Seven years

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre crímenes. "Seven years" de CARONTE. Siete años es mucho tiempo cuando estás fuera de tu país y además eres un criminal.

El ejercicio está abierto a todos los autores de TR. También sigue abierto el plazo. Para más detalles, puedes ver la dirección:

http://www.todorelatos.com/relato/41882/

Si te animas, no tienes más que escribir a solharis@yahoo.es


Siete años. En la cabeza de Peter revoloteaban esos siete años que habían pasado desde que abandonó, en un barco con destino a España, la dulce mirada de la estatua de la Libertad. Ahora estaba a punto de cumplir siete años fuera del país que le vio nacer. A punto para tener en sus manos toda una fortuna gracias a su plan. El mejor plan que jamás ha logrado hacer. Un plan perfecto. Y fue tan fácil

El último atraco había salido realmente mal. Normalmente, con el cañón de una pistola apuntándoles entre ceja y ceja, los empleados no tenían huevos para pulsar la alarma. Pero aquél cabrón fue la excepción de la regla. Si Peter cierra los ojos, puede recordar con fidelidad todo lo que ocurrió hace ya más de siete años.


  • ¡Vamos, cabrón! ¡Suelta la pasta! ¡Métela en la bolsa! ¡Vamos, cabrón, o te pego un tiro!- Thomas, su compañero, gritaba, poseído, y la pistola le temblaba en la mano, apuntada como estaba a la frente del empleado del banco.

  • ¡Tranquilo, tío! ¡No vayas a hacer ninguna gilipollez!- intentaba calmarlo Peter, que se ocupaba de vigilar a los clientes que estaban tumbados en el suelo con su rifle de caza.

Pero Thomas se giró hacia su compañero para oír lo que decía, y en ese momento el empleado pulsó la alarma silenciosa.

  • ¿Qué has hecho, hijo de puta?- Por desgracia, Thomas lo había visto.

  • ¡TOM! ¡NO!- demasiado tarde. El disparo tronó y los clientes gritaron, chillaron y rompieron a llorar.

Tom y Pete salieron a la carrera del banco, con la bolsa más medio vacía que medio llena, y perdiendo a cada metro algún que otro billete que se escapaba.

Arrancaron el coche y salieron quemando neumáticos, mientras, de lejos, se escuchaba el agobiante ulular de las sirenas. Nada más entrar en su coche, se quitaron los pasamontañas que ocultaban sus rostros, mientras Thomas apretaba a fondo el acelerador, haciendo al coche soltar un chirrido que recorrió las callejuelas de todo el barrio.


  • ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Qué coño has hecho?- se desesperó Peter.

  • ¡Se lo advertí! ¡Se lo advertí y el hijo de puta pulsó la alarma!- Thomas, con la cara aún manchada de salpicaduras de sangre, conducía con la cara transformada en un rictus de locura.

  • ¿Y ahora qué hacemos?

  • Yo me voy a marchar, una temporada, no sé, a Méjico o a Cuba

  • ¿Con qué dinero, gilipollas? No habremos conseguido ni diez de los grandes gracias a tu magnífica actuación.

  • No me vengas con esas, Peter. Si nos hubiéramos quedado allí ahora mismo la policía nos estaría pateando las pelotas. Nos lo repartimos a partes iguales, cinco mil para ti, cinco mil para mí. Lo suficiente para empezar una nueva vida.

  • ¿Y Joana?- Su esposa no dejaba de darle vueltas en la cabeza.

  • Olvídala, no hay suficiente para vosotros dos.

Y tenía razón. No podía empezar una nueva vida para los dos con ese dinero. Y tampoco iba era suficiente para empezar una nueva vida él solo. Sólo tenía una opción.

  • Aparca ahí.- le dijo a Thomas, indicándole la cuneta, cerca del bosque al que habían llegado.

  • ¿Qué quieres hacer?- dijo el conductor, obedeciéndole y aparcando el coche de Peter donde le había dicho.

Sin una palabra más, Peter se apeó del vehículo, aún con el arma, que no había soltado en todo el tiempo, y caminó hacia la espesura del bosque.

  • ¡Peter Sampson! ¿Qué demonios se supone que estás haciendo?- dijo Thomas, bajando también del vehículo y saliendo, con paso lento, detrás de su compañero.

  • Esto.- Cuando Peter estuvo suficientemente lejos, se volvió hacia su compañero y le disparó.

Bandadas de pájaros abandonaron los árboles, asustadas por el sonido del disparo, acallando el tintineo de sus trinos y ahogando el silencio con el ruido del batir de sus alas. El estómago de Thomas Ravencroft empezó a escupir sangre por el orificio de bala.

  • Pete… ¿Por qué?- logró susurrar, mientras caía al suelo, agarrándose el vientre, mientras la sangre se colaba entre sus dedos.

  • Por Joana. Sobre todo, por Joana.- contestó, mientras se acercaba de nuevo al coche, golpeando en la sien izquierda, al pasar, con la culata de la escopeta a Thomas, que se desangraba en la hierba.

Sentado en el asiento del copiloto, con la puerta abierta, y mirándole a los ojos vidriosos, Peter esperaba que Thomas, inconsciente, muriera. Con desesperante paciencia aguardaba que su compañero dejara de respirar, al tiempo que perdía su cabeza entre las manos, mientras pensaba en algo para salvarse. Ahora sí. Ahora sí tenía que marcharse. ¿Pero dónde? ¿Cómo? Si se iba con Joana, diez mil dólares no iban a dar para mucho. Y no podría perdonarse dejar tirada a Joana como una colilla. Pero algo había que hacer.

Thomas Ravencroft no tardó en morir. Debajo de su cuerpo, un gran charco de sangre empapaba la hierba. Minutos después, Peter sacaba una pala del maletero, y se internaba en el bosque arrastrando como podía el pesado cuerpo de Thomas.


Ya caía la noche cuando salió de entre los árboles, con la camisa manchada de tierra, hierba y sangre. El plan aún seguía dándole vueltas en la cabeza, martilleándolo con insistencia. Primero tenía que alejarse de allí. Otro paraje, en otro lugar. Tenía que alejar su coche del cadáver, ahora enterrado, de Thomas. Mientras conducía, Peter mecía su cuerpo adelante y atrás, como un loco en la soledad blanca de su celda en el manicomio. El plan. El plan. Tenía que alejarse. Otro bosque, otra montaña, otro lugar. Pero no demasiado lejos. Tenía que volver.

Aparcó a varios kilómetros de donde había enterrado a su compañero, y bajó del coche. En sus manos temblaba la pistola de Thomas mientras él se acercaba de nuevo a los árboles que bordeaban la carretera. Apuntó. Disparó. Su sangre manchó la hierba.

Entre el disparo y su angustioso grito de dolor, de nuevo las bandadas de pájaros que dormitaban volaron de la copa de los árboles, escapando de ese berrido más animal que humano.

Maldiciones y blasfemias brotaron de los labios de Peter. Un agujero de parte a parte atravesaba ahora su mano. El dolor aumentaba hasta hacerle temblar las piernas y caer arrodillado en la hierba, agarrándose la mano herida con la otra, que acababa de soltar la pistola. Se quitó la camisa y con ella se envolvió la carne sanguinolenta en que se había convertido su mano.

Buscó en la hierba la bala, mientras el dolor se extendía por todo su cuerpo. Era necesario. Eso se decía mientras pensaba en él y en Joana. No podía dejarla sin nada. La encontró, enterrada un dedo en la tierra endurecida por la falta de agua, y se la guardó en el bolsillo. Antes de volver hacia el coche, cogió su cartera con su documentación y la lanzó al interior del bosque. Con esfuerzo, se quitó la improvisada venda de su mano. Aún con el dolor escupiendo en todas sus terminaciones nerviosas, pasó la mano por el capó del coche, como acariciándolo, dejando cinco gruesas líneas sangrientas en su superficie.


Cuatro minutos y cincuenta y dos segundos tardó en escuchar el sonido de otro coche. Como loco, se lanzó a la carretera agitando brazos y pidiéndole que parara.

  • ¡Cielo santo! ¿Qué le ha pasado?- Dijo el conductor cuando le vio la camisa en la mano, toda ensangrentada.

  • No lo sé, se me paró el coche, creí ver a alguien en el bosque, me acerqué y me dispararon. Un cazador, o… ¡Yo que sé! Por el amor de Dios, ¿Puede llevarme a la ciudad?

  • Por supuesto. Suba.

  • Muchas gracias.- Después de dejar caer al interior del vehículo un pequeño saco arrojándolo por la ventanilla, Peter se sentó en el asiento del copiloto y, con dificultad, sacó un papel de su bolsillo. Algo parecía escrito con tortuosa caligrafía.- ¿Puede llevarme allí? Es la casa de mi médico.

  • Sin problemas.

Menos de veinte minutos después y tras una carrera alocada a través de la madrugada, el conductor dejaba a Peter ante un bloque de apartamentos en el centro de la ciudad.

  • Muchas gracias.- dijo, cogiendo la pequeña saca y corriendo hacia la puerta de los apartamentos.

El dedo de Peter pulsaba una y otra vez, sin interrupción, uno de los botones.

  • ¿Quién coño es a estas horas?- respondió una voz ronca.

  • Charly ábreme, por el amor de Dios.

  • ¿Peter? ¿Pero qué coño? ¡Sube!- la puerta se abrió y Peter subió por las escaleras.


  • ¡Por Dios, Peter! ¿Cómo coño te has hecho esto?- Decía Charly Pérez mientras intentaba curar, como mejor podía con el escaso instrumental que poseía, a su amigo Peter.

  • Es muy largo de explicar. Lo siento. ¿Aún tienes el teléfono de Rodrigo?

  • Peter, ¿En qué mierda estás metido?

  • ¡No preguntes, coño! ¿Lo tienes o no?

  • Sí, sí, lo tengo.

  • Dámelo.- Peter agarró el teléfono y marcó el número apuntado en la hoja de papel que le mostraba Charly.

  • ¿Pero quién carajo me molesta a estas horas?- contestó la voz de Rodrigo, con un claro acento mexicano.

  • ¿Rodrigo?

  • Sí, soy yo.

  • ¿Cuánto cobras por un pasaporte?

  • ¡Chingue su madre! ¿Para eso me despiertas?

  • Te doy tres de los grandes si tienes uno para mí mañana a primera hora.

  • Tú trae la foto.

Y colgó.

  • ¿Qué te tienes entre manos?- preguntó Charly.

  • Desde hace una hora, estoy muerto.


La mañana estaba recién levantada cuando alguien tocó a la puerta del apartamento de Charly.

  • ¿Está aquí ese cabrón?- preguntó Rodrigo, agitando un librito azul en su mano.

  • Sí, Rodrigo. ¿Lo tienes?- Preguntó Peter, saliendo de la habitación, con la mano vendada, y lanzándose hacia los papeles que portaba Rodrigo.

  • Un momento, pendejo. Primero enséñame los verdes.

Peter se acercó al sofá y agarró el pequeño saco que había. Los había contado esa misma noche. Se había equivocado al decirle a Thomas que no había ni diez mil dólares. Habían dieciséis mil cuatrocientos dólares. Sacó un montón de billetes y, después de contarlos, se los entregó a Rodrigo.

  • Treinta billetes de cien. Todos tuyos.

  • Ahí tienes el pasaporte, señor Robert McFadden.

  • Cojonudo.


Eran las doce y treinta y tres cuando un taxi dejaba a Peter en la casa que compartía con su esposa. El simple sonido de la puerta abriéndose fue lo único que necesitó Joana para dirigirse hacia él.

  • ¡Peter! ¿Pero qué te ha pasado? ¿Por qué no has llamado? ¿Qué te has hecho en la mano?

Peter la obligó a sentarse en el sofá.

  • Joana. Tú no me has visto.

  • ¿Qué coño dices, Peter?

  • Toma.- le alargó la saca que llevaba. Joana no se quiso creer lo que había allí dentro.

  • ¿Pero qué…? ¡Peter!

  • Diez mil dólares. Te ayudarán a pasar los siguientes siete años. Luego, cobrarás mi seguro de vida y vendrás a donde yo esté. A partir de allí, con el medio millón de dólares del seguro, viviremos otra vez juntos.- Las manos de Peter no paraban quietas ni un instante.

  • ¿Tu seguro de vida?

  • Sí, mi seguro. Es un pastón. Mucho dinero. Podremos vivir muy bien con ello.

  • ¿Y dónde te vas?

  • No puedo decírtelo.

  • Pero… ¿Cómo sabré dónde tengo que ir? ¡Peter, por Dios! ¿Qué locura es esta?

  • Tengo que irme del país, Joana. ¿Es que no lo entiendes? Tengo que irme y esta es la mejor forma para los dos. Yo te diré dónde estoy dentro de siete años, no te preocupes.

  • Dios mío, Peter. Pero

  • Ni peros ni hostias. Yo no he estado aquí. Mañana denunciarás mi desaparición y te sorprenderá todo lo que la policía descubra. Tú no sabes nada de esto ¿Entendido? Y otra cosa. No cambies de casa.

  • E-entendido.- dijo, enjugándose una lágrima.

  • Cariño. Te quiero. No olvides que todo esto lo hago por ti.- dijo Peter, acercándose a su mujer y besándola con pasión.- Te quiero.

  • Te quiero- repitió ella.


Al día siguiente, cuando caía la noche, mientras Robert McFadden, después de toda una noche conduciendo, embarcaba rumbo a un país extranjero desde Nueva York, a cientos de kilómetros de allí, el Sheriff del condado llamaba a Joana para decirle que habían encontrado el coche de su esposo. Al mismo tiempo que el barco se alejaba lentamente de las aguas presididas por el brazo en alto de una dama francesa de 46 metros de altura y 225 toneladas, Joana Sommersby rompía a llorar al descubrir el coche de su marido manchado de sangre. Y mientras Robert McFadden, antes conocido como Peter Sommersby, se dejaba caer en la cama de su camarote, a mucha distancia de allí, uno de los ayudantes del Sheriff se dirigía hacia Joana, que a duras penas lograba mantenerse en pie, ayudada por el sheriff.

  • He encontrado esto.- Dijo el joven ayudante, mostrando al sheriff y a la mujer de Peter una cartera manchada de sangre. Las líneas rojas casi tapaban el nombre que rezaba el carnet de conducir. "Peter Sommersby". Joana apagó un sollozo en la mano y comenzó a llorar de nuevo.

  • ¿Habéis encontrado el cuerpo?- le susurró el sheriff a su ayudante.

  • No, señor. Pero seguimos buscando.

  • Daros prisa. Tenemos que encontrarlo nosotros antes que los animales salvajes.


Ahora, siete años después de todo aquello, mientras Robert McFadden se tumbaba en la cama de un piso de mala muerte en un barrio periférico de la ciudad de Valencia, su mujer recibía en el banco medio millón de dólares en concepto del seguro de vida de su marido. Lo que debería ser un día triste, el día en que su marido pasaba de "desaparecido" a "oficialmente muerto", se acababa de convertir en un día feliz. Posiblemente el día más feliz de su vida.

Al día siguiente, nadie podía encontrar a Joana en Estados Unidos. Lo único que su hermana, cuando fue a buscarla, encontró en su casa, fue un panfleto de propaganda de una ciudad extranjera.

"¡Venga a Valencia! ¡Ofertas especiales hasta el 5 de mayo! Estancias de 15 ó 20 días. ¡Visite "L’Hemisfèric", obra del famoso arquitecto Santiago Calatrava!…" Todo ello sobre la foto del edificio.

Joana lo había entendido a la primera. Valencia. 5 de mayo. A las 15:20. En "L’Hemisféric". Su marido era listo. Muy listo. El cuatro de mayo por la noche, Joana aterrizaba en el aeropuerto de Manises de Valencia. Esa noche durmió en un hotel.

A las 15:15, Peter se acercó al lugar indicado. En el suelo había una mochila negra. Por uno de los bolsillos exteriores asomaba el pico de una nota. En ella, con excelente caligrafía, y en inglés, había lo siguiente:

"Para Peter:

Aquí, en el maletín de dentro, tienes el dinero. Medio millón de dólares. No es poco. Mañana te espero en el mismo sitio. Necesito tiempo para pensar. Es mucho tiempo, no estoy segura de que pueda seguir sintiendo lo mismo, y, peor aún, no sé si tú seguirás sintiendo lo mismo. Si lo has hecho por el dinero, no volveré a verte. Si aún me quieres, volverás mañana.

Te quiero.

Joana."

Miles de sentimientos lucharon en Peter. ¿Cómo era capaz de dudar de él, si en siete años sólo había pensado en ella? Pero también es verdad que muchas cosas podrían haber cambiado. Es más, Peter conoció a una compañera de trabajo y, si no hubiera sido por que Joana aún seguía ronroneando en su mente, aquello podría haber llegado más lejos. Por otra parte, Joana se había desprendido del medio millón de dólares para probar su confianza.


Esa noche, mientras le daba vueltas y más vueltas al maletín, Peter seguía pensando en su esposa. Habían pasado siete años desde la última vez que la vio. ¿Habría cambiado mucho? ¿Seguiría igual de guapa? En esos momentos tendría ¿Cuántos? ¿Treinta y cuatro años? Aún era joven, y seguro que aún era guapa.

Hastiado por el insomnio, Peter se levantó y se dirigió de nuevo hacia la mesa donde había dejado el maletín. Medio millón de dólares. Tan cerca, y tan lejos. No podía abrirlo, por que eso era algo que tenía que hacer con Joana, no podía traicionar la confianza que le había puesto. Pero estaban allí dentro, a sólo unos milímetros de sus dedos. Una cantidad tan grande como nunca antes había visto. Siete añops esperando una fortuna. Siete malditos años. Pero no podía ver el dinero. Sin embargo, ¿Quién se iba a enterar si lo abría y los miraba, aunque sólo fuera una vez? Joana ya lo había hecho, al meterlo, así que ahora le tocaba a él. Decidido, abrió los cierres del maletín.


La explosión devastó toda la vivienda. Los cascotes se derrumbaron sobre la carretera en medio de una bocanada de fuego. El sonido despertó a todo el barrio de Benicalap. Cuando policías, bomberos y ambulancias llegaron, todo el piso estaba en ruinas. Debajo de una montaña de cascotes y objetos destrozados, yacía el cuerpo calcinado de Peter Sommersby, alias Robert McFadden, sin vida. Nadie se lo explicaba. Era un buen vecino, que nunca había hecho mal a nadie. También es verdad que en los últimos días parecía algo nervioso y preocupado, pero de ahí a suicidarse explotando una bombona de gas butano

Los medios de comunicación distribuyeron la versión de que la policía barajaba la posibilidad de que hubiera sido un accidente o un suicidio. Nada de bombas. Nadie podía atentar en Valencia, y menos ante la pronta llegada del Papa Benedicto XVI. Un lamentable accidente que le podía haber pasado a cualquiera.

Y el mundo se lo creyó. Siguió girando y maldiciendo la mala suerte que tienen algunos. Todo el mundo se creyó que fue un accidente, excepto una persona, que apuraba el café en un bar del centro dos días después. Ella sabía lo que había sido. Un crimen. Un crimen perfecto. Nada de esas leyendas infantiles donde el maleante siempre recibe el castigo. Eso no era así en el mundo real. Mientras se encendía un cigarrillo pensó en lo fácil que es burlar a la policía sea de donde sea

  • Señorita.- Joana se giró para descubrir tras ella dos policías nacionales.

  • ¿Yes? ¿Sí?- dijo, tragando saliva.

  • Aquí no se puede fumar.- contestó uno de los agentes, señalando el cartel donde lo indicaba.

  • ¡oh! ¡Okéi! Gracias

  • ¡Manolo! ¡Ponnos dos cafés, que dentro de na’ empezamos turno!- dijo el otro agente, dirigiéndose al camarero y sentándose en uno de los taburetes de la barra, secundado por su compañero.

  • Lo que yo decía…- susurró para sí misma Joana.- Un crimen perfecto.