Servicio de habitaciones

La empleada de un hotel, en su roda de limpieza de habitaciones, se encuentra sobre la cama a un hombre desnudo e inconsciente. Respondiendo a un incontenible impulso decide aprovecharse sexualmente de él, a riesgo de que el hombre despierte y la descubra cabalgando sobre su cuerpo.

Al entrar en la habitación Almudena se sorprende al encontrar a alguien tendido sobre la cama. Había llamado a la puerta –pese a no colgar sobre la manilla el cartel de “No molestar”– antes de abrir con la llave maestra, como siempre hacía, pero nadie había respondido. Azorada se disculpa y retrocede para salir y continuar la limpieza en la siguiente habitación de la planta. La turbación no responde al simple hecho de encontrarse a un cliente; después de tiempo trabajando en el hotel no es la primera vez que le ocurre realizando la ronda de todas las mañanas. No, la sorpresa viene de que la persona, un hombre para ser más concretos, se halla tendido completamente desnudo sobre las arremolinadas sábanas de la cama.

Antes de cerrar la puerta Almudena le lanza otra mirada al cuerpo y se percata de que el individuo no se ha enterado de su irrupción en la habitación. Se halla profundamente dormido. Sobre la mesita descansan un par de botellas de ron vacías, otra de ginebra, varios vasos usados y restos de cierto polvo blanco esparcido sobre la placa de cristal que cubre la madera del mueble. Se ve que el tipo tuvo una noche alegre. Pero si estuvo acompañado no hay rastro de nadie más en la habitación. Guiada por un inexplicable impulso vuelve a entrar y cierra la puerta cerciorándose de que no hay testigos en el pasillo. Intenta llamar la atención del hombre, preguntándole si se encuentra bien, primero en voz baja, luego elevándola un poco. Sin respuesta. Se aproxima entonces a la cama y le observa, esta vez detenidamente, deleitándose en la anatomía del individuo.

Es un hombre joven, de unos veinticinco años, bien formado, con un cuerpo atlético y escaso vello corporal. Cabello moreno, corto, pómulos pronunciados y nariz ligeramente aguileña componen un rostro virilmente hermoso. Su amplio pecho se eleva y desciende al compás de una respiración profunda y tranquila. La luz de la mañana que invade la habitación a través de las entreabiertas cortinas otorga al cuerpo cierta calidad de altorrelieve, como si fuera el modelo de una de esas esculturas clásicas, con piel, carne y músculos en vez de mármol o alabastro. Bajo su plano y duro abdomen una flecha de vello rizado señala en dirección a su polla. Flácida y relajada descansa, escoltada por los distendidos testículos, sobre su muslo derecho. Con la mirada, Almudena acaricia sus venas, las rugosidades de su piel, el prepucio protegido por el glande… Se acerca lo suficiente para aspirar el inconfundible olor de los genitales masculinos: detecta trazas de semen, confirmando la idea de que estuvo acompañado en su fiesta nocturna, que sin duda culminó en una espléndida follada. Al imaginarlo la mujer nota cómo se humedece su boca y se despierta un cosquilleo en su entrepierna.

Almudena sabe que no es una buena idea, pero no puede contenerse: extiende la mano y la posa sobre el muslo del hombre. Acaricia la suave piel de la zona interna, sintiendo la potencia del músculo latiendo bajo la epidermis. Asciende hacia la ingle y la excitación hace palpitar su coño. Evita la polla y mete los dedos entre los rizos del pubis. Continúa subiendo y desliza la palma sobre los duros abdominales, juguetea con un dedo en el ombligo y sigue su ascendente camino hasta posar la mano sobre el pecho. Ancho, moldeado, siente como sube y baja al compás de la profunda respiración. Estimula alternamente los pezones hasta que comienzan a erguirse. Baja entonces la mano, acariciando de nuevo el transitado camino de piel con las yemas de los dedos, hasta regresar a la entrepierna. La coloca sobre el pene y siente con un estremecimiento la fina piel, casi aterciopelada. Sigue las formas sinuosas de las venas y el estriado relieve del glande, pero…

El hombre se mueve de repente y el corazón de Almudena da un vuelco. ¡Si se despierta ahora…! Pero no, sólo respira profundamente y se recoloca para continuar durmiendo. Ella suspira y continúa acariciando, con cierta precaución, el blando músculo. Lo eleva y busca debajo los testículos. Dentro de la bolsa escrotal, rugosa y velluda, puede sentir ambas esferas deslizarse entre sus dedos. Relajadas, las imagina recién descargadas de su jugo durante el polvo nocturno.

Agarra con la otra mano el fuste y, sin dejar de masajear los testículos, comienza a estimular el miembro. La inconsciencia del hombre no impide que las caricias de Almudena surtan efecto: poco a poco la polla se endurece, creciendo, engordando… A ella le encanta sentir en su mano cómo esa potencia se pone en marcha, cómo la sangre redobla sus latidos inundando los vasos capilares, saturando de energía aquella verga que cobra vida entre sus dedos.

Su propia excitación da un empellón y no puede evitar que un leve gemido escape entre sus húmedos labios. Nota como el vello se le eriza a causa de la hipersensibilidad que se apodera de su piel, cubierta sólo, bajo la bata de trabajo, por el sujetador y la braga –es lo más cómodo, sobre todo en verano, cuando pese a la climatización del hotel acaba empapada de sudor tras limpiar las habitaciones de toda la planta–. Un cuerpo aún joven –cumplirá los treinta y cinco en septiembre–, estilizado y moldeado, aunque haya tenido que dejar de acudir al gimnasio: después de que la despidieran de la empresa de gestión medioambiental –a ella y al resto de la plantilla– a causa de la paralización de los contratos públicos –la sempiterna crisis, que no afectó a los directivos, bien cubiertos con contratos blindados– no le quedó más remedio que reducir gastos. En ocasiones regresa a casa al acabar este trabajo que consiguió –a Dios gracias– hace más de un año y mira su título universitario enmarcado en la pared como si fuera un objeto ajeno.

Eleva su mano izquierda y, sin cesar de masturbar al hombre, la introduce por el escote de la bata y busca sus tetas. Por encima de la tela del sujetador se las acaricia, las estruja y pellizca los erizados pezones. Después la saca y desciende en busca de su pubis. Abre uno de los botones, la introduce, aparta la goma de la braga –empapada con sus propios jugos– y se acaricia. Juega con los rizos de su monte de Venus y pellizca los labios exteriores, antes de abrirlos y explorar su interior. Con el dedo corazón estimula el clítoris, dilatado y palpitante.

Acompasa la cadencia de su autoestimulación con la paja, y la de su agitada respiración con la del inconsciente joven, quien en su rostro muestra sin duda el placer que está experimentado. Se agacha entonces y aproxima la boca al glande mojado por las gotas que han comenzado a brotar de la uretra. Abre los labios y extiende la lengua, acariciando la delicada piel con la punta, como si saboreara un dulce. Explora toda su superficie, la rugosidad del frenillo, el borde que conecta con el fuste, la orografía que conforman venas y capilares... Los fuertes latidos hacen que el miembro parezca tener vida propia, bailando en la mano que sujeta su base. Abre la boca y forma una “o” con sus jugosos labios que lentamente desciende por el pene hasta casi introducírselo por completo. Sube y baja sucesivamente, chupando con ansia la tensa piel empapada con los jugos del hombre mezclados con su propia saliva y, al presentir que se aproxima al clímax, Almudena se detiene y libera la polla.

Levantándose del borde de la cama donde se ha sentado, termina de abrirse la bata sin quitársela y se desprende de sus bragas, dejándolas caer sobre la alfombra, entre el gurruño que forma la ropa del hombre. Con sumo cuidado para no despertarle, se sube de nuevo a la cama y se coloca a horcajadas sobre sus caderas. La espléndida polla se sacude como un látigo, a menos de un centímetro de su coño, al ritmo del potente bombeo sanguíneo. Lo sujeta con la mano y lo coloca a la entrada de la vagina. Siente la húmeda adherencia de la piel del glande contra sus labios, igualmente empapados. Desciende las caderas suavemente y la verga penetra sin dificultad en su interior.

Se detiene sobresaltada cuando el sujeto mueve la cabeza y ronronea alguna incomprensible palabra. Parece que vaya a abrir los ojos de un momento a otro. Pero no. Vuelve a tranquilizarse, relaja el cuello sobre la almohada y continúa durmiendo, aunque Almudena aguarda unos instantes quieta, alerta, empalada por aquel pedazo de carne viva que late en su interior, haciéndola sentirse plena, rebosante y más excitada, aún si cabe, por el temor a ser sorprendida en cualquier momento.

Comienza entonces a moverse, deslizando su vulva a lo largo de la carnosa columna, combinando el movimiento ascendente y descendente con otros circulares de sus caderas. Su mano se introduce entre el vello de ambos pubis y busca su ardiente clítoris. La combinación de sensaciones le resulta embriagadora, sintiéndose cada vez más próxima al éxtasis. Sus tetas bailan escapando por encima del sostén que las aprisiona y nota como una gota de sudor se desliza desde su nuca, acariciándole la espalda hasta alcanzar el coxis, para introducirse con un leve cosquilleo en la raja del culo.

Los gemidos del hombre, que ha roto de nuevo su silencio, le indican que está gozando lo mismo que ella.

Pero de nuevo una interrupción. Algo sobresalta a Almudena, obligándole una vez más a detenerse: pasos en el pasillo acompañados de voces. Dos personas –hombre y mujer– se detienen ante la puerta de la habitación en plena conversación. Por un instante le asalta el pánico, temiendo que vayan a entrar de un momento a otro. Sus voces le llegan algo distorsionadas a través de la puerta, pero cree entender que hablan sobre el desayuno. Entonces les escucha alejarse de nuevo, con alivio, aunque su corazón desbocado parece que vaya a saltarle del pecho. Sin embargo el peligro, lejos de atenuar su libido, lo ha punzado.

Retorna sobreexcitada a la cabalgada sobre el hombre, subrayada por el sonido de ventosa que causa el roce de sus cuerpos empapados de sudor y acelerada por la inminencia del orgasmo, por la necesidad de erupcionar el fuego que arde entre sus muslos. Siente cómo los músculos de él se contraen, anunciando la eyaculación, y logra contenerse hasta que los embates de la polla desencadenada la taladran, inundándola con su caliente semen. Entonces se deja ir y sus entrañas explotan en una oleada de placer que le recorre todo el cuerpo hasta dejarla exhausta, satisfecha y relajada, pues en unos segundos ha volatilizado toda la energía sexual contenida durante los últimos meses.

Cuando los temblores cesan y el corazón vuelve a palpitar con normalidad, cuando la desbocada respiración ya no amenaza con ahogarla y logra abrir de nuevo los ojos, su cuerpo se relaja abrazándose al joven, cuyo rostro se ha distendido con lo que, cree Almudena, es un atisbo de sonrisa. “Recordarás un feliz sueño al despertar”, le susurra conteniendo una risita.

Deposita un suave beso en sus labios y se levanta con cuidado, extrayendo la polla de su coño con atención de no derramar el líquido que empapa su interior. Se dirige al baño, donde se limpia, se abrocha la bata, recompone su oscura melena –durante la follada había soltado la coleta que siempre se hace para trabajar–, se mira de arriba abajo en el amplio espejo para asegurarse que nada la delata y con sigilo cruza la habitación hasta la puerta. El joven parece haber vuelto a un profundo y tranquilo sueño. Abre la puerta y, asegurándose que no hay nadie en el pasillo –donde la aguarda su carrito con los utensilios de limpieza–, sale tras lanzar un beso con la mano al bello durmiente y vuelve a cerrar.

Continúa su ronda con normalidad, limpiando las demás habitaciones de la planta con movimientos automatizados por el hábito –plumero para el polvo, aspiradora, fregar los baños, cambiar sábanas y toallas, reponer jabones, geles, champús y rollos de papel higiénico–, pero esta vez lo hace con un ánimo diferente, con una especial alegría y una sonrisa permanente en los labios. Rememora todo lo ocurrido, a un tiempo satisfecha y sorprendida consigo misma. Nunca imaginó que fuera capaz de hacer algo así –ojalá la hubiesen visto el idiota de Santi y aquella zorra con la que se largó–.

Entonces, sosteniendo una sábana en las manos para cambiar la cama de la habitación 415, el corazón le da un vuelco y se queda paralizada: ¡las bragas! Con la excitación y los nervios olvidó volver a ponérselas. Se han quedado tiradas en el suelo de la habitación del desconocido, confundidas con su ropa.


El joven, estirándose con placer sin levantarse de la cama, mira hacia la alfombra, alarga el brazo y recoge las bragas. Blancas, sencillas, sin adornos; una prenda útil para el día a día. Las estira con la mano y deduce que el color y la textura las hacen ligeramente transparentes, permitiendo intuir a través de la tela, cuando las lleve puestas, el triángulo de vello rizado del coño y, por detrás, la raja del culo. Las aproxima al rostro y aspira por la nariz. Reconoce el olor: la fuerte impresión de los jugos vaginales que también empapan su polla mezclada con el suave, casi imperceptible perfume que envolvía a la mujer.

Mira hacia la puerta de la habitación, como si pudiera verla a través de la barnizada madera, y dibuja una sonrisa en los labios.