Sexo, drogas y dolor
Ella, yo y as drogas.
- Sé que cuando me empiezo a picar, me voy al carajo – mi mirada abandona el exterior más allá de la ventana donde el sol acaba de salir y se fija en una mancha de tinta sobre el escritorio – O sea, me voy al carajo y no vuelvo por mucho tiempo, ¿entiende? – respiro profundamente, exhalo miedos, necesito valor de abrirme al medio y exorcizar mis oscuridades – La noche que empecé a temblar y la jeringa cayó de mi mano, supe que estaba parado en el punto sin retorno – hago una pausa de mil años – Aunque realmente lo supe mucho después. Tarde, claro.
Él, el psiquiatra, escribe sobre un papel mientras le realizo una autopsia a mi alma. Está sentado del lado más cómodo del escritorio, el que seguramente ganó con años de estudios y una vida sana pero ¿qué puede saber de mis ganas incontenibles de drogarme? ¿qué mierda puede saber del dolor que provoca la puta abstinencia? Duele el estómago, la cabeza, los ojos, las pestañas, las manos, las rodillas, los huevos, el pelo, los dientes. Duele hasta respirar.
¿Te consideras un adicto? – pregunta mientras continúa garabateando sobre el papel. Sí, garabatea, no está transcribiendo mi testimonio ni escribiéndole una carta a su hijo, no, hace espirales, unos putos espirales.
¿Hace falta decir lo obvio? – carraspeo y llevo las manos a mis rodillas. Los temblores no avisan cuando van a convertirme en un terremoto con patas. Tiemblan y punto.
¿Estás molesto? – me mira a los ojos por un instante para luego continuar con sus espirales.
No quiero seguir, necesito ir a mi habitación - Siento ira. Estoy en un constante estado de furia. Quizá sea producto de la abstinencia que retuerce mi estómago quitándome la respiración aunque no descarto que dormir atado a una cama le corra el velo a mi peor versión psicópata. Este mes de conferencias de grupo, sesiones de terapia, comidas con sabor a mierda en platos de cartón y preguntas sin sentido me llenaron las pelotas.
Dime, ¿estás molesto?
¿Tengo motivos para estar molesto?
Dime tú.
Ahora mismo quiero morirme. Evitaría estas ganas de…
¿De golpearme? ¿de matarme? ¿de arrancarme la cabeza? ¿de aceptar que eres un adicto?
¿Por qué hace espirales mientras le hablo? ¿por qué no respeta mi situación de mierda y hace esos espirales cuando me vaya o cuando está cagando?
Mira mis ojos con la seriedad que lo caracteriza y arrastra el papel hasta mí - ¿Qué ves?
¿Se está burlando de mí?
No, pregunto que ves en este papel.
Espirales. Unos putos espirales.
Exacto. Esas vueltas tediosas e improductivas son las que das al no aceptar con palabras que eres un adicto.
¿Queda algo? – le pregunto a Devora.
El lavamanos de la cocina desborda de platos sucios. Sobre la mesa hay un espejo, un tubo, una goma, dos jeringas y un libro de Morrison. Mi Les Paul de dos mil dólares se encuentra a un costado de la silla, vacía de notas, carente de emoción. Siento que sus seis cuerdas no pueden darme nada más. Dévora está sentada sobre mi regazo. Su espalda contra mi pecho, sus glúteos esparcidos sobre mis piernas y mis manos debajo de su blusa. Su abdomen plano, sus pechos pequeños, sus pezones rosados, ella es una especie de premio que no merecí tener jamás y sin embargo.
¿No fue suficiente? – irrumpe con su voz suave sin dejar de acariciar con la yema de sus dedos, la primera y segunda cuerda de la Les Paul.
No mientras quede algo – le beso el cuello – Acabémosla toda de una vez y cojamos en pleno vuelo – muerdo su omóplato y sonrío.
Saca del bolsillo pequeño de su blusa un sobre metalizado, lo abre y diviso lo que para mí sería el cielo en primavera. Cinco gramos, lo que mi cuerpo y mi mente necesitan para continuar. Desparramo el polvo sobre el espejo y separo en líneas delgadas. Tomo el tubo, llevo un extremo hacia mi nariz y acerco el otro a la primera línea y aspiro. Mis ojos brillan mientras mis labios se adormecen y mi cuerpo se hace aire y floto y gravito entorno a mi Les Paul que vibra en do menor y pienso que el paraíso debe tener un gran mercado libre de drogas y muchas, muchísimas líneas y curvas brillando de placer. No podría ser de otra manera.
Dévora siempre me sigue. Es incondicional. Es un premio que jamás merecí y sin embargo. El amor nos hace débiles y sumisos repite cada vez que vomitamos luego de una resaca de drogas. Aprieta sus muelas, cierra los ojos, toma el tubo y aspira.
Por ti, por mí, por los dos – y se frota la nariz.
Por los dos – susurro en su oído.
Se pone de pie, me da un beso en la frente y gira hasta quedar de espaldas a mí. Toma los bordes de su falda, la lleva hasta su cintura y arquea la espalda dándome uno de los mejores primeros planos. Una tanguita negra apenas le cubre la vulva y deja en evidencia la anchura imperceptible entre muslo y muslo que propicia su ano. Amo su culo. Amo su vagina. Amo lo inocente que es para el resto del mundo y lo puta que es para mí. La amo. Extiendo una mano y froto sus labios. Ella suspira. Se humedece. Con mi otra mano tomo la tanguita y halo hacía mí. La tela se adhiere en su piel, se entierra en su vulva y cede desgarrándose desde sus tiras.
Muerdo su nuca y el lóbulo de su oreja derecha. Pego mi pecho contra su espalda y apoyo el glande entre sus glúteos – ¿La quieres? – le susurro en el oído mientras la giro junto a mí hasta dejarla frente a la mesa – La quiero – solloza con los ojos cerrados y las piernas abiertas. Dévora se aferra a los bordes de la mesa – La quiero toda – y el espejo se rompe contra el suelo, rueda el tubo hasta dar contra la silla, el libro de Morrison cae junto a las dos jeringas usadas y mi verga comienza a introducirse en ese infierno triangular. Por un instante centro mi atención en el dibujo de su aliento sobre la madera plastificada de la mesa. Forma una flor de la que sale una mariposa con veinte alas que se agitan y desatan una tormenta dentro de mi alma. Comienza a llover dentro de mí. Me siento tan vacío, tanto que debo llenarlo con todo.
- Cógeme, haz lo que quieras conmigo – solloza mi amada sumisa. Empujo hasta sentir como mis huevos se empapan entre sus labios. Mi verga se cobija en la humedad caliente de su vagina. Hierve. Aprieta. Exprime. Somos dos salvajes. Glúteos. Pelvis. Hendidura. Huevos. Mis manos en su cintura, sus tetas aplastándose contra la mesa que cruje y cruje.
La voz del psiquiatra me arranca del recuerdo mientras posa su mano sobre mi puño tembloroso y lo aprieta levemente - ¿Dónde estás?
- Estoy aquí. Lamentablemente estoy aquí y eso… eso duele demasiado – rechinan mis dientes, se humedece la mirada, se marchitan mis fuerzas.
Juan habla por teléfono. Él es un proveedor de drogas, cocinero personal y llegó hace unos instantes. Parece hecho por la mano de Tim Burton. Sus ojos enormes y hundidos, alto y delgado, pálido como la luna, con aspecto de muerto viviente. Siempre me pregunto si respira, si come o si al menos, coge. Tal vez la droga lo mató en algún baño público mientras cagaba y se drogaba a la vez y él no se dio cuenta de ello. Días atrás me comentó de sus nuevas conexiones y de la pureza de sus piedras. Fue un error escucharlo. Prometerle globos a un niño es menos contraproducente que ofrecerme drogas.
Camino de un lado a otro, expectante. Dévora está recostada en el sofá rojo de la sala. Pasa su índice sobre las cuerdas de la Les Paul que se encuentra a su lado y sonríe con esa escala tan básica: MI LA RE SOL SI MI. Juan aparta el teléfono de su oído y lo lleva a su pecho – Pones cincuenta dólares en mi bolsillo y en quince minutos tienes tu maldita droga y todo el esplendor de su brillo, ¿la quieres o no?
Detengo mi ida y vuelta en un tramo de un metro y lo miro sorprendido - ¿Cincuenta qué? Con suerte tengo veinte pesos en mi bolsillo – palpo los bolsillos de mi pantalón que poseen dos o tres monedas y un montón de pelusa - ¿Vendes droga o alhajas de oro? Hombre, eso es demasiado dinero.
Cincuenta dólares. Te dije que esta droga es lo mejor que circula y con veinte pesos no podrías pagar ni una mísera línea de la peor droga – se rasca la cabeza, me observa en silencio y continúa - Entonces, ¿la quieres o no? Vamos que esperan la respuesta.
Hombre, vamos, sabes que de alguna forma siempre saldo mis deudas contigo, podría pagarte mañana o el viernes a más tardar – suplico, sí, las ganas siempre las ganas nos quitan la razón.
Mira, me caes bien pero negocios son negocios y no te estoy vendiendo una bolsa de caramelos ¿La quieres o no?
Dévora toma mi mano con la suavidad que la caracteriza y sonríe de lado – Amor, no tenemos ese dinero, será mejor que lo dejemos para mañana o el viernes, ¿te parece?
-No, no me parece – sacudo mi mano para quitar la suya y camino hacia Juan – Te doy mi guitarra. Su valor es muy superior a lo que me estás ofreciendo pero como gesto de amistad y confianza puedes llevártela y saldamos esta cuenta.
No me interesa un instrumento que no sé tocar y que tardaría en vender para recuperar el dinero. Si no hay dinero, no hay droga, ¿no puedes entender eso? – afirma mientras observa el escote de Dévora – Necesito una respuesta ahora, estás haciéndome perder demasiado tiempo.
Acepta mi guitarra. No te arrepentirás. Prometo comprártela en una semana y así recuperas el dinero y más – muerdo mi labio inferior. Podría desgarrarlo con mis dientes ahora mismo y desangrarme hasta morir. Podría devorarme entero. Así me tienen los nervios y las ganas.
Bueno, ya, evidentemente no podremos hacer esto. Me llamas cuando tengas dinero… y por lo que dicen es mañana o el viernes – concluye aún con el teléfono apoyado en su pecho y exhalando molestia. Tal vez por ello no deja de observar el escote de mi chica. Para apaciguar esa molestia.
Vamos, acepta la puta guitarra. Es lo mejor que puedo ofrecerte. Ganas tú, gano yo, ganamos todos. Vamos – insisto aunque sé que es como lanzarme a una piscina sin una gota de agua.
Carraspea. No quita ni por un segundo los ojos mi chica. Ahora se detiene en la falda ceñida que le oculta las piernas y deja volar a la imaginación. Vuelve al escote. Seguramente no está fascinado con el pequeño lunar que se encuentra entre ambos senos sino con todo el contexto – Linda, ¿podrías ponerte de pie? – se dirige a Dévora.
Ella me mira sorprendida, como preguntándome qué hacer, pega sus rodillas y posa las palmas de las manos sobre sus piernas. Está nerviosa. La entiendo – Mi amor, hazlo – le sugiero y lo hace, siempre hace lo que le digo. Su amor nos desborda.
Vaya, vaya, ¿podrías dar una vuelta, por favor? – masculla con morbosidad. Dévora vuelve a mirarme, vuelvo a decirle que lo haga – Tu chica explota de buena – exclama el maldito Juan – A ver, podríamos tener un negocio aquí – lleva el teléfono a su oído – Espérame un momento, ya te digo si traes la droga o no – apoya nuevamente el teléfono sobre su pecho – Linda, levántate la falda – ordena.
Juan, la puta que te parió, ¿te volviste loco? – le grito apretando mis puños
Amistad y confianza, creo que hace un rato mencionaste esas palabras. A ver. Hacen lo que les pido y tienen la droga en menos de una hora. Ustedes deciden.
No puedes hacerme esto, Juan. Te conozco desde la primaria. Conmigo fumaste tu primer porro. Vamos. Solo dame un día, un día y consigo el dinero.
No – una negativa que suena dura y seca, sin ánimos de moverse un centímetro de su centro – Es lo que yo ofrezco, no lo que tú quieres. Y el pago es ahora. Sería lo más justo. Vicio por vicio. Lo tomas o lo dejas.
¿Qué quieres que hagamos? – le pregunto mordiéndome el alma y sabiendo que nos atrapó.
Por lo pronto que tu chica se levante la falda hasta la cintura –
Hijo de puta – muevo la cabeza a los lados y respiro profundamente - Dévora, ¿lo harías? – le pregunto con veinte mil toneladas de culpa apoyándose sobre mi pecho y una montaña de mierda alojándose en un sitio donde alguna vez se ubicó mi corazón. Sé que está mal. Sé que es una mierda.
Por favor, mi amor, no hagamos esto – musita negando con su cabeza – Esto no está bien – solloza.
Por favor mi amor, ¿lo harías por mí? – suplico.
No me pidas esto, por favor, no me pidas esto – una lágrima se desprende de su verde ocular para recorrer el pómulo derecho y colgarse en el mentón. Allí, solitaria y dolida se mece y siente miedo al pensar como se destruirá contra el piso. Como el amor. Como todo.
Hazlo por mí. Por nosotros – insisto.
Algunas decisiones nos marcan para toda la vida. Algunas elecciones disparan en la sien de nuestro destino y lo aniquila, así, sin más. Y en contra de los pesimistas siempre existe otra posibilidad antes de cagarla. Yo la tuve. Ella la tuvo. Hasta Juan. Pero todos elegimos mal.
Y de pronto, la mirada de Dévora se cubre con un manto tormentoso de nubes tan oscuras como la decepción que reflejaba segundos antes en sus pupilas. Se agacha, toma los bordes de su falda y reincorporándose lentamente la lleva a su cintura. Sus tobillos emergen desde unas All Stars rojas y se deslizan hacia arriba conformando unas pantorrillas apenas abultadas que culminan antes de llegar a la corva, la cara opuesta de unas rodillas sin dobleces, para continuar en unos muslos delgados pero muy bien formados hasta detenerse en el pliegue de los glúteos. Y allí es donde comienza su culo. Un culo admirable. Una manzana, la manzana del pecado. Redondo, firme, erguido y remarcado por unas caderas de curvas marcadas.
Juan sonríe de lado y lleva el teléfono a su oído – Trae cien dólares de lo nuevo. Sí. Escuchaste bien. Cien dólares. Sí. En una hora. Ni más ni menos. Una hora. Ok. Nos vemos – guarda el teléfono y me guiña un ojo para volver su atención a mi chica – Date la vuelta. Quiero verte de frente – ordena.
Dévora da media vuelta y queda frente al dealer. No siente vergüenza. Siente rabia. Su pubis depilado desciende hasta convertirse en una pequeña hendidura entre las piernas. Siente que lo odia. Se siente capaz de fusilarlo si tuviese un arma entre sus manos.
Qué buena estás – exclama Juan y se acerca a ella. Toma dos bordes de la falda y los ata para que ésta no vuelva a caer hasta los tobillos – Sin ropa interior. Nos ahorraste un paso, princesa.
Ya hizo lo que querías, Juan – intento ponerle fin a la situación pero él me interrumpe – No, no, no. Es cierto que hizo lo que quería pero no es lo único que quiero de ella. No vas a creer que solo quiero verle el culo – dice sonriendo y toma el mentón de Dévora que lo mira con profundo desprecio – No sé si escucharon lo que le dije a mi ayudante. Está viniendo con cien dólares en drogas de la puta madre – el pulgar y el índice que la sostenía desde el mentón comienzan a bajar a través del cuello hasta detenerse en la clavícula – Es mucha droga y la mejor que hayan probado en la puta vida. Si la quieren toda, te quiero toda – remata guiñándole un ojo a Dévora.
Ella me mira estupefacta, con la boca abierta y moviendo la cabeza a los lados. No entiende nada. Siente que está en una realidad paralela en donde el mundo es aún mucho peor que éste en el que vivimos - ¿Vas a dejar que eso pase? – aprieta la mandíbula, los puños, las piernas, el culo, el alma en su pecho - ¿De verdad lo vas a permitir?
Mi amor… es mucha… demasiada… es… la puta madre, es… - las palabras chocan en mi cabeza unas contra otras, se abollan, se desdibujan, se incendian, se deforman, pierden el sentido y la cordura. Y mientras eso ocurre dentro de mí, fuera, justo en los ojos de Dévora puedo ver y sentir como algo se rompe y cede.
Ya veo – solloza y suspira abatida – Ya veo - Quita los ojos de mí, lleva su mirada hacia él. La falda permanece amarrada a su cintura por lo que desde allí hasta los tobillos se encuentra desnuda, totalmente expuesta aunque no tanto como su alma y su dignidad.
- ¿Entonces? – pregunta Juan.
- Entonces lo que hagas que sea rápido – contesta Dévora.
Juan da tres vueltas alrededor de ella hasta que se ubica a sus espaldas y le susurra al oído – De solo pensarlo la tengo dura como una piedra – le lame el lóbulo de la oreja y le da un fuerte palmazo en el culo. El sonido de esa mano impactando en la nalga derecha de mi chica hace que mi alma se pegotee en mi interior hasta formar una plasta muy similar a la mierda. Así es como me siento y aún así mis malditas ganas de drogarme le arrancan pedazos de humanidad a mi maldita existencia. Unos dedos rojos comienza a dibujársele en el culo cuando recibe otro palmazo acompañado de un leve quejido. Sí, soy una mierda con piernas y brazos, hasta con ojos y boca pero sin corazón.
No me des tan duro, no me gusta – solloza Dévora.
No me digas lo que tengo que hacer, putita, o acaso ¿quieres que disolvamos el trato?
Dévora rechina sus dientes. Lo odia. Se odia. Me odia.
Juan se agacha para quitarse los pantalones, la ropa interior, hasta las putas medias. Desea que los cien dólares que deberá pagar de su bolsillo sean una inversión inolvidable. Y lo será. Se reincorpora, siempre detrás de ella y su sonrisa se convierte en la rúbrica de la perversión. Le besa el cuello, la nuca, el omóplato y recuesta su pija en toda la línea del culo. Dévora da un respingo al sentirla entre sus nalgas e intenta alejarse pero Juan la toma de la cintura y la pega contra él. Espalda contra pecho, aliento en la nuca. No existe escapatoria a eso – Muévete, putita – murmura Juan – Mueve ese culo, vamos – ordena y aunque inicialmente ella permanece inmóvil comienza a mover su cadera. Su culo atrapa la pija que menos desea en el mundo en ese momento y siente como el glande avanza y retrocede una y otra vez.
¿Y yo? Y yo. Nada. Ahogándome en mí mismo, inmóvil mientras Juan y Dévora se mueven. Sí. Ambos se mueven. No me sorprende que él esté tomándola de la cintura mientras aprieta y desliza su pija entre las nalgas de ella, sí me sorprende, me destruye, me aniquila, me castiga que Dévora mueva sus caderas a un ritmo de fuego mientras cierra sus ojos y muerde su labio inferior. Quisiera gritar, romper el trato y abrazarla pero mis ganas de volar me manejan a su maldito antojo.
- Qué bien se mueve esta putita – murmura Juan y lleva una de sus manos a la entrepierna de Dévora. Introduce un dedo en su vagina y mientras lo hace me sonríe – Está empapada – dice sorprendido y si bien eso me molesta, lo que realmente me descalabra es el silencio de ella. No lo niega aunque sería imposible hacerlo luego de ver como el dedo mayor del tipo emerge de la vulva brillando de humedad. Veo mi rostro reflejado en ese maldito dedo. Para empeorar la maldita postal, el olor a sexo de Dévora impregna el ambiente y a estas alturas realmente deseo que todo el mundo sea devorado por una implosión con nosotros dentro de él. Claro, antes de ese apocalipsis, quiero tener mis putas drogas.
Muerde su nuca y el lóbulo izquierdo de su oreja mientras le apoya una mano abierta entre los omóplatos y la empuja hacia adelante obligándola a doblarse. Dévora se opone tan tibiamente que apenas se nota su resistencia. En segundos su torso queda apoyado sobre una mesa, aferra las manos a los bordes y levanta el culo que muerde toda la extensión de esa pija que vale cien malditos dólares.
- Parece que la putita la quiere dentro – le restriega el miembro entre las nalgas y jadea al sentir como ella endurece los glúteos para retenerlo y apretarlo. Se sorprende. De todos los escenarios con esa mujer a la que considera muy atractiva y en esa situación, jamás imaginó uno en el que ella esté presta a su juego - Dios, cómo me pones – cierra los ojos conteniendo en ellos sensación que le produce la fricción de ese culo.
Dévora lo observa por sobre su hombro derecho. Lo odia tanto como me está odiando y sin embargo opta por el silencio y la sumisión ¿o la venganza? Está harta de todo. De todos los Juan, de todas las drogas, de todos los vuelos, de todas las noches sin dormir, de todas las lágrimas, de absolutamente todo el esfuerzo por nada, pero principalmente está cansada de mi. Se puede amar con todas las fuerzas y hartarse del objeto de ese amor, todo a la vez. Se puede. La situación, las órdenes, su sumisión, la rabia, la impotencia, la palabra “putita” la excita de una manera que no puede controlar. Siente como se moja la entrepierna mientras una dureza húmeda y ardiente se desliza entre sus glúteos. Se calienta aún más cuando recuerda que esa pija es la de un desconocido y todo esto frente a su chico al que no le importa nada más que las drogas. Allí está el tal Juan que no conocía hasta hace una hora, con el pubis golpeándole el culo, con las piernas esbeltas y bien formadas, con el abdomen plano. Lo tiene detrás y está a punto de cogérsela. Y el detalle que la desconcierta es que muere de ganas que eso pase. Por deseo, por sumisión, por venganza.
Me acerco, no puedo permitir que esto ocurra. Me arrodillo frente a ella. Apoyo mis manos sobre las suyas que se aferran a la mesa. La miro. Levanta su mirada y mis pupilas reflejan como entrecierra sus ojos.
- Mi amor, ya… no hagas esto.
Dévora aprieta los dientes y no puede contener sus lágrimas que comienzan a descender desde sus ojos hacia los confines de su dolor – ¿Qué no haga qué? Estás enfermo, esto no está bien, no está nada bien. Aquí tienes la consecuencia de tu maldita adicción – solloza.
No lo hagas – sollozo.
No quieres cambiar y yo ya no quiero seguir intentando… no quiero más.
Juan me mira por sobre el hombro de Dévora y sonríe como un maldito demonio – Eres un chico malo. Muy malo – aleja la pelvis del culo de la mujer de mi vida; el glande húmedo, hinchado, rojo y el tronco palpitando asoman por sobre el cóccix de ella. Lo empuña. Se masturba. El recorrido de la mano a través de su falo en continua y veloz ida y vuelta dejan oír el chasquido que la fricción y la humedad producen al esparcirse entre sus dedos. Vuelvo a los ojos de Dévora; no la encuentro, la chica que por amor me acompañó al mismísimo infierno ya no está aquí, su cuerpo está ocupado por los demonios que le inoculé. Le aprieto las manos. Aprieta las suyas al borde de la mesa. Ella lo espera, desea sentirlo dentro, lo veo en su ceño fruncido, el mismo ceño fruncido que mostraba cada vez que estaba entre sus piernas. Uno suele ignorar las riquezas con las que cuenta hasta que las pierde.
Lo odio. La odio. Me odio.
Lo odia. Me odia. Se odia.
Juan le apoya el glande en la vulva. La siente mojada y caliente. Lo excita sentirla tan caliente. Toda la situación lo excita de una forma inusitada. Entró a esa casa para vender drogas y ahora se encuentra a punto de cogerse a una mujer más que deseable y frente a su novio. Sabe de sobra que su “trabajo” es peligroso e insalubre, que en cualquier momento puede caer abatido por la policía, un “superior” descontento o un adicto desquiciado, que los hay, pero el poder que le confiere ser el proveedor de un vicio tan poderosamente adictivo lo convierte en un puto dios, en un hacedor de elecciones, en el rey de los perdedores – Pídemela – le sugiere a Dévora que arquea aún más su espalda y muerde sus labios.
No – solloza.
Pídemelo – insiste frotando el glande en la vulva.
No – reitera aunque la negativa es tan débil como mi deseo de seguir vivo ante la situación más horrible de mi puta vida. Si hasta ahí la situación la había excitado, sentir como esa pija se empapaba con su excitación la enciende aún más. Quiere que la penetre, quiere apretarlo en su interior y sentir la fricción de esa dureza entrando y saliendo de su sexo. Lo quiere entero pero una parte de ella sabe que está mal, incluso, como venganza. Sabe que no se lo perdonará, como sabe que tampoco podrá perdonármelo.
Pídelo ahora – apoya el pulgar en su glande, lo empuja y desliza la punta hasta ubicarlo entre los labios. Si estar en la entrada le quema no quiere imaginar el incendio que le provocaría ensartarla hasta los huevos. La odia, no puede desearla tanto y aún así insiste, quiere escucharla, quiere que ruegue, quiere sentir que, aunque sea de forma ficticia, lo desee y lo ame, todo a la vez – Pídemela.
No lo hagas, Dev – suplico vacilante; parte de mí desea probar esa droga maravillosa de extrema pureza. La droga prometida. La droga de todas las drogas. Siento dolor en el estómago y en mis ganas. Sí, las ganas duelen y mucho.
Espero que disfrutes de tu droga como pienso disfrutar de esto – gimotea y clava el mentón en su pecho – Y tú dámela, vamos, cógeme, ¿eso quieres oír? Cógeme – jadea, se tensa, se abre, se dobla, se enciende a la máxima potencia, se expande, se contrae, se incendia, se convierte en la asesina de sus propios sentimientos, en el filo cortando sus alas blancas, en los hilos pegándole alas negras. Y esa pija la penetra, resbala hacia su interior, siente la pelvis del tipo en su culo, los huevos en la entrada de su vulva. Lo aprieta, se mueve, golpean, uno, dos, tres, veinte, veintidós, las carnes chasquea humedad, chorrea entre sus piernas, gimen, putea, solloza, vuelve a putear, grita.
La mesa se mueve al ritmo que ellos proponen y alejo mi mano de las suyas. Me pongo de pie. Su espalda pálida con su universo de lunares comienza a sudar. Empina los hombros, se cierran los omóplatos, levanta su cabeza y sus ojos se clausuran al mundo, danzan las oscuridades, se burlan los demonios de mi presencia, su columna culmina en el cóccix y se abre en sus glúteos que se aplastan contra la pelvis de Juan. Entra y sale. La mete y la saca. Todo a la vez.
Mi Les Paul de dos mil dólares ha caído para siempre a un costado de todo. Aún vibra una cuerda en dolor mayor. El espejo yace roto contra el suelo, el tubo recostado en la silla, el libro de Morrison junto a dos jeringas usadas y abierto en la página que reza:
“Deseo que llegue una tormenta
Y me arrastre lejos de esta mierda.
O que una bomba queme la ciudad
Y depure el mar.
Deseo que la muerte, limpia, me llegue”
……………………………………………………....
… duele demasiado – arranco con mis dientes una uña y la escupo hacia un costado.
No lo dudo. Sé que has perdido mucho. Las drogas son especialistas en eso de arrancarnos todo… - mueve la cabeza hacia los lados y aprieta sus labios. Alguna vez estuvo ahí. Solo los que conocen el infierno pueden decirnos cuánto quema.
No quiero hacer más espirales con mi vida. No quiero ocultar más este dolor – tomo aire, todo el aire de la habitación, todo el aire de los jardines que rodean a este sitio, todo el aire de la ciudad, todo el puto aire del puto mundo y lloro, derramo lágrimas con el rostro entristecido de Dévora, con la mirada derrotada de mis padres, con la geografía de las felicidades que destruí y no pudieron ser, con el hijo que proyecté cuando Dev aún formaba parte de mi vida. Lloro y es mi llanto la sangre derramándose desde mi alma – Sí, soy adicto y necesito ayuda. Por favor, necesito ayuda.
Entonces ayúdanos a ayudarte. Escucha. Entiende. Ayúdanos a ayudarte.