Sexo a tres bandas en el avion
¿Es ella? No, no puede ser, seguro que no ¿O sí? Y es que se parecía demasiado a la chica de las noticias deportivas, demasiado para ser verdad.
—¿Desea tomar algo? —me dijo la azafata.
A ti. Te quiero tomar a ti, pensé, aunque no dije nada. Solo sonreí. Como un idiota. Ella me devolvió la sonrisa. No traía nada, ninguna bandeja, ningún carrito con bebidas o aperitivos, y sin embargo me ofrecía tanto con ese uniforme ceñido que dibujaba a la perfección las curvas de su cuerpo.
—Errr… Pues… No… No sé…, no, de momento no, creo… —el portátil me temblaba entre las piernas, pero con el movimiento del avión creo que no se notó.
Sus ojos, cristalinos como aguas paradisíacas, seguían sobre mí, invitándome a sumergirme en ellos.
—¿Que crees que no, o que sí?
Ya me tuteaba. Me sonreía con unos labios tan rojos como la sangre que bombeaba en mi entrepierna. Y su sonrisa no era la que venía con el carné de azafata de vuelos. Lo supe por cómo enarcaba la ceja, por cómo me miraba y ladeaba la cabeza. Quizá le resultaba divertido, o puede que me encontrase atractivo.
—No… No, no, perdona… —titubeé—. Quiero decir que no me apetece nada de eso en este momento, o sea, ahora…
Su larga y lisa melena castaña se deslizaba blusa abajo y me señalaba los huecos de los botones. Me volvía loco por arrancarlos a bocados.
—No te he ofrecido la carta, pero si tienes tan claro lo que no quieres, y lo que sí… —Uno de los jugadores del equipo levantó la mano por ahí delante, y ella hizo ademán de marcharse.
—Sí… ¡No! Quiero decir… que no voy a tomar ninguna bebida, gracias… Pero sí que quería preguntarte…
¡Dios! ¿Cómo se llama la de las noticias? No lograba acordarme, y podría haberlo buscado en el portátil, pero se habría dado cuenta. Me miraba tan fijamente.
—… Nada, perdona —atajé—, cuando me acuerde te lo digo.
No pude evitar fijarme en cómo se le marcaban los pezones en la blusa.
—De acuerdo —dijo, y se marchó hacia el asiento del futbolista que la llamaba.
Me volví como poseso para buscar a mi amigo. Tenía que preguntárselo, tirarle de la manga y mostrarle cuánto se parecía la azafata a…, a… la de las noticias deportivas, como quiera que se llamase. Pero mi amigo estaba muy ocupado bebiendo champán y riendo con sus estrellas del fútbol. Y no podía culparle, no todos los días se gana un viaje en el avión privado de tu equipo favorito de futbol.
Lo cierto es que no me apasiona el fútbol (prefiero el tenis), pero cuando mi amigo ganó el sorteo del viaje para dos personas en una web se le presentó un problema: no tenía mujer o novia que le acompañase, ni hermanos o parientes de menos de sesenta años. Así que me lo pidió a mí. Y eso que no me apetecía demasiado ver el partido que el equipo iba a jugar al día siguiente, ni el viaje a Tenerife, por muy agradable que fuese la ciudad y su clima.
Pero ahora ya tenía un buen aliciente para disfrutar yo también del premio.
Y míralo, qué tío, lo bien que se desenvuelve con la plantilla y hasta con el entrenador .
Estaba claro que con mi amigo no podía contar, lo veía demasiado ocupado tratando de que uno de los nuevos fichajes del equipo(no el de los abdominales como tabletas de chocolate, sino otro, soy terrible para recordar los nombres) le enseñara el movimiento de piernas de uno de sus famosos pases.
Así que busqué el nombre de la chica en Internet. Al principio no tenía muy claro cómo hacerlo, pero recordé que mi amigo me había pasado por e-mail el enlace de uno de sus vídeos y me había dicho que era un trozo de los noticiarios deportivos de un canal local. Error por su parte, porque en su momento estuve a punto de no abrirlo, y le habría bastado con decirme “Oye, mira qué buena está la tía de los deportes”.
¡Claro! ¡Lucía! ¡Se llama Lucía!
Pero el vídeo no cargaba bien y tampoco había tomas en las que pudiera verle con todo detalle la cara. Ahora que, para saber que tenía un cuerpazo no necesitaba la alta definición, madre mía. De todas formas, seguía sin tener claro si la azafata y la chica de los deportes eran la misma persona. Se parecían horrores, eso sí.
Se lo tenía que preguntar. Pero ¿qué iba a decirle? “Perdona, azafata, ¿tú eres Lucía, la que sale en las noticias enseñando escote?” En mi mente sonaba patético. Me veía como una quinceañera abordando en el supermercado a uno de los Take That en sus mejores tiempos; “¿Tú eres…? ¡¡¡Síii… eres tú, eres tú!!! ¡Eres el de los Take That!, ¿me firmas un autógrafo en la tetaaaa?”
Pero tenía que hacerlo. No me iba a quedar con la duda. Ni hablar.
Cerré el portátil y me levanté con discreción. No veía a la azafata por ninguna parte, y como no quería pulsar el botón de asistencia y que viniese otra me fui directo al aseo sorteando a varios jugadores que había por en medio del pasillo. No había bebido demasiado antes de tomar el avión, pero en los viajes largos nunca se sabe cuándo a uno le van a entrar ganas. Y si no, me remojaría la cara o algo, a ver si se me aclaraban las…
Ahí estaba ella. Frente al espejo.
—¡Anda! ¡Lo siento, lo siento, lo siento! —me puse colorado e hice ademán de cerrar otra vez la puerta, pero la había abierto tanto que estaba fuera del alcance de mi mano, y en un principio no me atreví a dar ni un paso más.
Ella se giró y me sonrió.
—Ah, eres tú… No te preocupes —me señaló un pintalabios—, solo me estaba retocando un poco el maquillaje, que no veas cómo les gusta a algunos futbolistas que les saludes y les des dos besos.
Entonces se mordió el labio. No sé por qué lo hizo. Tampoco sé cómo me atreví a preguntarle como si nada después de haber invadido su intimidad:
—Oye, perdona que te haga esta pregunta, pero ¿cómo te llamas?
Noté cierta picardía en su sonrisa. En realidad, su rostro en sí era muy pícaro y risueño, y seductor a la vez. Me gustó cómo arqueó el brazo y lo apoyó en su cintura.
—¿Y por qué quieres saberlo? —contraatacó.
—La verdad es que me parece que ya lo sé, solo quería confirmarlo.
—Crees saber muchas cosas sobre mí, ¿no?
—Bueno, no…
—Te propongo un juego —me interrumpió, comenzando a cerrar la puerta del aseo—. ¿Qué tal si nos apostamos algo?
—¿Algo?
—Sí. Tú te quedas fuera y me cuentas todo eso que sabes sobre mí, y por cada cosa que aciertes me quitaré una prenda. ¡Eh!, pero cada vez que falles, serás tú quien se quite ropa, y con todos los jugadores de ahí fuera mirando.
Me cerró la puerta en las narices y me dejó con la boca abierta. No me lo podía creer, y cada vez podía pensar menos con la cabeza y más con… Bien, el caso es que la azafata no llevaba pulsera alguna, ni pañuelo, ni reloj, e incluso me había parecido que iba descalza ahí dentro. Si ella jugaba limpio, con pocas preguntas la dejaría sin esa falda tan cortita, sin esa blusa ajustada con el escudo del equipo, y sin todo lo demás.
—¿Comienzas? —me dijo. Tuve que pegarme bien a la puerta para poder escucharla con el escándalo que había dentro del avión y con el ruido de los motores.
—Vale, hmmm… Te llamas Lucía, ¿verdad? —comencé fuerte.
Tragué saliva. Tardó en responder.
—Bien, bien —dijo—. Veo que en este juego llevo las de perder, pero aún me quedan prendas. ¡Continúa!
—Sí…, pues… entonces, ¿presentas las noticias deportivas en un canal local?
Seguro que me está vacilando. No se parece tanto a la de las noticias. Y ahora me dirá que he fallado, que me quite una prenda y…
—¡Bien!, vaya, pero ¿cómo sabes tantas cosas sobre mí?
—Por Internet, pero… —el corazón me latía con fuerza—, ¿puedo entrar y preguntarte otras cosas que no sé?
Creía que estaba jugando conmigo, y que a su vez le estaba siguiendo bien el juego. Pero la puerta se abrió lo suficiente como para que pudiera pasar. No la escuché decir nada. Cerré a mi espalda y me vi arrinconado por esa diosa. El aseo era tan pequeño que no tenía dónde escapar. Ni deseaba escapar. Solo llevaba la falda. Sus piernas eran tan largas como la cola del avión, y me encontré recorriéndolas con la lengua. Sus senos se volcaron sobre mi cabeza mientras con las manos me revolvía el pelo y me tironeaba de la ropa.
—¿Te gusto? —le susurré mientras le bajaba la falda.
—Has ganado todas las apuestas —dijo por respuesta, ayudándome con la ropa—, te llevas todas las prendas…
Si yo no sabía ni qué hacer con mi propia ropa. Me dejé envolver por ella, por su fragancia (olía a violetas), por sus manos cálidas que se deshacían con destreza de cremalleras y botones para luego buscar mi piel con idéntica habilidad.
Miré en todas direcciones y en ninguna en ese reducido habitáculo. Vigilé la puerta, la ropa de azafata esparcida por el suelo, sus ojos azules, su mirada de deseo irrefrenable. No pude contenerme más y la abracé con fuerza, casi la ataqué. Ella soltó una carcajada, se deshizo de mí como pudo y se quedó agachada en un rincón, de espaldas a mí. Luego la sujeté por la boca del estómago y acaricié con ansia su espalda, que se estremeció. Entonces, no sé cómo, acabamos haciéndolo a cuatro patas.
Y es cierto que no sé cómo. No me reconocía a mí mismo. Tengo que parar esta locura , me decía, o al menos ir más despacio, no sé, seguir haciéndole preguntas , pero no era el momento, no… Solo deseaba ir más rápido, y más, y más… Me ponía nervioso cómo gemía suplicándome que no parase, nos van a oír, nos van a pillar haciéndolo en el baño.
Pero si todo esto era una ensoñación tórrida, una fantasía erótica en duermevela o un desvarío mental, aún no había acabado de desvariar.
Yo tampoco había cerrado con el seguro, y de pronto apareció ese jugador joven y musculoso, el del pelo corto con la nariz así como chata y… Bueno, da igual, nunca consigo recordar los nombres de los futbolistas, y me ahorraré describir cómo se hizo el despistado, cómo nos preguntó, divertido, qué hacíamos, en lugar de salir corriendo avergonzado del aseo aunque fuera para contárselo a sus compañeros. Si a mí me lo hubiesen contado, no lo habría creído, desde luego. Todo esto era tan absurdo como el guión de una peli porno en la que se ponen a follar por cualquier excusa.
Tampoco explicaré cómo ni por qué dejé que ese jugador me hiciera eso… Solo diré que de pronto me acometió por detrás, sí, justo cuando estaba a punto de gritar de placer; y al final lo hice, vaya si grité: una explosión de puro goce que se dividió en varias explosiones, y estas a su vez en varias más, y así hasta el infinito. La sensación de ser invadido, la presión en el interior… No sé describir de otra forma las estrellas que vi, y no de fútbol, precisamente. Me incliné sobre la espalda de Lucía, si es que ese era su nombre, agarré su melena, que bailaba y se me escurría entre los dedos al ritmo de una danza frenética a tres bandas. No le pregunté a ese jugador si era bisexual, cuál era su nombre ni qué me estaba haciendo. No sabía si el avión se había detenido en el aire y éramos nosotros los únicos que imprimíamos movimiento. Ya no me importaba si alguien estaba escuchando nuestros gemidos. Solo necesitaba cerrar los ojos y fundirme entre esos dos cuerpos sudorosos hasta que las fuerzas nos abandonaran y se apagasen las risas y voces de ahí fuera, el siseo de los motores, los pensamientos, todo.
Ahora, recuerdo que mi amigo me dijo cuando regresamos a casa que había disfrutado enormemente de su experiencia con el equipo. También me preguntó qué tal lo había pasado yo, y… No supe qué responderle. Solo me reí.