Sheena es una punker
Con mi esposa e hijas caímos al infierno. Ellas le hablan al arcoíris, pero dudo que al final de este puedan encontrar palabras de azúcar y oro.
Esta sangre oscura me recorre lentamente la sonrisa mientras intento despejar la cabeza de la maraña de pensamientos. Trato de entender por qué no soy capaz de sentir mis manos, por qué siento que la debilidad me gana e impide levantarme. Trato de entender por qué sonrío cuando soy capaz de percibir ese aliento frío de la muerte, creciente tras la nuca. Me reclama con un susurro pero tendrá que esperar; hay algo que quiero hacer antes de irme.
Levanto la mirada y me encuentro cegado por la luz del foco del techo. Uno, dos, tres… cuatro segundos y por fin logro percibir el cuarto rojizo en donde estoy: Un colchón desgastado a pocos metros de mí, unas botellas de cerveza vacías tiradas alrededor de este, el olor pesado a cigarrillo y alcohol que me pone de los nervios... Quiero levantarme y salir de allí pero mis manos siguen sin responder y las piernas parecen dar solo torpes movimientos.
La puerta se abre violentamente. Un muchacho con chaqueta de cuero y otro con una camiseta deportiva entran trayendo a una mujer. Ella apenas se sostiene de pie, cabizbaja, los harapos de tela negra se le cuelgan rotos (probablemente hace unos momentos era un hermoso vestido). Avanzan, ríen, ella parece estar ida; no disfruta de la situación.
Y cruza sus tristes ojos con los míos, me dice tímidamente con esa boca adornada con un golpe: “Ayúdame Adrián”, antes de ser lanzada violentamente al colchón. “¿Adrián?”. Mi sonrisa se borra poco a poco. “¿Ella me conoce?”. El calor sube a mi cabeza, un ligero mareo también. ¿Por qué siento que el corazón se me hace trizas al ver a esa mujer así de impotente, así de abatida?
Desentráñame, muerte, antes de abandonar este mundo de mierda. Dime si tú también ves lo que yo: la frontera en donde la realidad se funde con lo insano. Susúrrame que solo es producto de tu aliento blasfemo que recorre mis venas.
—Su puta mujer ha estado poniendo demasiada resistencia, pero nada que nosotros no podamos solucionar en pocos minutos y con un cinturón —dice el muchacho con camiseta, inclinándose hacia la mujer para empuñar su cabello de manera violenta—. Quítame el cinturón, puta —rubrica la orden con un escupitajo que recorre su mejilla sonrojada.
Mientras ella, temblante, accede a la petición, el muchacho con chaqueta de cuero se acerca a una mesita de luz. De su bolsillo retira un disco para luego introducirlo en un reproductor. Me observa un momento con esa cara repleta de piercings:
—Vamos a follarnos a tu mujer en tu puta cara, don. Le enseñaré un par de trucos para que tú la puedas pasar de fábulas en otras ocasiones.
¿Ha dicho “mi mujer”? Despiértame, muerte, pues siento que el suelo se abre para revelar mi propio reflejo: en este mundo solo hay desesperanza, confusión y sinsabor. Dime por qué veo un dejo de sadismo en mi tímida sonrisa sanguinolenta.
La mujer empieza a pajear ese sexo sucio y palpitante bajo amenaza de un castigo. Y el chico, siempre empuñando el cabello, la sorprende clavándole su carne en esa boquita herida. Gárgaras y jadeos llenan la habitación al tiempo en que una canción con poca musicalidad hace acto de presencia.
—Tú y tu puta música de mierda —reclama el muchacho mientras su cintura describe un violento ir y venir que golpea a la pobre madura.
—¿Música de mierda? El que tiene un gusto de mierda eres tú, cabrón —dice el otro, bajándose el vaquero para revelar su sexo morcillón.
—Es que… ¡No quiero oír a The Ramones en plena faena! —le recrimina mientras su verga se clava en lo más profundo de aquella mujer. Se ahoga, él ríe, el punker se la casca observando ese baile endemoniado. Yo muero poco a poco.
—Más respeto a los amos del punk —finaliza la conversación.
La fuerzan a ir al colchón. “Ayúdame por favor, querido”, parece musitarme cuando nos volvemos a mirar, mientras un hilo de semen se escapa de la comisura de los labios. “Por favor, solo queremos salir de aquí y volver a nuestro hogar”, ruega mientras su culo recibe una fuerte palmada. Chilla. El chico de la chaqueta le mete mano entre las piernas por unos segundos y ella trata de cerrarle el paso a esos sucios dedos diabólicos.
Deja el manoseo y se acuesta en el colchón para esperarla. Ella me observa por última vez con la esperanza de obtener algunas palabras de ánimo. Esperando un milagro que no tengo. Yo trato de recomponer el rompecabezas mientras esa mujer, a la fuerza, se empareja sobre él. Sin tregua para descansar, el otro chico se acuesta encima de ella, restregando su sexo entre las nalgas turgentes: Sándwich made in hell .
Se la follan. El de arriba es violento, el de abajo es más lento. En medio de la locura, el muchacho bajo ella toma del mentón de la mujer:
—Esta canción se llama “ She talks to rainbows ” —Descansa un momento para jadear y besarla por breves segundos—. Trata de una muchacha que no puede seguir aparentando para el ambiente que le rodea. Se libera en su verdadera forma cuando es una chica punker. La verdad es que te pareces un poquito a la chica de la canción, ¿te pone un poco la situación o soy yo? Porque, madre mía, esos flujos con los que encharcaste mi mano cuando metí mis dedos no los esconde nadie. ¿Es esto lo que en realidad te gusta, puta? ¿Tú le hablas al arcoíris?
¿Es acaso ella mi esposa? Dime a quién rezarle, muerte, porque dudo que los dioses que yo conozco puedan borrar el averno que se cuela entre mis dedos de esta manera tan cruel.
Grita, llora, se revuelca, aumentan los ritmos. No hay los “luego del dolor hay placer”. No hay humedad allí en sus abultados labios carmesí pues solo llueve en su rostro. No hay los “tras la tercera enculada, ella disfrutó”. No hay goce en esa mujer convertida en muñeco de trapo. Muñeco de piel rojiza con heridas color muerte, cicatrizándose con semen, lágrimas y sangre oscura. Cruza otra vez su mirada con la mía, ¿se preguntará a dónde se escondieron los dioses a quienes rezamos? ¿Sabrá, mientras las violentas embestidas la parten en dos, por qué no soy capaz de levantarme e intentar salvarla? “Adrián”, describen sus labios pálidos, pues la voz murió ya hace rato de tanto chillar.
Se corre el de encima, tiempo después el otro. Ella nunca.
Y se levantan. Se retiran de la habitación. Llora en silencio y yo trato de moverme un poco más. Las piernas ya responden mejor, la vista ya no se nubla tanto. Pero la mente sigue entumecida tratando de entender cómo he terminado aquí, con una mujer que no para de suplicarme “Adrián, sálvame”.
Siento las manos poco a poco. Están tras mi espalda, esposadas. Poco puedo hacer así.
La puerta se abre y comienza un nuevo acto. Entran de nuevo ellos, solo que esta vez lo hacen con una jovencita de poco más de veinte años. Hay lágrimas también en su cansado rostro, su cabello desparramado apenas oculta esa mancha lila que acompaña sus ojos café. La faldita se quiere caer, las medias blancas hasta casi los tobillos. Tiene una mirada similar a la de la otra mujer. Y grita al verme:
—¡Papá, sálvame por favor! —Pelea por salirse de las manos de sus captores, pero ellos son más fuertes.
“Papá. Papá. Papá”. Dime, muerte, ¿por qué siento que mi cuerpo se resquebraja? No por los lamentos de la chiquilla. Se parte en pedazos porque no la reconozco como ella sí lo hace conmigo. Tiembla, chilla, busca en mis ojos los dioses que nunca vendrán a rescatarnos.
—Deliciosa nena, piel lechosa y seguro que tiene un culito apretado. Seguro que tú también le hablas al arcoíris, como tu madre —Le magrean violentamente. Le rompen la camisilla, le remanga la faldita por la cintura, le despedazan la ropa interior. La mujer madura pide piedad, pero rápidamente se acuesta temblando en el colchón al ver que uno de los muchachos empuña el cinturón.
—Abajo, puta, si no quieres que tu hija sufra por tu idiotez.
Ambas en el colchón. La joven es forzada a enterrar su boca entre las piernas de la madura. Berrean de rabia, de asco. Uno de los muchachos se acerca a mí y me levanta del brazo. “Querido, querido / Papá, papá”, resuenan las voces de las dos hembras en mi cabeza. Me quita las esposas y me fuerza a arrodillarme ante el precioso culito de la joven, quien sigue restregando su cara entre las piernas de la madura.
Disuélveme de esta realidad, muerte. ¿Por qué no siento nada cuando mis manos toman de esa cinturita, de estos contornos que habré olvidado, presto a abrirme paso entre sus sonrojadas carnes? ¿Por qué sonrío cuando ella deja la comida de coño por unos ratos, para mirarme con los ojos vidriosos y decirme “No, por favor, papi”?
—Fóllatela.
—Papi… no ¡P-por favor, soy virgen!
La polla se mece un poco. Vuelve, se adentra un poco más. Despliega las carnes trémulas y sonrojadas a su paso. Siento una barrerilla. Empujo mansamente, se fuerza la protección poco a poco: no hay humedad. Solo llueve en su carita de puchero.
Y se entierra en ella de manera lenta. Llora mientras sus manitos se sujetan a los lados de la madura, quien parece haberse rendido hace rato. La joven quiere huir, menea su cuerpito para adelante con tal de escapar de mi locura. Pero yo soy más. Con fuerza la traigo hacia mí, siento la tibia carnecita que poco a poco se abre a mi llegada. La pobre recibe más de lo que puede soportar; si antes llovía, ahora hay una tormenta.
Siento que me follo a un ángel en el centro del infierno. Me siento como un demonio desgarrando pétalos allí donde mi sangre se funde con lo insano. Siento que la muerte se regocija ante el espectáculo.
—Por favor, mátame —describen los labios de la madura sintiendo el cuerpo de su querida hija restregándose contra su voluptuosidad.
—Duele demasiado papi —gime ella mientras sus pequeñas tetas se bambolean sobre su madre.
Y se corta todo. Se aligera el aire. Se desnudan los secretos de mis letras.
La madura se levanta, toma de la mano a un muchacho y juntos salen de la habitación. El otro enciende un cigarrillo y se dirige a una esquina para apagar la radio. La nena quiere salirse de mí, pero yo sigo atajándola. Me regaña y con un movimiento rápido se desprende. Se repone, me mira con curiosidad mientras le extiende la mano al muchacho para pedirle el cigarrillo.
Ella da una bocanada y expele el humo en mi rostro.
—Lo hiciste muy bien —dice mientras se arregla el cabello.
—No. No lo hizo nada bien —agrega el muchacho—. Es que… ¿Tú estás drogado o qué? Vamos a tener que contratar a otro actor… En fin, con lo que cuesta conseguir a alguien decente. Toma, hombre, te daré la mitad de lo pactado.
—Pues a mí me ha gustado cómo lo ha hecho. No sé, creo que estás siendo demasiado exigente, no es que vayamos a ganar un Óscar ni nada parecido.
—A la mierda chica, que tú no tengas una visión artística de cómo debe ser una porno no es mi culpa.
Lanza al suelo un fajo de dinero para posteriormente irse de la habitación. La chica se acerca con la mirada muy curiosa. No se avergüenza de su hermosa desnudez.
—Oye, tú… Me alegra que estemos a solas, que te he querido preguntar algo. Dime, ¿es verdad lo que dicen? ¿Que realmente tú… que tú has perdido a tu familia durante un secuestro hace años? Hmm… Por eso Juanjo te dio el papel pese a que ni siquiera eres actor porno, dijo que quería el máximo realismo posible. A mí me sorprendes, ¿sabes? Jo… vaya manera de exorcizar tu pasado tienes….
Me rio de su nulo tacto y la inocencia que desprende su forma de ser. Dime, muerte, ¿será posible retrasar un poco más mi partida? Tal vez la próxima vez que entierre la jeringa en mis carnes te vuelva a visitar. Siento que me reclamas, pero la chiquilla también. Me ofrece su manito con una sonrisa.
—¿Vamos un ratito afuera, papi?
Déjame disfrutar lo que queda de mi vida, muerte, antes de abandonar este mundo de mierda. Tal vez con esta chica pueda gozar un poco. Olvidar por un momento que no hay dioses ni milagros, recordar que cada uno enfrenta a sus demonios como mejor puede. Sé que yo lo hago de una forma peculiar: yo le hablo al arcoíris que se asoma tras la tormenta.
Y, borrando esta sangre falsa que recorre mi sonrisa, le tomo de la mano.
--o--
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