrapaba.

Al fin y al cabo estaba haciendo lo que me dada la gana.

Hasta que vino Maite.

Incapaz como había sido de empatizar con otros cristianos, Maite conseguía despertar en mí la necesidad de poseerla.

Ayudaba y mucho el hecho de pertenecer a la muy noble y económicamente asentada familia de los Saavedra, que llevaban entre mármoles y palacios desde los tiempos de Alfonso X El Sabio.

No obstante, también echaba una mano su palmito, calificable como prácticamente perfecto, excepcional desde luego.

Eso y su saber estar, algo callado dado que, a la media hora de dialogar con ella, mientras el director se encargaba de agachar la cerviz frente a su padre y ponerle al día (el muy noble progenitor no gustaba de tratar con desbarbados como él me consideraba) descubrí que su talento no estaba a la altura de su impecable palmito.

Alta, porque en aquellos años mujeres de 1.74 pasaban dos palmos la media.

Piernas fuertes, torneadas puesto que si no vas de libro en libro, vas de paseo en paseo.

Cintura a medias, ni flaca hermafrodita ni exageradamente parturienta, mecida con automático mujeril, izquierda, derecha, derecha izquierda.

Pechos generosos, grandes, generosos, sospechaba que nada caídos, concluidos en un cuello nervudo, palmario, tentador al beso.

Su rostro, casi infantil, aparecía salpicado con innumerables pecas.

A los dos minutos de verla, fue desear ver sus labios suplicando mis arremetidas.

Pero tenía veintidós años, tres menos que yo, y vi en ello, una oportunidad a aprovechar.

Siempre tuve facilidad para intuirlas.

Y Maite era una.

Así que comencé el cortejo.

Flores, cartas larguísimas, llamaditas primero breves luego inacabables, paseos por el Prado, por el Retiro, por la Castellana, paseos, paseos, soporíferos paseos, películas de Pajares, espantar los dos o tres pijales encopetados que la revoloteaban y que mostraban en sus caras no haber recibido nunca un soberano guantazo, exhibición de seguridad personal, promesas, mentiras, mentiras, promesas…vamos lo que es convencer a un ser humano de que eres mejor de lo que tú sabes no eres y que aún serás mejor, algo que realmente, no estas dispuestos a cumplir.

Los Saavedra sintieron verdadera inquina contra mí cuando fui oficialmente presentado.

Mi sangre contaminaba la suya, que llevaba siglos mezclada con la empantanada genética de la clase alta española.

Pero a su hija no le importaba.

Muy tonta pero nada infantiloide, Maite me dejaba tocar todo e irle enseñando lo que se supone, son los placeres de la cama.

Porque Maite, estrechamente vigilada desde la cuna, no sabía de los hombres más que mean de pie y llevan barba.

Pero como iba de moderna y en esa España, símbolo de ruptura con lo establecido, ser moderna era no llegar al matrimonio sin ser previamente desvirgada, me dejó ser el primero.

Bajo la cobertura de una amiga mía, que me ofreció el mismo apartamento donde, dos días antes, le había a ella enseñado como follan los hombres de la Alcarria, manchamos juntos las sábanas.

Maite se puso roja de principio a fin….cuando la bese con lengua, cuando le toque las tetas, cuando apreté su trasero que me pareció colosalmente perfecto, cuando la desnude con interminable delicadeza, cuando lamí sus pezones duros, cuando rocé su clítoris con mis dedos, cuando la penetré con menor resistencia de la esperada y cuando, para mi enorme sorpresa, se corrió a los treinta y un segundos dejándome, toma rareza, a medias.

Nos casamos rápidamente, a los cuatro meses.

Ella localmente enamorada…y también aterrorizada ante la idea de que llevábamos ya una docena de encuentros y ningún preservativo de por medio.

Yo, calculando matemáticamente como iba a gestionar el patrimonio en fincas de los Saavedra, que estos tenía mucho de vetusto, de joyería y cuadros de batallas pero poco de cash al que sacar rédito.

Y así fuimos felices.

Ella pensando ser amada y yo fingiendo que la amaba a ella, menos que a los negocios que iba poco a poco organizando.

Mentí, si, como un bellaco y durante muchísimos años, pero me daba igual.

Porque desde la bicicleta hasta Maite, siempre hice lo que me dio la gana.

Años en los que transformé la anquilosada maquinaria de los Saavedra en media docena de rentables negocios, inversiones en Tokio y Nueva York, once millones de constante efectivo en diferentes fondos, adquisiciones de terrenos en zonas urbanizables y costeras, sociedades cinegéticas poco beneficiosas pero que permitían la práctica de caza y negocio algo por otra parte tan propio de la Iberia.

El padre, al que un afortunado ictus privó de cualquier resistencia a mis maniobras, debía de retorcerse tras la baba colgante de su boca.

Pero su hija en cambio, adoraba levantarse sabiendo que el café estaba hecho y los niños camino del colegio, que su única obligación era pasearse Serrano arriba, Serrano abajo y llenar el dúplex en plena Plaza de España, con bolsas de slogans dorados, que es la forma que eligen las tiendas carísimas de parecer que son exclusivas.

Eso y follar, algo que la muy Saavedra había aprendido a hacer con tal suma maestría que incluso consiguió que me olvidara de andar rebuscando humedades bajo otras bragas.

Maite follaba a lo puta, que es lo más morboso que ofrece una señora que levanta la taza de té con el dedo meñique apuntado y ríe como duquesa inglesa…para luego agarrarte las nalgas con fiereza animalesca mientras sus piernas apuntan todo lo estiradas que son al techo y grita, muerta del gusto al saber que sus gritos, son escuchados por la criada y esa vecina octogenaria, dueña de varios estancos, que cada mañana, va a la misa de las seis en punto.

Confieso que una sola vez visité un cenobio de putas, de esos que te las exhiben como ropa de rebajas, todas de piel diversa, vestidas como actrices de gran caché, mirándote con cara de hacerte allí lo que no te hacen en casa.

Pero el problema era que sentía cierto puntazo de mala conciencia, porque la jodida de Maite es que me lo hacía todo.

Así que dejé de practicar ese tipo de lujurias, concentrando mis arrebatos pélvicos, sobre las igualmente arrebatadas pelvis de mi señora.

Condensado como estaba en mi posición bancaria, no tardé en conseguir llegar al consejo de presidencia, aupado por la creciente fortuna que mi casorio había brindado.

Y ese consejo decidió, que mi enlutadamente uniformado jefe, ya no ofrecía la imagen dinámica que el final de la Transición y la entrada en el CEE nos había brindado.

El cambio era yo.

Mi exjefe marchó con la cara mustia y creo que dos días después lo tuvieron que rescatar cuando se encaramó a un viaducto, con ansias de querer estampar sus sesos sobre el asfalto.

Lo supe por las noticias, porque de él, deje de preocuparme el mismo día en que supe que iba a manejar mil ciento ochenta millones de pesetas que a diario, debían rentar y rentarme.

Remodelar la sucursal, ampliarla adquiriendo los dos locales adjuntos, crear una zona VIP, una a medias y una tercera, meramente protocolaria para los que solo ingresan una insulsa nómina.

Champan en la primera sala de espera, vino en la segunda y caramelitos chinos apestosamente empalagosos, en la tercera.

Azafata maciza de amplia sonrisa en la primera, fondo musical selecto en la segunda y una cinta en el suelo de ”espere usted aquí” en la tercera.

Mi banco iba a convertirse en la vida misma….yo soy de primera, usted de segunda y tú, si tú, de tercera.

Y me gustaba.

Me gustaba porque llegaba a casa, cenaba carne gallega selecta, me duchaba en un baño más grande que un apartamento vallecano y follaba a una mujer de bandera….haciéndolo en verano en nuestra terraza, con su picardías de diseño, ella ofreciendo su culo, yo desde atrás, sulfurando de indescriptible placer.

Ella miraba desde nuestro décimo quinto piso la circulación, sobrexcitada ante la idea de aque alguien la pudiera estar contemplando de escondidas, recibiendo aquella soberana follada.

Si…siempre hice lo que me dio la gana.

Y breaba por ello.

El banco funcionaba, todo indicaba que el Consejo administrativo me aguardaba, sisaba de la fortuna Saavedra para mantener una cuenta suiza donde acumulaba un par de milloncejos por si los malos tiempos, contrataba un chofer que me hizo gracia por eso de ser también alcarreño y regalaba relojes de oro a Maite, importados exclusivamente para ella.

Y Maite decía gracias.

Como gracias dijo Jose Luís el día en que le ofrecí un contrato.

Jose Luís era fruto de la reforma universitaria.

Sabía todo y sabía nada.

Su impecable expediente académico, se convertía en fosfina cuando trataba con una clienta de las de champan en sala de espera.

Y decidí lustrarlo porque no esperaba que llegara a hacer otra cosa, que reponer caramelos empalagosos.

Pero Jose Luis prosperaba.

Y lo hacía tras la ventanilla, logrando que su cola fuera la más extensa, solo porque ofrecía sonrisa y consejo sincero a quienes solo querían ingresar ocho mil miserables pesetas.

Cuando veía el extracto de la tercera clase, por lo general alejado de mis intereses, resultaba que en apenas un año de presencia, el recién licenciado había multiplicado por 150% el número de ingresos mensuales y solo en su sector.

Nada mal desde luego.

Por eso quedaría condenado a la tercera clase, hasta que me dieran sepultura.

Lo condené al bloqueo y olvidé aquello.

Hasta que lo dijo.

  • ¡Dale duro, quiero sentirla más adentro!.

Cuando acabamos, nuevamente derrengados, ambos sudorosos, ambos desnudos, Maite se durmió enseguida, como siempre, visiblemente satisfecha con aquella existencia y yo, me quedé inútilmente intentando concebir el sueño….pero no logré en toda la puñetera noche.

En doce años de matrimonio me pidió de todo…”dame por el culo, córrete entre mis tetas, dámelo en la boca, sobre la cara, ahora en la ducha, ahora sobre la mesa de tu escritorio, pégame en las nalgas, muérdeme el pezón, llámame lo peor que se te ocurrao”.

Pero nunca se le había ocurrido pedirme que deseara sentirla más adentro….tenía una polla más que digna.

Al día siguiente me quedé largo tiempo en el despacho, dejando que el tiempo pasara sin atender con presteza a Don Ernesto Conde, un veterano inversor de riesgo, que buscaba financiación para un jugoso Parque Temático.

No podía concentrarme en aquel interesante pero arriesgado proyecto.

Pero si puede escuchar la voz de Jose Luis.

  • Perdone la espera Sr Conde, ¿gusta de alguna cosa?.
  • No chaval pero muchas gracias.

Luego el chaval entro en mi despacho tras dos leves y protocolarios toques.

  • Sr Director, el Sr Conde aguarda.
  • Lo sé – reaccioné- Dile que pase por favor.
  • Si – y al girarse noté que hacia un gesto dolorido justo debajo de las caderas.
  • ¿Estas ya viejo? - bromeé
  • No, no – sonrió aviesamente – Es solamente…un enganchón sin importancia.

No logré cerrar aquel negocio.

Y el banco terminaría recriminándolo.

Lo sabía.

Pero fui absolutamente incapaz de cerrarlo.

La idea terminó de cuajarse cuando, quince días más tarde, pasé haciéndome el despistado por la tercera clase, para descubrir que Jose Luis no paraba tras su ventanilla.

  • ¿Y este? – pregunté dispuesto a meterlo en cintura.
  • Tiene una comida con un cliente – respondió una becaria aterrorizada ante mi imagen pulcra y severa.

De inmediato llame a mi alcarreño y diez minutos más tarde, bajaba frente a la puerta de casa abriendo con enorme sutileza.

No había nadie…ni en la cocina, ni en el hall, ni en la habitación.

No pasaba nada.

Y respiré tranquilo.

Pero solo fueron dos segundos escasos de alivio.

Los que tardé en escuchar unos aullidos desaforados, provenientes desde nuestra terraza.

Nuestra maravillosa, exclusiva y alzada terraza.

Entré en la antesala con aire de caco de guante blanco, con la vista en los ventanales descorridos que dejaban entrar una brisa agradable que mecía las cortinas blancas de confección italiana.

Brillaba un sol intenso, foco de aquella terrorífica calorina.

Por eso podía verles las innumerables gotas de sudor, copando cada milímetro de sus cuerpos.

Las modélicas piernas de Maite hacían el nudo sobre sus caderas y sus uñas, laca y pedicura a cuatrocientos cincuenta euros, se clavaba intensamente en sus glúteos.

Clavadas si, como solo hacia cuando sabía que se estaba derritiendo de purísimo gusto.

Hacía mucho que no sentía mi culo arañado.

Pero los arañados de aquel desconocido glúteo eran varios…recientes y rojizos, cicatrices de otras arremetidas previas.

Maite gritaba, suplicaba, sollozaba, gemía….”!oooggggggg acelera, acelera Jose acelera!”.

Jose sí, que aunque solo me mostraba sus espaldas era el, con el rostro hundido en el lado derecho del cuello de mi católica esposa.

La cara de mi señora desbocada, entregada, sin saber si morder, besar, lamer, esa que solo se pone cuando el hombre que te está montando, no solo folla sino que te hace estremecer como ningún otro lo ha conseguido.

Y entre el sonido de gritos, entre el chocar de carne y el chirrido de la hamaca de hierro forjado asturiano, el chapoteo de sus jugos, los jugos de Maite que estaba, literalmente, consumida por aquel macho.

Me escondí en el armario sin dejar de verlos.

Estuvieron así aun diez minutos, sin cambiar la postura que por otra parte tanto parecía complacerles, hasta que un grito gutural de Jose Luis, dio a entender que estaba al punto de una vigorosa corrida.

Se irguió, hizo una “U” con su espalda, apretó los dientes, cerró los ojos….mi mujer curvó su columna, apretó su pelvis “!siiiiiiiiiiiii!!uf, uf, uf uf!” y recibió con visible regusto, el generoso riego de su amante.

  • Oggg, ufff, ufff, ufff

Recuperaron el resuello en cinco minutos.

Luego él salió con habilidad y se levantó, dejándome contemplar aquel miembro, la razón, aún en toda su gloria, rozando su ombligo con sus insultantes y aun lechosos veintidós o veintitrés centímetros.

Un insulto para los humildes del falo.

  • Tengo que volver y rápido – miró su reloj de supermercado barriobajero.
  • ¿Cuándo volveré a verte?
  • ¿Quedamos la semana que viene vale?. Creo que tu marido tiene un viaje de negocios en Holanda. Lo haremos más lento…destrozaremos la cama.
  • Ummm si desde luego.
  • Ah y habla con el de mi ascenso ¿vale?. Aun puedo recuperar el asunto de Conde y los Parques Temáticos.
  • Que bicho eres – le sonrió con esas formas de quien sabe estar siendo engañada y sin embargo gustosamente consiente en ello.
  • Tal vez pero no olvides lo que te dije desde la primera.
  • El que, pollón mío – añadió acercándole la camisa.
  • Yo siempre he hecho lo que me ha dado la gana.