Sex City Tour

La ciudad, clásica y señorial, trata de recuperarse de la crisis del virus. El turismo va recuperándose, los visitantes van regresando. Entre ellos están Pepe y sobre todo Natasha, que con sus curvas sinuosas viene a alterar la quietud de la ciudad y del guía que les acompaña a descubrirla. ¿Vienes?

Dos minutos después de la hora convenida los vi aparecer por el vestíbulo del hotel. Habían contratado la visita por Internet; buscando información para un veraneo que las circunstancias obligaban a ser atípico, habían llegado a mi blog, ese espacio virtual en el que difundo los atractivos de la ciudad y a través del cual ofrezco mis servicios como guía turístico profesional. Tras una solicitud de información, en un rápido intercambio de correos electrónicos reservaron una cita para llevar a cabo una visita completa de la ciudad. Pepe, quien había llevado todos los trámites y el único miembro de la pareja al que conocía, me presentó a Natasha, su esposa. Les di la bienvenida y finalizamos el encuentro con el ridículo choque de codos que exige la nueva normalidad.

Mientras nos acercábamos caminando desde su hotel al primer punto de la visita, les pregunté por su viaje, por el hotel, quise saber si nos habían visitado con anterioridad, les expliqué cuál iba a ser el recorrido y los tiempos de la jornada, y antes de que nos diéramos cuenta habíamos llegado al Palacio de Miramar. Entramos por la pequeña puerta de servicio que se abre al barrio de El Antiguo, nombre que delata que allí se encontraba uno de los asentamientos primigenios que dieron origen a la actual San Sebastián, y enseguida ambos visitantes se maravillaron con los cuidados y floridos jardines que se anunciaban. Las sandalias de alta cuña que calzaba Natasha comenzaron a hacer crujir la grava a medida que ascendíamos a la explanada principal del recinto. Completaba su ropaje con un ceñido vestido de color crema que resaltaba las sinuosas curvas de su figura y un sombrero de un rosa pastel que la protegía del sol; Pepe, por su parte, lucía un polo color azul cielo, un pantalón beis y unos náuticos azul marino.

Tras situarnos en lo alto del promontorio que divide la bahía en dos, comencé con las explicaciones pertinentes sobre cómo este había sido el lugar escogido por la reina regente María Cristina, viuda de Alfonso XII y madre del futuro Alfonso XIII, para edificar un palacio en el que la familia real pasara las vacaciones estivales, y que para ello se tuvo que trasladar más abajo la ermita que existía en el lugar y que estaba dedicada a la virgen de Loreto, y cómo la derivación del nombre vasco que tenía, acabó dando como resultado el nombre por el que los donostiarras conocemos hoy en día al lugar: el pico del loro. Mientras hablaba, Natasha no perdía detalle de mis explicaciones y manejaba con soltura unas gafas de sol que se ponía o quitaba según quisiese observar un detalle de los que yo mencionaba; cuando mordía la patilla de la gafa, sus labios, pintados de un tono que hacía juego con sombrero y montura de las gafas, parecían todavía más sugerentes. Caminando por los senderos que bordean el cuidado césped, y mientras ellos se detenían a tomarse algunas fotos, les fui contando detalles sobre el edificio de aspecto inglés, no en vano fue diseñado por Selden Wornum, o cómo sus estancias que vieron pasar a reyes y presidentes de la república son hoy aulas de la universidad de verano; a Pepe le sorprendió que no fuera la primera vez que se utilizaba como espacio de aprendizaje, pues el Rey Emérito estuvo interno estudiando en un colegio habilitado ex profeso cuando don Juan y Franco acordaron que la educación del futuro monarca se realizara en España.

- San Sebastián, Donostia, me oiréis nombrarlo indistintamente, en castellano o en euskera, pero ¿sabéis algún otro nombre por el que se conozca a la ciudad? - les pregunté haciendo una pausa al llegar al comienzo de las escaleras que nos llevarían al pie de la playa de Ondarreta.

- ¿La bella Easo, ¿no? - dijo Pepe con cierto conocimiento.

- Efectivamente, la bella Easo, o Easo a secas, no vamos a hacer publicidad gratuita… - en ese momento ambos se sonrieron- Además, estando ella presente, hablar de belleza… -. Natasha se sonrojó ligeramente, como si el rosa palo de sus complementos se le extendiera por la cara.

Caminando junto a ellos fuimos paseando por la playa de Ondarreta buscando el nuevo punto de la visita. Comentábamos los otros nombres por los que se puede hablar de la ciudad, sus orígenes, sus usos, ganándonos más y más una confianza recíproca entre lo que apenas media hora antes éramos completos desconocidos. Donde el paseo se hace llano y discurre entre los jardines que quedan a nuestra izquierda y la playa que se abre al mar a la derecha, y donde generalmente la vista se pierde buscando figuras, rostros y curvas entre las bañistas, esta vez toda mi atención la centraba Natasha. Quizás las elevadas cuñas de sus sandalias la hicieran parecer más alta, pero era una mujer de rompe y rasga. Sus curvas, generosas es una palabra que se queda corta, y su actitud segura de sí misma, eran un foco de atención para todos los hombres que nos cruzábamos; Pepe, no podía por menos, se sentía orgulloso de tenerla a su lado. A mí me ocurría algo parecido, al menos hasta que completamos la curva de la bahía y llegamos al siguiente punto de nuestra visita: el peine del viento.

- Cuidado - le dije mientras mi mano cogía la suya y le ayudaba a caminar por el irregular piso de adoquines imperfectos que Peña Ganchegi diseñó como escenario complementario a las esculturas de Chillida; no sabría explicar si era pura profesionalidad para evitar que la clienta se produjera una torcedura de tobillo que arruinase la visita o simplemente quería sentir su piel en contacto con la mía. Seguramente habría una parte de ambas, como seguramente Natasha no sabría si agradecer al calendario que les hubiera tocado un día soleado y de mar tranquila cuando se colocó, con las piernas ligeramente separadas abarcando uno de los agujeros excavados en el suelo y por dónde, les había contado, los días de mala mar las olas y el viento se cuelan mojando y haciendo volar faldas más vaporosas que la suya.

Mientras nos dirigíamos hacia el vetusto funicular que debía subirnos al monte Igueldo, ella pidió a su esposo que comprara una botellita de agua.

- Parece mentira, viniendo de dónde venimos, con la calor y humedad que hace por allí, si aquí no hará ni 27º, ¿no? - dijo Pepe dirigiendo la última parte de la frase hacia mí.

- Sí, algo así hará… - había comenzado a responder cuando Natasha cortó la discusión con un pues yo estoy ardiendo que subió de golpe también mi sensación térmica.

Llegamos a la taquilla poco antes de que el funicular iniciara un nuevo ascenso, con el tiempo justo para que nos ubicaran solos en el último de los compartimentos, el más bajo de todos. Ellos se colocaron juntos en un banco y yo frente a ellos en el opuesto. No me quedaba más remedio que observarlos, algo que se convirtió casi en una tortura cuando Natasha, abriendo la botella de agua, comenzó a beber y un hilillo de agua escapó de la comisura de sus labios y se deslizó por su barbilla, su cuello. Aquello no debió parecerle suficientemente refrescante, pues ayudándose de los dedos, separó la tela de su vestido y vertió una mínima cantidad de agua por su pecho, marcando de inmediato los pezones y obligándome a tragar saliva. Cuando miré al marido, éste se encontraba girado, de rodillas sobre el banco, y apuntando con su cámara al paisaje que dejábamos atrás.

Se lo había anunciado, el funicular y el parque de atracciones al que nos dirigíamos eran vestigios de edad de oro de la ciudad, sin embargo, llegar hasta allí a través de ese método, vale la pena.

- ¡Wow, qué vistas, son espectaculares! - exclamaron casi al unísono.

Apoyándonos en la barandilla contemplamos la ciudad que se extendía a nuestros pies; ellos identificaban los pocos lugares que ya habíamos visitado y yo les anunciaba en la distancia los que nos quedaban por visitar.

- Tenéis una ciudad preciosa - dijo Natasha girándose y mirándome detrás de sus gafas de sol.

- Sí, es verdad. El marco incomparable lo llaman - le respondí, aunque en mi mente la frase era más extensa: ahora el marco incomparable tiene un sentido, resaltar la maravilla de culo que gastas.

Sin prisas, como si no hubiese unos horarios y un plan que seguir, nos quedamos mirando las vistas, la ciudad y las colinas que enseguida se elevan.

- Es una ciudad pequeña, práctica, con unos espacios fenomenales para pasear, pero en cuanto te alejas del centro, de la ribera del río, se empina enseguida. Aunque tampoco nos vamos a quejar de las cosas que se empinan enseguida, ¿no? - comenté guiñándoles el ojo. Una sonrisa pícara emergió súbitamente en el rostro de Natasha. -Mira cómo ha pillado la broma - dije a Pepe riendo. Caminamos por las instalaciones de ese parque de atracciones en miniatura en el que la montaña rusa no pasa de Suiza y aguardamos nuestro turno para sacarnos la foto más emblemática, esa que no puede faltar a cada turista, con la bahía, la isla de Santa Clara en medio y el resto de la ciudad vistos desde esa atalaya sin igual.

Me dejaron su móvil, se colocaron abrazados junto a la barandilla, y les tomé la foto de rigor, primero mirando a cámara, y luego girados, de espaldas al objetivo, mirando la ciudad.

- Os pediría por favor que, si subís esa imagen a redes sociales, etiquetarais la empresa, o me la podéis mandar, con vuestro permiso la podría utilizar para promocionarme. Algo me dice que, si pongo esta imagen vuestra de espaldas, el número de visitas en mi blog aumentaría súbitamente - les dije.

- Ya, ya, ya me puedo imaginar por qué lo dices - rio Pepe, el primero esta vez en entender la frase.

Cuando iniciamos el descenso de nuevo en funicular, y no llevábamos ni siquiera una cuarta parte del servicio que habían contratado, lo hacíamos más como amigos, que como guía y clientes. Cuando Natasha sacó su celular en pleno viaje de vuelta y sugirió que nos hiciéramos un selfi, yo me separé para no salir en la foto.

- No, ven… los tres juntos. Así, acercaros. Besadme cada uno en un lado - dijo ella, y no nos quedó más remedio que obedecer. Al poco nos enseñaba en la pantalla su sonrisa luminosa mientras Pepe y yo posábamos nuestros labios en un gesto sobreactuado en cada una de sus mejillas.

El trayecto de vuelta hacia el centro fue más distendido, la historia oficial de la ciudad se mezclaba con anécdotas y ellos también contaban sucedidos de sus viajes o de su localidad. Hicimos alguna parada, para ver el homenaje de Chillida al doctor Fleming, o al llegar a la Perla y la Caseta Real de Baños, recuerdo regio de aquellas primitivas casetas tiradas por bueyes en las que los primeros veraneantes llegaban a este punto de la costa siguiendo la costumbre de tomar baños de mar. Era aquella la época de Isabel II, monarca en la que el adjetivo liberal cuadraba más con su vida libertina que con su faceta política, distracción de los placeres carnales que le importaba más bien poco, aunque a San Sebastián el hecho de defender su derecho al trono le valió un sitio en la Primera Guerra Carlista. Al menos la Reina fue leal y recompensó la fidelidad con sus visitas continuas hasta su mismo derrocamiento allá por 1868.

Después de alguna foto junto a la icónica barandilla de la Concha que no puede faltar en cada visita a la ciudad, como hicieron los Reyes actuales en la primera parte de su luna de miel, les reté a encontrar el único tramo de barandilla diferente al resto, a la altura de los relojes. Mientras Natasha se quejaba de la humedad que hacía transpirar a su piel y que a mí me parecía que servía para darle un brillo aún más seductor, las farolas del paseo nos dieron pie a hablar del famoso festival de cine y de sus anécdotas más elegidas, como el día que Elizabeth Taylor se lo tomó con calma llegando varias horas tarde o el estreno internacional de Star Wars cuando todavía era La Guerra de las Galaxias.

- Debía haberme traído el bikini, ¡tengo unas ganas de refrescarme! - dijo Natasha, y yo, obviando la imagen de aquel pedazo de mujer, enseñando más carne, ligera de ropa, que se comenzaba a dibujar en mi imaginación, opté por la profesionalidad y les comenté que enseguida nos detendríamos. Volando, casi como aquel líder fascista belga que sin apenas combustible le pareció que el arenal de la Concha era la mejor pista de aterrizaje posible para huir del triunfo aliado, llegamos a los jardines de Alderdi Eder, tapiz floral a los pies del antiguo casino hoy convertido en Ayuntamiento. Caminando junto al club náutico, joya del racionalismo, barco varado en tierra, giramos para encarar el Boulevard e introducirnos en la Parte Vieja.

Las calles estrechas del casco antiguo nos protegían del sol, que a esa hora del mediodía calentaba con inusitada fuerza. Pepe y Natasha se iban a introducir en una costumbre que de los donostiarras saltó a los turistas: ir de pintxos. Hasta que no entramos en el primer bar no se quedaron muy convencidos que tomar un par de bocados en cada sitio fuese comparable a una comida completa, pero entre zuritos y txikitos , fueron haciéndose a la idea. Además, de un local a otro podíamos movernos, ver la recargada fachada churrigueresca de la Basílica de Santa María, comentar lo que han evolucionado los pintxos desde la clásica Gilda a la alta cocina en miniatura de la actualidad, o pasear por 31 de Agosto, calle que en su nombre lleva el recuerdo del incendio que destruyó la ciudad tras el asalto anglo-portugués para desalojar al ocupante napoleónico.

Fue en el último de los bares, cuando tras cinco o seis pintxos y la mitad de bebidas, Natasha, con la mano apoyada en mi hombro y total naturalidad, dijo:

- Estoy completamente sudada, tengo los muslos empapados. Me voy al baño a refrescarme -. Yo, con este carácter tan donostiarra que depara personajes como Amaia Montero o Álex Ubago, no había terminado de salir de mi asombro cuando ella ya volvía. Traía algo arrugado en la mano. – Son mis bragas, espero que les des buen uso - dijo a mi oído mientras su mano hurgaba en el bolsillo de mi pantalón introduciéndolas. Me quedé estupefacto, casi rígido, alguna parte de mi cuerpo más que otra al parecer: vaya, por lo que he notado, te gusta el regalito… - dijo Natasha riendo mientras se abrazaba a su pareja.

Era poco más que un altoparlante, prácticamente un autómata, cuando nos pusimos de nuevo en marcha y hablaba sobre los balcones numerados de la plaza de la Constitución. Al salir por Portaletas al muelle, una brisa fresca, con aromas marineros, me hacía pensar en el tesoro escondido en el bolsillo. Pasamos por delante del Museo Naval, llegamos al Aquarium, donde Pepe y Natasha se asomaron a las terrazas; mi vista buscaba en la parte baja a alguien que adivinara el secreto que no escondía la falda de la turista. Al adentrarnos en Urgull por el desierto paseo de los curas, no pude resistirlo más. Tenía su complicidad, seguramente algo más a lo que aún hoy me cuesta ponerle nombre; saqué su ropa interior del bolsillo delantero derecho de mi pantalón y la olí. Inspiré profundamente, hasta que los aromas se clavaron en mi mente. Iniciamos la subida al Castillo, testigo innegable del pasado militar de la plaza. Atacantes o defensores, muchos miles de soldados habían pisado esos mismos caminos por los que nosotros ascendíamos. Después de dejar atrás la primera de las baterías, mi mano en el brazo de Pepe detuvo su marcha. Antes de que pudiera preguntar qué sucedía, un dedo sobre mis labios le pedía silencio. Al ver alejarse a Natasha monte arriba comprendió. Después de darle unos metros de distancia impuestos, no por las medidas sanitarias sino por su ausencia de ropa interior bajo el vestido, continuamos la marcha. A cada paso, en cada escalón que nos llevaba hasta la cima, los muslos de la mujer se rozaban, la falda se movía, recogiéndose mínimamente, lo justo para que nuestro deseo viese más parte de su anatomía de la que realmente se veía. Pepe me dejó pasar delante. Fui recortando la distancia con Natasha, hasta acompasar sus pasos con los míos, hasta dejar que en cada escalón el movimiento de su culo recio hipnotizara mi mente; hasta el punto de parecerme bien cualquier rincón para arrebatarla del camino y follar con vistas a una bahía tamizada por la frondosidad de los árboles.

El no hacerlo fue compensado por el gesto de Natasha al llegar al pie de la escultura del Sagrado Corazón. Abanicándose con el sombrero, su rostro colorado denotaba el esfuerzo de llegar hasta allí.

- Menuda subida, es dura, ¿eh? - dijo resoplando. Un ligero vistazo a mí figura le sirvió de respuesta. La cuesta no era lo único que encontró duro y empinado. A mi lado, Pepe sonreía orgulloso.

Tras pasear unos minutos por lo alto del monte, nos llegamos al mirador que ofrece sobre la isla y la bahía. Ahí, en un pequeño saliente protegido por una barandilla metálica, Natasha se asomó a admirar la panorámica. Pepe sacó su cámara y tomó varias fotos de su mujer de espaldas frente a la ciudad. Al sentir el clic del disparador, Natasha tuvo un reflejo: con una de sus manos elevó el bajo de su vestido y nos premió con una visión aún más bella. Su culo grande, redondo, de una perfección casi matemática apareció durante escasos segundos, los justos para hacerme desearlo más y más.

- Venid por aquí, os voy a llevar a un lugar que pocos turistas conocen - les dije, y nos encaminamos al bar donde de niño no pocos mostos con aceituna me tomé. Pedimos tres cervezas esta vez y nos colocamos en una de las mesas allí plantadas. Otra vez con total naturalidad, Natasha extendió sus piernas hasta apoyar los pies en el reposabrazos de mi silla. Rozar, tocar sin miedo, asomarme a su ausencia de tela… la tentación era múltiple.

- Tranquilo, puedes mirar - dijo Pepe. Yo no tardé en bajar la cabeza e intentar contemplar su coñito al final de una piernas que sostuve entre mis manos. Nunca había tenido unos clientes así.

Ya de descenso hacia el Paseo Nuevo, antes de llegar al Cementerio de los Ingleses, fue Natasha la que detuvo la marcha. Al verla quieta, la imitamos.

- Venid aquí - dijo, y como corderitos nosotros desandamos los metros que nos separaban de ella. – Sacárosla - ordenó. Nuestras dudas la hicieron insistir: va, sacaros la polla, no viene nadie, quiero comprobar cómo os la he puesto. Apresurados, nerviosos por la petición y por que alguien pudiera vernos, Pepe y yo accedimos. – Cariño, la tiene más grande que tú - dijo Natasha con una espontaneidad que yo ya no dudaba era natural y mientras agarraba con suavidad ambos penes con sus manos.

- Es verdad. Tienes un buen pepino - terció Pepe.

- Vaya, gracias, no sé qué decir - respondí con timidez. Esta era una de esas cosas que nunca hubiera jurado que me podían suceder a mí.

Más que nervioso les guie por los caminos hasta llegar a la puerta que da al Paseo Nuevo. Ahí, sin prisas ni miedo a que una ola insospechada nos mojara, tomamos dirección al Paseo de Salamanca. Con la panorámica de los cubos del Kursaal, giramos al llegar a la sociedad fotográfica y desembocamos en la plaza Zuloaga y el Museo de San Telmo.

- ¿A que ahora ya no soy la única que tiene calor? - nos retó Natasha. Aquello me hizo desviarme un tanto de la ruta y acompañarlos a mi heladería favorita.

- ¿Seguro que no quieres un helado? Venga, que te invitamos - insistía Pepe.

- No, no, muchas gracias. Además, no creo que tengan el sabor que me apetece probar ahora - me excusé. Ante su incomprensión se lo tuve que aclarar: el sabor a su coño . Pepe rio a carcajadas mientras Natasha, ajena, pedía un helado de dos bolas: mascarpone con dulce de leche.

Salir a la Bretxa, contarles que por allí penetraron los soldados ingleses bajo el mando del duque de Wellington que pretendían liberar la ciudad de la presencia francesa y que terminaron provocando muerte, violencia y destrucción bajo el fuego una noche de finales de agosto, llegar al boulevard de nuevo, pasar después entre el teatro y el hotel con nombre de reinas que se llevaban como suegra y nuera, detenernos en los jardines de Oquendo… todo era una tortura. Mis ojos hacía tiempo que no prestaban más atención a nada que no fuera Natasha y su manera de lamer el helado. Cuando el calor comenzó a derretirlo, casi fue peor: su lengua se empeñaba en demostrarme sus habilidades limpiando los riachuelos de leche y azúcar que caían por sus dedos, el canto de la mano… Dejamos atrás la escultura del almirante, decirles que estaba realizada a partir de cañones fundidos me hizo mirar una vez más el cuerpo de Natasha (aquello sí que era un cañón de mujer) y llegar a la Plaza Gipuzkoa. Allí, frente al palacio de la Diputación y sus bustos ilustres, jugando a encontrar San Sebastián en el mundo, terminaba la visita. Habían sido seis intensas horas y algunos minutos; me había retrasado algo, puede que hubiera cometido algún olvido, pero no importaba. Ellos habían hecho que acompañarlos a descubrir la ciudad fuera un placer. Uno de esos que se desean continuar compartiendo:

- ¿Tenéis algún plan para la noche? Me gustaría invitaros a tomar algo, la verdad es que habéis sido encantadores - les dije.

Ellos se miraron, Natasha afirmó con la cabeza y Pepe confirmó de viva voz: genial. Has sido un tipo de puta madre, a parte de un buen guía, nos encantará pasar la noche contigo . Yo no caería en la profundidad de la frase hasta más tarde, entonces sólo pensaba en cómo indicarles el camino para llegar a su hotel.

- Si estáis por el centro tenéis que coger el 28. No hagáis caso a la canción, nunca llega tarde. Si preferís venir directamente desde el hotel, el 24 os vendría bien - indiqué. Habíamos quedado a las diez de la noche. Quizás otro año los hubiera llevado a los locales atestados de lo viejo, a la discoteca en pleno paseo de la Concha, pero este año de pandemia, mi barrio otorgaba más tranquilidad y distanciamiento social.

- Nati está escogiendo modelito, esperemos no llegar tarde - leí en la pantalla de mi móvil cuando ya casi era la hora. Habíamos intercambiado teléfonos, era el método más rápido y práctico para indicarles donde apearse del autobús. Yo les estaría esperando en la parada.

- ¡Qué bonita sonrisa! Si hasta dan ganas de comerte la boca -. A tenor de sus palabras, mi rostro sin la mascarilla de protección debió iluminarse al verlos descender del autobús. El look de Pepe era similar al de la mañana, aunque se había cambiado de ropa; en cambio Natasha había optado por un aspecto completamente diferente, con una especie de mono sin mangas, que se le ceñía mucho a las piernas, pero con un escote plisado y generoso que subrayaba sus pechos. Lucía además unos zapatos negros, de un tacón ancho y de una altura de unos doce centímetros, un brazalete en su antebrazo diestro y el pelo suelto y ondulado. Era Natasha la clase de mujer que no se deja acomplejar por sus curvas, por sus caderas anchas, sus nalgas rotundas. Al contrario, sabía sacarse partido. Si mi mirada, que ya estaba más que ganada para la causa después de toda una jornada junto a ellos, perdiéndose en su figura cuando le abrí la puerta del bar al que los llevé no fuera suficiente prueba de ello, estaban las otras miradas, las del resto de clientes, del camarero incluso, que nada más verla ya la deseaban.

- Mira Pepe, tienen mesa de billar - exclamó, para añadir a continuación: ¿tú sabes jugar? Nunca me había apasionado, pero tanto como acertar con un palo a una bola, supuse saber hacerlo. Cuando nos sacaron la botella de cava que habíamos pedido con sus respectivas copas y comenzó la partida, ya no estaba tan seguro. Cuando Natasha se agachaba para calibrar la jugada, mover el palo, golpear la bola era una tortura estar de frente y observar sus pechos curvos juntándose, moviéndose; si optaba por situarme a su espalda, entonces era su culo ceñido por el ropaje el que me provocaba sudores fríos y calores internos. Decir que perdí la primera partida es tan lógico como decir que perdí todas las demás. Observar sus poses, sus movimientos lentos, estudiados… ni el mejor de los profesionales hubiera podido concentrarse ante semejante derroche de sensualidad y mareantes curvas.

No había estado muy despierto en cuanto a las partidas, pero hubo un detalle que no había pasado por alto: no llevaba bragas. Cuando el local se quedó lo suficientemente vacío se lo pregunté para que confirmase mi hipótesis. -No, nunca llevo tanga con esta ropa, se me marca demasiado - dijo, y apoyando el trasero en la mesa, con las piernas ligeramente separadas, sus dedos me dejaron bien claro que aquella ropa se ceñía a su piel como un guante. Agarró el palo de billar que sostenía yo entre mis manos y acercándolo a su entrepierna comenzó a restregarlo lento, maliciosamente lento, haciendo que yo viera la forma de su vulva dibujada en las mallas.

- Ven, tócamelo tú - dijo tomando mi mano y posándola sobre su muslo. Mi mirada buscó la conformidad de su esposo, quien con un leve gesto afirmativo me dio permiso. Nervioso, fui trepando con mi mano por su pierna. Natasha se acomodó, separando más las piernas, asentándose mejor sobre el borde de la mesa. Cuando mis dedos llegaron a su sexo y notaron el calor que desprendía, ya no quisieron alejarse. Movía la mano, subía por su concha, sentía sus labios moviéndose ante el pasar de mi mano. Cuando mis movimientos se hicieron más repetitivos, Natasha inclinó hacia atrás la cabeza y un sonido gutural salió de su garganta en forma de gemido.

- ¿Está mojada? - quiso saber Pepe, y acercando su mano encontró la respuesta de su cuerpo: empapada . Si no estuviéramos en un local público, si la mesa de billar fuera nuestra, sería el escenario ideal para tumbarla y seguir explorando su cuerpo, pero había más gente en el bar, rostros que nos miraban y nos obligaban a disimular los gestos, a hablar en cuchicheos. Sin alejarse de su esposo, Natasha se incorporó; sus tacones la elevaban, pero todavía su boca quedaba lejos del alcance de la mía. Aproximó su muslo hasta colarlo entre mis piernas, apretándonos, sintiendo el contacto creciente de mi paquete. La polla se había despertado y su crecimiento comenzaba a resultar complicado de disimular bajo el pantalón. Más aún cuando ella agarró mi cinturón y me pegó todavía más a su curvada anatomía.

- Está empalmado, y la tiene durísima - dijo dirigiéndose a su esposo, el único que en ese momento necesitaba explicaciones, pues tanto Natasha como yo lo sentíamos en nuestras propias carnes.

- Te la vas a follar, chaval. Está cachonda, y a estas alturas ya no tiene marcha atrás - me dijo Pepe golpeando con su mano mi hombro. Mi mirada buscó a Natasha, y encontró la suya pícara y su boca entreabierta esperando a la mía. Mientras nuestras lenguas chocaban, su mano se posaba sobre mi abultada entrepierna al tiempo que Pepe seguía comprobando la humedad que ganaba el chocho de su mujer.

Me hubiera conformado con algo rápido en los aseos del bar, pero ya puestos, buscamos otros lugares donde seguir dando rienda suelta al calentón que llevábamos. Pepe introdujo con la mano las bolas sueltas que habían quedado abandonadas sobre la mesa de billar, mientras yo me acercaba a la barra a pagar con Natasha pegándose a mi espalda.

Las calles del barrio, alejadas del centro y su bullicio, servían de eco a las risas de Natasha cada vez que nos deteníamos y nuestras manos la recorrían entera.

- Ven - dijo de pronto Pepe arrastrándonos entre dos coches aparcados. Antes de que pudiera darme cuenta Natasha estaba en cuclillas, pugnando por soltar el cierre del pantalón de su esposo. Con un gesto me instó a acercarme; al verme Natasha sonrió y yo intuí su gesto como una invitación a liberar mi polla, algo más relajada que anteriormente en el bar. – Si llevara vestido nos la tirábamos aquí mismo, contra el capó de ese coche, ¿que no? - volvió a decir Pepe. Yo sonreí, y en aquel mismo instante, casi al momento en que mi mano la sacó al exterior, mi verga era acogida por la boca de Natasha. - Así, así, chúpasela, cariño, chúpasela que se lo ha ganado -. Pepe marcaba los pasos a dar, su mujer accedía y yo me dejaba hacer, cerrando los párpados y dejando caer mi espalda contra la carrocería de una furgoneta.

Cuando dejé de sentir los cabeceos de Natasha sobre mi polla abrí los ojos para comprobar que estaba repitiendo la operación con su marido. Sujetaba el falo por la base con su mano diestra, movía su cabeza rápido, succionando constantemente, mientras que con su mano izquierda mantenía sujeta mi polla no dejando que bajara la erección. Alternó la mamada a uno y otro durante unos segundos. El calentón había sido rápido, más que incendiario, y aunque medianamente ocultos, no dejábamos de estar en una calle amplia y bien iluminada. Un automóvil que pasó más lento de lo habitual nos sorprendió en plena faena, invitándonos a continuar en otro lugar.

- Allí, venid - mi labor de guía volvía a servir para llevarnos a una plaza interior, apenas algo más que un patio de manzana urbanizado. Allí, si no estaban los chavales de botellón, no habría más mirones que los que nos pudieran localizar desde las ventanas. Buscamos un banco en un rincón menos iluminado. Me senté y Natasha se colocó frente a mí sobre mis muslos. A ella le agradó comprobar que la erección no había cesado con el cambio de escenario, y pegándose a mi cuerpo comenzó a restregarse. Ya no necesitaba el permiso de Pepe, y enseguida mis manos comenzaron a tratar de mover su escote para liberar sus generosos senos. Natasha apoyaba su frente en la mía, nuestras caras nos cegaban y de vez en cuando el deseo nos concedía una tregua y acertábamos a comernos la boca. Cuando saqué a la tenue luz que ofrecía el lugar los grandes pechos de la mujer, mis manos buscaron otro objetivo; moviéndose por su cuerpo llegaron a sus nalgas. En aquella postura, con su cuerpo contra el mío y mis manos empujando, aquellas nalgas duras y recias se volvían aún más irrechazables. Las abracé, y después mi mano derecha dio un cachete que resonó en la noche.

- Así, dale caña, joder - animó Pepe. Continuaba de pie, junto a nosotros. Aunque no por mucho tiempo: estoy seco, necesito beber algo, ¿hay algún bar por aquí? -. Cuando Natasha soltó mi cara hice una pausa en los magreos para decirle que en la calle paralela había algunos, y que si no tenía máquinas de bebidas a la vuelta de la esquina. Cuando Pepe nos dejó solos volvimos a lo nuestro, a chocar nuestros cuerpos, a sentir el calor de su vientre, a restregar sus mallas contra el bulto de mi pantalón, a aplastar sus curvas con mis manos, a regalarme cachetes en su culo, a comernos los labios, a mirarnos a la cara y prometernos el paraíso sin palabras…

El regreso de Pepe de vacío coincidió con mi constatación de que el ropaje que había elegido Natasha era tan sugerente y elegante como poco práctico para algaradas callejeras como la que nosotros protagonizábamos. Ni siquiera sus pechos podían mantenerse fuera del escote, y a fuerza de rozarnos íbamos a desgastar la tela de nuestras respectivas entrepiernas. Tal vez desnudos, tal vez en una esquina, tal vez el morbo de que alguien al pasar o desde una de las cada vez menos ventanas que permanecían iluminadas nos pudiera observar. Demasiados tal vez ante la certeza de que, en mi casa, cercana y con un par de camas, estaríamos mejor instalados. Esta vez ni siquiera tuve que guardar a regañadientes la polla, que, cumpliendo su deber, se mantuvo relativamente tiesa mientras caminábamos los dos o tres minutos hasta el portal.

Ver el contoneo del ceñido culo de Natasha al subir los siete escalones que nos conducían al ascensor fue una tentación demasiado grande como para aguantarla. Llegué a su altura y le sorprendió un cachete en sus nalgas. Se quejó entre risas, provocando también la reacción de Pepe. Ya dentro del elevador ella quedó presa entre nuestros cuerpos. El avance de su marido empujó su retaguardia contra mí, hasta sentir la dureza de su culo contra mi cuerpo. Cuando mis manos intentaron abrazar su pecho se encontraron con las de Pepe, y a cuatro manos le prodigamos un masaje de tetas nada relajante. Hacía ya unos momentos que el ascensor se había detenido en la planta correspondiente, pero nosotros seguíamos jugando, acelerando poco a poco.

Nada más entrar, sin tiempo de hacerse con el lugar, apenas franqueado el breve pasillo, Natasha apoyó sus manos en la encimera de la cocina, separó las piernas, elevó el culo y bajando el tronco se ofreció irrechazable. – Toda tuya, disfrútala - dijo Pepe y mis dudas desaparecieron. Me agaché y metí la cara entre sus nalgas. Empujé, me restregué, mi lengua salía para intuir el calor y la humedad que la ganaban del otro lado de la tela.

- Tienes cerveza fría en la nevera, y el abre-chapas está en ese cajón. Yo, con tu permiso, voy a seguir por aquí abajo - dije a Pepe cuando hice una pausa para tratar de averiguar cómo diablos podía quitarle la ropa a Natasha sin necesidad de rasgar sus mallas. Al final descubrimos que sacando las mangas el mono que vestía podía ir recogiéndose, y, a medida que lo hacía y me iba descubriendo parcelas de su piel, yo me iba apoderando de ellas: primero sus hombros, donde clavé mis manos para empujarla contra mí y hacerle sentir en su trasero la dureza que me había vuelto a transmitir. Después fue toda su espalda la que mi boca recorrió en una mezcla extraña de besos y lametones. Y siempre sus pechos, grandes, enormes, casi inabarcables hasta para mis manos grandes. Hasta que la tela venció la curva de sus caderas y fueron apareciendo poco a poco, como cuando se descorre el telón, el mejor escenario posible. Su coño, afeitado en los laterales y con una franja de pelo que después de tanto frote se encontraba tan alterado como nosotros, y su ano, contraído y oscuro.

- Joder - exclamé mientras contemplaba a Natasha en aquella postura. Sumisa, desnuda salvo por la especie de mono que permanecía caído a la altura de sus tobillos, poco más arriba que el final de unos tacones que resaltaban su culazo. Cuando mis dedos quisieron sentirla, Natasha, apenas al sentirse rozada, empezó a gemir de manera exagerada. Mi mirada sorprendida buscó a Pepe; quería preguntarle si era siempre así, decirle que menuda joya tenía escondida, que gracias por hacerme partícipe, pero lo encontré ya desnudo de cintura para abajo, con un botellín de cerveza en la mano, tratándose de hacer hueco entre los brazos de Natasha y sentándose en la encimera. Palmeé dos o tres veces sin demasiada dureza sobre su sexo, y volvieron a resonar sus alocados gemidos. No por mucho tiempo, lo que tardó Pepe en hundirle la polla en la boca, o acaso lo que permanecí atento antes de sumergirme entre sus muslos.

Mi lengua movía sus labios, se adentraba ligeramente en la vagina, se aventuraba buscando su pipa, se enredaba en su vello, y siempre, siempre, bebía de la constante fuente en que se había convertido el coño de Natasha. Hasta que sentí otro líquido cayendo: cerveza que Pepe había volcado en un pequeño chorro sobre la espalda de su esposa y que caía desparramándose hasta que mi boca la degustó en la piel de su trasero, moviendo la cara con impostada actuación hasta casi morder su nalga; después volví a su chocho, a degustar esa curiosa mezcla de amargores. Cegado por su cuerpo seguía aleteando con mi lengua, hurgando en su coño, reteniendo los pliegues de sus labios con los de mi boca, sumando dedos para frotar su clítoris y que Natasha se licuara en mí prácticamente en el acto.

- Déjame, que no aguanto sus mamadas tanto tiempo -. La voz de Pepe instó a un cambio. Me incorporé y le cedí el lugar. - Ostia puta, cómo se lo has dejado, si está chorreando - volvía a decir el marido. Soltando por fin el cierre de mi pantalón ocupé su lugar, y mi verga lo agradeció mirando al techo antes de encontrarse con la cara de Natasha. Me miró antes de agarrarme el sexo con la mano; lo masturbó lento primero y luego más rápido unas cuantas veces, para después llevárselo a la boca. Corregí la postura para no chocar con su paladar mientras Pepe ya había dejado su cerveza sobre la mesa y, agarrándose a las caderas de su esposa, trataba de colarle la polla. Cuando lo consiguió y comenzó a follársela, ella no tenía que hacer ningún gesto, pues los empujones que Pepe prodigaba en su grupa se transformaban en el impulso necesario para cabecear sobre mi polla.

Su marido era un altavoz de constantes onomatopeyas que delataban el placer que estaba sintiendo mientras los gemidos de Natasha se acallaban por la presencia de mi rabo en su garganta. Yo, por mi parte, resoplaba, apretaba los dientes y trataba de controlar mis ansias para hacer que aquello durara lo máximo posible. Mis manos recogieron sus cabellos, los apartaron de la cara. Tirando débilmente de ello le hice incorporara la cara; me miró antes de dirigir la vista a la punta de mi polla, cubierta de saliva y brillando, como implorando que la dejara continuar mamando. La devolví a su boca, acompasamos el chup chup de mi polla entrando y saliendo con el constante y cada vez más descontrolado chocar de Pepe con las nalgas de Natasha.

Colgaban restos de babas de mi polla cuando caminé, moviendo el rabo de lado a lado, hasta la habitación en busca de preservativos. Allí tuve una ocurrencia. Deshice la cama, tirando las sábanas al suelo en un montón y saqué el colchón. Lo arrastraba hasta la cocina cuando al llegar vi a Pepe que se masturbaba con ganas de terminar contra la piel de la nalga derecha de su esposa. Asistí en silencio y desde cuatro o cinco metros de distancia al momento en el que Pepe, gruñendo y sudando aceleraba el ir y venir de su mano para expulsar tres chorros de semen que reventaron contra el próximo culo de su esposa.

- Gracias - musitó Natasha cuando le cedí el rollo de papel higiénico para que se limpiara el rastro de la corrida. Después encontró la cerveza que Pepe había dejado sobre la mesa y terminó de un trago los restos ya calientes. Su fatiga contrastaba con el vigor de mi polla, ya protegida y todavía resplandeciente, que esperaba una acción inmediata. – Ponte a cuatro - le pedí tras acercarla al colchón desnudo que tirado en el piso de baldosas parecía desubicado. Lentamente Natasha accedió y yo me arrodillé a su espalda. Al calibrar la dureza de mi rabo contra sus labios pude notar una vez más su humedad y los efectos inmediatos que tenía el choque de una superficie dura contra su clítoris.

- Aaaahhh - un prolongado gemido salió de su boca a medida que yo entraba, lento pero decidido, en su cuerpo. Se la saqué, igual de despacio, sintiendo y haciéndole sentir. Reposar el glande en sus labios y volver a empujar para instantes después retirarme e ir entrando en materia. El ritmo coincidió con el momento en que su esposo, completamente desnudo y con otro trago en la mano vino a sentarse en una silla junto a nosotros. Animaba, comentaba, intuía las reacciones del cuerpo de su esposa cuando yo aceleraba la intensidad de la follada y los orgasmos a Natasha se le venían en cascada. Mis manos se movían nerviosas por su cuerpo, sin decidirse si eran mejor asidero sus pechos colgantes y bailarines o sus caderas rotundas. Daba igual en realidad, cualquier lugar era bueno para sujetar su cuerpo y aumentar el ritmo del polvo. Entraba lento, dejando que sintiera toda mi verga, acoplando sus paredes a mi dureza, y cuando no lo esperaba empezaba un movimiento frenético que duraba veinte, treinta segundos en los que Pepe se aproximaba diciendo dale, dale duro, o fóllatela , elevando su voz por encima de los gritos de Natasha. Luego la fatiga imponía un movimiento más sosegado, hasta la siguiente tanda descontrolada, en la que eran su pelo o sus hombros el lugar en el que se agarraban mis manos para tirar de ella y provocar un impacto más intenso.

La piel de su cuerpo brillaba y Natasha tenía el regusto salado del sudor cuando adoptando otra postura la besé. Tumbada de lado, conmigo a su espalda, el desacompasado botar de sus tetas en cuanto volví a follarla enseguida hipnotizó la mirada de Pepe, quien había cambiado el botellín por una paja mientras nos miraba de frente. Volví a la carga, a empujar mis caderas a un ritmo más cadencioso, a colar mis brazos sobre su costado para detener por un instante el ir y venir de sus pechos. A duras penas podía mantener Natasha su pierna elevada para facilitarme el acceso, pero yo no dejaba de moverme, de sacudir mis riñones consiguiendo recorrerla entera. En un momento dado Pepe se incorporó y vino a nosotros:

- Vaya aguante que tienes, cabrón - dijo riendo. Acto seguido acercó sus dedos al lugar donde nuestros sexos se encontraban sin cesar, comenzando a estimular la pipa de su esposa. Ella reaccionó agitándose, aproximándose a un nuevo orgasmo, el enésimo de la noche. A medida que sentía llegar su final, Pepe abandonaba el sexo de su mujer y se centraba en el suyo. Mientras, yo no dejaba de follarla, de acomodar la postura para aguantar mi espalda sobrecargada, Pepe, masturbándose cada vez más fuerte, se colocó junto a la cara de Natasha. Ella ladeo el rostro, anticipando la continuación. Cerró los ojos y apretó la boca esperando el momento en que su marido se corriera sobre ella. Mis impulsos seguían haciendo moverse sus grandes pechos en el momento que Pepe se elevó un poco sobre las rodillas para dejar caer una ligera lluvia blanca sobre la mejilla acalorada de Natasha.

Después de que Pepe exprimiera hasta la última gota, ella se dejó caer exhausta boca arriba sobre el colchón. Aguardé unos segundos antes de seguir. Igualé sus caderas, manejé sus piernas, las elevé hasta hacer reposar sus pies en mi pecho y volví a la carga. Mi polla seguía dura; Natasha dio testimonio cuando golpeé con ella su pipa y una descarga eléctrica la recorrió de punta a punta.

- Ah, sí, joder, qué bueno… - murmuró antes de que volviera a hundirme en su coño. Luego, cuando comencé a moverme, a doblarme sobre ella y la acción de mi rabo entrando y saliendo constantemente volvió a provocar sus efectos, se instalaron de nuevo los gemidos, los suspiros, los gritos. También las palabras de Pepe dándonos ánimos, festejando lo bien que lo hacíamos a su juicio. Poco a poco la fuerza de mis brazos se acababa, haciéndome bajar hasta fundirme con su piel, hasta mecerme con sus pechos. En su rostro el semen que acababa de soltar Pepe se iba deslizando lentamente, como a dos velocidades, dependiendo de la espesura. No iba a aguantar mucho tiempo más, y verme entre semejantes tetazas me dio una idea. Salí de su coño, me quité el condón y fui moviéndome hasta arrodillarme, las piernas separadas abarcando su cuerpo, sobre su pecho. Guie la polla con la mano hasta rozar su piel; Natasha comprendió y con sus manos juntó los pechos enterrándome en ellos. Utilicé mis últimas fuerzas para follarle las tetas. Desde que nos habíamos encontrado casi quince horas antes, sus curvas me habían resultado mareantes y adictivas. Las había intuido bajo el vestido por la mañana, las había imaginado cuando vertió agua bajo la tela, me había seducido la visión del escote cuando nos habíamos vuelto a reencontrar por la noche, y entonces, que movía las caderas en impulsos aislados y mi polla apenas si se veía entre sus carnes, no podía creer mi suerte.

Cuando sustituí sus mamas por mi mano, Natasha imaginó que había llegado a mi tope. Necesitaba incrementar el ritmo, llevar mi polla hasta sus límites. Mi mano se movía rápido ante la expectación del matrimonio. – Córrete, dáselo todo - decía Pepe, mientras Natasha aguardaba el momento mirándome, tratando de adivinar el momento preciso a través de las pistas que ofrecía mi cuerpo, el sudor que caía por mi cuello, la vena hinchada surcando la frente y el mover de mi mano. La respiración se acelera, la dureza de los cojones se vuelve casi dolorosa, mi cuerpo, casi de manera espontánea, se eleva y cae hasta casi aplastar su pecho. No dejo de masturbarme hasta que ya no hay vuelta atrás. Entonces, apunto a sus tetas, acelero aún más el ritmo, hasta sacarle brillo a la punta de mi cipote. Y ahí, en ese marco excepcional que forman sus pechos grandes, expulso varios chorros de semen espeso y caliente que parecen dejar escrito sobre su piel “Recuerdo de San Sebastián”.