Sexo entre amigas.
Follando con la amiga que me gustaba.
Prometí hablarte de ella. Pues bien, conocí a Mariana andando en las calles de la ciudad. Fue en una de esas tantas veces en que el hastío de días y días de aburrimiento me obligaba a pasar las tardes de verano vagando por los pasillos de los centros comerciales y a las orillas de los escaparates de las tiendas de bisutería. Mariana era una chica enajenada y de carácter liviano. De tez muy blanca, con las mejillas y los brazos llenos de pecas. Supongo que andaría por allí curioseando cuando se topó conmigo. Me preguntó por algo y nos hicimos amigas. Fue así de simple.
En aquél tiempo Mariana me gustaba. Era en realidad bastante bonita, le gustaba usar faldas muy cortas y llevaba siempre sus largas piernas desnudas. También se cortaba el cabello como hombre, a ras de sus orejas, adornadas con pequeños pendientes de oro. No solía usar maquillaje. Estoy segura de que de haberse vestido distinto podría haber sido fácilmente confundida con un muchacho desgarbado de no ser por los pechos que se asomaban debajo de su blusa. Eran firmes como frutas maduras, y cuando levantaba los brazos parecía que fueran a reventar su sostén.
Fueron muchos los días que pasé junto a Mariana. Su madre, la señora Fernanda, era un verdadero encanto. Soltera, estaba maravillada de que su pequeña y asocial muchacha hubiera conseguido una amiga. Solía dejarnos a solas casi siempre, y antes de marcharse se acercaba a Mariana y le pellizcaba las mejillas. «Trata bien a tu amiga, pastel». Eso sonaba muy divertido. Apenas se había marchado y la pequeña «pastel» se estaba ya quitando la ropa.
Descubrí en aquella hada de piel de leche unas ansias y una pasión reprimidas como no podría imaginarse nadie. Era cierto que Mariana solía ser bastante alegre cuando se la conocía bien, pero en general no solía relacionarse con mucha gente. Las primeras veces cuando me invitaba a pasar la noche en su casa podía ver un brillo de excitación y ansiedad en sus ojos. Poco a poco la confianza se fue abriendo paso hasta tenerla tendida debajo de mí, desnuda, con el aliento entrecortado y sonrojada como una niña.
Pero el cómo pasó tal vez no importa, no sé si conservaré mucho tiempo en mi memoria la vez en que le pedí que me ayudara a bajar el cierre de mi vestido. Podía notar que Mariana me miraba de reojo cuando creía que estaba distraída, y el sonido de su respiración delataba el titubeo de sus nervios. Cuando puso su mano sobre la llave de metal debajo de mi nuca agaché un poco la cabeza y dejé que lentamente descubriera mi espalda. Cuando sentí las yemas de sus dedos tocando mi piel me di la vuelta para quedar frente a ella. Recuerdo que la vi retroceder apenas un paso. Sonreí y me acerqué a ella. Creo que dije algo muy tonto como «hace calor aquí, ¿no?» y tomando los tirantes de mi vestido con ambas manos tiré de ellos hacia abajo y dejé mis dos pechos desnudos para ella.
Fue un poco violeto la forma en que se abalanzó sobre mí, de hecho no me esperaba que lo hiciera. Su boca fue directo a la mía, desesperada, buscando besarme. Condescendí con ella. Antes de que encontráramos el ritmo nuestros dientes chocaron un poco. Sus manos estaban prendidas de mis pechos moviéndose furiosamente y haciéndome un poco de daño con sus uñas. Su boca parecía querer devorar a la mía. Dejé mis manos deslizarse debajo de su falda y apreté sus nalgas, que estaban escondidas por sus bragas, moviendo mis manos con fuerza y sintiendo sus besos entrecortados por gemidos. Creo que rompimos algo mientras caminábamos fundidas en ese lascivo abrazo magreándonos la una a la otra. Caímos juntas en la cama y las sábanas se hicieron jirones.
Pero ahora Mariana estaba frente a mí. Iba lentamente desabrochando los botones de su blusa y dejando sus blancos senos a la vista, que estaban también llenos de pecas. Aquellas pecas que yo me quería comer como si fueran pequeñas chispas de chocolate. Mariana se comportaba como una niña. Parecía que todo lo que quería era hacerme feliz, sabiendo que a mí me encantaba estar junto a ella. Nuestras bocas estaban unidas y las manos de ambas recorrían nuestros cuerpos, buscando, tirando con violencia de lo que nos quedaba de ropa para poder desnudarnos.
La llevé hasta la cama y caí sobre ella. Cuando la vi allí tendida sin su ropa como tantas otras tardes en que su cuerpo era sólo para mí sentí de nuevo la dulce excitación pulsar en mi sexo. Mi clítoris estaba tan sensible que si lo intentaba no habría podido tocarlo directamente. Los pechos de Mariana subían y bajaban al ritmo de su respiración, y sus rojizos pezones invitaban a mi boca a prenderse de ellos.
Fui subiendo con húmedos besos desde su ombligo hasta su cuello, ignorando su sexo, mientras la manos de Mariana acariciaban mi espalda y se perdían entre mis cabellos. Nos besamos. Lenta, apasionadamente, sintiendo nuestras lenguas tocarse, con pequeñas pausas y ligeros mordiscos. Mis manos viajaban por aquellas caderas y llegaban hasta sus pechos duros que me llenaban las palmas, apretando, sintiendo sus erectos pezones entre mis resbaladizos dedos lubricados de saliva y sudor.
Mariana me sujetaba del cabello, sus gemidos iban en aumento y comenzaban a llenar el cuarto. Sus piernas subían y bajaban deshaciendo las sábanas y tirando almohadas y peluches al piso, mientras mi boca succionaba un pezón y después el otro. Su cabeza se movía sobre la cama como si estuviera poseída. Dejé por un momento de jugar con sus senos y con un movimiento rápido hicimos un 69, quedando yo arriba de ella. Mariana me sujetó fuertemente de las caderas y su boca fue de inmediato a mi sexo y comenzó a besar, bebiendo de mí igual que un sediento lo haría de una fuente. Yo hice lo mismo con ella, pero no importaba cuanto me esforzara, Mariana siempre me hacía venir primero. Escuché su risita infantil cuando mis gemidos se convirtieron en gritos. El orgasmo fue fulminante. Caí retorciéndome de placer, y tuvieron que pasar algunos minutos para poder recuperar el dominio de mí misma. Mientras tanto Mariana me esperaba tranquila, acariciando la parte trasera de mis muslos mientras veía embelesada el techo. Sabía que tenía que tratarla con más violencia para poder darle placer, pues a veces parecía que aquella muchacha no podía disfrutar si no se sentía dominada.
Me incorporé. Gateé por la cama y me bajé de ella. Después tomé a Mariana de los tobillos y de un tirón la acerqué hasta mí, dejando que sus piernas reposaran en mis hombros. Soltó un gritito. Entonces la comencé a embestir como si fuera un hombre penetrándola. Mis caderas chocaban con fuerza contra sus nalgas, haciendo un sonido de «plas, plas, plas» bastante pronunciado que hacía rebotar sus pechos. Me habría gustado tener un consolador amarrado a mis caderas para poder hundírselo hasta el fondo (su madre después nos regaló uno). Pero ahora era solo su piel con mi piel. Le di la vuelta y la puse de perrito. Mientras con una mano hurgaba en su sexo, mi otra mano comenzó a caer abierta sobre sus nalgas. Mariana comenzó a gemir de dolor y placer, arañando las sábanas, mientras yo con una mano la masturbaba y con la otra la nalgueaba con toda la fuerza que me permitía el brazo. Cuando se vino en un chorro de placer líquido mi mano me ardía y las nalgas de Mariana eran de un color rojo intenso que contrastaba con su blanca piel.
No quise darle tiempo como ella me lo daba a mí. La empujé hasta el centro de la cama y me subí de nuevo, entrelazando mis piernas con las suyas hasta que su sexo estuvo pegado con el mío. Entonces tomé su tobillo y usándolo de apoyo comencé a restregar nuestros sexos con violencia, podía sentir nuestros clítoris frotarse mutuamente. Eran unos minutos en esa posición y los orgasmos llegaban con facilidad para ambas.
Pues bien, fueron días y días los que pasé junto a ella; siento mucho no contarte todo lo que nos gustaba hacer. Pasábamos juntas tardes y noches enteras, durmiendo abrazadas en el balcón de su casa a la luz tenue de las estrellas. Nos intercambiábamos la ropa y jugábamos a salir desnudas a recibir al chico de las pizzas. Le di una mamada a uno una vez. Fue cuestión de tiempo hasta que su madre nos descubrió. Íbamos bajando las escaleras, yo con una camiseta ancha y Mariana desnuda, cuando al llegar a la sala la vimos sentada en el sofá. Estaba revisando su móvil con las piernas cruzadas y una mano apoyada en la mejilla. Levantó la vista y nos miró con una sonrisa. «Vaya, creí que nunca terminarían de follar».
Volteé a ver a Mariana y pude ver la vergüenza asomarse a sus mejillas. Antes de que pensara siquiera en cubrirse la señor Fernanda se levantó y la abrazó. Supongo que entrevió mis deseos de marcharme porque insistió en que me quedara esa noche.
«Personalmente pienso en que es mejor un hombre. Pero venga niñas, me alegra que se lleven así de bien. Se que no tengo que decirles que pueden follar aquí siempre que quieran».
Así era la madre de Mariana, un verdadero encanto.
Mariana y yo nos hicimos novias por aquél tiempo. Salíamos a caminar tomadas de la mano y nos besábamos en las estaciones del metro llenas de gente. Hay todavía un lugar en mi corazón que sólo le pertenece a ella, aunque ya no esté aquí a mi lado.
Seguro que ahora Mariana andará todavía por allí, con sus faldas cortas, perdiendo su tiempo en los centros comerciales. Curioseando hasta toparse con alguien.
Ya te escribiré luego.
Dedicado a IG: rb.morales