Sexo y más sexo
Un relato de dominación y sexo salvaje.
Rocío le gustaba por tres razones. Primera, porque era muy guapa y estaba muy buena. Segunda, porque era perfecta en la cama. Tercera, porque no causaba problemas. José Manuel detestaba a las mujeres que le complicaban la vida, odiaba a esas tías que siempre sufren jaquecas, o se ven gordas, o se creen delgadas, o están buscando trabajo, o quieren dejar de fumar, o tienen dolores menstruales, o están enamoradas Le desagradaban profundamente todas esas cosas. Por eso le fascinaba Rocío. Era divina. Bella, puta y sumisa.
Se levantó de la cama, ella dormía, y anduvo desnudo hasta la cocina, donde se preparó un café con leche. A sus cincuenta años conservaba un cuerpo bastante agraciado, y se sentía poderoso por esa razón. Regresó al dormitorio, disfrutando el primer sorbo de esa bebida que tanto le agradaba, con bastante azúcar, y acarició la suave curva de las caderas de ella. Ya lejos de la treintena, y tras dos partos, Rocío era muy hermosa, con una figura muy sugerente. Abandonada al sueño lucía preciosa, y él se deleitó contemplando su rítmica respiración. De repente, sintió el deseo de penetrarla con la cucharilla. La condujo hasta su coño, cambió de idea nada más rozar sus labios, y se la introdujo en el orificio anal. El culo de Rocío, que había sido desvirgado hacía mucho tiempo, para nada ofreció resistencia ante aquel delgado invasor. La cucharilla avanzó por el estrecho sendero. La mujer, realmente bonita, se despertó.
José Manuel le regaló una sonrisa, y se dispuso a follarla. Montó sobre ella, con arrogancia, y durante más de diez minutos la cabalgó con furia. Su miembro, viril y hábil, horadó una y otra vez aquella cueva tan generosa, y Rocío gimió bajo el peso del hombre, jadeó hasta que sintió que se aproximaba el orgasmo. Él se corrió un minuto después, dentro de ella, y la abrazó para sentir en sus carnes las contracciones de Rocío.
A José Manuel le encantaba el sexo con ella. Hablaba lo justo, y siempre se mostraba dispuesta a participar en cualquier combate que a él se le antojara. Era sensual, muy abierta de mente, y jamás decía no a propuesta alguna. Se corrían, muchas veces al mismo tiempo, y permanecían un rato abrazados, en silencio, sin necesidad de llenar la estancia de palabras vacías. Pasado un tiempo, él o ella iniciaban de nuevo el jugueteo, y todo volvía a empezar. Eran animales sexuales, los dos, perros en celo, lobos. Jadeaban, sudaban, gritaban alaridos de placer, enronquecían de tanto gemir, nunca se saciaban, siempre tenían hambre de ellos mismos.
José Manuel, casado con una mujer a la que aborrecía, miró la hora, y decidió que aún disponía de algunos minutos. Rocío, a cuatro patas, con sus grandes tetas balanceándose sobre la boca golosa de él, le miraba, expectante. José Manuel mordisqueó sus pezones, estrujo sus pechos como si estuviera ordeñando a una vaca, y la penetró con el pulgar hasta que su coño segregó suficientes aguas. Entonces se detuvo, y le pidió a su hermosa compañera que lo excitara con algo diferente.
Ella no se hizo de rogar. Vistió el cuerpo de José Manuel con un sujetador de color crema, que se apretaba con firmeza a sus carnes aún bien conservadas. Y colocó una horquilla de flores en los cabellos cortos del hombre, que contemplaba sus andanzas intrigado. Buscó en sus cajones, y encontró lo que quería. Aplicó brillo de labios encarnado sobre la boca varonil, y orgullosa, de José Manuel, y después tiñó sus largas pestañas con rimel negro. Rocío la piel de su cuello, y la de sus muñecas, con perfume de mujer, el mismo que ella usaba, y observó con satisfacción el resultado de su obra.
José Manuel lucía muy bien.
Se estaba poniendo cachondo
Ella le pidió que caminara a cuatro patas por el apartamento, que ladrara, como si fuera una perrita, y que le lamiera los pies. Él accedió a todo su bulto no dejaba de crecer. Después, ella se arrodilló y le hizo una mamada, su verga crecía y amenazaba con vaciarse en su boquita, mientras su cara maquillada, y la horquilla de su cabello, estimulaba a Rocío, le gustaba aquel juego. Cuando él se corrió, en su melena negra, ella dejó que sus manos se perdieran debajo de su sujetador.
José Manuel se duchó, debía irse.
Pero, como ninguno de los dos podía vivir sin el sexo del otro, él la obligó a ella a dormir con un vibrador anal, y Rocío le pidió que llevara puesto uno de sus tangas.
Mientras un taxi lo conducía a su hogar, José Manuel le envió una foto, a través del móvil, a su bella compañera. Se trataba de su polla, bien grande, y bien dispuesta.