Servicio a domicilio

En pleno confinamiento por la epidemia de COVID-19, Cristina, una mujer casada de cuarenta y dos años, se siente atraída por un jovencísimo repartidor de pizzas. ¿Cómo reaccionará su marido al darse cuenta de ello? DISCULPAS. VUELVO A PUBLICAR ESTE RELATO PARA MODIFICAR EL RESUMEN.

SERVICIO A DOMICILIO

Como muchos de vosotros sabéis, las sucesivas semanas de confinamiento a causa de la epidemia COVID llegaron a hacerse muy largas. Afortunadamente, a pesar de los años juntos y de los niños, Cristina y yo somos un matrimonio bien avenido y sexualmente activo. En eso he sido afortunado, sólo tengo que ser un poquito atento y cariñoso para que mi mujer me entregue su cuerpo.

Con idea de innovar y hacer más excitantes nuestros encuentros amorosos empezamos a fingir que eramos otras personas en la cama. Dramatizar escenas eróticas se convirtió en seguida en uno de nuestros juegos favoritos. A lo largo de aquellas semanas sin poder salir de casa mi mujer y yo fantaseamos con todo tipo de situaciones: que un ladrón se colaba en casa por el patio y mi audaz esposa lo disuadía de robar con una jugosa felación; que el nuevo revisor del gas, un apuesto muchacho, revisaba a Cristina todos sus conductos; o que, estando yo de viaje, le encargaba a uno de mis amigos que viniese a atender las necesidades de mi lasciva esposa. Aunque nuestras relaciones eran placenteras había una fantasía de mi mujer que yo no podía interpretar, pues ésta consistía en que le hicieran el amor dos hombres a la vez…

Era la noche del penúltimo viernes de abril y llevábamos más de un mes confinados en casa. Se nos había olvidado ir a hacer la compra y en el frigorífico solo quedaban unos tristes tomates y un par de huevos, con lo que decidimos animarnos a hacer un pedido a domicilio. Solemos pedir siempre al mismo sitio, una pizzería cerca de casa a la que nos hemos acostumbrado y que sirve pizzas de buena calidad a un precio razonable. Así pues, como en tantas otras ocasiones, hicimos el pedido y esperamos con hambre e impaciencia mientras veíamos la tele.

Fue Cristina quién atendió la puerta cuando llegó el repartidor mientras yo preparaba el dinero. Cuando fui a pagarle mi mujer charlaba con él del mal tiempo que hacía, estaba lloviendo y Cristina le daba las gracias por traernos la cena. Era un chico joven, como suele ser el caso. Bastante alto y educado, llevaba el pelo corto y barba bien cuidada, tendría como mucho veinticinco años. Aún con mascarilla se intuía que era guapo, tenía los ojos oscuros y una intensa mirada. Le pagué el pedido y le di además una buena propina.

Cristina estaba poniendo la mesa cuando yo entré al salón y comenté:

— Un chico simpático, ¿no?

—Ah… Sí, sí —respondió mi mujer sin hacerme mucho caso.

—No había venido antes, ¿verdad?

— No —respondió tajantemente— Me acordaría…

—¿Te acordarías? —repetí sus provocativas palabras para estar seguro de su significado.

—Sí. Es guapete —contestó Cristina mirándome con media sonrisa.

—Pues esa suerte que has tenido, nena. No creo que vengan a casa muchos chicos guapetes hasta que no se acabe el confinamiento —reí— Vas a tener que conformarte con lo que tienes en casa.

—¿Ah, sí? ¿Tu crees? —respondió arrogante— Acaba de venir un chico guapo a casa ahora mismo. Tu teoría no parece fiable.

— Ni tú tampoco —repliqué con una sonora carcajada— El repartidor no cuenta, ha venido a traer las pizzas.

—¡Pues claro que cuenta! —protestó ella con fingido enojo— El repartidor es un chico guapo y si hoy no ha venido a verme a mí, tú tranquilo que ya vendrá.

No puede evitar echarme a reír.

—No creo que tengan tiempo para coquetear, están hasta arriba de curro —dije con escepticismo— Ahora que yo no te voy a quitar la ilusión. Buena suerte con eso, guapetona.

Me quedé mirándola, con ganas de reírme de como en un momento, algo tan banal como pedir unas pizzas se estaba convirtiendo en un nuevo juego sexual. Ahí tenía a mi mujer, diciéndome aquello mientras iba del salón a la cocina a por cubiertos, como no dándole importancia a que quería follarse al repartidor de pizzas. Por mi parte, he de confesaros, que tenía muchísimo interés en saber si iba de farol o no, si verdaderamente quería seducir al chico. La situación me divertía, así que reanudé la conversación durante la cena.

—Oye, con respecto a lo de antes, por mí no te cortes. El viernes que viene volveremos a pedir pizza para cenar —anuncié— Tienes una semana para pensar lo que vas a hacer que yo no te voy a poner pegas.

Esa noche tuvimos una buena sesión de sexo. Cristina ya había cumplido los cuarenta y dos y hacía tiempo que había perdido el pudor y la timidez de cuando yo la conocí. Aún recuerdo cuando mi hermana mayor me la presentó. Cristina era la chica más vergonzosa del grupo, hablaba en susurros. Sin embargo,unas horas más tarde en el portal de su casa,lamodosaamiga de mi hermana me sacó la polla y se dio un auténtico festín de carne. Apenas un par de semanas después, la misma cohibida muchacha que no osaba hablar público si habían más de tres personas se ensartó mi verga en el culo. Ante mi total incredulidad, Cristina galopó sobre mí, sodomizándose a sí misma hasta desfallecer de esfuerzo y placer. Aunque los años han atenuado su furor, con una buena polla a su disposición, mi voluptuosa esposa sigue saltando de orgasmo en orgasmo hasta quedar exhausta. Se ha vuelto una gourmet del esperma, una aficionada a los nudos y los azotes y, en definitiva, una mujer madura a quien le gusta tanto gozar de un hombre como hacerle gozar.

A mí me encanta provocarla mientras la follo y esa noche no fue distinto. Me esmeré en que el ascua de excitación que había nacido con el repartidor se fuera convirtiendo en fuego. Mientras estaba detrás de ella follándola, le pregunté:

—¿Qué le harás?

Cristina musitó levemente, pero no contestó.

—Te he hecho una pregunta —insistí tras la siguiente embestida.

—¡Ah! Se… Se la voy a comer —jadeó con ansia.

—¿Nada más? —pregunté con suspicacia.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

Cristina jadeaba al mismo ritmo con que se bamboleaban sus grandes tetas, al mismo ritmo que yo la embestía.

—Le pedirás que te folle, ¿verdad? —dije en tono de acusación.

—¡No! —gritó— ¡Haré que se corra!

—¿En…? ¿En tu boca? —quise saber.

—¡Sí! —profirió estremecida.

—Te quedarás hambrienta. Tendré que darte mi leche también.

—¡Sí!

—¡Claro que sí, preciosa! —bramé a sabiendas de que esa era una de sus fantasías favoritas— Y luego… luego te follaremos como mereces.

El choque de nuestros cuerpos se entremezclaba con los jadeos, que iban en aumento y con un orgasmo que sabía que no tardaría en llegar. Su hermoso cuerpo no tardó en tensarse, y dejando súbitamente de respirar empezó a correrse.... Yo la seguí sin poder remediarlo. La así con fuerza de los hombros y le clavé la polla hasta los ovarios. Su vagina ya estrujaba antes de que Cristina empezase a notar mi semen hervir en su útero.

Me quedé mirándola, al fin satisfecha, relajada y llena de semen. Eran sin duda esos momentos cuando Cristina estaba más atractiva.

La noche acabó ahí, pero la semana siguiente transcurrió con una normalidad enrarecida. Aunque nuestras miradas dejaban traslucir una inquietud mutua ninguno se atrevió a romper ese silencio cómplice. ¿Intentaría algo Cristina? Yo estaba seguro de que sí, pero no quise preguntar, quería que fuera una sorpresa. Para que así fuera, me aguanté las ganas de follarla durante toda semana. Fue muy difícil reprimirme, pero también me moría de ganas de verla en acción. Mi intención era que el siguiente viernes la libido de mi esposa fuese la mayor posible. Creo que aquella semana se nos hizo interminable a los dos.

Último viernes de abril. 21:00 p.m.

Después de mirar la hora, sonreí y traté de romper el hielo con buen humor.

— No has dicho nada, pero sé que llevas todo el día pensando qué cenarás esta noche… Yo quiero pizza, ¿y tú?

Dicho esto me quedé mirándola pícaramente. La zorrona de mi mujer iba a intentarlo, vi resolución en sus ojos azules. Ya no era aquella adolescente que se ponía colorada al hablar en público, ni tampoco se azoraba cuando sabía que alguien estaba observando lo que hacía. Cristina era en todo el significado de la expresión, una mujer madura. De hecho, esa tarde ella misma se había encargado de dejar a los niños en casa de su madre para poder follarse aun chaval veinte años más joven que ella.

—¿Tú qué pizza quieres? —pregunté.

—A ver cari, aquí el único que va a cenar pizza vas a ser tu. Yo esta noche tengo ganas de probar algo nuevo,algo que seguramente no está en el menú de una pizzería.

—¿Estás segura? —inquirí— A ver si al final te vas a quedar con hambre.

—No te preocupes por mí. Algo encontraré que llevarme a la boca —contestó con malicia.

Cristina estaba convencida de lograr lo que se había propuesto, así que combatí su altivez con firmeza. Llamé por teléfono a la pizzería y pedí solamente una pizza mediana para mí. El local estaba cerca de casa y la comida solían entregarla como máximo en veinte o veinticinco minutos. No tendría que esperar mucho para averiguar si Cristina se quedaba sin cenar.

Cristina leía su novela como si tal cosa, sin embargo, no paraba de mover la pierna derecha. Parecía más tensaque una gata en una perrera. Esa tarde se había pasado dos horas encerrada en el baño. Desde fuera había podido escuchar el zumbido de su máquina de depilar. También sabía que Cristina había afeitado alguna parte de su cuerpo, pues había escuchado los golpecitos de la maquinilla de afeitar en el lavabo.

Cristina finalmente apareció duchada y oliendo a primavera. Se había puesto su vestido más sexy, uno cuyos tirantes se ajustaban espléndidamente a sus pechos. Saltaba a la vista que no llevaba sujetador. Teniendo en cuenta que el repartidor era bastante alto y mi chica bajita estaba seguro de que el chaval se embobaría mirándole las tetas, incluso a mis amigos se les iban los ojos cuando Cristina se ponía aquel vestido. Al cabo de unos minutos Cristina se dirigió a mi y me dijo:

—Cuando suene la puerta la abro yo, ¿okey? Mejor que no te vea.

—Okey, descuida... Así cuando salga corriendo no podrás echarme la culpa.

De improviso, Cristina se levantó y dijo: “Me asomaré por la mirilla antes de abrir. Si veo que no es él te aviso para que abras tú”. Se fue a nuestra habitación sin darme tiempo a responder. Cinco minutos después sonó el timbre.

Cristina salió en seguida de la habitación y al pasar ante la puerta del salón me dio una nueva sorpresa. Dándome la espalda se remangó la falda y, nada, no llevaba nada debajo del vestido. Fue un instante ínfimo, pero que me dejócalvado en el sofá mientras ella salía a atender al repartidor. En mi retina hirvieron las vigorosas y pálidas nalgas de mi mujer.

Salí del salón de un brinco. El pasillo de casa tiene una esquina a la mitad, punto en el que está colgado el único espejo de cuerpo entero de la casa. Si era sigiloso no había peligro de ser descubierto.

Llegué a tiempo de ver a mi mujer apretarse el escote. Entonces, se abrió la puerta y la cacería dio comienzo.

—¡Hola! ¡Qué rápido has llegado!

—Hola... Bueno, no sé —contestó torpemente el chico que no esperaba ni aquel elogio ni aquel escote.

Yo no les veía, pero intuía que el repartidor estabaestupefacto. El pobre chaval había ido a entregar un pedido y al abrirse la puerta se había topadocon una hembra exuberante. Una hembra de pura sangre española.

—¡Sólo hace veinte minutos que llamé! —mintió Cristina, la pizza la había encargado yo.

—No es para tanto —alegó el chaval— Hacemos lo que podemos, señora.

—Tenéis mucho trabajo ahora, ¿verdad..., Alberto? —preguntó mi mujer en tono compasivo. Al oír como Cristina le llamaba por su nombre deduje que el repartidor debía llevar una de esas denigrantes etiquetas identificativas en el bolsillo de la chaqueta.

—Pues sí, la verdad… Han tenido que contratar a gente de refuerzo.

A pesar de que debía de ser hora punta de pedidos, Alberto se comportaba de forma correcta y educada. Empecé a sentirme un poco mal por estar implicado de alguna manera en aquella encerrona.

—Pues ayudáis mucho. Sois unos héroes... ¡Héroes a domicilio! —siguió halagándole mi mujer.

—En el fondo sólo hacemos nuestro trabajo, nada más.

—Sí, mucho y mal pagado —dijo mi mujer con indignación.

—Bastante mal, pero es lo que hay, señora.

—Pues a mí… —titubeó Cristina— A mí me gustaría recompensarte.

—No hace falta, mujer.

—Sí, sí que hace falta —sentenció Cristina— Pasa un momento.

—Señora, yo…

—No seas tan vergonzoso, chico —dijo mi mujer resueltamente a la vez que le estiraba de la manga— … que “el que tiene vergüenza, ni come, ni almuerza”.

—Es que tengo que…

—Será sólo un momento… —le cortó Cristina— Normalmente eres tú quien lleva la comida, ¿no? Pues hoy vas a dejar que una agradecida ama de casa te haga a ti una buena comida.

¡Clac!

El sonido de la puerta al cerrarse confirmó que el incauto muchacho había caído en las garras de mi mujer.

—Señora, si no vuelvo pronto me echarán. Llevo sólo desde Navidad —el muchacho estaba angustiándose por momentos.

— Cinco minutos —dijo Cristina tranquilizándole y, zalamera, añadió— No te arrepentirás.

La escena era turbadora. Estaban frente a frente, besándose. Mi mujer sostenía las grandes manos de Alberto sobre sus hermosas tetas y él chico se las amasaba con ardor.

—Señora, por favor… —balbuceo Alberto desesperado.

Mi mujer guió entonces una de las manos del repartidor hacia abajo, a su entrepierna.

—¡Joder! —exclamó éste con ojos desorbitados.

Debía estar encharcada.

— Yo también tengo algo para ti —dijo Cristina presa de la lujuria— Pero antes tendrás que añadirle un ingrediente especial a mi pizza... Mi ingrediente favorito.

La desfachatez de mi esposa parecía no tener límites. Estaba desatada.

¡Guau! —exclamó súbitamente Cristina— ¿Y esto?

—Mi polla, señora.

Cristina sonrió sobando un bulto considerable en el ceñido vaquero del muchacho.

—Esto es lo que utilizáis para dar forma a las pizzas, ¿cómo se llama? —preguntó excitada.

—Rodillo.

— ¡Sí, eso…! Llevas el rodillo aquí debajo, ¿eh, sinvergüenza?

Seguidamente mi mujer se arrodilló alos pies del muchacho y, tras soltarle el cinturón y los botones, extrajo presurosamente su miembro viril.

Cristina tuvo que echarse hacia atrás para verlo bien.

—¡Guau! —exclamó con los ojos como platos.

La cara de mi mujer hablaba por sí misma, Cristina estaba impresionada. El rabo del muchacho se erguía verticalmente ante sus ojos, robusto y desafiante. Mi mujer lo asió con ambas manos y comprobó incrédula como el glande de Alberto aún quedaba al aire.

Con una risita nerviosa Cristina empezó a menearla arriba y abajo. Vi como se mordía el labio inferior para contener el torbellino de emociones que amenazaba con apoderarse de ella. Tampoco aguantó mucho, la verdad. Con los ojos cerrados Cristina saboreó con frenesí su victoria. Lo había logrado, se iba a zampar la polla del guapete repartidor de pizzas.

Poseída por un deseo irrefrenable, mi mujer se apremió a una voraz mamada. Cristina chupaba con tantas ganas el pollón del atractivo repartidor que hizo que me arrepintiese de haberla privado de sexo durante toda esa semana. Mi amada esposa devoraba el durosalchichónque el repartidor cortésmente le ofrecía. Parecía decidida asaciar de una sentada todo el hambre que yo le había hecho pasar. Cristina la engullía una y otra vez hasta casi atragantarse, estaba tan excitada que pronto los movimientos de su cabeza fueron acompañados del característico “¡Chus! ¡Chus! ¡Chus!” propio de la saliva. Después vinieron los largos lametones, los tiernos besitos, las rudas sacudidas en sus mejillas y las insinuaciones de morderle glande.

El afortunado la dejaba hacer consciente de que estaba ante una experta. La observaba completamente pasmado. Mi amada esposa había metido la cara entre sus piernas, le estaba comiendo los huevos. Cristina estaba decidida a que el chaval se acordara de ella el resto de su vida. Cuando de pronto:

¡Bing! ¡Bing! ¡Bing!

De repente, algo empezó a resonar con estrépito y, ni corto ni perezoso, el muchacho sacó su teléfono del bolsillo trasero de su pantalón y contestó la llamada.

—¡Sí, lo sé! —gritó— ¡Lo siento, tío!

Conociendo a mi chica, lo ocurrido hasta ese momento se hallaba en el territorio de lo posible, fue lo que ocurrió a continuación lo que no habría creído de no haberlo visto con mis propios ojos.

Mi mujer dejó de chuparle los huevos. Estabaatónita, no podía creer que el muy imbécil hubiese contestado la llamada y su memorable mamada se fue al traste. Todo se hubiera acabado si el joven muchacho no hubiese hecho lo que hizo.

¡Plas!

Crispado, aquel morenazo le propinó a mi mujer una sonora bofetada y acto seguido volvió a meterle la polla en la boca. El apuesto repartidor resultó no ser tan galante como mi mujer había creído y sí mucho más carismático. Lo más raro de todo fue que, en lugar de protestar o resistirse, mi esposa retomó la tarea como si no hubiera pasado nada.

— ¡Mira tío, ahora no puedo ir!… ¡En media hora estoy allí!… ¡Joder, Nacho, pues llama a Tomás... o manda avisos a la otra tienda!

La bronca fue subiendo de tono y, preso de la rabia, el muchacho agarró a Cristina del pelo forzándola a tragar más de la mitad de su miembro.

Yo no podía creer que aquella fuera mi esposa. Con los años Cristina se ha convertido en una mujer con carácter que sabe muy bien como defenderse y hacerse respetar. Era inaudito que mi esposa tolerase aquello, hasta que de pronto lo comprendí. La falda de su vestido se movía frenéticamente. Cristina se estaba masturbando mientras el repartidor abusaba de ella.

—¡No te lo puedo decir, tío!… ¡Haz lo que quieras! —exclamó harto de discutir.

Seguramente, si Alberto le hubiera explicado a su jefe lo que estaba haciendo éste habría transigido sin ningún problema. Los hombres somos solidarios e indulgentes si de follar se trata. Seguro que muchas clientas tienen más hambre de polla que de pizza, pero es inusual que éstas dejen traslucir ese deseo. Sin lugar a dudas, Nacho habría comprendido que se trataba de un asunto de fuerza mayor.

De pronto, Cristina empezó a convulsionar, pero la causa de su estremecimiento nada tuvo que ver con el durísimo pene que amenazaba con colarse por su garganta. La razón de aquel temblor era sin duda el intenso orgasmo que acababa de estallarle entre las piernas.

Aunque a algunos les resulte incomprensible me alegró ver a mi esposa gozar tan intensamente.

La polla del muchacho se erguía en el aire a la espera de que Cristina recuperase la compostura después de correrse. Demasiado espesas para derramarse, las babas de mi esposa permanecían suspendidas del grueso tronco de su pene. Alberto respiraba hondo, esperando con impaciencia.

Cristina jadeaba exhausta. Continuaba con los ojos cerrados y rostro inexpresivo, de modo que no creo que vieracomo elrepartidor destapaba la olvidada caja de cartón y sacaba una porción de pizza. De hecho, sus párpados no se abrieron hasta que el primer chorro de esperma le salpicó la cara. Aquella violenta eyaculación cruzó el rostro de mi esposa desde la frente a la barbilla, pero la siguiente se coló directamente en su anhelante boca. El resto de la corrida de Alberto tuvo unfinal bien distinto, fue a parar sobre la porción de pizza que el propio repartidor sujetaba mientrassu polla escupía una y otra vez.

Mi mujer empezó a aplaudir y reír. Estaba pletórica viéndole añadir ese extra de ardiente semen sobre su cena. Cristina estaba tan eufórica que cuando el muchacho hubo acabado ella le chupó el glande con todas sus fuerzas, mi mujer pretendía sacar todo el jugo de aquel pedazo de carne. Como no podía ser de otra manera, al final el pene del repartidor salió entumecido y derrotado de la boca de mi chica.

Consideré que era el momento de entrar en escena.

Fue ella quien reparó primero en mi presencia. Mi esposa me saludó con la mano y me mostró la porción de pizza a la que ya le faltaba el primer bocado.

— ¡Hola, cari! Esto está riquísimo. ¿Quieres? —dijo soltando una delirante carcajada a la vez que me mostraba los churretes de esperma sobre el trozo de pizza.

— No, gracias —rehusé cortésmente para saludar al muchacho— Hola, otra vez por aquí.

— Buenas noches —contestó dubitativo el joven repartidor. Con los brazos en jarras intentó mantener el aplomo a pesar de tener la verga fuera.

—¿Todo bien? —le pregunté con malicia.

—Fantástico —contestó con el mismo descaro con el que mi mujer volvió a mamar su flácido órgano sexual como una mansa corderita.

El repartidor apartó a Cristina con tanta educación como firmeza y, tras guardar la herramienta en su sitio, el chaval se subió la cremallera con el deber cumplido.Se mostraba altivo. Era ligeramente más alto que yo y la chaqueta roja de la franquicia le hacía parecer corpulento. No parecía intimidado por mi presencia, o lo disimulaba bien. De todas formas el pobre chico no sabía que hacer ni que decir, estaba incómodo, lo cual no dejaba de ser comprensible dado que se suponía que acababa de ponerme los cuernos o algo así. Le tendí entonces la mano para hacerle ver que no tenía nada en contra suya y, tras un instante de duda, él chico la estrechó. La noche prometía.

—¿Te quedas a cenar? —intervino Cristina.

—Es que ya no me gusta la pizza, la he aborrecido —se disculpó con un atisbo de sonrisa.

— ¡Ah, por eso no te preocupes! —le atajó mi mujer. Cristina se remangó la falda, le mostró el pubis moreno y elegantemente recortado, y dijo— ¡Algo tendré que te guste!

El repartidor tomó aire para reunir el poco coraje que le restaba.

—Señora. Es usted muy tentadora y no quiero que me malinterprete, pero me tengo que ir. Ya ha oído a mi jefe —se excusó el chico llevándose la mano al pecho en señal de sinceridad.

“Vaya”, cavilé imaginando la que se me venía encima. “Ahora tendré que saciarla yo”.

A Cristina le brillaban los ojos de excitación y por un momento creí que saltaría sobre el fornido chaval. Optó no obstante por otra estrategia mucho más propia de una mujer inteligente y educada como ella, subir la apuesta. Mi mujer se giro sobre sí misma y, volviendo a remangarse la falda, le mostró al zagal su hermoso y redondo trasero.

—Pues es una pena, porque pensaba dejarte elegir el postre —ronroneó melosamente Cristina.

La muy zorrona le estaba ofreciendo la oportunidad de gozar del más arisco orificio que puede gozar hombre, ese agujerito tan sensible que siempre debe tratarse como si fuese virgen.

A Alberto se le salieron los ojos de las órbitas y mi mujer lo cogió de la chaqueta para tirar de él hacia el salón. El chico caminó renuente como un condenado en sentencia firme. Una vez allí mi mujer se subió el vestido hasta la cintura y se sentó sobre la mesa. Al separar las rodillas su jugoso sexo quedó frente a nosotros.

—Espero que esté a tu gusto —dijo Cristina mordiéndose el labio inferior. Separó los labios de su vulva y su inflamado clítoris brilló indicando al muchacho el camino a seguir.

Alberto tomó asiento entre las piernas de mi mujer y empezó a comerle el coño como un gatito, con cortas pero intensas pasadas sobre su clítoris. El chico lamía y lamía con paciencia, sin brusquedad ni prisas, lo cual resultaba insólito en alguien tan joven. Claro que, también Cristina acababa de calmar el ímpetu del muchacho con una fantástica mamada.

Alberto continuó saboreándola y pendiente, no obstante, de cada reacción de Cristina. Obviamente, ésta no tardó en verse abocada a un nuevo orgasmo. Al oírla sollozar y ver como tiritaba tuve claro que mi mujer iba a quedar maravillada con la lengua del zagal. Alberto tenía mucho que ofrecer y eso empezaba a preocuparme.

En ese punto, cuando mi mujer había perdido el control de sus actos, decidí tomar la iniciativa. Tirando del brazo de Cristina hice que ésta se pusiera en pie y le pedí al repartidor que hiciera lo propio.

—Desnúdale —inquirí a mi esposa.

Ella cumplió mi orden de mil amores, complacida con cada prenda que retiraba del cuerpo de Alberto. En verdad el muchacho tenía un físico portentoso. Alberto colaboró con ella para quitarse la camiseta, a él también le gustaba ese juego. Los hombros del joven repartidor de pizzas eran firmes y sus brazos musculosos. En su vientre se insinuaban los abdominales. Cristina le desabotonó los vaqueros y tuvo que tirar con fuerza para lograr bajarlos. Al hacerlo, aquellos diecisiete o dieciocho centímetros de puro músculo volvieron a dejar atontada a mi querida esposa. Aproveché para desnudarme mientras ella chupaba.

Cristina empezó a menear la erecta verga del muchacho mientras éste me miraba a mí y sonreía. Mi miembro era ligeramente más pequeño que el suyo pero herir mi orgullo requiere mucho más que eso.

Era hora de que Cristina se mostrara ante nuestro joven invitado tal y como es. Subí su vestido y ella colaboró alzando los brazos para que éste saliera.

En cuanto el chaval vislumbró las grandes tetas de mi esposa se lanzó a comerlas. Le imité sin demorarme ni un segundo. Con mi lengua lamí en círculos la areola de mi mujer, su pezón se erguía duro como el dedal de una costurera. Al mismo tiempo, Alberto sorbíael otro pezón como si éste fuese un caramelo.

Cristina dio un respingo y al observarla vi como sujetaba el antebrazode Alberto detrás de su espalda. La circunspecta expresión en su rostro hacía suponer que ya tenía los dedos del muchacho dentro de ella.

La duda se tornó acuciante y, sin desatender con la boca el voluptuoso pecho de mi reina, guié una mano para averiguar que ocurría entre sus muslos.

En efecto, Alberto tenía ya varios dedos dentro del sexo de mi esposa. Para complementar a mi compañero yo me dediqué a rozar delicadamente el clítoris con la yema de mi índice. Cristina alababa con ahogados gemidos nuestra encomiable labor sexual. Estaba en su oasis privado e iba camino del paraíso terrenal cuando de pronto tuvo un nuevo orgasmo.

Tuvimos que sujetar a Cristina para que no cayera desplomada a nuestros pies. Jadeaba y parecía tener calambres que recorrían todo su cuerpo.

—¡Uf, qué calor! —suspiró ella.

Sonreí, a pesar de ese aspaviento yo sabía muy bien de lo que Cristina era capaz. Como mi mujer se fue a beber agua yo aproveché para ir rápidamente a buscar un par de cosas al dormitorio. Recuerdo que cuando Cristina volvió de la cocina me fusiló con la mirada al ver los condones y el gel lubricante sobre la mesa baja del salón.

—En el sofá —le indiqué sucintamente, pero cuando ésta iba a echarse la retuve cogiéndola del brazo.

— A cuatro patas, preciosa.

A pesar de su asombro, Cristina adoptó la posición que yo le había indicado. En lugar de apoyarse con las manos lo hizo sobre los codos, de esa manera su imponente trasero quedaba alzado por encima del resto de su cuerpo, asemejando ser la cima de una colina. Mi mujer dominaba el arte de la provocación.

—Haces los honores —dije haciendo a Alberto un brindis con mi mano para señalar la mesa.

Alberto sacó un condón de la caja y se enfundo la polla. Después, cuando él se colocó tras ella, yo me acomodé sobre el apoyabrazos del otro extremo del sofá, deseaba fervientemente ver la cara de mi esposa mientras el chaval la follaba.

Aunque Alberto comenzó suave, casi con ternura, la sorpresa hizo acto de presencia en el rostro de Cristina en cuanto éste la penetró. El vaivén de Alberto y los primeros gemidos de mi esposa dieron comienzo al unísono.

Una vez más me extrañó aquel autocontrol, aquel temple, en un muchacho tan joven. Alberto no pensaba acabar lo antes posible para irse a seguir trabajando. Sabía que mi mujer le pertenecía y no tenía prisa.

Los bonitos ojos azules de mi mujer fueron mudando del asombro inicial a un rictus de gozo delicioso y perfecto. Su mirada se perdió en el paraíso.

De pronto Alberto echó mano del frasco de gel. Cristina no se enteró, bastante tenía con resistir el asedio del duro ariete entrando y saliendo.

Entonces, Alberto echó una buena cantidad de gel sobre sus dedos y empezó a lubricarla. Cristina dejó escapar un chillido al notar el frescor del gel entre sus nalgas, grito que tornó en jadeo en cuanto Alberto le introdujo un dedo en el culo.

—Es muy importante que confíes en mí,¿okey?

—¡Uf! —mi mujer sollozó por toda respuesta.

—Puede que te duela un poquito al principio, pero se pasará pronto, te lo prometo. Ya verás, antes de que te des cuenta te estarás preguntando como has podido pasar sin que te follen el culo.

Saltaba a la vista que el chico se había aprendido el discurso de memoria. A saber cuántas ingenuas muchachas habría logrado convencer con aquellas mismas palabras.

Por primera vez desde hace varios minutos Cristina me miró y sonrió.

—¿No vas a decir nada? —me preguntó para provocarme.

—No es a mí a quien van a dar por el culo, cariño —fue todo lo que alegué en mi defensa.

Cristina sonrió y negó con la cabeza. Seguro estoy de que me maldijo, pero no tuvo ocasión. En vez de injuriarme, Cristina dio un respingo y contuvo el aliento, el muchacho acababa de encajar la punta de la polla entre sus nalgas.

—Voy a ir empujando muy poco a poco. Sí te sientes muy incómoda dímelo y paro, pero es importante que aguantes un poco, ¿vale?

Harta de aquella farsa Cristina giró la cabeza y le dijo:

—¡Fóllame de una vez, imbécil!

Alberto se giró hacía mí y dijo:

—No te ofendas, tío, pero tu mujer es unazorra.

Yo gesticulé de forma negativa.

—No me ofendes, chaval… Me envidias.

En cuanto Alberto la cogió de las caderas ella aferró con fuerza el cojín. Cristina anticipaba lo que se avecinaba, pero estaba tan sumamente excitada que aguantaría hasta las últimas consecuencias. Aún así, Cristina frunció el ceño cuando sintió a Alberto abrirse paso, dejando escapar un pequeño quejido.

—¡Ay!

—Podemos probar otras cosas —sugirió el muchacho sin demasiada convicción.

—¡Empuja de una vez, idiota! —tronó mi esposa fuera de sí. El repartidor ya no volvería a importunarla más con sus bobadas.

—¡Oh! —aulló la pobre cuando el glande traspasó su esfínter.

Alberto se detuvo y concedió a mi mujer unos instantes de tregua. Mientras le acariciaba con dulzura la espalda derramó otro chorro de gel entre las nalgas de mi esposa.

La respiración de Cristina se volvió agitada. La pobre resoplaba conmocionada y sus ojos traslucían que el miembro iba entrando en su culo. Al menos, el chico cumplía su palabra parando en cuanto ella protestaba, si bien no se demoraba mucho en volver a empujar.

Aunque despacito, Alberto ya iba y venía cuando por fin el gesto hosco de mi esposa se fue relajando dando muestra de alivio. Poco después, Cristina dejó escapar unos tibios suspiros. La mesurada cadencia de Alberto fue la clave, siempre fue tranquila, rítmica y regular. Al cabo de un minuto o dos, ya la penetraba sin problemas.

¡Menudo espectáculo! Detrás de Cristina sobresalía el cuerpo mucho más fuerte y fornido de Alberto. Éste arremetía una y otra vez contra ella, como si La Bestia estuviese sodomizando a Blancanieves en una versión X del clásico de Disney. Yo era el único y privilegiado espectador de esa sobrecogedora escena porno cuya banda sonora era un repetido y fuerte golpeteo.

Boquiabierta, Cristina jadeaba cada vez que la polla de Alberto le entraba por completo. Era hipnótico verla moverse al compás de las embestidas de aquel cabrón.

De pronto vi como Alberto señalaba a mi mujer. Entendí de inmediato. El muchacho no se movía, si no queera mi mujer la que a cuatro patas se impulsaba hacía atrás. Su depravación también estaba tocando fondo. La muy zorra estaba follándose el culo ella misma.

¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

Con cada empujón Cristina dejaba escapar un sollozo de placer. Decidí que cuando llegase el momento sería mi polla la que acallaría su desvergüenza y comencé a prepararme para ello. Me situé de rodillas delante de mi mujer y empecé a meneármela.

Todo dio un giro decisivo cuando Alberto se alzó y, aplastando la cabeza de Cristina sobre el cojín, se puso a embestir desde arriba. Yo pensé que Cristina se derrumbaría, pero no fue así. A pesar del peso del chaval, éste la tenía sujeta con brazos y piernas de forma que su culo permaneciera alzado.

Esa insignificante variación me permitió contemplar como el miembro de Alberto se hundía entre las nalgas de mi mujer. Era apoteótico y, con todo, ahí no quedó la cosa.

Alberto se la sacó del culo a mi mujer y, retorciéndole el brazo, la obligó a agarrar su erección.

—¡Ponla! —exigió a voz en grito.

Cristina obedeció de inmediato, colocando la punta de su polla en la desflorada entrada de su trasero.

Alberto contó en voz alta las embestidas. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco”, y su polla volvió a escapar del ano de Cristina.

—¡Otra vez! —ordenó.

“¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!” y fuera de nuevo.

—¡¡¡Otra vez!!!

Aquella humillación excitó a mi mujer sobremanera.

—¡Fóllame, por favor! —acabó suplicando con la cara empotrada contra el asiento del sofá, pero fue inútil, tras el quinto envite la polla del muchacho escapaba de su anhelante trasero— ¡¡¡Fóllame, cabrón!!! ¡¡¡Fóllame!!!

A Cristina le urgía alcanzar el orgasmo, no podía evitarlo, pero yo no supe aguantar ver a mi esposa implorarque la follaran. No pude soportarsu indecente falta de pudor, así que la cogí del pelo y tirando hacia arriba de él le metí mi miembro hasta la campanilla para que dejase de pedirle a Alberto que le diera por el culo.

De pronto Alberto se quedó inmóvil, observándome con los dientes apretados y el entrecejo fruncido. Sin mediar palabra le vi quitarse el condón y arrojarlo con furia al suelo. Después se la clavó a Pilar hasta los huevos y metiendo la mano entre las piernas de mi esposa empezó a masturbarla al mismo tiempo que la follaba.

— ¡Me voy a correr en tu culo, zorra! —bramó el chaval.

Cristina empezó a temblar y dar sacudidas en cuanto Alberto empezó a follarla con todas sus fuerzas. Mi mujer se estaba corriendo con una polla en la boca y otra en el culo. En consecuencia, Cristina no pudo gritar cuando sintió a Alberto eyacular. Sin embargo, sí percibí un respingo de sorpresa cuando debió notar el esperma de Alberto arder dentro de ella.

Mi mujer volvió a retorcerse de placer y su nuevo orgasmo detonó el mío, lo único que Cristina pudo hacer fue apretar sus labios entorno a mi polla. ¡Uf!, aquella fue sin duda una copiosa corrida, perdí la cuenta de las veces que mi polla escupió dentro de la boca de mi esposa.

Alberto estaba estupefacto. No me extraña, el chico había ido a entregar un pedido de pizzas y había acabado follando a una completa desconocida delante de su marido. A su corta edad no se habría visto en otra igual. Supongo que tampoco lograba entender por qué ese maridohabía ido dos días antes a la pizzería aadvertirle que su mujer deseaba comerle el rabo, a decirle que debía pasar ese servicio a otro compañero en caso de no estar dispuesto a participar en aquel retorcido juego de pareja, pero en ese momento Cristina salió corriendo en dirección al baño tratando de sujetar sus formidables pechos y con una mano entre las nalgas. Mi mujer llevaba la boca hasta los topes y deduzco que el culo también.

Alberto y yo chocamos las manos como dos buenos colegas y nos echamos a reír.

Los domingos cenamos pizza durante varias semanas. Ese era el único día que Alberto descansaba, supuestamente, ya que mi insaciable mujer le cogió el gusto al servicio a domicilio de pizza margarita con ración doble de hombre.

FIN

Este relato es una versión de “Mi novia y el repartidor” escrito por “par”:

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