Si mi mujer me lo pide....yo obedezco.

Al fin y al cabo, tres años antes había sido yo quien pecara fuera del lecho conyugal y me pareció injusto, infantil y machista el echar un grito al cielo, pidiendo restaurar mi honor o el divorcio por una necesidad tan natural para mi como para ella.

  • Vamos Fran…!pero si es el sueño de todo tío!.

¡Que razón tenía la jodida!.

¡Pero que inquietante era!.

Uno puede pasarse la vida soñando con algo para sorprenderse con que, cuando de imaginar a disfrutar hay un paso, ese paso, tiembla como una flanera.

Nunca me había planteado que un día, mi señora iba a proponer algo tan inusual y bárbaro.

Treinta y seis años casados, con un ojo de refilón puesto ya en los sesenta…mucho sobre el anillo.

Mucho y muy variado.

En nuestros años mozos, a finales del congelador franquista, la gente se casaba joven y tenía los hijos antes de cumplir los treinta.

Claro que en aquel entonces, la policía vestía de gris, los niños se conformaban con tener bici y pelota, los trabajos eran fijos y un pisito podía pagarse en seis o siete años de sacrificios.

Ella para mi, yo para ella, fuimos los primeros, los mejores, los excepcionales….pero no los únicos.

Cuatrocientos treinta y dos meses, dan en ocasiones para demasiados y, por mucho que la vida se comparta, nunca se llega al extremo de confesar hasta el más milimétrico secreto.

La tentación de la pierna ajena llegó hasta mi en dos ocasiones, y en ninguna de ellas supe dar una negativa.

Una efímera compañera laboral, tan casada como yo lo estaba, solo que menos enamorada, que follaba con gritos histéricos, sin cargos de conciencia.

Por mi parte no se buscaban relaciones paralelas y por la suya, su condición de depredadora la obligaba a cambiar de polla como cambiaba de empresa.

La otra, como no, llegó en una de esas reuniones de antiguos alumnos de lo que fuera, en la que uno se pasa la cena juzgando las canas y grasas de los compañeros para encontrarse, a las cinco de la mañana, bombeando dentro de ese coñito que a los dieciséis años ni soñabas ver y a los cuarenta y cinco se te ofrece gustosamente solo porque su dueña, a descubierto que el tiempo pasa para todos…sobre todo para ella.

Mi esposa por su parte, desconocía que su marido había descubierto la única ocasión en la que se dejó manosear por otras manos que no fueron las mías.

Nunca supe su nombre, ni si estaba cerca o lejos.

Pero con los niños aun chicos, marchó dos meses a veranear al apartamento de una prima hermana mientras yo, acudía de viernes a domingo, obligado por la crisis del petróleo, a hacer horas extras que luego nunca se cobrarían.

Ella, de lunes a jueves, terminó buscándose un chico diez años más joven, imagino que inexperto pero voraz, apresurado pero vigoroso al que le echaría polvos de playa a la luz de la luna…tal y como tantas veces ella me fantaseara.

Cuando la hoja comenzó a caer, el amante hizo una fugaz insistencia, un par de mensajes al móvil uno de los cuales, que ella olvidó borrar, resultaba demasiado explicito como para no revelar el affaire y la falta de pericia.

Nunca se lo mencioné, ni se lo tuve en cuenta.

Al fin y al cabo, tres años antes había sido yo quien pecara fuera del lecho conyugal y me pareció injusto, infantil y machista el echar un grito al cielo, pidiendo restaurar mi honor o el divorcio por una necesidad tan natural para mi como para ella.

Y además la quería.

Con locura cochina e ingrata sin duda.

Aunque el deseo evolucionara, sin llegar jamás a cero, desde sus ojos brotaba la seguridad y el amor que derrochaba con generosidad y a diario….una manera de expresar que fuera la cuesta lo empinada que fuera, ella ayudaría a superarla.

Y adoraba esa sensación.

Hasta que esa mañana, ese peculiar ruego, provocó que se revolvieran incluso los cimientos más afianzados.

  • Marisa que esto no es tan fácil….¿y si terminas arrepintiéndote?.
  • Cielo llevas conmigo desde el instituto…sabes de sobra que donde yo decido ir, voy.
  • Dame tiempo….no se.
  • ¡Claro!. Le diré a Esther algo el lunes.
  • ¿El lunes?. ¡Que pronto!.
  • Vamos Fran…ya sabes la respuesta que te pide el cuerpo. Otra cosa es que quieras reconocerlo.

Sabiduría femenina a derroche.

¡Por supuesto que babeaba con la posibilidad!.

La novedad, la excitación de la novedad, la maravillosa expectativa de la novedad, el ardor de la novedad, la pasión de la novedad.

Pero temía que esa novedad, dinamitara aquello que poseía y tanto apreciaba….la gran compañera que mi mujer constituía.

  • Por eso estate tranquilo – contestó cuando por la noche, encamados, dormidos pero no dormidos, le confesé que estaba dispuesto – Todo esto ya está apalabrado. Yo, para siempre aquí – palpó el colchón – A tu lado.

Esther era más hermana que amiga.

Ella y mi señora se compartían desde el mismísimo parvulario, lo que había permitido germinar una confianza mutua que sobrepasaba todo confesionario.

Dos años más joven, Esther derivaba en su matrimonio en un constante alejamiento entre el platonismo por “el hombre de todas mis vidas” y la esclavitud de quien se sabe no escuchada, sin que a ese hombre le acusara ninguna sordera.

No es que fuera un ogro, un mal ser o un maltratador.

Aquel esposo trabajaba como una mula, sin cejar, con tesón y a diario, sin descanso para mantener a su familia…sobre todo a sus tres hijos, cuya educación era una verdadera obsesión….las mejores facultades, los mejores libros, los profesores privados más onerosos.

Sin embargo, su concepto del matrimonio conducía a una deriva desde el altar hasta la tumba…una deriva sobrecargada de sinsabores, aburrimiento y mucha, muuucha paciencia.

Yo apreciaba a aquel buen amigo, a su sentido de la responsabilidad, a su manera de cumplir y hacer cumplir, al hecho de que nunca jamás, había regateado su tiempo cuando las cosas iban mal y sus risas cuando estabas de buenas.

Sin embargo, era fácil ver en el rostro quebradizo de Esther, que hacía mucho había descubierto, que las metas de ambos, estaban en sendas Antípodas.

Por eso, cuando una tarde sin cargas ni hijos, la conversación entre amigas se regó con mucho vino y poco cortado, la lengua olvidó cadenas y ella terminó confesando la de fecha exacta en que su marido le echó el último polvo.

  • ¡No jodas!.
  • No cielo, no jodo. Nada de nada – se rieron.
  • Pues eso habrá que solucionarlo digo yo….tendremos que buscarte un bombero que te de lo tuyo.
  • ¡Que dices!. Ya nadie se fija en mis arrugas.

Y entonces sería mi mujer, tan deslenguada una como la otra,

la que no pudo evitar confesar que con la sola idea de imaginar a su marido penetrando a otra, se le erizaban de puro cachondo los pelos de la nuca.

Un embrollo de confesiones que, extrañamente, terminó conduciéndome a la carretera de la Coruña, rumbo a un hotelito discreto que nuestra Celestina, había reservado allí donde ni amigos, ni conocidos ni mucho menos familia.

Cuatro días necesito para liarme la vida.

Cuatro días más la hora y pico que llevaba, tratando de entender las robóticas indicaciones del GPS, llamando a la señora hasta cinco veces, más para cerciorarme de que perseveraba en el deseo que por atender a sus indicaciones sobre donde paraba el hotelito.

  • Deja de marearme leches – refunfuñó – Deja de quejarte que ya querrían otros lo que se te ofrece.

Me enfadé.

Y mucho.

¿Cómo podía no comprender el origen de mis dudas?. ¿Es que ya no me quería?.

¿Es que ya no deseaba mi cuerpo?. ¿Es que yo solo era el premio de la lotería para su insatisfecha amiga?. ¿Es que planeaba pedir luego el divorcio aludiendo aquella infidelidad provocada?.

Pues si sus deseos marchaban por semejante callejuela, iba a tener doble ración de la receta propuesta.

Aceleré, enojado y ya, para perder solo un poco, dispuesto a perderlo todo.

Fui el segundo en llegar.

Cinco minutos antes, mientras el intermitente señalizaba a la derecha, donde a quinientos metros se entreveían los neones apagados del hotel, Esther me había enviado un mensaje informando del número de habitación.

El recepcionista, un joven ya acostumbrado a la circunstancia, saludó con rigor protocolario, indicando que el ascensor paraba, como el baño, al fondo a la izquierda.

Sabía de sobras que mi nombre no haría historia y que lo uno con lo otro, marcharían, sin recuerdo, tres horas más tarde, por la puerta.

Llamé…dos toques breves y velados.

La puerta, entreabierta, cedió apenas rozarla, dejando asomar una cara tímida y apocada que correspondía con la de Esther.

  • Hola Fran – esbozó una sonrisa forzada.
  • Hola – suspiré, incapaz de ocultar los nervios.

Pasé aun no demasiado convencido, sentándonos ambos, ella sobre el borde de la cama y yo, en un sillón Ikea de inmaculado tapizado blanco.

  • Bufff que nervios ¿verdad? – confesó intentando descubrir si yo sentía las mismas incertidumbres que ella.
  • Es lo propio. Oye…¿cómo hemos llegado a esto?.
  • Mi marido que hace tres años no me toca y tu mujer, que no sé lo que se le pasa por la cabeza.

¡Tres años!.

Cierto es que la convivencia había generado sus altibajos sexuales.

Pero ni tan siquiera en las peores rachas, habíamos padecido más de diez días de abstinencia.

  • Se lo comenté como sin importancia, pensando que ella tal vez estuviera en las mismas. Solo buscaba consejo Fran te lo juro – continuó hablando, cruzando las piernas como si se meara, jugando nerviosamente con los dedos – Ella siempre fue mucho más decidida que yo, ya sabes, menos dudas. La verdad Fran, no sé cómo narices nos propuso esta.
  • Como si fuera lo más normal…”Oiga, póngame cuarto y mitad de mi marido” – la broma es siempre el mejor recurso ante circunstancias de aprensión o nervios.
  • Ja, ja no…si yo, al principio casi la mando a tomar por cuelo pero luego…luego, no se luego, algo – se aferró el esternón con la mano derecha – algo aquí me gritaba que diera el paso. Lo siento.
  • ¿Por qué?.
  • Porque estamos jugando contigo como si…
  • Nunca has estado con otro ¿verdad?.

Asintió avergonzada.

  • Somos de otra época Esther. No tienes por qué sentirte humillada.
  • Lo lamento mucho, no, no deberíamos haber actuado así contigo, como si fueras un trozo de carne pero ella, tu mujer insistió tanto. Venga, vámonos, dejemos esto en una anécdota, algo que nos hizo cosquillas, que nos divirtió un rato.
  • Desnúdate.

Acongojada, desacostumbrada a órdenes tan afiladas, acató con el gesto sometido, incorporándose perezosamente, desprendiéndose con torpeza de un vestido violeta levemente ceñido.

  • Del todo – advertí sin fisuras, llevando mi zurda a paladear la entrepierna.

Y Esther, consciente de que lo que desde ese momento hiciera no tendría ya vuelta, pareció cuestionarse durante un leve segundo hasta que, deslizándose sin mucha experiencia, fue desabrochando su poco insinuante ropa interior, descalzándose, deshaciéndose algo grotescamente de las braguitas blancas para, incomprensiblemente, volver a sentarse cubriéndose cómicamente el pubis.

Esther estaba espléndidamente conservada.

A sus cincuenta años, aquel cuerpo ofrecía pinceladas de tiempo, pequeñas rozaduras en una belleza sutil, prudente pero atractiva, poco exagerada, una lorza creciente por aquí, cierta flacidez por allá, senos grandes sin caídas y de aureolas grandes y oscurecidas, el ombligo y su tripilla levemente incorporadas sobre las caderas, y los pies, sus pies, mi verdadera debilidad, ofrecidos sobre la cutre moqueta de la habitación como si para ella fueran nada y para mí… Buff…causa, motivo y combustible de la portentosa erección que bajo las costuras iba ganando huecos.

Unos pies sin casi defectos, de dedos simétricos, rosáceos, sin callos ni durezas, como si por ellos, no hubiera tacones altos ni caminatas.

  • ¿Qué deseas? – pregunté.

Ella recibió la pregunta sin levantar la mirada.

  • Hazlo tu – susurró.
  • ¿El que?.
  • Quiero verte desnudo.

Con algo más de estilo, acaté su deseo, desabotonando lentamente la camisa, luego desatando el cordel de los zapatos, los calcetines, siempre tan despreciados que terminaron bajo la cama y, finalmente, los pantalones, que acabaron arrastrando sus ochenta euros sobre el pasillo que conducía al cuarto de baño.

  • El resto deberás hacerlo tú – invité echando una ojeada a los bóxer, algo impropio de los de mi edad, bajo los cuales, se parapetaba una palpitante y tentadora erección.
  • Me da vergüenza.
  • A estas alturas – me aproximé – nos rodea demasiada agua como para terminar secos.

Con una torpeza fruto de su falta de autoestima, Esther bajó los calzoncillos primero hasta las rodillas, luego hasta los tobillos para, finalmente, alzar la mirada y contemplar mi modesto orgullo, nada especial, algo más largo que la media y grueso lo justo, de esos los que saben llegar hasta el fondo sin coparlo todo.

Note como la respiración de nuestra amiga se aceleraba, como sus ojos se hipnotizaban en aquella polla, primera que veía tras tres décadas de comer en la misma bandeja.

  • Puedes tocarla – aconsejé – Te está esperando…muy ansiosa.
  • No – retiró la intención – No, que te haría daño.

Comprendo.

Terminé admitiendo que esa tarde, tendría que ser yo quien asumiera la

iniciativa.

  • Entonces permite – añadí arrodillándome de frente, subiendo las manos por sus muslos hasta acoger sus caderas, abrazándolas, dejando que sintiera el calor, cogiendo con infinita suavidad su barbilla para obligarla, dulcemente a mirarme.

Fue entonces cuanto, acerqué los labios y nos besamos.

Aquel beso sutil fue, décima a décima, ganando intensidad, sazonado por nuestras respiraciones, nuestros jadeos hasta abrir la boca e iniciar un frenético e inesperado juego de saliva y lengua,

al que Esther, en principio pareció reacia y al que luego, se entregó con tal devoción que, de cuando en cuando, dejaba escapar sugerentes mordiscos en los labios.

  • Maravilloso.

Cuando lo dijo, sus manos habían empezado a recorrer mi espalda y, abriendo con comedimiento las piernas para permitir que me colocara entre ellas, rozando intencionadamente con la polla aquella atractiva tripilla de cincuentona.

  • Oooo Fran como puedes hacerlo tan bien – suspiró mientras consentía que la tumbara delicadamente sobre la cama.
  • Cierra los ojos y no pienses ¿vale?.

Asintió con esa cara entre asustada y deseosa que ponen quienes nunca dejan de temer lo que más desean.

Decidí privarme de recorrer su cuerpo, dejando intuir el objetivo que perseguía.

En su lugar, alzándome ligeramente, la contemplé, brazos en jarra.

Esther era muy apetecible, rebosante contenida de carne, blanca como la leche y….con muchos años sin pasarse por el pubis una rasurada.

Cierto que nuestra generación no tenía ese hábito pero, incluso mi señora, a la que desvirgué superando antes la pelambrera, era una de esas mujeres

seguras de que quien por abajo no se depila, es porque no aguarda nada ni nadie que les haga visita.

Pero yo lo veía, agradecido porque entre el matojo castaño, brillara una generosa ración de jugos, frutos de la excitación de su vagina.

Primero lo besé…escupiendo discretamente algunos pelillos aventureros.

Ella reaccionó colocando sus manos sobre los pechos, una actitud defensiva de aquellas mujeres a las que, les inquieta que las descubran, desconocedoras de lo que es una buena comida de coño.

Con dos dedos habilidosos abrí con sutileza los labios, apareciendo su yo carnoso, rosáceo y allí, extendiendo mi lengua, llaneándola, ensalivándola, recorrí con suma languidez de abajo a arriba.

Esther se erizó, traicionados sus apocamientos, cuando la cadera se meció en busca recibir con mayor fuerza esos lametones.

Y continué dándoselos, arrebatado por el néctar de su clítoris, gozándolo hasta que ella abrió de par en par los ojos, cogió mis cabellos, estiró haciendo incluso algo de daño, dejando claro que desde ese segundo sabía lo que quería, obligándome a alzar el cuerpo hasta la altura de sus ojos.

Y a partir de allí, ella más que yo, nos desbocamos.

Esther abrió sus muslos todo lo que pudo, agarró mi miembro y sin dar tiempo más que a seguir el impulso, se lo introdujo con menores miramientos de los que yo hubiera tenido hacia alguien que se suponía temerosa e inexperta.

  • Ummmm-gimió echando la cabeza atrás hasta girarla hacia la derecha, hundiéndola en la almohada.
  • ¿Te gusta?
  • Ummmm-imaginaba que si porque su pubis volvió a moverse y, cuando arreció la octava arremetida, alzó las piernas para, con los pies, hacer el nudo del placer justo a la altura de mi culo, símbolo de que le placía y quería llegar todavía más lejos.

Y llegamos.

Empujé cada vez más rápidamente, gimiendo ambos cada vez más estruendosamente y, en ese instante mágico en el que todo el mundo se reduce a un coño y una polla, abrió la boca, para frente a mi más absoluta sorpresa, volverse loca.

  • ¡Clávala sin piedad! ¡Mete cabrón mete!.

Empecé a avivar, a chapotear contra su humedad

ruidosa, a no considerar daños, insulto ni ofensa.

  • ¡Fóllame Fran, fóllame como nadie me folla!. ¡Folla, folla, fóllameeeee!.

¿Qué hombre es capaz de aguantar semejante arrebato?.

La follé hasta incluso temer estar sufriendo un infarto.

Una hora más tarde, abrazados y hartos, sudados, gozosos, ella respiraba fusionada con las sábanas y medio adormecida.

  • ¿Te importa que llame a mi mujer? – le pregunté – Para saber si se siente bien.
  • Claro – respondió casi dormida, con la voz apagada – Yo ya tengo lo que buscaba.

Fue el tono lo que me hizo sospechar.

Un tono que llevó a vestirme y salir de puntillas, con Esther soñando muy profundamente con el segundo polvo que ella creía le echaría.

Un tono que me llevó a conducir a cien donde marcaba ochenta y aparcar a doscientos metros del unifamiliar para evitar sospechas y ruido.

Abrí la puerta, ascendí descalzo, peldaño a peldaño, escuchando el grifo de la ducha y el vaho que se escapaba por la puerta entreabierta.

Apretando puños, conteniendo cada jadeo, acerque sutilmente mi sombra, más que mi presencia, contemplando como mi mujer, bajo el telefonillo y arrodillaba, devoraba con auténtica maestría la polla del marido de Esther.

  • Ogggg- suspiraba recalentado por el puro gusto – No puedo entenderlo.
  • ¿El que? – preguntó ella, apenas distrayéndose un segundo del objetivo.
  • Uffff…que chupándola como la chupas, lleves tres años sin que tu marido te de polla.