Si Fueras Mía 8
Fin
Esa noche estuve frente a frente con Marcela Navarro, intentó besarme pero me aparté entendiendo que yo estaba enamorada de mi profesora de literatura y no la drogadicta que tenía frente a mí.
Hay un tipo de sufrimiento que te hace querer llorar, un tipo de sufrimiento que te hace odiar al mundo y te provoca romper cosas, y un tipo de sufrimiento que te destroza a ti.
Yo experimenté los tres en una sola noche.
Una escucha muchas veces la expresión “corazón roto”, en ese momento yo pude entenderla, pude definirla como el dolor que provoca una perdida a partir de la cual siempre te sentirás incompleto.
Durante varias semanas viví sin un reloj ni un calendario para medir el tiempo. Dormía cuando ya no podía soportar más el seguir consiente y despertaba justo en el momento en el que mis sueños me hacían regresar a esa noche, cuando Marcela intentó besarme. Me perdí, hui de mí, aún ante los esfuerzos de mis padres, y aun ingiriendo antidepresivos. Yo sabía perfectamente que estaba cayendo de una nube y que al final del camino o me encontraba con un milagro que amortiguara el golpe o moría.
¿Qué tanto más que yo podía valer Marcela Navarro?
—He pensado que hay que hacer cosas nuevas —murmuró Vero entrando a mi recamara.
Yo estaba sentada en mi sofá junto a la venta sosteniendo con fuerzas el libro de Bécquer. Como un náufrago aferrándose a la última tabla de su bote salvavidas.
Me quedé mirando de reojo como encendía su laptop e insertaba en ella un disco.
Todos los días venía a verme después del colegió, ella hablaba de como iba todo, de los profesores, de las tareas, del nuevo corte de Alice, de los esteroides que consumía Ricardo, de los pleitos en las horas libres, del horroroso álbum que había lanzado su banda favorita y más bla, bla, bla. Unas veces la escuchaba, otras sólo leía mis poemas ignorándola. Jamás le decía más de dos palabras juntas y a todo lo que preguntaba le respondía con monosílabos.
—Veremos una película —lo dijo emocionada acercándose y arrebatándome el libro de las manos.
—Hey…
—Lo siento amiga, pero ya he tenido que pagar este libro mínimo 10 veces su valor. La biblioteca también cobra multas.
No tuve ganas ni fuerzas de ir tras ella y pelear por el libro.
—Veremos una película —sentenció conectando las bocinas a su laptop.
Puse los ojos en blanco, al menos por hoy no tendría que lidiar con su cháchara.
Por casi hora y media clavé la vista en la pantalla mirando como la humanidad entera de zombificaba. Hasta donde podía recordar era la primera vez en mi vida que veía una película completa y realmente fue asquerosa.
—Realmente buena —murmuró Vero.
La miré sin poder creerlo.
—Fue asqueroso —le solté— ¿Qué hay de bueno en ver a una persona comiéndose a otra?
Ella mi miró sorprendida era la primera vez en casi un mes que me escuchaba decir una oración completa.
—No puedes negar que ha sido muy entretenida. Ese es el punto del cine, entretener. Da igual si es bueno o malo el caso es tener al público con los ojos en la pantalla.
Me encogí de hombros. No estaba de acuerdo pero tampoco tenía ánimos de pelear por la deplorable industria cinematográfica.
—Vamos al parque —solté de pronto.
Vero no esperaba eso, ni siquiera yo lo esperaba. Fue una necesidad que surgió de pronto.
—¿Al parque?
—Si no puedes, está bien… creo que…
—No digas tonterías, vamos.
Cualquier esfuerzo por evitar que Vero me maquillara fue inútil. Diez minutos le bastaron para eliminar cualquier rastro de la depresión y al mirarme al espejo me volví a sentir yo. Fue como si todos los pedazos rotos se hubiesen pegado en su sitio, excepto uno, uno que ya jamás volvería, y que yo tendría que aprender a no necesitar.
Caminamos despacio, sentí el sol, el aire. Me fijé en las personas que se mantenían ajenas a mi suplicio, realmente parecía que todos estaban bien. Miré mi rostro reflejado en los cristales alzados de un auto, cualquiera al verme creería que nada malo me pasaba. Y entonces entendí que cada quien habitaba en su propio infierno, pero salían adelante, porque al final de eso se trata, de salir adelante.
Llegamos al parque que yo había visitado tiempo atrás. Cuando también sufría, casualmete por la misma persona.
— ¿De verdad no extrañabas esto? —preguntó Vero dejándose caer sobre el pasto.
Me senté a su lado.
No podía seguir negándome a hablar de ella. Era como tener en la boca un veneno y no estar segura de sí escupirlo o tragarlo. Pero tenía que superarlo, seguir adelante, y dejar que ella me matara no era la mejor forma de conseguirlo.
—¿Qué pasó con Marcela Navarro? —al pronunciar su nombre percibí un ligero sabor metálico en el paladar.
Vero me miró preocupada.
—Eso no importa ya.
—Claro que importa.
— ¿No te bastó todo lo que viste? —Me regañó— termina con todo eso de una buena vez.
Cierro los ojos tratando de contener la rabia que de pronto se apodera de mí, Vero no entiende y no tiene por qué entenderlo. Pero después todo ha demostrado ser mi mejor amiga y si estoy dispuesta a explicarle podré contar con su apoyo.
—Necesito saber que ha pasado ha pasado con ella, quiero salir de esto —confieso con la vista baja, tratando de comprenderme yo misma— Pero es más difícil seguir adelante si continuo con esta espina molestándome… te suplico que me ayudes.
— ¿Crees que sirva de algo? —preguntó después de un prolongado silencio.
— ¿Dónde está?
Vero suspira.
—Huyo —responde al fin.
— ¿Huyo? —Repetí incrédula— deje de verla, ¿mis padres continuaron detrás de ella?
Me mira preocupada.
—Te lo has negado a ti misma, cierto.
Entendí de qué estaba hablando.
— ¿Fuiste con la policía?
—Ya no se trataba de ti… Viste lo mismo que yo esa noche… —parecía horrorizada con el recuerdo—A donde sea que pusiera los ojos había un delito grave. Obviamente fui con la policía.
Mi pulso se aceleró. Me había mentido, había jugado conmigo... pero me dolía lo que le había pasado. Los problemas en los que se había metido.
—La siguiente noche hubo todo un operativo… pero ella ya se había esfumado. Durante un par de semanas fue de lo único de lo que se habló en los noticieros.
—Espera un segundo. Si ella no estuvo allí la noche del operativo no tenían forma de ligarla a ese sitio, era una cliente es todo, como muchos otros millonarios que te apuesto a que salieron bien librados.
Vero sonrió amargamente.
—Ana, Marcela Navarro era la dueña de ese club.
Miedo era lo menos que podía sentir, un miedo estúpido e irracional. Temía por ella, por lo que le pudiera pasar si era detenida.
“Ana por Dios, ¡pena de muerte! Es lo mínimo que podrías desearle” me regañé.
Pero el solo pensamiento me torturaba.
— ¿Dueña? ¿De dónde sacaron eso?
—No lo sé, es asunto que la policía no divulgó.
Me quedé en silencio, procesando todo aquello. Tratando que el saber de Marcela no alentara sentimiento que tenían que morir.
Nuestra pasión fue un trágico sainete
en cuya absurda fábula
lo cómico y lo grave confundidos
risas y llanto arrancan.
Pero fue lo peor de aquella historia
que al fin de la jornada
a ella tocaron lágrimas y risas
y a mí, sólo las lágrimas.
Seguía siendo un poema de Bécquer susurrado con pasión al oído. Yo la misma colegiala ingenua. Nos metimos a jugar ese juego donde pierde el que más da, pero aún en la más grande ruina yo tenía la fuerza suficiente para apostar que nunca nadie podría amarla como yo. Y ese algún día se convertiría en suficiente castigo.
—Ana lo siento mucho, yo sabía que algo andaba mal, en la universidad de mi hermano se murmuraban cosas, pero no quería que lo supieras, no quería que sufrieras, yo creí que sería capaz de hacer que la odiaras para que cuando todo saliera a la luz, a ti no te importara su vida…
Me acosté sobre el pasto y cerré los ojos.
—Pero ella tenía otros planes —murmuré— enamorarme y hacer de mí un escudo humano que la protegiera de la policía.
—No creo que ella contara con que tú podrías librarla de sus negocios ilícitos…
—Yo no, pero mis padres sí.
—Pero ellos estaban detrás de ella…
—Estaban detrás de que no me rompiera el corazón —deduje— Verla en la cárcel me haría pedazos y ellos no tolerarían eso… lo sé, los conozco. Además yo jamás creería que Marcela era una… jamás creería en nada de lo que se le acusara si no lo hubiese visto esa noche. Incluso después de ese día me costó varias semanas asimilar que no había sido una pesadilla.
—Es una imbécil.
—La imbécil soy yo.
—Claro que no, tú te enamoraste, no había forma de que supieras quien era ella.
—Fueron apenas unos pocos días de conocerla. Obviamente algo malo iba a salir de todo eso. Me faltaba mucho que saber de ella.
—Ana tu eres una víctima, como todas esas niñas que trabajaban en su club. Marcela usaba mascaras tras máscaras, ni siquiera sus padres imaginaban quien era ella.
Oculté mi cara con ambas manos, yo misma me daba vergüenza.
— ¿Sus padres?
—Los llamaron a declarar. Eso me dijo tu madre un día que fui a verte y estabas dormida. Creo que ninguno sabía la clase de fichita que era su hija, ambos están en un asilo y tenían varios años sin saber de ella.
—Realmente soy una imbécil —solté odiándome con la intensidad con la que debería estarla odiando a ella.
—Si te digo todo esto es porque me lo pediste. Te enamoraste de una Marcela Navarro que no conocías, ahora te tienes que olvidar de esta Marcela que estas conociendo. No va a ser fácil, pero podrás con ello —Vero atrapó una de mis manos con la suya— Eres mejor de lo que ella podrá ser nunca, para Marcela fuiste un golpe de suerte, en cambio para ti fue una piedra en el camino. Mereces algo mejor…
—Solo espero no volverme a topar nunca con otra piedra.
—Mírate, eres hermosa Ana. Las piedras se pelearan porque te tropieces con ellas.
Ambas reímos como estúpidas.
—Sólo ayúdame a esquivarlas, juro que esta vez cerraré los ojos y dejaré que me guíes.
—Esa es una buena idea.
Murió el tema de Marcela Navarro. Empezamos a charlar trivialidades como antes, como siempre. Al final me invitó a una fiesta que estaba organizando la novia de su hermano y me hizo jurar que iría. Le garantice mi presencia con la condición de que me dejara sola en el parque y con la promesa de que no me arrojaría frente a un auto en movimiento. Ella aceptó solo después de que yo accedí a informarles a mis padres donde iba a pasar la tarde.
Cuando me quedé sola volví a pensar en la profesora Navarro. Iba a ser tremendamente difícil, pero un día, cuando recordara toda esa etapa, me reiría de mi misma.
Me ha herido recatándose en las sombras,
sellando con un beso su traición.
Los brazos me echó al cuello y por la espalda
partióme a sangre fría el corazón.
Y ella prosigue alegre su camino,
feliz, risueña, impávida. ¿Y por qué?
Porque no brota sangre de la herida.
Porque el muerto está en pie.
Le susurré al viento el último poema que tenía para ella y dejé que este lo arrastrara lejos de mí.
Todo se terminaba.
—Continúas leyendo a Bécquer
Esa voz me helo la sangre. Me levante de golpe.
Sus brazos capturaron mi cintura antes de que pudiera alejarme lo suficiente. Traté de zafarme pero ella era más fuerte que yo, no podía soportar tenerla tan cerca así que levanté el puño y asenté un golpe justo en su boca.
El dolor sumado a la incredulidad la llevó a soltarme y entonces me alejé corriendo.
—Ana —gritó.
“No, maldita sea, no”
Intenté cruzar la calle pero los autos pasaban veloces y el semáforo parecía estar en mi contra.
—Ana —ella corrió hasta mí.
No la miré.
De nuevo me tomó por la cintura, pero esta vez también atrapó mis manos.
Una delgada línea de sangre se escapada de su labio, y no pude evitar notar lo vieja que se veía. Había sido un mes realmente largo para ella.
—Tenemos que hablar —imploró mirándome a los ojos.
Su mirada seguía teniendo el mismo poder sobre mí, todo su cuerpo me controlaba. Me dominaba aún sin pretenderlo y me odie por eso. Porque yo seguía siendo suya aun cuando ya tenía claro que ella jamás sería mía.
—No hay nada de hablar.
—Ana escúchame…
—Ya lo hice y no dijiste nada.
—Te amo.
No era el momento ideal, ni el más romántico. Ni siquiera parecía que ella hubiese planeado decir algo así. Pero a diferencia mía ese “te amo” estaba dicho demasiado tarde.
— ¿Enserio? —Pregunté con frialdad —Estas siendo tan honesta como cuando dijiste que tus padres habían muerto…
—No quería hablarte de mis negocios.
—Cierto… tampoco fuiste honesta con eso —le espete con desprecio— ¿de qué más quieres hablar? ¿Drogas? ¿Pedofilia? Quieres ayuda para no ir a la cárcel.
—Ana, por favor…
—Por favor Marcela, deja de mentir. No hay nada de qué hablar. Lo mejor que te puedo desear es que te desaparezcas de aquí, vete muy lejos. Soy hija de policías, ellos serán los primeros en saber que estuviste aquí.
—No le tengo miedo a la cárcel —me aseguró— Decidí que, o me voy contigo o no me marcho nunca.
—Ya no se trata de la cárcel. ¿Sabes lo que hiciste? ¿Has oído hablar de la pena de muerte?
Mis palabras no la sorprendieron en lo absoluto.
—Nada de eso me importa.
—Suéltame.
—Confía en mí, vuélveme a querer… te pido una última oportunidad.
Parecía desesperada, parecía estar sufriendo. Quería ignorar a la razón, a mi propio instinto, y cerrar los ojos ante su pasado. Esa era la mujer que yo amaba, y lo único que deseaba era limpiar sus heridas, besarla, abrazarla y prometerle que todo estaría bien, que estaríamos juntas, que me olvidaría de todo y empezaríamos de cero.
—Marcela —mi voz sonó débil.
Esa era señal que necesitaba para acerarse. Me besó en la mejilla despacio y yo hundí mi rostro en su hombro. Deseaba creerle, necesitaba creerle. Porque la amaba, a pesar de todo, de todos, incluso a pesar de ella misma.
No sé en qué momento mi cuerpo dejó de luchar y decidió abrazarla. Ese abrazo fue reparador, fue como descansar después de haber corrido un maratón. Quería decirle tantas cosas, quería decirle que todo ese tiempo que estuve sin ella no deje de mirarla en todas partes, que no sólo le creía si no que aceptaba cada una de sus mentiras porque nadie es perfecto, que la amaba y que mi corazón ya era suyo. Pero mi boca permaneció cerrada, por algo muy simple y grande a la vez, algo que muchos cometen el error de hacer a un lado: Amor propio.
Nos soltamos y yo di un paso atrás.
—Ven conmigo Ana —imploró— se acabaron las mentiras, sólo me importas tú.
—La policía te está buscando.
—Lo sé.
— ¿Hasta dónde crees que llegaríamos?
—Nada te pondrá en peligro.
Respiré profundo y me aleje de ella.
—Vete.
—No me voy sin ti.
Iba a cruzar la calle cuando lo vi.
Llevaba ropa deportiva y corría de prisa hasta Marcela.
No podía recordar su nombre pero estaba segura de una cosa, trabajaba con mi padre.
No era el único, otros dos hombres fornidos se acercaban a Marcela que continuaba con sus ojos fijos en mí, no reparó que estaba rodeada hasta que uno de ellos saco un arma y al mismo tiempo su placa.
En lugar de correr ella levantó las manos detrás de su cabeza, parecía muy calmada. Yo en cambio sentía que estaba a punto de sufrir un paro cardiaco.
A lo lejos oí la sirena de una patrulla.
El hombre seguía apuntándole a Marcela mientras otro se encargaba de esposarla.
Traté de correr hasta ella pero alguien me abrazó.
De pronto todo se apagó. Sólo era los ojos de Marcela y los míos, mirándose fijamente durante una fracción de segundo. Tiempo suficiente para que conversaran, para que se entendieran, para que yo lograra terminar de convencerme de dos cosas.
1) Marcela me amaba, ella en verdad me amaba.
2) Estaba siendo detenida… y por delitos que ameritaban algo mucho peor que la cárcel.
¿¡FIN!?
Recibo todas las quejas y su odio infinito en mi página de Facebook: Santa Bukowski
Un beso grande!! :*