Sevillano

Al calor de Sevilla, al calor de los cuerpos...

Cuanto más lejos te tengo, más pienso en que lo único que quiero en esta vida es parecerle obscena a la Giralda. Ser tan sucia contigo como puedas concebir. Recorrerte con la lengua y en silencio bajo la noche de Sevilla. No darte tiempo a desearme, eliminar esa fase cerebral y meramente imaginativa. Anular tu capacidad de pensar que estoy guapísima, y que me deseas con todas tus fuerzas, y que me querrías si las cosas fueran distintas. No me interesa nada de eso, Sevillano. Nada de eso me importa o me motiva. Sólo quiero mirar tus ojos preciosos y ver dentro de ellos que quieres arrancarme la ropa, arrojarme sobre la cama y hacerme el amor como jamás pensaste que pudiera hacérsele a una mujer.

Lo tengo todo pensado, Sevillano. Estas cosas no se dejan totalmente al azar. Llevo meses calentándote a distancia, haciendo que compartas mi calentura en realidad. Antes de ti, los hombres me habían hecho cosquillas. Antes de ti, el sexo estaba bien y era divertido. Me bastó una noche contigo para comprobar que el sexo es una puerta hacia otros niveles de conciencia, y que no todos los hombres saben cómo girar la llave que la abre. La mayoría se limita a meterla. Pero tú no; tú quisiste abrir esa puerta dentro de mí, y vaya si te afanaste en que quedara bien abierta. El día en que te conocí fue el día en que entendí que el placer no tiene límites, que da igual lo alto que uno suba o crea haber subido porque siempre hay cotas mayores e inesperadas.

Lo tengo todo pensado, te decía. Será verano y en Sevilla hará un calor de mil demonios, incluso antes de que nos toquemos hará calor. Me pondré un traje blanco con pequeñas flores lila estampadas, de escote en uve, ligero y algo traslúcido, me llegará castamente hasta la rodilla, y será un contraste ridículo frente a la cantidad de pensamientos impuros que me rondan la cabeza, que nos rondan la cabeza. Sé que no tengo un cuerpazo como para volver loco a nadie, así que procuro centrarme en mi actitud, en mi sonrisa fingidamente despreocupada. Me saco todo el partido que puedo, y tus continuas miradas a mi escote revelan que agradeces mi esfuerzo. El pelo va recogido, para que puedas alborotarlo luego. No llevo maquillaje casi, porque al maquillaje le pasa como a las personas. Se corre cuando lleva un rato sudando, y esta noche vamos a sudar, y mucho.

Me llevas a cenar a un sitio mono, pero ceno poco porque un estómago pesado no va a ser hoy mi aliado. Hablamos sin oírnos; en realidad, tenemos la atención centrada en tratar de averiguar qué es lo que el otro tiene preparado para después. Empiezas a imaginarme entregada a ti, mil veces más que la primera vez, desnuda y brillante por el sudor, y tienes que parar porque estás adelantando demasiado placer y tu cuerpo actúa en consecuencia. Yo, por mi parte, prefiero intuir y no imaginar. Odiaría, Sevillano, ser capaz de adelantarme a los hechos y estropear la sorpresa.

Terminamos el ritual de la cena y la charla, y una vuelta en el coche raramente tensa. Subimos a tu casa, que es más coqueta de lo que yo me imaginaba. Intentas ofrecerme un jerez, pero lo rechazo: sabes que no bebo y sabes también que no te hace falta emborracharme. Desapareces cinco minutos del salón, y me dejas sola contemplando Sevilla desde la ventana. Al cabo, noto tu presencia a mi espalda y me doy la vuelta. Simplemente me sonríes, y de repente me pareces el hombre más atractivo sobre la Tierra. Me acerco a ti, te acercas a mí, y al final son los labios los que se encuentran. Me recorre un fogonazo eléctrico, una descarga metálica que me eriza la piel, la siento subir por mi columna hasta explotar en mi cabeza. Es uno de esos besos por los que valdría la pena morir, si hubiera que hacerlo. Lo siguiente que me pides es que cierre los ojos y me deje llevar por ti hasta tu dormitorio.

Cuando abro los ojos en la puerta de la habitación, apenas puedo creérmelo. Joder, Sevillano, te has acordado de las velas. Hay tres encendidas en diferentes puntos del cuarto, y no puedo evitar mirarte a los ojos y sonreírte, haciéndole una pequeña concesión a la ternura, porque me has llegado muy adentro con el detalle de las velas. Tres minúsculas llamas encendidas, Sevillano, y ya me tienes definitivamente rendida.

Parece que no te fías, así que no te demoras en comprobarlo. Me abrazas por la cintura, me estrechas contra ti e intentas besarme; yo aparto un poco los labios sólo para obligarte a buscarlos con más ahínco, y eso haces, hasta que los encuentras, sedientos y anhelantes. Los minutos se hacen horas mientras mantenemos los labios enlazados. Me sueltas el pelo con una destreza que me sorprende, y poco a poco me haces retroceder hasta el borde de la cama, procurando que no caiga porque quieres ser tú, y no la gravedad, quien me tumbe poco a poco. Cierro los ojos y disfruto por unos segundos de la sensación de estar en Sevilla, en tu cama, rodeada de velas, muerta de calor y de deseo. Cuando los abro ya te has quitado la camisa y me estás mirando, y me encanta verte así, desde abajo.

Sigues besándome con suavidad, como quien degusta su plato favorito y no quiere que se acabe nunca. Mientras, tus manos comienzan a dar muestras de la inquietud que las ha venido atenazando toda la noche. Se mueven suaves pero ágiles por dentro de mi ropa, una ropa que ya empieza a estorbar. Las siento deslizarse a lo largo de mis piernas, y es como si me acariciases con un guante de terciopelo. Me erizo al sentirlas llegar a mi cadera. De repente caigo en la cuenta de que podrías haber empezado a tocarme el culo hace un buen rato, y advierto que si no lo haces es porque vas a hacerme sufrir, vas a hacerme desearlo hasta que sea yo la que pierda el control de sus actos. Eres malo, Sevillano. Muy malo.

Pero no quiero ser la única que se desespere hoy. Me deshago de tus labios y desplazo mi boca hasta tu cuello, para lamerlo con la punta de la lengua, tan suavemente que apenas lo percibes. Ahora tú sabes lo que es el sufrimiento, darías tu vida porque yo apretara la boca contra tu cuello en este preciso instante, y atinas a pedírmelo con un hilo de voz. Yo sonrío y te replico cuáles son los términos del acuerdo. Pon tu mano donde yo quiero que la tengas y mi boca hará lo que tú quieres que haga. Accedes, no te queda otro remedio. Y no parece que lo hagas a disgusto, según entiendo del ahogado gemido que emites cuando, demorándome más de lo debido (yo también puedo ser mala, Sevillano), incrusto literalmente mi boca sobre tu cuello y succiono hasta quedarme sin aire. La marca te va a durar tres días. El efecto ha sido el deseado; mientras te he chupado el cuello tú me has apretado las nalgas con tanta fuerza que la marca de tus dedos desaparecerá más o menos al mismo tiempo que la de tu cuello.

A partir de ahí, ya de nada sirve hacerse el sutil, y el desenfreno se vuelve tan animal como debió ser desde un principio. Mi ropa se salva de milagro de acabar rota; la oportuna cremallera del vestido la ha permitido sobrevivir, tirada en el piso, pronto acompañada por mi sujetador. Se te multiplican las manos de repente, porque siento tu tacto en mil puntos distintos a la vez y empiezo a dejarme ir, no quiero controlar la situación ni tener iniciativa. Todo cuanto deseo es perder la conciencia, tener oídos sólo para lo que ordenes, Sevillano. Y tu lengua reptando por todo mi cuerpo me ordena que disfrute, que me abandone. Me abandono. Puedo ser muy obediente.

De pronto paras; yo me sobresalto porque no sé qué motivo te ha llevado a detener una progresión tan estupenda como la que llevábamos (sabes que ahora hay que empezar otra vez, y eso es como echar más pólvora en un fuego artificial, el estallido puede ser espectacular). Sonríes, pero no comprendo tu sonrisa hasta que veo el pañuelo: largo, grande, de seda negra. Me cubres los ojos con él, sabedor de que privándome de un sentido vas a triplicar la sensibilidad de los otros. Y eso no es todo, qué va. Lo primero que siento en mi nuevo mundo de oscuridad es el frío tacto del barrote de la cama al que me estás atando las muñecas. Así es cómo me dejas: completamente a tu merced. Desnuda. Expuesta. Indefensa.

Te siento salir de la habitación, pero no te siento entrar. Me come la impaciencia y una cierta ansiedad. ¿Dónde estás, Sevillano? Pasan tres, cuatro, cinco minutos, y todo ese tiempo lo has pasado de pie a mi lado, aunque yo no lo sé, observándome porque el brillo del sudor sobre mi piel y mi postura de forzada rendición te atrapan irremediablemente la mirada. Estoy a punto de llamarte, cuando algo frío me roza los labios. Me asusto un poco, pero lo saboreo y advierto que es helado de menta, mi favorito. Me estás dando helado, yo no salgo de mi asombro ante tanto detalle romántico. Me das una segunda cucharada, y la paladeo con la ingenua creencia de que habrá más, pero no lo habrá. La siguiente noticia que tengo del helado es que, al contacto con mis pezones, los deja duros como diamantes. Me estremezco porque me has cogido con la guardia totalmente baja, y el frío del helado sobre una zona tan sensible se extiende de inmediato al resto de mi cuerpo, erizado a la vez que excitadísimo. Demostrando una rapidez de reflejos envidiable, te apresuras a limpiar el pezón con tu lengua, lo que alivia (y mucho) mi estremecimiento inicial y lo transforma en otra clase de temblor. Pero apenas dura; menos de un minuto después ya estás repitiendo la operación en el otro lado. Servirte de plato es la mejor tortura a la que he sido sometida nunca.

Se me antojan horas lo que tardas en hartarte de helado (me has cubierto concienzuda y lentamente de arriba abajo, con el mismo detenimiento con el que luego ha lamido hasta el último rincón de mis piernas y mi vientre, te he sentido en todas las fibras de mi ser). Lo siguiente que siento rozando mis labios (después de dos o tres besos fugaces, medio furtivos) es tu pene, y cuando me apresuro a lamerlo, lo retiras. Instintivamente intento alcanzarlo con la mano, lo que es un gesto absurdo porque sigue firmemente sujeta al barrote. No puedo verte pero sé que estás sonriendo, todo esto te divierte. Susurro un por favor, y eso te ablanda el ánimo. La colocas a la altura de mi boca y me dejas deleitarme, controlando por completo tu placer pese mi escasa movilidad. Apenas te mueves tú, soy yo quien agita la cabeza hacia delante y hacia detrás (de tus gemidos deduzco, Sevillano, que no recordabas que pudiera metérmela tan adentro). La lengua se las arregla para suplir a las manos, para que no eches de menos mis dedos sobre tu polla, y creo que lo consigue. Te puedo garantizar que, al menos, se está esforzando como no lo ha hecho nunca. No le importa el incipiente ahogo, ni que la saliva se desborde por la comisura de mi boca. Sólo tiene un objetivo y lo cumple religiosamente: hacerte disfrutar a base de lametones. Muy a tu pesar, tienes que detenerte porque se te cansan las piernas. Puedo imaginarme que la postura que mantienes no es muy cómoda que digamos. La mía tampoco lo es, pero tengo la habilidad de fundir dolor y placer hasta convertirlos en una sola sensación encantadora. Lo comprobarías si te decidieras a azotarme un poco el trasero, pero eso mejor lo dejamos para otro día.

Te siento deslizarte a lo largo de mi cuerpo hasta llevar tu boca a una zona que (esta vez sí) está impecablemente depilada. Nunca me cansaré de apreciar las virtudes de una depilación total. Me esfuerzo por no revolverme nada más sentir tus labios sobre el monte de Venus, no quiero golpearte con la cadera. Me besas esa zona con deliberada lentitud, administrando con tacañería la lengua, porque sabes que esa actitud me desespera, pero ¿qué puedo hacer, atada y ciega? Someterme y rogar de vez en cuando que bajes sólo dos centímetros más con el pequeño hilo de voz que aún me resta. Me muerdo el labio, y te das cuenta de que es momento de ir un poquito más lejos. Con las manos me acaricias la cara interna de los muslos, que también lames de vez en cuando causándome un sobresalto delicioso. Y mientras, tu lengua me sitúa en el camino hacia el delirio, lamiendo y besando todo cuanto hay en mi entrepierna salvo aquello que deseo sea lamido y besado con todas las fuerzas que me quedan. Me agito nerviosa, respirando de tal manera que el oxígeno no llega a mi cerebro debidamente, y empiezo a hundirme en una especie de mareo adictivo e insoportable. Vas a acabar conmigo, Sevillano.

La agonía se prolonga de una manera tan insufrible que pienso que no vas a darme lo único que deseo y comienzo a resignarme. Entonces pasa; el oxígeno entra de golpe en mi cerebro porque tengo que respirar profundamente para no perder el conocimiento. Es como un chute de adrenalina directo a mis neuronas; es tu lengua sobre mi clítoris, fría y húmeda, rápida y decidida; son tus labios, suaves y carnosos, ágiles, viciosos e incansables. Me echo a gritar porque si no lo libero de esta manera el orgasmo me saldrá hasta por los ojos. Las convulsiones me duran unos cuantos minutos; mientras tanto, me desatas y me quitas la venda de los ojos. Llevo casi una hora a oscuras, y la luz me daña los ojos; todo lo veo como una irrealidad borrosa, como un sueño en el que estoy sin ser consciente de estar. Apenas me queda lucidez para sentirlo por quien tenga que cambiar las sábanas, que olerán a mí eternamente.

Te lo veo en la cara. Tú pasas por la misma agonía por la que yo pasé antes. Te mueres por penetrarme, pero quieres esperar a que me ubique de nuevo en el mundo. Cuando eso ocurre te lo hago saber con un beso, y entonces entras en mí, despacio, a pesar de que te empujo con las piernas hacia dentro, en plena euforia post-orgásmica; me pides que no precipite, que simplemente la sienta entrar y acomodarse a mi vagina, y eso hago. Me concentro en tu pene, en la manera en que busca su sitio al calor de mi coño aún palpitante. Luego en tus movimientos, al principio lentos, describiendo una trayectoria larga de entrada y salida, capaz de llevar a cualquiera a la locura; si hay algo de lo que no podré acusarte jamás es de monótono. Cuando me estoy conformando en esa cadencia rítmica de lentitud y mesura, un empujón inesperadamente violento me devuelve al espíritu esencialmente animal del acto que llevamos a cabo. El movimiento se transforma en intercambio de gruñidos, un acoplamiento perfecto, una serie inagotable de embestidas que me taladran hasta el último rincón de mi ser y de mi razón. Me asombra el control que mantienes sobre ti mismo, el suficiente como para colocarme encima de ti y hacer que te cabalgue (a estas alturas eres tú quien me maneja, yo ya no tengo voluntad más que para gemir y gritar). Me sujetas por la cadera; todas las señales de tu orgasmo se muestran al unísono ante mí: tu boca que grita, tu calor que se derrama en mi interior, tus manos que se agarran a mi cadera hasta clavarme las uñas (te lo perdono porque sé que no quieres hacerme daño, y porque esas marcas me recordarán durante semanas lo que acabo de vivir).

Me desplomo sobre tu cuerpo jadeante, Sevillano, totalmente exhausta, empapada por el sudor. Me tumbo junto a ti, de costado y tú te acoplas a mi cuerpo y me abrazas, soñoliento. Permanecemos un rato larguísimo así, en silencio (no hay nada que decir, ni fuerzas para decirlo). Nos adormecemos enseguida gracias al agotamiento, pero tú, que eres un nervioso, te espabilas antes que yo. Te siento acariciar mi entrepierna y comentar asombrado lo increíble que te resulta que siga húmeda todavía, y que sería una lástima desaprovechar toda esa humedad. Me doy la vuelta sonriendo, y en cuanto te miro a los ojos, no me queda más remedio que darte la razón: sería una lástima desaprovecharla, Sevillano, y además, creo que la Giralda aún no está lo bastante escandalizada...