Si me dejas arrancarte los ojos (II)

''¿Por qué eres tan breve?''

- Bueno, los veo después, tengo que ir a clase y creo que ustedes también – dije con una pequeña sonrisa y me retiré antes que preguntaran más.

No es que esperara que Cristina me hablara, hace tanto que no hablamos que he dejado de esperar algo de ella; pero por Dios, que se dé cuenta que su indiferencia aún me duele, quizá, sólo quizá podría ser la costumbre que hace que este tenue dolor siga presente.

Con este pensamiento me dirigía a mi clase. Entré y me coloqué en los últimos lugares del salón. Ingresó unos minutos después de mí la profesora e impartió la clase sin ninguna novedad para los ahí presentes. Yo pensaba, pensaba en Cristina, en sus labios, en su mirada, en sus manos, sus manos que no me gustaban más que sus labios, pero no me dejaban de gustar sus dedos, sus delgados y largos dedos. Muchas de las veces que nos sosteníamos de las manos y las entrecruzábamos pensaba: ‘’Tus dedos encajan perfectamente en el espacio de los míos’’. Y mis palabras se ahogaban en mí, no salían. En seguida pensé de nuevo en sus labios. He llegado a creer que siempre, aún no sé qué tanto implique siempre , pero siempre ansiaré sus labios y su cuerpo. Sus labios rosados y ligeramente gruesos, lo preciso para haberme hecho anhelarlos profundamente.

De nuevo, esa confusión en mis palabras. Antes me he aferrado a la idea de que ya no siento nada por Cristina, entonces, de nuevo pienso en ella.

Advertí que finalizó la clase por los molestos ruidos de los escritorios y sillas raspando el piso, sin olvidar que ya todos hablaban. Guardé mis cosas y me coloqué de pie – Hasta luego profesora, buenos días –, me despedí a lo que la profesora me respondió con una sonrisa. Se la devolví y salí.

Caminaba a mi siguiente clase, dudaba en si entrar o no. No había leído el texto que el profesor nos dejó para dentro de unos minutos.

Di unos cuantos pasos más, no más de cinco cuando escuché mi nombre, no quise voltear, conocía bien esa voz. Caminé un poco más y me tomó delicadamente por dos de mis dedos, el índice y el medio de la mano derecha.

  • ¿Qué quieres? – articulé sin voltear, esperando que escuchara mi no tan audible voz entre otras tantas que hacían un tumulto de voces.

  • Hay que hablar– apretó mis dos dedos que tenía entre sus delicadas manos.

Me giré frente a ella, aún me sostenía por los dedos.

  • Supongo – y entrecrucé nuestros dedos.

  • Bien… - dijo ella con una sonrisa.

De nuevo estaba ella para frente a mí, mirándome con esos ojos llenos de amor, con esos ojos que desbordaban amor.

Le devolví la sonrisa y ella no apartaba la mirada de mí.

  • Ya no me mires - dije.

  • ¿Bien…? – repitió ella y se soltó de mí.

No sabía qué decir. Tengo que decir: ‘’Sí, hablemos’’. O quizá: ‘’Vamos a otro lugar a hablar’’. O ‘’ ¿De qué quieres hablar?’’. O ‘’ ¿Para qué?’’ o tal vez un: ‘’Me lastimas, déjame’’.

  • ¿Qué tanto piensas? Piensas mucho – me decía Cristina –. Quieres que hablemos ¿sí o no? – Ya no me miraba, tenía la mirada en mis manos.

  • Ya te dije, sí – respondí - ¿Ahora?

  • Claro.

No tuvimos la necesidad de decir más, ella pasó por mi lado, supuse que tendría que ir detrás de ella y así fue. Llegamos a las afueras de la biblioteca, hay un parque con árboles frondosos que comparten su sombra; estudiantes y demás van a relajarse un poco en ese parque.

  • Bien, aquí no hay tantas personas, hablemos – dijo Cristina sentándose debajo de un árbol que nos cubría del sol que comenzaba a inundar el día. Me senté al lado de ella, las dos recargamos ligeramente los músculos de la espalda en el cuerpo del árbol.

  • Sí… – como ya lo dije, no sabía qué decir o mejor aún no sabía si tenía que decir algo.

Ese >>Sí<< fue la última palabra que se escuchó entre nosotras. Supuse que ella también buscaba las palabras necesarias para comenzar esto. Perdí mi mirada en el cielo, veía las nubes que por momentos cubrían los rayos del sol y por supuesto esa gran estrella que es el Sol. Trataba de comprender en qué curso se movían las nubes, me parecía que el viento las guiaba hacia el sur. Pero, mientras más trataba de comprender el movimiento del viento en las nubes dejaba de creer que se dirigían al sur para pensar que ahora iban al sureste, ¿o quizá al este?

  • Estos días he leído a Julio Eutiquio, ¿sabes de él? – pregunté y la miré.

El tratar de comprender al viento, las nubes y la dirección que deciden tomar me fastidió. Aunque ese fastidio mío era más que nada por no tener las palabras necesarias para decirle todo lo que me provocaba estar con ella. Cristina no me respondió nada, noté que también miraba el cielo, por no más de un segundo pensé que ella también se interrogaba por el sentido de las nubes y el viento, pero no. Tenía la mirada perdida al vacío.

  • Te he hablado – dije.

  • Sí, sí he leído algo de él… En el País de la Lluvia – me respondía después de unos segundos, aún no me volteaba a ver, no apartaba la mirada de ese cielo azul, con una voz que pareciera que se hablara para sí misma.

‘’ ¿Cuánta indiferencia puede haber en una persona?’’, pensé, una vez más.

  • Ya me voy – dije poniendo las palmas en el piso y flexionando mis piernas para ponerme de pie.

  • Eres inmadura, ¿sabías? Tan inteligente e inmadura, pero sobre todo ególatra – y por fin me miró, no me alcancé a poner de pie, me quedé en esa posición mirando mis rodillas.

  • ¿Qué dices? – pregunté, intentando relajar mi cuerpo.

  • Eso, me molesta tu actitud.

  • ¿Cuál actitud? Yo no tengo ninguna actitud – hasta ese momento seguía buscando algo en mis rodillas, no buscaba nada, lo sabía, pero mi mirada seguía ahí.

  • ¡Ya! – dijo ella, un tanto alterada.

  • ¿Ya qué? – respondí mirándola.

No he de negar que se me soltó la risa al escuchar su palabra de desesperación.

  • ¡Di algo! – se notaba su grácil enfado al hablar – ¡Y compórtate seria, por favor!

  • ¿Dónde dejaste tu apacibilidad de hace unos momentos? – le comenté.

  • ¿Qué te pasa? Dime, ¿eh? ¿Qué te pasa? – me decía, sus ojos me decían su molestia – Ahora no dices nada o lo que dices no… no quiere decir nada, dices cosas sin importancia, tal parece que me has dejado de lado.

  • ¡Es que qué quieres que te diga, dime por favor! – nos voltearon a ver unas cuantas personas por lo que bajé suavemente la voz – Que yo no sé qué tengo que decir – finalicé.

Nos sumergimos en el silencio. Después, proseguí.

  • ¿Te has dado cuenta la manera en qué me miras? Tú ya no me miras, o si es que me miras   lo haces sin ninguna delicadeza… Sin nada, ¿me entiendes? – ella me miraba y yo a ella – Ya no tenemos nada Cristina. Ya no hay nada que nos una.

  • No, espera. Espera, ¿qué estás diciendo? – me decía desconcertada.

  • Eso, que creo que lo mejor es que dejemos esta amistad, que ya no sabría si llamarla amistad. Ya no estamos bien Cristina, ya no me interesas.

  • ¿Y qué quieres hacer? – preguntó.

  • Ya no hablarnos.

No me respondió, tampoco esperaba que lo hiciera. Se colocó de pie dándome la espalda para luego darse la vuelta y mirarme.

  • Entonces, aquella noche ¿por qué me besaste?

  • Sólo toqué tus labios – intenté evadir.

  • Es lo mismo – dijo ella –, dime.

  • No hay nada – intenté decir, se me dificultó un poco la voz.

  • No esperaba mucho de ti, pero tampoco tan poco – me decía mirándome. ¿Desprecio? Sí, creo que eso tenía en aquel momento en su mirada. Y se fue.

¿Qué esperabas que te dijera Cristina? ¿Qué me dolía hasta el alma verte con él? ¿Qué todo lo hacía por ti y tú por él? Vamos, ¿qué querías? Dime, dime ahora que ya no estás.

Cómo decirte que ya no te quiero, que ya no te quiero por él. Por la manera en que caminan de la mano, por la manera en que te apresuras a llegar a él cuando vas a mi lado, por cómo lo miras. Y tal parecía que tú no veías la tristeza reflejada en mis ojos, en las líneas de mi rostro y en mis manos sueltas. Cómo hacerte entender cómo me sentía al mirarlos besándose, sonriéndose, hablándose. Entiende, aunque no te lo pueda decir.

Te debí tocar, debí tocar tu cuerpo cuando pasábamos las noches juntas. Te debí besar cuando pareciera que tú me lo permitirías y no sólo aquella vez. Me tenías a tus pies, me tenías de tus manos. Tus labios, tu cuerpo y tu bello rostro sin sumar tu inteligencia me tenían rendida ante ti.

Pensaba aún recargada en el tronco de aquel árbol.

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Mil disculpas, sé que sigue siendo realmente poco.

Muchas gracias a todos aquellos que leyeron y que me han comentado, de verdad gracias (:

Espero que sigan leyendo.

Saludos desde México, D.F.