Sexo, anillos y marihuana

Sexo, anillos y marihuana - Edoardo. Déjense llevar por la fantasía y disfruten como sólo yo puedo hacerles disfrutar.

¿Quién no ha soñado con volar? ¿Quién, extendido sobre la sábana de ceda o algodón, sentado tras el gris escritorio de la pequeña oficina o recargado en el viejo roble que hace sombra a la parada de autobús no ha imaginado que agita sus brazos faltos de plumas y se eleva hasta alturas asfixiantes, donde las débiles corrientes de aire le azotan el rostro, devolviéndole con cada bofetadilla un poco de la vida que ha perdido con cada paso dado en este mundo indiferente y quebradizo? ¿Quién no ha fantaseado con surcar los cielos y jamás volver a poner pie sobre esta Tierra, dejar atrás los problemas, las falsas compañías? ¿Quién no? ¿Tú lo has hecho? ¡Yo lo he hecho! ¡Todos lo hemos hecho!, pero… pocos lo han logrado, pocos lo han llevado a cabo. Pocos han sido los afortunados en sentir que sus piernas pierden peso y su cuerpo y mente flotan sobre los demás mortales, pasando primero del techo para después perderse en pleno cielo, entre vivos colores y dulces aromas. Han sido pocos los que alcanzan tan sublime gozo, y entre esos pocos está Ariel, protagonista de esta historia, muchacho solitario y para la gran mayoría poco interesante, persona no grata en fiestas y reuniones, individuo rechazado incluso por los rechazados que a pesar de la escasa carisma con que fue dotado y la mala fortuna con que el destino cruel suele marcarlo es ya todo un experto en alcanzar la cima, en elevarse hasta que sus finos dedos rozan las estrellas y su corazón palpita con la energía del universo, colmándolo de satisfacciones tan poderosas que es imposible describirlas, imposible de igualarlas con palabras.

Ariel, con todo y que desde niño sus únicos amigos han sido imaginarios, con todo y que a sus dieciocho no había siquiera dado un beso y a sus veinte es considerado un pobre diablo, podría llenar miles de álbumes con las magníficas fotografías de esas frenéticas y psicodélicas escenas que de sus viajes ha obtenido, podría, de así quererlo, de interesarle al menos un poco cambiar su imagen de perdedor, llenar las páginas de un millón de libros con la magia delirante de sus aventuras. Pero Ariel no es sujeto que busque fama ni fortuna, por el contrario, se muestra celoso de compartir su vida con cualquier extraño, y de preguntarle algo acerca de sus odiseas, acerca de sus travesías en el cosmos infinito, seguramente permanecería callado. Es por eso que soy yo – sin su consentimiento, claro está –, quién ahora les relata una de esas tantas y maravillosas historias, esa sobre la primera vez que Ariel despegó los pies del suelo, esa que podrá no ser la más intensa pero sí la que el protagonista más recuerda, porque las primeras veces, de una u otra forma y digan lo que digan, siempre son inolvidables

Estupidín, quiero que recojas los anillos. Pablo dijo que tenía algo que hacer a las cuatro, así que vas antes a su casa, porque mira que si no cumples mi encargo, si lo echas todo a perder como acostumbras, ¡te mato! Eso decía la nota que Ariel encontró pegada al refrigerador. Era época de vacaciones, por lo que el muchacho se había despertado un poco tarde, cuando en la casa era ya el único que se encontraba. Feliz de no escuchar los reproches de algún otro miembro de la familia, decidió bajar de su cuarto a la cocina tal y como había amanecido: con los ojos llenos de lagañas, el seboso cabello un tanto alborotado y los bóxer amarillos mostrando orgullosos una erección que más que un sueño erótico matutino delataba toda una vida de abstinencia. Pensó en tomar un poco de leche, directo de la botella, pero antes de coger el pomo se topó con el dichoso recadito y de lo único que le quedaron ganas fue de darse un tiro.

Georgina, hermana mayor de Ariel, contraería matrimonio esa misma noche, a las siete y en la catedral del pequeño pueblo. El que todos se encontraran fuera de casa, seguramente obedecía a compras o arreglos de última hora, al peinado de salón y a la entrega de las invitaciones rezagadas. Toda la familia andaba vuelta loca con la boda, al igual que locos andaban todos en el pueblo por el que prometía ser el evento del siglo o incluso del milenio. Bueno, todos excepto Ariel, a él le daba exactamente lo mismo lo que pudiera o no pasar. A él nada le importaba del casorio, pero aún así le asignaban tareas en torno a éste, aún así lo enviaban a recoger las sortijas con el único y más prestigiado joyero del pueblo, con ese hombre hacia quien se sentía tan atraído.

No es que el desdichado muchachillo fuera gay… ¡O quizá sí, nunca se lo había preguntado! El caso es que la mencionada atracción que sobre él ejercía Pablo nada tenía que ver con lo sexual o lo romántico sino con la admiración. Como ya lo he comentado antes, Ariel es un perdedor por cuya vida y destino nadie apostaría un centavo, y resulta lógico que ante una presencia como la del joyero, hombre joven, guapo, seguro y conquistador, sintiera movérsele el suelo. Igual le ocurría con uno que otro profesor, con la dueña de la única cantina en el poblado y con una vecinilla de muy buen ver, pero eso poco importa pues al que tendría que visitar era nada más a Pablo, y por ello Ariel estaba preocupado.

– ¿Por qué tengo que ir yo? ¿Por qué precisamente a su casa? ¿No podría traerlos él? ¡Sería incluso más fácil! ¡Él tiene carro! – Exclamaba el jovenzuelo sentado a la mesa, revolviéndose el cabello y rascándose el ombligo – ¡No es justo! Nadie me hace caso más que para regañarme o insultarme o pedirme algún favor – continuó quejándose el muchacho, golpeando de vez en vez levemente la mesa –. ¡Estoy harto de vivir así, debería irme de la casa! – Gritó apartando del asiento su trasero y alzando los brazos en una de esas esporádicas muestras de pasión – Pero… – volvió a sentarse, con la apatía y la inseguridad que lo caracterizaban otra vez maquillándole la cara – si me fuera, ¿qué haría? ¿De qué viviría? ¡Si no sé hacer nada! ¡Si soy un inútil! ¡Ay, Dios mío! ¿A quién tratas de engañar, Arielito? Acepta que en el fondo te agrada que te digan que eres un idiota o te ordenen lamerles las suelas de los zapatos pues son esos momentos de lástima y humillación los únicos que te recuerdan que estás vivo, que al menos para algo has de servir. Ya deja de quejarte, que, como siempre, acabarás haciendo nada. Ya deja de quejarte y… ve a ponerte algo de ropa – se dijo a sí mismo para después subir a su recámara y vestirse con lo primero que sacó del clóset, y enseguida salir de la casa en dirección a la de Pablo.

Para alguien que vive en la ciudad, la distancia que tenía que recorrer Ariel de un punto a otro resultaría cosa de niños, pero para él, que sólo iba de su casa a la escuela – ubicada a escasas dos cuadras – y de la escuela a su casa, significaba poco menos que un martirio. Pensó en tomar el autobús, pero el pueblo era tan pequeño que nadie había pensado en venderles ese servicio a los habitantes. Decidió entonces detener un taxi, pero al hurgar en sus bolsillos y darse cuenta de que ahí sólo había orificios optó por recorrer a pie el trayecto, tomándole alcanzar el objetivo alrededor de treinta calurosos y cansados minutos.

Una vez frente a la puerta del hogar de aquel con quien toda chiquilla en edad de merecer fantaseaba, se quitó Ariel las gafas para revisar en el reflejo de las micas su peinado. Cuando se percató de que su pelo seguía igual de tieso y relamido que antes de salir de casa, el jovencito finalmente tocó el timbre. Durante el tiempo transcurrido entre el escandaloso sonar de la chicharra y el acudo de alguien al llamado, Ariel ensayó una y otra vez el saludo. Creyendo que hablaría con su ídolo, se emocionó el chamaco inventando frases de supuesto ingenio que de acuerdo a su mente idealista cautivarían tanto al joyero que éste le brindaría su amistad. Cuál fue la decepción de Ariel al descubrir que no era Pablo quien abría la puerta sino Armanda, "la loca lesbiana".

– ¡Qué onda! ¿Qué se te ofrece? – Inquirió la chica, y aunque el tono de su voz fue amable y alegre, Ariel se estremeció de pies a cabeza y por más que quiso no pudo ni abrir la boca.

Pero, ¿por qué el escalofrío? ¿Es que en verdad Armanda estaba loca y era lesbiana? ¡Para nada! Ese mote se lo había ganado única y exclusivamente por tener gustos diferentes, por no hacer lo que todos con tal de ser aceptada. Lo de loca era porque en vez de escuchar ese asqueroso intento de ritmo que es el reggetón, gustaba de Led Zeppelin, Janis Joplin y The Doors; porque leía a Hesse, a Jelinek y a Nietzsche en lugar de a Brown, Rowling o Paolini; y porque prefería las faldas y las camisas de manga larga en color negro a los jeans a la cadera y a las ombligueras, y usaba los aretes en las cejas, en la lengua y la nariz en vez de en las orejas. Y lo de lesbiana, se debía a que, a diferencia de la mayoría, no se había aún acostado con Damián, galancete de la preparatoria.

Pero, ¿sólo por eso Ariel se estremeció al verla? ¿Sólo por eso se quedó petrificado y mudo ante su presencia? ¡Por supuesto que no! El temor que el chico sentía nada tenía que ver con que la muchacha oyera rock o vistiera de negro, él sabía a la perfección lo que es ser diferente, inadaptado; el miedo que ella le provocaba estaba basado en otras cosas no menos estúpidas, en esas terroríficas historias que en el pueblo se contaban sobre la adolescente, historias increíbles de brujerías y asesinatos que todos sabían eran mentira pero igual no dejaban de asustar, relatos que al mismo Ariel parecían imposibles pero igual cabía la duda, y por eso es que no hablaba, por eso fue que no le respondió.

– ¡Oye, te pregunté qué se te ofrece! – Insistió Armanda ante el silencio de quien, aparte de todo, era su compañero de clases, y éste retrocedió un par de pasos – ¡Uy, uy, uy! ¡Ahora resulta que hasta tú me huyes! No, no, no. ¡Qué mal! – Movió la cabeza de un lado a otro, tratando de adoptar un gesto de molestia que terminaba por perderse en una sonrisa permanente y poco natural – Si no fuera porque ando alegre, si no fuera porque estoy de buen humor… ¡te cortaría los huevos y te sacaría los ojos! – Bromeó amenazante, provocando en Ariel un sobresalto – ¡No, no es cierto, era una broma! – Exclamó entre carcajadas por la reacción del jovenzuelo – Pasa – sugirió después, ya la calma retomada –, mi hermano no está, se tuvo que ir más temprano de lo previsto, pero me encargó que te entregara los anillos para Georgina. ¿Qué? ¡No me digas que tienes miedo! ¡No seas ridículo! Ándale, pasa – reiteró cogiéndolo del brazo y obligándolo a entrar.

En cuanto cruzó la puerta, Ariel se percató de que un peculiar y penetrante aroma lo envolvía todo. Intentó identificarlo, pero entre que el olor era tan fuerte que empezó a marearlo y la inagotable voz de su anfitriona, no tuvo ni tiempo para pestañear. No había aún asimilado lo que estaba pasando, todavía no digería el no haberse encontrado con Pablo sino con Armanda, cuando ésta ya lo tenía sentado en su recámara, ¡con sabrá Dios que intenciones!

– Sé que a la mejor llevas algo de prisa, que tal vez tienes que arreglarte para la boda de tu hermana, pero seguro tienes unos minutillos para platicar conmigo, ¿o no? Mira que llevamos conociéndonos desde la primaria y nunca hemos hablado más de tres palabras. ¿No te parece ilógico? ¿No encuentras estúpido el hecho de que ni siquiera porque los dos somos unos apestados nos hemos acercado? No sé, quizá estoy demasiado positiva por causa de… "las circunstancias", pero algo me dice que podemos ser amigos. ¿Tú qué opinas, crees que podríamos llevarla bien, o será que sólo ando algo elevada? No, yo creo que detrás de esas gafas de bibliotecario – se acercó a él para quitárselas y ponerlas encima de la cama, justo a un lado de sus piernas –, además de unos ojos muy bonitos, se esconde un alma interesante que bien podría ser gemela de la mía – apuntó echándose a reír –. ¡Qué loco! Imagínate nomás la escena: la loca más lesbiana y el tarado más impopular entrando a la catedral del pueblo, vestidos él de blanco y ella de negro, dispuestos a jurarse amor eterno frente a un dios en el que juran no creer, y ante una sociedad a la que por más que lo niegan les gustaría pertenecer pero nada que lo logran, nadie que al menos los invita. ¡No, no, no! ¡Sería el evento del siglo o incluso del milenio! Ése sí, no que la boda de tu hermana… Pero bueno, ya yo he hablado demasiado. ¿Por qué no me cuentas algo sobre ti? Así yo mientras te preparo un… "cigarrillo" – propuso la joven para a continuación dar la media vuelta y sacar del buró una pequeña bolsa con lo necesario para hacerlo.

– Este… Yo… ¿Por qué mejor no me traes los anillos para irme? Es que, no tengo nada interesante que decir – afirmó Ariel poniéndose de pie.

– ¡Siéntate! – Ordenó Armanda dándole otra vez la cara y empujándolo de nuevo contra el colchón – ¿Estás seguro que es por eso? O… ¿No será que me tienes miedo, que te has creído todas las historias que de mí se inventan? ¿Eh? ¡Contesta!

– ¡No, no, no! ¡De verdad que no! – Respondió el muchacho sumamente alterado – Es sólo que, como tú misma lo dijiste, tengo algo de prisa, debo arreglarme para la boda de Georgina.

– Más te vale que así sea, Arielito, porque… ¡Mírame a los ojos, que te estoy hablando! Nada de lo que has escuchado sobre mí es cierto, pero bien podría empezar por ti si te sigues portando tan grosero. ¡No me obligues a hacerte daño! La verdad… La verdad es que me caes muy bien aunque nunca te haya tratado. – Se le sentó encima de las piernas –. Yo quiero ser linda contigo. Yo PUEDO ser muy linda contigo. – Dibujó círculos con su trasero sobre la entrepierna del muchacho y le aproximó los labios hasta casi besarlo –. Puedo mimarte, quererte, hacerte feliz y demostrarte que no me gustan las mujeres sino los machos, que lo que la gente dice son meras calumnias. ¿No quieres comprobarlo? ¿No quieres que te mime, que te quiera? ¿No quieres ser mi hombre, aunque sea por esta tarde? ¿No quieres por fin usar en una chica esto que ya comienza a levantarse? – Cuestionó apresando entre sus dedos el marcado bulto.

El corazón de Ariel palpitaba al borde del infarto, aquello era demasiado para él. El no haberse encontrado con Pablo, ese aroma que volaba en el ambiente y esa mano posada sobre su cautivo y erecto pene… Jamás imaginó que ese momento llegaría, que ante él se presentaría la oportunidad de gozar de todo aquello de lo que los más populares siempre hablaban, de los placeres de la carne. Nunca nadie lo había al menos besado, y ahora esa muchacha que no por diferente y rara dejaba de ser guapa le ofrecía iniciarlo en el complicado pero exquisito y fascinante mundo del amor. El miedo mantenía dilatadas sus pupilas, nada más que por razones ya distintas, por el estar a punto de experimentar lo que sólo en sueños creyó podría vivir. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso y los nervios le carcomían el cerebro, pero esta vez sí fue capaz de hablar. Aunque débil y titubeantemente, Ariel le comunicó a Armanda lo que por la protuberancia acomodada entre sus nalgas ella ya sabía.

– Sí, sí quiero – se limitó a susurrar, y ella le sonrió.

Enseguida se dispuso la chamaca a despojarlo de sus ropas. Le quitó zapatos, calcetines y playera para llenarle de besos y lamidas todo el pecho. Él solamente suspiraba, gemía al atrapar los dientes de ella sus tetillas, al la experta lengua recorrer su estómago, llenar su ombligo. Todo parecía como en un sueño, pero no lo era. No lo era, y Armanda continuaba su camino cuesta abajo, acercándose al área del pantalón, deshaciéndose del cinturón, desabrochando el botón y… deteniéndose antes de correr el zíper.

– ¡¿Qué, por qué paras?! – Inquirió Ariel entre enojado y sorprendido.

– Ahora sí protestas, ¿no? Ya lo digo yo, todos los hombres son iguales, no importa que sean unos galanes o unos pobres diablos. Nada más piensan que una los puede dejar con las ganas y

– Es que tú

– ¡Shh! Calladito, mi amigo. No creas que no te la voy a mamar. ¡Claro que lo haré! Eso y otras cosas, pero antes… vamos a echarnos una fumadita. Ya se me está pasando el efecto del de la mañana y esto es mejor si nos sentimos en las nubes. Toma, dale una probadita – pidió la chica, entregándole un cigarrillo.

– No me gusta fumar – protestó él –, odio el aroma del tabaco.

– No te preocupes, que esto no es tabaco. ¡Es marihuana!

– Mari… Entonces el olor de la casa… ¡¿Marihuana?! Pero… Cómo… Por… ¡Si es roja!

– ¿Qué, apoco nunca la habías visto? ¿Apoco creías que la había sólo verde? ¡Vaya, sí que eres un tetazo! La verde, mi niño, es para principiantes, para bebés. Bien te puedes meter un kilo entero y ni la sientes, pero con ésta… ¡Con ésta vas a conocer lo que es bueno, ya verás! Anda, dale una probada.

– Verde. Roja. ¡A quién le importa si al fin y al cabo es marihuana! – Gritó el púber arrojando el churro al piso – Dame de una vez los anillos, por favor, que ya me tengo que ir.

– Nada de anillos, papá – se negó ella –. Hace un rato bien que te dejaste hacer, ¿no es cierto? Pero nada más te pide uno algo y rápido te me alebrestas. Eso no es justo, Ariel. No es justo y… tampoco te creo. No me puedes negar que desde que entraste a esta casa te empezaste a sentir diferente. No me puedes decir que no se te antoja volar al menos un instante y escapar así de la miserable vida que a diario medio vives. Sé que lo quieres, ¡tanto o más que yo! Sé que lo estás deseando, así que vamos, pruébala. – Armanda recogió el cigarro y se lo puso al jovencito entre los labios.

– Pero

– No te resistas, que no te conviene. Si le das una fumada, ya verás que bien vamos a pasárnosla, pero si te niegas, si me rechazas otra vez, ¡te juro que no te doy ni las nalgas ni los anillos! Tú decides.

Tal y como ella lo decía, Ariel se había sentido extraño dentro de esa casa, aspirando aquel aroma que sin él quererlo, sin siquiera darse él cuenta lo había ido envolviendo, preparándolo para lo que ahora se venía. Era verdad que la tentación de experimentar al menos por un rato y de manera artificial la felicidad era tan fuerte que apenas y podía resistirse. Lo deseaba. Deseaba darle una probada a aquel churro de roja hierba. El único impedimento para ello era el miedo a lo desconocido, la moral o la idiotez, ¡quién sabe! ¡Y a quién le importa! Al escuchar que de negarse jamás obtendría los anillos, todo obstáculo se derrumbó. No podía darse el lujo de no cumplir con el encargo de su hermana pues las consecuencias serían más que graves, y si hacerlo, si conseguir para ella las sortijas significaba probar por vez primera aquella droga… Un tanto nervioso otro tanto excitado, cogió el cigarro.

– Así me gusta – dijo Armanda muy contenta –. Así me gusta.

Con el pretexto de que lo hacía para no arruinar la boda de Georgina tratando de acallar la voz interna que débilmente le aconsejaba lo contrario, Ariel finalmente inhaló, y desde esa la primera calada, inició su ascenso al cielo

Ariel estiró ambos brazos y los movió de un lado a otro tratando de palpar el suelo, pero para su sorpresa éste había dejado de existir. Estaba flotando, entre nubes que sus manos atravesaban con total facilidad pero que el peso de su cuerpo era incapaz de vencer. Había perdido la razón por tan sólo unos segundos debido a que, luego de entrar en él, aquel humo se había dirigido directo a su cerebro y lo había golpeado con tal fuerza que no pudo mantenerse en pie, y ahora que despertaba no eran ya las paredes del cuarto de Armanda lo que veía a su alrededor sino un intenso blanco que se extendía infinitamente ante sus ojos, ocultándole a la muchacha. Con algo de temor y desconcierto, el que le provocaba la creencia de que en cualquier momento podía caer al vacío pues aquellas nubes no proporcionaban ningún tipo confianza, el jovencito se incorporó. Con sumo cuidado, comenzó a caminar, ganando con cada centímetro de recorrido algo de seguridad, hasta que sus pasos eran como si estuviera sobre tierra y de repente dio un salto y luego otro, sintiendo como al elevarse sus pulmones se llenaban con un aire tan puro y fresco que era imposible seguir teniendo miedo, imposible no sentir felicidad. Su rostro se transformó, no fue más el de alguien convencido de ser un pobre diablo. Su carácter reservado y esa costumbre de reprimir toda muestra de vivacidad fueron desapareciendo con cada grito de alegría que salía de su garganta, poniéndole color al blanco y sonido al viento, convirtiendo aquello en el más hermoso paisaje que sus ojos habían visto. Todo era perfecto, la emoción que hinchaba su pecho se antojaba interminable, y fue entonces que Armanda finalmente apareció. De entre un par de nubes rojas, con su largo y negro cabello cubriendo sus redondos y desnudos senos y un pareo que proyectaba imágenes de flores y animales sujetado a su cadera, surgió la misteriosa y bella chica, dispuesta a terminar lo que en su recámara inició.

Sin pronunciar una sola palabra, caminó hasta Ariel. Y él, al tenerla tan de cerca y una chispa inexplicablemente intensa recorrerle el cuerpo haciendo inflamar su sexo, la abrazó con la fuerza de sentirse libre y la besó con la pasión contenida a lo largo de dieciocho años, provocando que las nubes se volvieran lava ardiente que en lugar de quemar incrementaba los deseos y agudizaba los sentidos.

Sus lenguas permanecieron entrelazadas hasta una memorizar la del otro, y una vez que sus labios se desacoplaron, Ariel se decidió a probar nuevos y sabrosos frutos. Con sus manos aparto los mechones que caían sobre el torso de Armanda, y un par de generosos y deliciosos pechos se mostró ante él. Con calma, sabiendo que en aquel lugar el tiempo no importaba, el muchacho fue aproximando su boca a ellos, y una vez lo suficientemente cerca envolvió el oscuro y firme pezón derecho. La delicada caricia arrebató un suspiro a Armanda, mismo que, cual ácido, derritió las prendas del chamaco, dejándolo desnudo, con la hinchada y húmeda polla al aire. Y ya sin pantalones que retuvieran sus ganas, el palpitante miembro se acomodó entre aquellas piernas resguardadas por el pareo y comenzó a frotarse con gran ímpetu, excitado porque pronto tendría aquello que por tantos años se le había negado.

– ¡Quiero metértela! – Expresó Ariel de forma directa, olvidándose de los pezones y de toda muestra de romanticismo, obedeciendo exclusivamente a sus instintos, que ahí abajo luchaban por romper esa tela que los separaba del paraíso prometido.

– Y yo quiero que me la metas, pero… – Armanda llevó su mano izquierda hasta su entrepierna y la mojó en aquellos jugos que desde antes de iniciar el viaje ya escurría su sexo – ¿por qué no antes pruebas esto? – Sugirió, ofreciéndole a su amante los bañados dedos.

Ariel lamió gustoso aquel exquisito líquido que provenía de ahí adonde él quería llegar. Limpió uno a uno aquellos dedos húmedos, y después se puso de rodillas para beber directo de la fuente. Sin más demoras, Armanda deshizo el nudo que sujetaba a su cuerpo aquel pareo imposible, mostrándole a su compañero el lago que, literalmente, descansaba entre sus muslos. El chico admiró las cálidas y profundas aguas por un rato para luego hundir su lengua hasta el fondo en busca de tesoros, en busca de perlas que tras largos e inquietos minutos de exploración brotaron en cascada, empapándole el rostro al tiempo que los escandalosos gemidos de la mujercita transformaban el entorno volcánico en verdes praderas repletas de rosas multicolores.

– ¡Ahora… ya puedes hacerlo! – Señaló Armanda entre jadeos y quejidos – ¡Ah! ¡Ahora ya puedes metérmela! – Confirmó deseosa, y Ariel no se hizo del rogar.

Cual si fuera una serpiente marina, la enrojecida verga del adolescente se lanzó a las agitadas aguas y comenzó a moverse en un vaivén desesperado buscando calmarlas. Con cada visita a la superficie y el consecuente regreso al fondo, el cuerpo del animal ganaba dureza, tamaño y grosor y más cantidad de veneno salía de su estrecho hocico, elevando poco a poco tanto al dueño como a Armanda a niveles estelares.

– Ya no resisto más – anunció Ariel, acelerando el mete y saca –. ¡Me voy a correr!

– Aguanta un poco que ahí voy yo también – pidió Armanda –. Aguanta un poco que

Prácticamente al mismo tiempo, ambos jovencitos estallaron en un clímax que los catapultó a la Luna y los trajo de regreso para otra vez lanzarlos. Con el efecto de la roja hierba aún llenándoles las venas, el orgasmo fue más prolongado y poderoso, tanto que sus ojos se cerraron por cerca de una hora, y al volver a abrirse estaban de regreso en la recámara de Armanda.

Lo que ocurrió después ya lo han de adivinar: Ariel obtuvo los anillos y, puesto que ya era un poco tarde, salió corriendo directo a la boda de su hermana, no sin antes prometerle a Armanda que no sería esa la última vez que volarían juntos ni tampoco el último orgasmo que compartirían y bla, bla, bla

Es aquí que termina la maravillosa historia de la primera vez que Ariel voló. Espero que haya sido de su agrado y… ¿Qué? ¡¿Que dónde le vi yo lo maravilloso?! Pero… ¡¿Cómo es posible que pregunten eso, que duden de la fastuosidad de mi relato?! ¡Ah, porque pensándolo bien, no es Ariel el protagonista sino yo! Y eso, tenerme a mí como personaje principal, es suficiente para engrandecer cualquier historia. ¡¿Cómo?! ¡¿Que si soy Armanda?! Si serán… ¡Por supuesto que no! Yo jamás podría ser esa loca lesbiana, valgo demasiado como para ser tan poco. Yo soy la causante de todas y cada una de las fantasías que ese par de perdedores ha tenido, la que ha brindado un poquito de color e interés a sus insulsas vidas y a la de otros miles o millones que al igual que ellos no han sido capaces de crear sus propios sueños o que simplemente quieren agregarle a éstos una chispa de delirio, una pizca de vivacidad. Soy la que, con ayuda de mis primas, mueve al mundo, la que crea las más grandiosas obras de arte, la que impulsa la economía de países y destruye la esperanza de aquellos débiles incapaces de control. Soy la mejor, la más grande creación de Dios y… No. ¡YO soy Dios! Yo gobierno la vida de este planeta de mierda y… ¡Oye! ¿Qué crees que haces? ¡No te atrevas! No apagues la máquina o te juro que… ¡No, por favor no la apagues! Todo era una broma. Todo era mentira. Dios es Dios, yo soy yo y… No. No la apagues. ¡No! ¡Ni siquiera les he dicho mi nombre!