Si Fueras Mía 5

Nuevamente estaba ahí. A pocos centímetros de sus labios, pero a una eternidad de sus besos.

— ¿A dónde vamos?

Sonríe. Como si mi pregunta fuera un chiste que solo ella podía entender.

—Olvide unos papeles en mi departamento.

Miro el reloj en mi móvil, hay tiempo para llegar puntual al colegio pero no el suficiente como para desviarnos.

—No te preocupes será rápido —dice. Sorprendiéndome de nuevo con su habilidad para adivinar mis pensamientos.

Giro mis ojos hacia ella, no quiero distraerme de nuevo ni quedarme como estúpida mirándola. Pero es que contemplarla así, conduciendo, concentrada y con el aire alborotando su pelo, definitivamente puedo nombrarlo uno de mis paisajes favoritos sobre la tierra.  Y no merece menos, es toda una obra de arte. Una pintura exquisita expuesta solo para mí.

"Por Dios Ana tranquilízate" me regaña una vocecita muy parecida a la de Vero.

"Es perfecta" alega otra voz.

"¿Qué pasó con eso de quedarte lejos para protegerla?"

"Fue ella la que me buscó"

"Y eso lo hace más peligroso todavía"

— ¿Qué tanto me miras Ana? —pregunta sonriendo de nuevo por ese chiste que yo desconozco.

Bajo la vista muerta de vergüenza.

— ¿Son muy importantes esos papeles? —dije lo primero que me vino a la mente.

Ella suspira.

—No es que sean importantes, es que yo los tenía que haber entregado desde hace mucho y no lo hice.

De nuevo dirijo mi atención al camino, no puedo seguir mirándola de esa forma. Ella se había llevado un buen susto y tal vez lo que menos quería en ese momento era relacionarse con una alumna, una menor de  edad, y que para variar era hija de policías. Los mismos policías que un día la arrestaron.

La trama quedaba perfecta para una novela. Una de esas novelas que no tienen final feliz.

Respiro hondo. Y un pensamiento definitivo y al mismo tiempo doloroso entra a mi cabeza: Algo como Marcela Navarro jamás me pasaría a mí.

Yo no podía competir con mujeres como la mesera pelirroja, ella era perfecta. Apuesto a que también tenía experiencia y la confianza suficiente para abordar a una mujer como Marcela e invitarla a salir.

— ¿Dijiste que vivías cerca de mi casa?

Comento al darme cuenta que disminuye la velocidad en uno de esos sitios donde mis padres jamás podrían siquiera soñar con rentar un departamento. Y honestamente era la primera vez que yo estaba en esa parte de la ciudad.

— ¿Enserio dije eso? —preguntó saliendo del auto.

—Si.

Se encoje de hombros.

—Tal vez te mentí —dice como si fuera algo irrelevante.

Pasamos por la recepción sin que ella le dirija la más mínima atención a un chico con granos que la saluda.

—Mi humilde hogar.

Es lo primero que dice al entrar a su departamento.

¿Humilde? mi padre no podría pagar un departamento como aquel ni aunque fuera el mejor agente de la interpol. El pasillo principal era muy grande y sobre las paredes blancas se encontraban pinturas auténticas, me había colado muchas veces a las exposiciones de arte como para saber que una obra de esas no cae del cielo, ni te llega envuelta como regalo de navidad.

— ¿Te gusta?

—Es muy...

Ni siquiera tenía una palabra para describirlo. ¿A quién demonios no le iba a gustar ese lugar? donde sea que mirara había una pieza bellísima y evidentemente costosa.

— ¿O los maestros ganan mejor de lo que imagine o te dedicas al tráfico de órganos en la Deep Web?

—Ninguna de las anteriores —afirma—resulta que mi madre murió y pues, me saque la lotería genética.

—Lo lamento —fue lo único que se me ocurrió decir.

Ella suspira.

—Eso es porque no la conociste —dice con frialdad— por personas como ella uno agradece que la muerte exista.

Me giro de golpe, no muy segura de haber escuchado bien.

—No se llevaban.

—Decir que no nos llevábamos es demasiado —me aseguró— Éramos unas completas extrañas.

No entró en detalles, pero yo quería saber más. Quería saberlo todo.

—A su amiga de la cafetería le dijo que había viajado a visitar a su madre enferma.

—Mentí —murmuró.

Al parecer eso se le daba muy bien.

—Por lo que veo viene de una muy buena familia —comenté intentado llevar mi propia atención lejos de su facilidad para mentir.

—Mis padres eran médicos en un lugar donde nadie más lo era —dice y sus ojos se mantiene fijos en un punto en la pared, lo cual me hace pensar que está recordando esa etapa de su vida— de ahí viene la fortuna que hicieron.

— ¿Hija única?

Asiente.

—Después de mí, mi madre estuvo embarazada un par de veces, pero no salió bien.

Me quedo callada. Tratando de comprender sus palabras, de leer entre líneas datos importantes de su infancia.

— ¿También eres hija única cierto?

Ahora soy yo quien asiente.

—Pero no es porque mi madre no haya podido si no porque no quiso. Mis padres son las dos personas más entregadas a su trabajo que puede haber.

—Tenemos mucho en común —susurra— La diferencia es que tú sabes perdonar y los amas, en cambio yo los aborrecí hasta el día en que olvidé que tenía familia. Pero no me veas así, que ellos compartían el mismo sentimiento hacia mí.

—Pero la heredaron. Tal vez no la odiaban en realidad.

Río con ganas.

—Por supuesto que me odiaban —afirma sin darle importancia— mírame, una mujer como yo en un pueblo tan pequeño que cada vez que das un paso hay media docena de ojos tras de ti. Fui la gran vergüenza de mis padres.

— ¿Porque era...?

La palabra no pudo salir de mis labios.

—Si, por que era lesbiana.

—Entiendo.

—No les di el gusto de que me enviaran lejos. Al cumplir 15 años me escapé con el dinero justo para tomar un autobús.

—No me imagino haciendo eso —comento—Debió ser difícil.

—Una verdadera pesadilla —me confesó y una fugaz sombra atravesó su mirada—pero al final me fue bien en la vida.

— ¿Y cómo fue que terminó heredando?

—Mi padre murió primero y cuando mi madre recordó que tenía una hija ya estaba muy vieja para gritarme. Ella creía que el peor y más grande castigo para mí sería heredarme todo sin decirme una sola palabra, sin mirarme si quiera. Creyó que me iba a doler de algún modo el que ella no me quisiera. No era muy brillante para mi suerte.

Lo decía como si estuviera hablando de cualquier anciana loca de la calle y no de su madre.

— ¿Realmente no le importó su indiferencia?

—Claro que no. Sin presumir pero, yo tenía a muchas mujeres que me querían en ese momento y ella para mí no era más que una extraña que llegó solucionar mi futuro económico.

— ¿Las quince universitaria? —pregunto con un nudo en la garganta.

—No te aferres a ese número, además en ese tiempo yo aún no trabajaba en la universidad.

Sentí como si un boxeador me lanzara un gancho al hígado.

No era psicóloga pero en sus palabras podía entender más de lo que me gustaría. Dejaba muy claro que siempre había habido muchas mujeres y por egoísta que sonara esa parte era la que más me dolía de su pasado.

—Ven conmigo —me apremia al notar que me había quedado pensativa.

Sentir que me tomaba del brazo produjo en  mí una descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo y de nuevo todos mis pensamientos se centraron en la mujer que estaba a solas conmigo en ese departamento.

Nos dirigimos a una habitación que resultó ser la biblioteca, no era tan grande como la del colegio pero sin duda se hallaba en mejores condiciones. Las estanterías eran de cristal y los libros se encontraban perfectamente encuadernados y clasificados.

—Necesito que me ayudes a encontrar una carpeta... —dudó unos momentos —azul.

El escritorio se hallaba bajo montañas de hojas sueltas y carpetas de todos los colores.

—Necesito más información. Aquí hay mucho azul.

—Es un documento oficial de la escuela, tiene el escudo y está sellado.

Miro el desorden de papeles y de nuevo consulto la hora en mi móvil.

—Creo que ya es muy tarde —le informo— no nos dejaran entrar.

—Yo trabajo ahí. Puedo entrar.

—Pero yo no —alego.

—Deja eso en mis manos. Además solo es un poco tarde.

Muy tarde, diría yo. Pero prefiero no discutir. Y  me apuro a revolver entre las hojas para buscar el dichoso documento, aunque con la mano derecha sin funcionar al 100 no voy tan rápido como me gustaría ni soy tan ágil, accidentalmente un folder vuela de mis manos y las hojas salen regadas en todas direcciones.

—Maldición.

Corro a recuperar las hojas. La profesora Navarro se agacha para ayudarme.

"Estúpida" "Estúpida" "Estúpida" es lo único en lo que puedo pensar.

Por no poner atención mi profesora y yo llegamos al mismo tiempo a recoger la última hoja, como ocurrió tan sólo unos días atrás en la biblioteca. Y  de nuevo estamos en esa cercanía peligrosa donde solo existen nuestros labios y el miedo.

Pero esta vez ella no se levanta, ni se mueve. Y yo me siento incapaz de tomar la iniciativa para hacer cualquier cosa que mate ese pequeño instante donde somos dos seres humanos, compartiendo el aliento y el calor que mana de nuestros cuerpos. En ese momento, en la privacidad de esa biblioteca, nadie señala, nadie juzga y no es delito tenerla tan cerca.

Nuevamente estaba ahí. A pocos centímetros de sus labios, pero a una eternidad de sus besos.

Finalmente se puso de pie y yo la imité con una mezcla de emociones muy variadas. Mareo, tristeza, deseo, y miedo.

Tenía que calmarme. Le di la espalda y fingí buscar las hojas mientras ella miraba el papel que acababa de levantar del piso.

—Ana —susurró.

— ¿Qué ocurre? —le pregunté sin mirarla, temiendo que su capacidad para interpretarme la llevara a darse cuenta que me estaba enloqueciendo.

Ella se acerca, siento de nuevo el calor de su cuerpo y me vuelve a tomar del brazo obligándome a girar despacio. .

La mano con la que me sostenía el brazo desciende lentamente hasta mi cintura.

—Necesito probar algo.

Mis latidos iban tan rápido que tuve la sensación de que ella podía oírlos. Levanté la vista y mis ojos se detuvieron en sus labios, esos labios que había deseado desde la primera vez que la tuve cerca. Necesitaba desesperadamente de ella, necesita su calor, sus manos, sus besos, necesitaba que fuera mía.

Pero la gota que derramó el vaso fue dejar que sus ojos negros volvieran a acorralar a los míos. Por qué esta vez no sentí que me iba a desmayar, esta vez no sentí que caería por el borde. Esta vez su mirada logró despertar de un tirón hasta la más recóndita de mis emociones, porque me di cuenta que en sus ojos también había deseo.

Todo aquello era más fuerte que yo.

Cerré los ojos.

¡Qué clase de puñetero juego era ese! si ella quería besarme porque no lo hacía. Y lo que menos podía explicarme, si yo misma quería besarla, por qué diablos permanecía inmóvil.

Puso su mano en mi vientre y sentí como emprendía un lento y enloquecedor ascenso. Percibí su pulgar en mi pecho y un débil gemido escapo de mis labios.

Ese sonido fue el disparo que marcó el inició de la carrera, fue el grito con el que se declaraba una guerra, fue una explosión que derrumbo las últimas losetas de cordura que aún quedaba entre nosotras.

Marcela se abalanza sobre mí y me pone contra la pared.

Los segundos nos estorbaron, estábamos lejos de dar un  paso atrás esta vez, y yo no podía esperar. Un sólo movimiento fue suficiente para travesar los universos que había entre nuestros labios. Ni siquiera sé quien había gemido al sentir el primer roce de nuestras bocas. Sólo sé que aquel beso nos había hecho tanta falta como lo es el agua para quien muere de sed.

Las manos de Marcela me sostuvieron por la cadera y tiraron de mi cuerpo para acercarlo más. Al mismo tiempo que su lengua experta se adentraba en mi boca.

Pero hubo un sonido que se oyó como el infierno mismo y me trajo de vuelta a la realidad. Donde éramos dos mujeres, y donde ella era mi profesora.

Interrumpí el beso, Marcela quedó tan confundida que ni siquiera se movió cuando me escurrí fuera de sus manos.

Respiraba con dificultad y aún temblaba por el deseo. Pero ese sonido en mi móvil sólo lo tenía programado para un número en específico.

Respire profundo antes de contestar.

"— ¿Qué pasó papá?"

Escuché extraña mi propia voz.

"— ¿Dónde estás? —pregunta alterado —y Ana quiero que te quedé muy claro que si pregunto dónde estás es porque ya sé donde no estas"

Voltee a ver a Marcela que había palidecido de pronto.

Engañar a tus padres es fácil, engañar a la policía es sencillo. Pero juntar ambos elementos y mentir resulta una pésima idea, algo así como el ingrediente secreto para un desastre.

"—Voy para la casa—fue lo único que se me ocurrió"

"—Por supuesto—dice con fingida amabilidad—ven a casa"

Cuelgo el teléfono.

—Tengo que irme.

Es lo único que digo y me apresuro a salir.

Marcela corre detrás de mí y me detiene.

—Espera —me ordena muy seria.

Ella pasa los dedos por su pelo que se encuentra alborotado.

—Era mi padre —le digo —no puedo quedarme aquí ni un segundo más.

—Espera —repite y va al teléfono.

Tiene una pequeña charla con alguien y cuando cuelga luce más pálida que antes.

— ¿Qué ocurre?

—Hay dos patrullas afuera.

Me siento prisionera justo en el sitio que segundos atrás me pareció el paraíso. Y lo peor es que sentía que había echado a los lobos a una mujer que en esos momentos me importaba más que yo misma.

—Debe haber otra forma de salir.

Ella regresa al teléfono y hace una llamada que me resulta inadecuadamente larga.

Unos minutos después alguien llama a la puerta. Al abrir resulta ser el chico con granos de la recepción.

—Él te va a sacar de aquí.

Ralamente luce asustada, yo misma estoy aterrada.

—Tu padre va a querer saber dónde estuviste...

—Tranquila —le digo poniendo mi dedo en sus labios— yo sé que les voy a decir.

Ella suspira y me abraza.

—Sólo no digas mi nombre —murmura en mi oreja.

—No soy tan tonta.

Marcela me da un beso, es rápido y tan inesperado que cuando se aparta mi pecho clama por más.

Pero no hay tiempo. El muchacho me apremia para que lo siga y en silencio me conduce hasta una parte del estacionamiento que están remodelando. Allí hay una cinta que indica que es peligroso y que nadie pude pasar. El único sitió libre de policías según me aseguró el propio chico.

—A la señora Navarro le gusta meterse en problemas —comenta como si estuviera hablando consigo mismo— Mira que enrollarse con la hija de un policía.

Pongo los ojos en blanco.

—Estoy detrás de ti —le recuerdo— te puedo escuchar.

—Vaya que tendrá problemas graves —continua como si yo no hubiera hablado— ahora su “Juego” es diferente… hay más piezas.

—Sospecho que quieres decirme algo.

—Para nada —me asegura —ya estas a salvo, sigue derecho y te toparás con una estación de taxis.

—Creo que estas demente —le digo con la mayor amabilidad que me es posible —pero muchas gracias por ayudarnos.

Él sonríe.

—Al menos tienes modales…

Doy media vuelta y me alejo rápido temiendo que un policía aparezca de repente.

Moría de nervios, había recibido el beso más deseado de mi vida, y posiblemente, y lo peor, había metido en problemas a la mujer que me lo había dado. Pero si ya antes estaba dispuesta a defenderla aún en contra de mis padres, ahora más que nunca lo haría.

"Marcela Navarro te meterá el problemas" dice una vocecita en mi cabeza mientras tomo un taxi para ir a casa.

—Ella lo vale— le respondo con un arrebato de orgullo.

El taxista me mira preocupado por el espejo retrovisor.

No me importa.

En mi cabeza solo hay espacio para dos cosas, y ambas tenían que ver con Marcela. Una era un deseo desmedido, algo que nadie más había despertado en mí  y la otra el miedo. Miedo a que mi padre supiera que estuve con ella, miedo a verla en la cárcel, miedo a perderla.