Sesión golfa
Se dice que las sesiones golfas son aquellas que empiezan a altas horas de la noche, pero, tal vez, en esta ocasión el término contenga un matiz morboso y atrayente, atrevido y arriesgado, fogoso y sorprendente.
La sala se sumió en las tinieblas, y casi al instante volvió a quedar iluminada con las luminosas tonalidades de los anuncios que se fueron agolpando en la pantalla. La joven paseó su mirada de ojos grandes y oscuros por la estancia, complaciéndose de la casi nulidad de público que había en aquella sesión nocturna de un día laboral, ya que sólo se contemplaba en el espacio la cabeza de un hombre adulto, situada en las filas centrales.
Ellos, por su parte, se habían resguarnecido en las butacas de la esquina superior izquierda, en el mismo lateral desde el cual surgía el pasillo estrecho que daba acceso a la recepción a las salas, donde un adormilado y aburrido chico se mostró complacido de servirles un bol de palomitas, un cuenco de nachos con queso aún burbujeante por la temperatura y unos refrescos. Apenas podía contener el entusiasmo cuando tendió la mano para recoger el dinero necesario para la compra.
No en vano, aquel pequeño cine de barrio se encontraba en un declive próximo al cierre. La escasa clientela, las modestas instalaciones y una cartelera poco llamativa conducían inexorablemente a tal fin. La gente optaba por marcharse a las afueras de la ciudad, donde habían levantado un centro comercial que contaba con unas salas de cine espectaculares y otros espacios recreativos.
Sin embargo, aquel escaso interés complacía notablemente a la pareja de la esquina superior, pendientes de la interminable cadena publicitaria y comiendo distraídamente las palomitas, hasta que el cuerpo de la joven se estremeció al notar la presencia de su mano en el muslo derecho. Aquel contacto, al cual ya debería estar familiarizada, le provocó una sensación electrificante e impactante, intuyendo las pretendidas intenciones que velaban bajo la yema de sus dedos. Pese a ello, la mano continuaba allí, inmóvil, como si se tratase de una expedición de aventureros en una selva desconocida, avisora ante cualquier señal hostil.
Esa noche, como todas las precesoras, hacía el calor insoportable propio de agosto, y en la sala no contaban precisamente con un sistema refrigeratorio decente, por lo que la gota de sudor que perló la frente del hombre hasta precipitarse por su afilado mentón pudiera parecer que obedecía a la temperatura ambiente, pero realmente respondía al enloquecido retumbe de su corazón.
Sus ojos resbalaron por su cuerpo iluminado por los anuncios, sonriendo para sus adentros, al tiempo que mordisqueaba un nacho y su imaginación se espoleaba. Llevaba una felpa que descubría su frente y su pelo liso y castaño se precipitaba en forma de cascada enmarcando su rostro redondeado, de tiernas mejillas y labios suculentos pintados de rojo. De su cuello esbelto pendía un plateado collar, que aún se vislumbraba bajo la camisa vaporosa que llevaba puesta, que dejaba trasparentar su sujetador negro y el llamativo piercing de su ombligo. Una minifalda vaquera, que se abría y cerraba con una cremallera, junto a unas sandalias completaban su atuendo veraniego.
Su mente podría haber hecho el esfuerzo de hacer desaparecer cada prenda del cuerpo, y extasiarse con sus ocultos detalles, con la impresión de sus hombros desnudos, con las pequeñas colinas de sus pechos, con la proximidad de sus muslos. Sus manos, convertidas en testigos mudos, desconocedoras de sus contornos, del cosquilleo de sus pezones, de la tersitud anhelada de sus nalgas redondeadas y carnosas.
Sin embargo, por muchos intentos que emprendiera, había imperfecciones y errores que daban al traste con sus pretensiones, como si la voz le fallara a un cantante en el instante de actuar ante su público, o un músico titubeara ante una partitura. Por ello, su mano emprendió una iniciativa expedicionaria por el muslo de la joven, pretendiendo recuperar los recuerdos perdidos. Su acompañante, complacida con su intención, separó sus muslos cuanto le dejó la mifidalda, mientras con una mano continuaba sosteniendo el bol de palomitas y con la otra acariciaba su mano. Sus ojos, ante el feroz y poderoso aullido del león precedesor al comienzo de la película, se encontraron, como buscando apoyo mutuo ante aquella amenaza, y cuando la sala se hundió en las tinieblas, sus labios hallaron los ajenos mientras el bol de palomitas se precipitaba al vacío.
Fue un beso reconocedor, tembloros e intuitivo. Ella percibió unos labios duros y el suave raspeo de una barba despoblada, que aún se empeñaba en emerger pese a los continuos recortes. Percibió una historia de experiencias, distantes o cercanas, a través de los suaves movimientos de sus labios , pero el temblor de su mano en el muslo le confirmaba que aquel hombre no estaba tan acostumbrado a tales situaciones.
Mientras una voz en off sonaba de fondo, explicando algo sobre el transfondo de la película, ella acogió su mano y la invitó a introducirse bajo la minifalda, aprovechando que la cremallera se encontraba separada. Observó, complacida, como la sonrisa del hombre tensaba sus labios, dibujándole significativas y atrayentes arrugas en torno a las comisuras de los labios, y cómo en sus ojos grises brillaba una chispa juvenil, aletargada por la contienda de los años. Podría rondar los cuarenta o cincuenta años, como atestiguaban las escasas canas salpicadas en su cabello corto y negro. En cualquier caso, la chica percibía que intentaba mantenerse en forma, a juzgar por sus antebrazos marcados, o tal vez realizara una labor manual que exigiera de su fuerza física.
Para algunas, aquellos detalles eran insignificantes pero, para ella, revelaban una información privilegiada, que podría guiarla para resolver algunos inconvenientes, y apreciar con qué tipo se encontraba.
Mientras, su mano había reunido el valor para ascender por sus muslos y aproximarse a su cima, y ella contorneó juguetona su cintura y se rebuyó en el asiento para hacerle constar que sus tanteos dáctiles le complacían.
Con un brillo ingenioso, apoyó una mano en su entrepierna, sintiendo la palpitación de su dureza, que ansiaba sus cuidadas atenciones, sin embargo, el hombre retiró su mano de la zona, aproximó su rostro al de ella y susurró al oído sus primeras palabras:
-Déjame hacer.
Su voz era grave, acompasada y vibrante, el propio tono de un hombre acostumbrado a lidiar con situaciones conflictivas sin perder los papeles ni los estribos. Tal vez se tratase de un abogado, o de un policía. Él volvió a buscar el refugio de su boca, y mientras proyectaba su lengua para contorsionarla con la suya, sus atrevidos dedos se colaron bajo la tela de las braguitas, paseándose por su superficie oculta.
Sus labios percibieron el amago de sonrisa del hombre, complacido al notar el suave vello recortado que decoraba su vagina, cuyos labios ya se encontraban impregnados de una tímida humedad.
Era tranquilo y cabal. Otros, se habrían lanzado a horadar su coño con los dedos en ese mismo momento, o incluso le pedirían que ya hubiese penetración, pero él optó por ir desabrochándole su camisa vaporosa, hasta dejarla con el sujetador negro y su collar plateado como vestigios de vestimenta.
La chica se encontraba satisfecha, pero quiso mostrar un poco de rebeldía, necesaria para atestiguarle que ella no era un simple títere que se moviera a su antojo. Por ello, alzó su cintura para liberarse del cinto de la falda, y con sus manos deslizó la prenda hasta sus tobillos, lanzándole una mirada retadora.
Él pareció reconocer sus intenciones, pero no respondió a la provocación, sino que le acarició la mejilla, con una ternura que a la chica le recordó al suave tacto de los pétalos de las rosas. La propia caricia que un padre haría a su hija.
Volvieron a besarse, con apasionamiento, dedicándose tiempo y complicidad, pasión y entusiasmo. Entonces, la mano de ella liberó la prisión de sus pechos, y él detectó su maniobra por el rabillo del ojo y aprovechó para colar su mano bajo el sujetador, cuyas ligaduras aún pendían de sus hombros. En una ingeniosa maniobra, él acomodó su espalda al respaldo de la butaca, y con la mirada la invitó a que clavara sus ojos al frente.
Ella, dudosa, le obedeció, y comprobó la pericia del hombre, pues sus ojos adivinaron la silueta tambaleante del joven de la entrada, que se asomaba y luego volvía a marcharse por el pasillo tras responder con una inclinación de cabeza al saludo de los dos únicos espectadores varones de la sala. El joven ni siquiera percibió que, mientras con una mano saludaba, la otra se encontraba ocupada acariciando y jugando con su seno ofrecido, rozándose con el pezón afilado y endurecido. A ojos del chico, lo único de lo que podría darse cuenta es de la posición cariñosa y parejil del brazo del hombre en su chica.
-Acostumbra a hacer una ronda a los quince minutos de la película, para asegurarse que Renato no se ha dormido-le susurró él, ante el gesto sorpresivo de la joven.
-¿Suele ha..., venir aquí?-le preguntó ella, en un susurro. A punto estuvo de preguntarle si solía hacer aquello, pero sabía que podría ser improcedente formular algunas preguntas. Los había con conciencias delicadas.
-Sí, de alguna forma, hay que sustentar este tipo de establecimientos, pero como acudimos pocos, nos solemos conocer-le respondió él.
La chica detectó la vagueza y la ambigüedad impregnadas en sus palabras, pero no quiso ahondar. Añadió al carácter del hombre un rasgo de astucia y planificador.
-¿Puedo preguntarle su nombre?-le requirió ella. Otra cuestión delicada. No debería seguir por aquel terreno resbaladizo.
-Ricardo-le respondió él, y ella asintió, satisfecha. Parecía sincero y su respuesta había sido tajante y decisiva. Si la estaba engañando, tenía una cierta habiidad para ello, lo cual no le sorprendería en caso de ser abogado.
Sin embargo, no tuvo mucho más tiempo para pensar. La mano de Ricardo continuaba dominando su pecho, jugando con el pezón descubierto y trazando inquietos y suaves círculos en torno al pezón, como una fiera que estuviera rondando a su presa. Con sigilo Sus maniobras parecían contentar a la chica, que no paraba de rebullirse en el asiento, y de mirarlo de soslayo, como si le urgiera en silencio a que continuase. En ese momento, él acogió con suavidad una de sus manos, y la invitó a levantarse, aceptando sumisamente ella su petición.
Sonrió satisfecho al reconocer que la joven no mostraba ápice alguno de rechazo o remilgo. Sus peticiones eran aceptadas amablemente, indicándole al hombre que podía proceder a realizar cuanto quisiese, pero él bien sabía que aquella chica no era ninguna ilusa ni cobarde, y que sabría desenvolverse perfectamente para librarse de él si cruzaba algún límite.
Sus reticencias se desvanecieron en cuando vislumbró con la escala luminosidad de la sala el par de tersas y generosas colinas enmarcadas por el escueto hilo que se perdía en el abismo de sus cachetes. Sonriendo para sí, acogió entre sus dedos el borde de las braguitas, y fue deslizándolo por sus muslos, hasta dejarla desnuda de cintura para abajo. En un irresistible impulso, deslizó sus dedos entre sus muslos, hasta que la yema de su dedo índice horadó la escondida gruta, percibiendo el rocío que adornaba los pétalos de su flor.
La joven se aferró con sus dedos al respaldo de las butacas inferiores, mordiéndose un labio, al tiempo que Ricardo besaba y acariciaba su expuesto culo. Una de sus manos emergió entre sus muslos, adueñándose del valle deseoso de su vientre, hasta conseguir que un dedo se paseara entre sus labios húmedos, dejándose acoger en el ardor que le ofrecía una generosa bienvenida.
Ricardo le estaba demostrando una exquisita habilidad y labor, sin precipitarse en sus manejos, como si estuviera guiándola ciegamente pero con paso seguro a un destino insólito.
Y lo cierto es que aquella experiencia le estaba resultando sorprendentemente excitante y morbosa. Ni en sus fantasías eróticas más sorprendentes había abrigado la posibilidad de tener un encuentro sexual en una sala de cine, y mucho menos de aquella forma, de pie, siendo masturbada ante la indiferencia de los actores en pantalla, ensimismados en sus preocupaciones e ilusiones. Aquel hombre no se cortaba, ni se arrendraba. Proseguía infatigable, besando sus nalgas, acariciándolas con el escaso volumen de su barba, perfilando los contornos de sus muslos con los dedos, como si se tratase de un artista adorando la superficie marmólea de su creación.
Sin embargo, aún le aguardaba otras sorpresas. Un escalofrío erizó el vello de su nuca cuando lo percibió, aquella densa lengua, cálida y desconcertante, que se posó en la curva de sus nalgas, al tiempo que la punta de la lengua de Ricardo la borraba de la faz de su cuerpo, dejando un reguero de saliva, como el rastro de sangre tras un crimen.
La joven no entendía que era aquello, pero cuando Ricardo giró su cintura para tener a la altura de su rostro la presencia de su sexo ardiente y húmedo, una mueca de sorpresa se dibujó en su rostro, al observar como Ricardo recogía entre sus dedos un poco del queso de los nachos y lo proyectaba sobre su monte de Venus.
Los ojos de la chica se iluminaron al observar como Ricardo hundía su rostro entre los muslos, rastreando con su lengua el queso, el cual se fue mezclando con sus propios fluidos, provocándole sensaciones desconcertantes que se sumaban al torbellino de placer que estaba desatando la pericia del hombre en su sexo.
Acostumbrada a alimentar la vanal creencia de identificarse con amantes fogosos e increíbles, en esta ocasión no abrigó disimulo alguno al apoyar su mano en la cabeza del hombre para evitar que se escabullera del escondrijo de sus muslos. Sentía la proximidad del orgasmo, y de repente la sala se llenó con el ruido caótico de una batalla, y no dudó en sumar sus propios gemidos al bullicio caótico infernal de las bombas, el griterío de hombres atemorizados por el estallido de las bombas y la crueldad de las ráfagas de metralla.
Y cuando Ricardo le insinuó un dedo embadurnado en el orificio entre sus nalgas, ella no dudó en dejarse caer levemente sobre este, permitiendo que su punta se fuera hundiendo entre sus cachetes, incrementando sus sensaciones y la marea furiosa cuyas olas amenazaban con hundirla en las profundidades abisales del orgasmo.
En ese momento, Ricardo alejó su rostro de su coño incandescente, y dibujó una sonrisa cómplice ante el mohín reprobatorio que adornaba el perfil de la joven. Sin embargo, mudó su expresión al vislumbrar entusiasmada el mástil que se erguía en su cremallera abierta, zafándose de los pantalones e invitándola a que se sentara sobre él.
Él no dejaba de sorprenderla. Con inusitada calma, fue capaz de enfundar a su vigoroso soldado con la protección adecuada, al tiempo que adornaba sus muslos con prometedores besos. En ese momento, Ricardo se levantó, desnudo de cintura para abajo, y tendió una invitadora mano a la sorprendida joven que le observaba con una mezcla entre aturdimiento, fascinación y curiosidad. Sin embargo, movida por la sorpresa y el morbo que le suscitaba su pose tan segura y firme, aceptó su mano, y ambos fueron caminando hacia las escaleras, en las cuales Ricardo le pidió que se colocara de frente a la oscura pared del fondo de la sala.
Ella le obedeció. Al fin y al cabo, no solo lo hacía porque era una demanda, sino porque se estaba sintiendo cada vez más intrigada y excitada, ante las ocurrencias y excentricidades de aquel señor maduro, el cual no perdió el tiempo y sobó sus pechos con total entrega, como si no se encontrasen en mitad de la proyección de una película, sino en el sofá del salón de su casa. Tras esto, unas palabras insinuaron un mensaje que provocó un brillo pícaro en los ojos de la chica, y entonces ésta curvó su espalda sugerentemente, remarcando el contorno de sus nalgas.
Ricardo, apoyó sus manos sobre las de ella, y tras unos pobres intentonas que casi acabó provocando el estallido de las risas de ambos, ante los intentos de su soldadito por hallar el sendero que ansiaba transitar, y finalmente unos ronroneos arañaron la garganta de la chica al notar como se abría paso entre sus labios vaginales.
Definitivamente, Ricardo era un cliente excéntrico. En lugar de sumergirse en el caótico asalto de su coño, intentando asaetarla como si fuese el fin de los tiempos, llevado por la locura y la excitación del momento, fue introduciéndose poco a poco, e incluso contorneaba su cintura para que su miembro se retorciera un poco en su interior, provocando un estremeciento en la chica y que ésta acallara sus gemidos en uno de los brazos opresores de su hombre.
Ricardo clavó sus labios en el hueco de su cuello, desatando unos besos cómplices con sus penetraciones, más fogosos cuando su ritmo se incrementaba, más suaves y delicados cuando su soldado parecía retomar el aliento y se contentaba con un ritmo más sosegado. La edad, seguro que era eso, pensaba la joven. Una pena que aquel señor no estuviera en el pleno auge de los veintitantos años.
Se sentía como Europa a lomos del toro blanco que la conducía hacia la isla donde la poseería. Embriagada por la virilidad exhibida, fascinada por el vigor que exhalaba su polla dentro de ella, arrollada por el repiqueteo de sus caderas contra las suyas, la chica ansiaba naufragar en el orgasmo creciente que iba domeñando su cuerpo. Sin embargo, los resoplidos proyectados sobre el cuello de la joven y sus jadeos anunciaron la proximidad de la venida del hombre, quien terminó descargando tres enérgicas pulsiones.
La chica sabía que la actuación había finalizado. Era el momento de bajar el telón, apagar las luces y retirarse en la oscuridad hasta los camerinos, para volver a fundirse entre la multitud, disimulando sus pensamientos y sus opiniones, encajando la indiferencia del público hacia el actor que había encarnado el papel.
No debía mostrar disgusto alguno, ni sombra alguna de decepción. El cliente, como público enfervecido, debía quedar satisfecho.
Ricardo, pese a ello, no la dejó irse de allí, y mientras se producía la retirada de su soldado alicaído y cansado, un nuevo actor hizo acto de presencia, y la joven aprovechó el descuido tal vez concienciado del hombre para enfrentarse a él, y adueñarse del objeto que había insinuado en sus caderas.
Mirándole a los ojos, atravesada por los pardos de él, y por los intringantes de uno de los actores de la película, la joven apoyó sus hombros en la pared, y separó sus muslos para ofrecer una cálida bienvenida al dildo morado con pequeños bulbos en el tronco que el hombre había estado ocultando en su bolsillo todo el rato.
Su as bajo la manga, como el bribón de Bilbo había hecho con un confiado Gollum, y al igual que aquella malvada criatura había observado con hambrientos y malévolos ojos al agitado hobbit, Ricardo se sentó cómodamente en una de las butacas, volviendo sus ojos hacia la desnudez expuesta de la chica, cuya cintura se retorcía con los movimientos de su pericia con el dildo.
Entrecerraba sus ojos, presa del placer, sintiendo la mirada arrdiente e idolatrada del hombre fascinada con su desvergüenza y exhibición, y cuando el orgasmo sacudió todo su ser, y las piernas le temblaron como un flan hasta casi dejarla sentada en el suelo, ella buscó el agradecimiento de sus ojos y sólo halló el vacío de su presencia.
Asintió en silencio, y aprovechó la oportuna oscuridad de la sala para volverse a su sitio, y recoger sus ropas. Tras ello, se arregló un poco el cabello, y recogió el inmaculado sobre que había quedado abandonado en su butaca, sabedora de que jamás olvidaría a aquel enigmático maduro.
Fuera, la noche refrescó el ardor de su rostro, y fue caminando hasta sumergirse en la oscuridad nocturna y el silencio de las calles, roto por el chirrido de los neumáticos en la calle; sin volverse ni una sola una vez, aunque sabía que sus ojos seguían el contorneo de sus caderas, y las suaves sacudidas de su cabello en sus hombros. Y así se marchó, preguntándose si su recuerdo persistiría, o sería reemplazado por otra, tal vez más guapa, con mejores atributos o mayor descaro y entrega. El vanidoso orgullo del actor, se dijo a sí misma. O, tal vez, el traicionero recuerdo de la añoranza de sentirse atendida y valorada.