Sí, mi teniente (4)

última entrega del frente de Madrid

sí, mi teniente (y IV)

Para ser viernes hay bastante gente en el comedor. Todo el que puede, aprovecha y se va del cuartel. A cualquier sitio, con tal de no estar encerrado allí. Quizás yo también debería irme, pero no sé a dónde. Nuestra zona sigue tranquila, aparentemente, y podría ir a Getafe o algún sitio cercano. Tampoco estoy de humor.

En el otro extremo de la mesa, dos alféreces conversan sobre tías, entre risas. Pero, para mí, es sólo un ruido de fondo. Mientras miro, sin ver, cómo un cigarro se consume en el cenicero, mi mente se pierde en recuerdos. Joder, hace ya más de dos años de aquella puta batalla. Instintivamente, mi mano se mueve a tocar mi muslo derecho, casi para comprobar que sigue allí. Fue un tiro lejano, pero demasiado cercano a la femoral. Lo pasamos mal, hasta que logramos entrar en el túnel de la Avenida de Portugal. Las horas de oscuridad hasta la salida en Plaza de España fueron eternas. Caímos demasiados, para sólo mantener la posición dos días.

Un plato apareció, sostenido por unos dedos largos y fuertes, entre mis ojos y el cigarro consumido. Con su permiso, mi teniente , dijo una voz que, al momento, tuvo toda mi atención. Al levantar la vista, una sonrisa socarrona y unos ojos azules me sacaron de mis sueños.

Tengo que hablar con usted. Es urgente, dijo, mientras giraba la cabeza hacia los otros oficiales al decir las dos últimas palabras, remarcándolas. Estos murmuraron algo, se levantaron y se fueron a tomar un café.

Te traje un postre especial, para animarte. En el plato había un tembloroso flan, o el sucedáneo correspondiente, con unos chorros por encima de leche condensada, o similar. Castells llevaba dos días en la cocina, voluntario, pero raras veces servía las mesas. Al recordar al cocinero, algo parecido a los celos me hizo cosquillas en el estómago.

Tiene un condimento extra, especial para ti, dijo, mientras mojaba la cucharilla en lo que se suponía que era leche condensada. Recién ordeñada . No dejes una gota , me ordenó. No hacía falta que me lo dijera. El plato no necesitaría que lo limpiaran.

Acabo de follarme al cocinero, y al correrse, lo hizo sobre este flan. Imaginé que te gustaría. En mi cara vio la desilusión, al saber que no era suyo, y le provocó una sonrisa maliciosa.

Bueno, al grano: dentro de una hora, me recoges en la puerta trasera, la de la cocina, y nos vamos el fin de semana fuera. Un recluta me ha dejado su casa en Móstoles. Sin más, se levantó y se perdió entre las puertas batientes de la cocina. Yo me puse en pie, y empecé a sentir esa agradable sensación de obedecer, de saberte en manos de tu dueño.

Cinco minutos antes de la hora, tenía mi coche estacionado en la puerta que me ordenó. Apoyado a lado de la puerta del copiloto, ya abierta, fumando un cigarro, nervioso. Cuando apareció, tiró su mochila dentro del coche, y se sentó. Apagué el cigarro y cerré la puerta. Salimos con algunos rezagados, y enfilamos la carretera.

Tardamos unos diez minutos. Como recomiendan en el cuartel, hay que circular a la máxima velocidad que permita el vehículo y la carretera, para ser un blanco más difícil de acertar. Pero eso no era obstáculo para que con mi mano derecha fuera acariciando su paquete, excitándome con el tacto de sus vaqueros gastados. Él se echaba el asiento hacia atrás, y me daba ese placer.

Cuando nos acercamos a la ciudad, se incorporó. Pasamos junto al socavón provocado por la explosión de una gasolinera. Increíblemente, aún estaba en pie uno de los carteles con los precios.

Es allí, en aquel edificio, exclamó, extendiendo un dedo hacia mi izquierda. Aparqué frente a un portal, en una calle sin nombre, que nacía en la avenida de la ONU. No pude evitar sonreír al leer el cartel. Menudo atajo de inútiles , pensé.

Al mirar hacia atrás, varios niños ya husmeaban en los alrededores del coche. Esperaba que no me lo robaran. Pero un codazo, junto con un venga, coño , me hicieron entrar en el portal. Subimos al primer piso, y entramos en la casa. A pesar de la suciedad y abandono del exterior, el apartamento parecía cuidado, casi limpio.

Dejé las mochilas sobre el arcón de la entrada.

Desnúdate y ponte a cuatro patas, perro, oí, mientras recibía una bofetada sin verla venir. Obedecí al instante. Vamos a ver cómo es la casa , dijo, mientras se sentaba a mi espalda, y me dirigía a través de tirones de pelo y azotes en mi indefenso culo. Era una casa grande, y mis rodillas lo constataron. La última habitación, al fondo de un pasillo por el que prácticamente me arrastré, era el dormitorio. Se levantó, y se dejó caer en la cama de matrimonio, con un suspiro.

Trae mi mochila, me ordenó. Corrí a la entrada, a pesar del dolor en las piernas, y obedecí. Al volver se había descalzado. Sus Converse rojas, en el suelo. Sus preciosos pies, sobresaliendo de la cama. No tenía que decirme nada. Me arrodillé, evitando quejarme del dolor, y tras atreverme a oler levemente sus zapas, me puse a besar, masajear y lamer sus sudados pies.

Ven y túmbate tú también, dijo con voz de niño bueno, lo cual presagiaba alguna maldad. Ya se había desnudado completamente, exhibiendo orgullosamente aquel cuerpo de dios griego adolescente. Apartó la mochila, ya abierta, y me hizo un hueco a su lado. En cuanto estuve tumbado, boca arriba, se colocó sentado sobre mi cara. Aún tenía el sabor de sus pies en mi boca, y ahora se mezclaba con el aroma de su culo. Mi polla estaba a punto de reventar. Pero yo sabía que quedaba bastante para eso, si es que él me lo permitía.

Sin llegar a tocármela, me ató una cuerda alrededor de mis huevos y de mi polla, quedando un extremo largo colgando, como pude comprobar después. Tirando de ese extremo, y causándome un dolor inesperado que casi me hace gritar, levanté las piernas.

Mantén las piernas levantadas y abiertas, me dijo mientras sus dedos empezaron a rozar mi agujero. Se me escapó un gemido, y el correspondiente azote no se dejó esperar. Y continuó su exploración. Poco a poco un dedo se fue abriendo camino en mi interior. Sentía cada centímetro abriéndome el culo. Luego le acompañó otro dedo, lentamente. Giraban dentro de mí. Pronto tuve sus cuatro dedos dentro de mi culo, ensanchando mi agujero.

Los sacó de golpe, y se levantó, dejándome con la lengua fuera, aún intentando saborear más el interior de su sabroso culo.

De un salto, se salió de la cama y caminó hacia el pasillo. Yo le seguí, como un buen perro faldero. A mitad del pasillo estaba de puntillas, tirando hacia debajo de una barra metálica que lo cruzaba de lado a lado.

Se volvió y me miró. Sus ojos brillaban. Agarró la cuerda que caía desde mi polla y, tirando de ella, me llevó hasta colocarme bajo la barra. Irguiéndose, pasó el extremo sobre la barra, y tiró hasta que tuve que estar de puntillas para soportarlo. Y ató el extremo a la barra.

Volvió al dormitorio, a mi espalda, y regresó con más cuerda. Ató cada una de mis muñecas a la barra, de tal forma que mis manos quedaron colgando por debajo, sin tocarla. Si rozas la barra, te arrepentirás, me amenazó, mientras con sus pies me forzaba a separar las piernas. La postura ya me estaba haciendo sudar.

Un silbido cortó el aire, justo antes de que el primer golpe cayera sin piedad sobre mi culo. Instintivamente, mi cuerpo se echó hacia delante, provocando un doloroso tirón de mi polla atada.

El dueño de la casa era un sibarita, y le molaba la equitación, me explicó, colocándose delante de mí, y pasándome el extremo de una fusta por la cara. Aunque conmigo era un potrillo , dijo sonriendo, golpeándome más suavemente las mejillas.

La fusta bajó rozando mi cuello, mi pecho, y llegó a las piernas. Como un rayo, otro silbido, y fustigó mis muslos. Mis piernas intentaron contraerse, pero la cuerda que aprisionaba mi polla lo evitó. Yo no podía evitar seguir adorando el cuerpo de aquel chaval mientras me torturaba. Con el último golpe, pude comprobar que su polla se endurecía aún más. Merecía la pena.

Bueno, vamos a jugar un poco, dijo, colocándose detrás de mí, mientras los golpes empezaron a caer sobre mi espalda, culo y piernas. Yo estaba adiestrado para resistir el dolor físico en caso de que el enemigo me hiciera prisionero. Te enseñan tácticas para evadir la mente, y soportarlo. Pero yo no quería. Deseaba sentir todo el dolor que él quisiera infligirme.

Los golpes pararon. Y lo siguiente que sentí fueron sus manos sobre mi cuerpo, empezaron por ser simples roces. Luego apretaba y pellizcaba las partes donde más golpes habían caído.

Empieza a contar, me ordenó. Antes de que pudiera preguntarme a qué se refería, empezaron a llover de nuevo los golpes de fusta. Seguí el ritmo con un hilo de voz, hasta que al llegar a cincuenta, paró de nuevo.

Bien, ni un quejido, como me gusta. Te has ganado que cambiemos el cuero por mis manos. Empieza a contar de nuevo. Esta vez los azotes me los dio con sus manos. Se centró en mi culo. Los músculos de mi culo estaban tensos para mantener la postura de puntillas, con lo que los golpes eran más dolorosos. Tras otros cincuenta, volvió a parar.

Sentí que se me acercaba lentamente por detrás, su aliento en mi nuca.

Mira cómo me has puesto, cabrón, dijo mientras me arrimaba la punta de su polla a mi agujero. Sus manos se aferraron a mis hombros, y su polla se clavó hasta que sus huevos golpearon mi dolorido culo. El intenso dolor físico se extendió por cada rincón de mi cuerpo, y se mezcló con el íntimo éxtasis mental de poder ofrecerle ese placer a mi dueño.

Sus manos me soltaron, pero me mantuvo empalado. Sentía mi sudor caer, a ríos, por mi columna.

No lo voy a hacer yo todo, ¿no crees? Muévete y hazme una paja con tu culo. La incómoda postura y la cuerda clavándose en mi polla me tenían casi inmóvil. Pero una orden debe cumplirse siempre, y, en especial, las que suponen un placer directo del cuerpo del Amo, como él ya me había adiestrado hace tiempo. Empecé a moverme, lentamente, intentando sacarme la polla del culo. Las lágrimas ya me nublaban la vista. Logré sacármela unos centímetros, hasta que sentí que la cuerda casi me arrancaba mi propia polla. Y volví a empujar hacia atrás, clavándomela. Tras hacerlo dos o tres veces, sentí sus fuertes manos en mis caderas. Durante un segundo, consciente de lo que se me venía encima, tuve miedo.

PUTO MARICÓN, TE HE DICHO QUE ME PAJEES, ASÍ, gritó mientras sus manos dirigían un doloroso vaivén de mis caderas. Dejé de sentir mi polla, y me sentí como una marioneta en sus manos. Perdí la noción del tiempo. Todo era dolor. Hasta que de pronto las embestidas cesaron, y sentí que sacaba su polla de mi culo, violentamente, y se alejaba un par de pasos.

Lo siguiente sucedió demasiado deprisa para mi torturado cerebro. La barra cedió, y yo caí al suelo con ella, golpeándome en la cabeza levemente. Quedé tumbado boca arriba, exhausto. Al segundo, mi boca estaba llena de una polla muy dura, pugnando por llegar a mi garganta. Sus huevos golpearon mi barbilla dos veces antes de que su cuerpo me aplastara contra el suelo, y sus chorros de semen inundaran mi garganta.

Yo apenas podía respirar por la nariz, pero era feliz, dolorido, y con aquel cuerpo sudoroso sobre mí. Mamé su polla como si mi vida me fuera en ello. Poco a poco, perdió fuerza. Como siempre, él la mantuvo en mi boca un rato, para que pudiera limpiar hasta la última gota de su corrida.

Hoy te has ganado un premio, dijo con voz cansada, mientras un chorro caliente golpeaba el cielo de mi boca. Rápidamente, empecé a tragar su orina, completamente agradecido. Cuando terminó, se levantó del suelo, y fue al dormitorio. Volvió con una navaja en una mano, que usó para cortar las sogas, y mi tabaco en la otra mano. Me ordenó que terminara de desatarme, y siguiera tumbado. Se sentó a mi lado, al estilo indio, con las piernas cruzadas y encendió un cigarro. Yo mientras jugueteaba con mi lengua y los dedos de su pie. Se quedó meditabundo durante el tiempo que fumó, dejando caer la ceniza sobre mi pecho, totalmente abstraído.

Ven, tenemos que hablar, dijo mientras se levantaba y volvía al dormitorio. Odio esas tres palabras. Siempre presagian algo malo. Nos sentamos en la cama, y esta vez pude yo fumar.

El lunes, intercepté una conversación entre el Estado Mayor de Toledo y la base de Getafe. El cambio de atmósfera me pilló desprevenido, pero hice un esfuerzo y me concentré en sus palabras. Esta noche se producirá un ataque enemigo a toda nuestra zona, en especial a nuestro destacamento. La orden es resistir lo que se pueda, hasta el final. Saben que caeremos, pero eso servirá de distracción mientras nuestro ejército ataca por el norte de la ciudad, y probablemente la tome. Si fuera así, a esta puta guerra le quedarían unas semanas, como mucho.

Sus ojos azules se clavaron en los míos. Yo no quiero morir, y tampoco quiero que tú lo hagas. Quizás te sientas moralmente obligado a volver, ahora que lo sabes, a pesar de que estás de permiso este fin de semana. Yo he desertado. Debería estar allí, pero tú, no. Tengo documentación falsa preparada, y un sitio en Almería donde vivir. Son dos pasaportes falsos. Tienes que decidir ahora, no hay marcha atrás.

Dudé, no puedo mentir.

Me iré contigo, pero con una sola condición, contesté. Seré tu esclavo el resto de mi vida.

Una sonrisa, con mezcla de alivio y picardía, precedió a sus palabras: Eso no es una condición, es algo obligatorio.

FIN