Serie negra: un día realmente aciago
Anónima confesión sobre lo acaecido durante un día, nada ordinario, de mi vida. Sensibles, románticos y lectores buscando relatos puramente masturbatorios, mejor se abstienen de leerlo.
Me he despertado a las cuatro de la madrugada, mareado, angustiado, con una migraña galopante machacándome la cabeza y a penas me ha dado tiempo de llegar hasta el váter para vomitar la cena de anoche y los cuatro o cinco güisquis (quizás fueron seis) que seguidamente me tomé en un pub irlandés del barrio antiguo de Ginebra.
Dos horas y tres analgésicos después he podido dormir otra media hora sentado en el sofá. Después me he duchado, vestido y dirigido al parking del edificio para buscar mi moto. Se ha negado a arrancar. Quizás la batería, por culpa de la humedad, no lo sé. He tenido que venir al centro de la ciudad, donde trabajo, en coche.
La única alternativa era el autobús, medio de transporte que odio: lento y siempre atiborrado de gentuza maloliente, escandalosa y sin educación, y he llegado al trabajo tarde, con los nervios destrozados por culpa de los crónicos atascos ginebrinos y las miles de vueltas que he tenido que dar para poder aparcar.
Una vez en el edificio me he visto obligado a utilizar las escaleras para subir al despacho, los ascensores estaban averiados. Cinco pisos a pie hasta llegar a mi planta. Y nada más llegar, al disponerme a tomar el primer café del día, me viene este gilipollas con la noticia.
Noticia que no por esperada deja de suponer un terrible mazazo. Se confirman todos los rumores. La reestructuración en la empresa, tras la adquisición de la misma por ese puto banco alemán, se hace efectiva y ya se aplican las anunciadas medidas de ahorro, que permitirán a los accionistas cobrar aún mayores dividendos a final de año. Estoy despedido.
Me lo anuncia Gerard, el director, frente al que me encuentro sentado en su despacho. Apoltronado en su enorme sillón de cuero marrón me habla intentando utilizar un tono conciliador, con cara de circunstancias, con su rebuscado vocabulario burgués y mirándome con esa personal expresión bovina que muestran sus ojos inflados y caídos, pegados a su mofletudo y flácido rostro.
Gerard, ese repelente burócrata lameculos, ese incompetente jodido hijo de papá que siempre se lo encontró todo hecho en la vida, que tuvo todo al alcance de la mano, al alcance de una llamada telefónica de su influyente familia, sobrino del fundador de la empresa e hijo de (¡Oh, qué casualidad!) un miembro del consejo de dirección del banco.
Ese imbécil al que, como director adjunto, tantas veces he tenido que sacarle las castañas del fuego, tomar decisiones en su lugar, confeccionar informes por él y en los cuales lo único que tenía que hacer era firmar, elaborar presupuestos que él es incapaz de calcular. Ese hipócrita con el que incluso me he corrido algunas juergas, al que he hecho descubrir lugares y personas de esta ciudad que él ni sospechaba que existían y le fascinaban, que le dejaban alucinado. Ese reprimido al que he visto poner los cuernos a la foca de su mujer con las putas brasileñas o rusas de los burdeles que frecuentamos y a los que tanto le gusta ir. Ese memo que tantas veces me ha jurado apreciarme y quererme tanto que para él era más que un amigo, mucho más, que era como ese hermano mayor que nuca tuvo.
Es él quién me anuncia que me voy a la puta calle. Despedido, anulado, borrado del mapa. Con efecto inmediato.
No me encuentro bien. Estoy sudando, la ira me ahoga y siento mi ritmo cardiaco disparado, me noto el corazón desembocado, batiendo como un loco en el pecho. La migraña se desencadena de nuevo y los latigazos secos en el interior de la cabeza me torturan hasta hacer que mi vista se vuelva brumosa y que el más mínimo sonido se convierta en un estridente ruido que me revienta los tímpanos y lanza miles de agujas al cerebro. Me ahogo, suelto el botón del cuello de la camisa y me aflojo la corbata. Intento calmarme, concentrarme, no consigo interpretar los síntomas, no sabría como calificar mi estado, no sé que me está pasando. Veo que Gerard me mira fijamente, como aterrado, no entiendo muy bien porqué. Se hunde en el sillón y lo empuja hasta hacerlo chocar contra el archivador que tiene detrás. Comienza a balbucear intentando poner una patética sonrisa en su gelatinoso rostro...
-Venga Antonio, coño, tr... tranquilo hombre, ca... cálmate, de... jame terminar, te... ¿sabes? Serás ge... generosamente indemnizado, como corresponde al puesto que ocupab... que ocupas y... Joder, Antonio, no lo tomes como algo personal, yo solo cumplo órdenes, yo... y so... somos amigos...
De un bote me levanto de la silla y me abalanzo sobre la mesa de Gerard, como disparado por un resorte súbitamente liberado. De un rápido movimiento de brazo barro todo lo que se encuentra sobre ella, mandando papeles, bolígrafos y demás trastos a tomar por el culo por todo el despacho. Con el puño cerrado y un dedo apuntando a pocos centímetros de la temblorosa cara del borrego consigo decir con dificultad, entre dientes, casi sin conseguir que me salga la voz, ahogada y rota por la cólera:
-¿Tu? Tu... tu no eres... mi amigo.
Una imagen clara se proyecta en mi mente. Atrapar la cabeza de ese cabrón con las dos manos y estamparla con todas mis fuerzas contra el tablero de la mesa, golpearla una y otra vez hasta reventarla como un melón y ver extenderse sobre la madera la grisácea masa de su cerebro primario mezclada con su sangre.
Consigo controlarme. Doy media vuelta y salgo del despacho, cuya puerta rompo al abrirla de una violentísima patada, y me dirijo sin poder dominar mi furia a mi propio despacho, abriéndome camino con algún que otro empujón entre la gente que atraída por el tremendo golpe y empujada por la malsana curiosidad morbosa tan típica del ser humano se precipita al pasillo. Ignoro los comentarios, las miradas temerosas que me dedican y las preguntas que mis colegas más íntimos se atreven a hacerme tímidamente. Cuando llego a mi mesa empujo con el pie la silla y la mando a estamparse contra la vitrina que a modo de pared separa mi despacho del contiguo y que revienta descomponiéndose en miles de fragmentos de vidrio que se esparcen sobre la moqueta. Recupero mis llaves, me pongo la chaqueta y me marcho.
Cuando llego al coche veo que me han puesto una multa, al estar aparcado en una zona azul y haber superado el límite de tiempo autorizado. ¡Dios! ¿Pero qué coño pasa hoy? ¿Cuando va a detenerse esta locura? ¿Qué más me va a ocurrir?
Arranco la multa del limpiaparabrisas, la destrozo con rabia y arrojo a la alcantarilla. Entro al coche, coloco las manos sobre el volante y la cabeza entre ellas. Necesito reflexionar, intentar calmarme, analizar los hechos, adoptar una actitud racional e intentar comenzar a tomar decisiones coherentes.
El día está siendo realmente difícil, algo así como el punto culminante de la serie negra que estoy viviendo desde hace ya cierto tiempo. Serie que se inició con la terrible pérdida de Vanesa, mi adorada y añorada puta esclava, mi joven y tierna perra sumisa caribeña. Vanesa vivía en Suiza de manera ilegal y se marchó a España, con su madre y su hermana, al decidir el gobierno de ese país otorgar documentos y legalizar a todo inmigrante que allí se presente. Decisión que tuvo el mérito de atraer, entre otros, a toda la escoria africana y de países del este de Europa que hasta entonces pululaban y se dedicaban a delinquir por otros lugares del viejo continente, liberando así de su presencia las calles de ciudades como Ginebra, pero que a mi me jodió vivo al privarme de la mujer con la que compartí las experiencias más profundas e intensas de toda mi vida.
Los nueve meses que duró mi relación con Vanesa constituyeron una delirante y desenfrenada carrera hacia el interior del fantástico y placentero mundo de la sumisión y las prácticas sadomasoquistas. Un periodo en el cual los límites solo existían para aportar la excitación y el placer de rebasarlos y seguidamente plantear otros nuevos, más lejanos, más osados. Fue sencillamente descubrir y adoptar una nueva y alucinante filosofía de vida. Pero todo eso, por desgracia, ya no es más que un episodio del pasado y desde entonces mi presente es vulgar, monótono y aburrido, todo va mal y ni las juergas, el alcohol, la cocaína o las aventuras puramente sexuales consiguen hacerme olvidar la añoranza que siento por aquella vida.
No es hora punta pero el tráfico es denso. El tráfico siempre es denso en Ginebra. Circulo sin rumbo fijo. Pongo un CD. Rammstein, "Mein Teil", a toda ostia por supuesto. Sencillamente: ¡genial! Los peatones y los ocupantes de los vehículos cercanos al mío se me quedan mirando ("¿Qué coño miráis, pandilla de hijos de puta?" Les digo con la mirada como respuesta a las suyas) y subo las ventanillas para amortiguar el sonido de la música, cuyo volumen me niego a bajar para no reducir el efecto terapéutico que me produce. Noto que me calmo un poco. Incluso esbozo una sonrisa al rememorar algunas imágenes del magnífico video clip de la canción.
Sigo dando vueltas por las calles, cambia la canción, "Feuer Frei", no tan buena, pero potente y divertida. Giro más el botón del volumen del auto radio y lo llevo al tope máximo. Las ventanillas del coche amenazan con reventar. Me importa un carajo. Compruebo que estoy en mi barrio, llegando a mi casa. No me apetece encerrarme entre cuatro paredes. Veo uno de esos restaurantes de comida basura. Dada la hora parece casi vacío y hay sitio para aparcar delante de la puerta. Voy a tomar algo, quizás me ayude a calmarme.
Voy directo al mostrador, pasando por entre las mesas vacías e intentando ignorar la estúpida música que envenena el ambiente en el local. Al llegar, una linda chiquita rubia viene a colocarse frente a mi, detrás de una de las cajas. Tiene el pelo recogido en un moño, lo cual me permite admirar su precioso cuello, largo y fino, pura elegancia, de piel muy blanca, como su rostro delicado y de frágil aspecto, que atrae y retiene mi atención, que dispara mi imaginación, que me hace desearla de inmediato. Leo la plaquita rectangular que luce en el pecho de su camisa azul, colocada como reposando sobre uno de sus pequeños senos: "Srta. Pamela R."
Detrás de ella otra chica joven, una morena con cara de rata, vacía unas cajas de servilletas de papel, canturreando mientras trabaja la ridícula canción que suena en ese momento, y más lejos, en el fondo de la cocina, un gigantesco negro, muy alto y panzón, está vaciando bolsas de patatas en una freidora.
Dedicándome una insultante y falsa sonrisa puramente comercial, me pregunta Pamela R.:
-Buenos días ¿qué desea?
-Follarte la boca y correrme sobre tu carita de jodida puta cerda -estoy a punto de contestarle, en lugar de lo cual, digo:
-Hola. Una hamburguesa con dos lonchas de queso y una cerveza, por favor.
-Cerveza no tenemos, ahí tiene la lista de bebidas -me responde con tono impertinente y señalando al mismo tiempo un póster de la pared con fotos de vasos de cartón llenos de bebida, de diversos tamaños y colores, y con los precios escritos al lado de cada uno de ellos.
Obedeciendo a un impulso primario, de manera totalmente involuntaria, me abalanzo por encima del mostrador, agarro de un puñado el moño de la chica y la atraigo contra mí, hasta colocar su cabecita a pocos centímetros de la mía...
-Dime una cosa, pequeña puta estúpida, -pregunto furioso y hablando entre dientes- ahí afuera hay un cartel en el que está escrito: "Restaurante" ¿no es así?
-Si señor -me responde despacio y mirándome con una extraña expresión, como hipnotizada, a los ojos.
-No me vuelvas a llamar nunca más señor, furcia, llámame Amo, ¿entiendes? Y baja la mirada o te reviento los ojos, maldita puta, ya estoy hasta los cojones de tus impertinencias -Sin soltarle el pelo y tras ver su cabecita asentir tímidamente y mirar hacia abajo, continuo...
-La cerveza es uno de los artículos más comunes, populares y fáciles de encontrar en un establecimiento hostelero. ¿Qué mierda de restaurante es este que no vende cerveza? No pretenderás que me tome una mariconada de esas, cola o té frío, ¿verdad?
Tengo el pecho por encima del mostrador y de cintura para abajo estoy pegado contra la pared que lo sostiene. Advierto con cierta sorpresa que estoy medio empalmado, al sentir mi polla morcillona apretada contra el pequeño muro. Estoy excitado a pesar de mi estado todavía muy nervioso, y mi excitación crece por segundos, desde que empuñé el pelo de la chica y nuestras cabezas están tan cercanas que casi se rozan, pudiendo así embriagarme de ese delicioso olor a hembra tierna y temerosa, admirar la piel tersa y brillante de su cutis, por el que imagino ya correr los chorros de mi semen tras haber eyaculado sobre ella teniéndola arrodillada postrada a mis pies...
-Lo siento señ... Amo. En los restaurantes de esta cadena no se vende ninguna bebida alcohólica. Lo siento, ¡no tenemos cerveza! -Me repite- Amo, por favor, me hace daño...
A nuestra izquierda se abre una puerta. La chica con cara de rata, cuya presencia ya había olvidado, sale cargada con un par de cajas de cartón y pasa por detrás de Pamela, mirándonos con los ojos abiertos como platos pero sin decir nada y volviendo a su trabajo.
Tirando del moño de la chica la obligo a desplazarse por detrás del mostrador hasta esa puerta, la cual abro y entramos a lo que parece un pequeño almacén, con cajas y trastos por todas partes. Vuelvo a cerrar la puerta empujándola con el pie y sin demora agarro a la chica de su magnífico cuello con mi mano derecha, la arrincono contra la pared y le explico:
-Estoy teniendo un día de mierda y no te voy a negar que estoy un poco tenso, incluso diría que bastante nervioso. Pero me he percatado que eres una perrita un poco impertinente y bastante maleducada, que necesita un Amo que le enseñe la obediencia y las buenas maneras, ¿me equivoco, puta?
-No, Amo. Me responde con la respiración agitada, los ojos completamente abiertos y sin pestañear, con el rostro congestionado debido a la presión de mi mano sobre su garganta.
Casi no consigo dar crédito a lo que oigo. ¿Estaré realmente en presencia de una auténtica sumisa?
-Que no tenga que volver a repetirte que bajes la mirada, estúpida zorra, no vuelvas a atreverte a mirarme a los ojos. -Empujándola con violencia de lado y haciéndola caer al suelo, decido ponerla a prueba.- Comienza a demostrarme que podrías merecer que pierda mi tiempo contigo, despreciable furcia: Ven aquí de rodillas, sácame la polla y mámamela.
De inmediato obedece y viene hacia mí arrastrando las rodillas por el polvoriento suelo. Al llegar, sus frágiles manitas me bajan la cremallera del pantalón y una de ellas se introduce en el interior para agarrarme la verga y sacarla al aire libre. Excitado, sobre todo por el hecho de tener a esa linda perrita devotamente postrada ante mí, coloco sobre su cabecita mi mano abierta y la empujo sin miramientos contra mi erecto sexo para que me lo mame "Chupa, furcia, trágatela entera." Le ordeno.
Nada más sentir la boquita dulce y húmeda de la chica engullir mi polla y comenzar a mamarla la puerta se abre de golpe y entra al cuarto un tipo bajito, un calvo cabezón y gordo, muy gordo, una especie de bola de sebo con patas, embutido en un pantalón color claro y una camiseta publicitaria en los cuales se marcan amenazando con hacerlos estallar los rollos de grasa que componen su cuerpo. Detrás de él, mirando por encima de su hombro, está la cara de rata, estirando el cuello para intentar poder ver algo, hasta que el gordo le cierra la puerta en las narices de golpe y viene en nuestra dirección.
-¿Qué coño está pasando aquí? Pamela, ¿por qué has dejado la caja, quién es este capullo? Comienza a decir el hombre-puerco con una afeminada voz chillona, medio histérica, y un inconfundible acento francés.
-¡Joder! Añade al percatarse que la chica tiene mi polla metida en la boca- Pero... ¡¿qué estás haciendo?!
Cegado de nuevo por la ira que me provoca la inoportuna interrupción y la repugnancia que el recién llegado me inspira, una vez más dejándome llevar por mi instinto, me abalanzo bruscamente sobre el tipejo y le meto un fuerte cabezazo en la parte baja de la frente. Lanzando un grito cae hacia atrás y queda aturdido y medio caído apoyado contra la pared, llevándose ambas manos a la cara. Encadeno con una fuerte patada en los huevos y cuando desplaza a esa parte de su cuerpo las manos lanzo el puño derecho contra su cara, acompañando el movimiento de mi brazo con toda la parte superior de mi cuerpo y descargando todo mi peso en el punto de choque del puño. El impacto es bastante violento, la cabeza le rebota contra la pared, suena un fuerte y desagradable ruido como de madera partida y el cerdo se derrumba en el suelo gritando histéricamente como una mujerzuela, con las manos de nuevo en la cara entre cuyos dedos comienza a emanar abundante sangre.
Furioso por el escándalo que está montando el gordo agarro una pesada caja que contiene grandes botes metálicos, la levanto por encima de mi cabeza y le grito situándome a solo un paso de él:
-¡Dejas de gritar ahora mismo o te aplasto la cabeza!
-¡Reviente a ese hijo de puta, Amo!... Oigo decir a Pamela, la cual parece muy alterada, excitada con la escena, tiene los ojos abiertos como platos, las pupilas dilatadas, la respiración agitada y en la cara una demencial sonrisa.
-¿Quién coño es este cerdo? Le pregunto.
-Es el jefe, el gerente del restaurante, ¡un cabrón de mierda!
-No entiendo como puedes caer tan bajo, perra, trabajar para este puerco. Le contesto con una mueca de asco. Y añado tras escupir sobre el gordo un espeso salivazo... ¡Y encima un puto gabacho! Vamos puta, continúa con lo que estabas haciendo.
La chica vuelve a su posición, se introduce mi verga en la boca y comienza a mamármela con ansia, mucho más intensamente de lo que lo hacía un minuto antes. Compruebo que el gordo, que permanece inmóvil y parece calmarse un poco, no pierde detalle y mira con sus porcinos ojillos como la chica me come la polla.
Mis brazos comienzan a cansarse. Dejo caer de golpe la caja de latas sobre el pecho del francés, provocando un nuevo chasquido al, supongo, partirle alguna costilla. Los gritos del hombre se intensifican. Le coloco un pie sobre la cara, con la suela del zapato tapándole la boca y vuelvo a ordenarle que cierre el pico. Me percato que está llorando y que por su cara resbala una repugnante mezcla de sangre, lágrimas y mocos.
Atrapo de nuevo el tierno cuello de Pamela y la apoyo con el pecho sobre la caja que aplasta al gordo. Le levanto la falda hasta que le queda enrollada a la altura de los riñones y le arranco las bragas de un par de tirones. Tiene un precioso culito. De esos que tanto me gusta relamer y degustar, pero hoy no estoy de humor. Le doy un par de fuertes azotes y le hago un masaje con la mano por toda la raja, acaricio el agujero de su ano y le meto un par de dedos en el coño. Está mojadísima, ¡con el coño completamente encharcado! Gime y se retuerce de placer al sentirse penetrada por mis dedos.
La agarro de los riñones y clavo la polla en ese apetecible coño. Comienzo a follarla, con fuertes embestidas, provocando que tanto sus gemidos como las quejas del hombre se acentúen. La puta grita sin retención al correrse, el ritmo de mi metisaca se hace frenético y no tardo en correrme yo también. Siento un indescriptible placer e inundo de semen la vagina de la chica. La follada ha sido rápida, intensa, salvaje.
Segundos después me aparto de ella y me arreglo la ropa mientras veo mi esperma caer resbalando por sus preciosos muslos. El cabrón del suelo no cesa de quejarse. Empuño a Pamela del casi deshecho moño, la aparto y le ordeno a la vez que quito la caja de botes que todavía permanece sobre el pecho del hombre:
-Ahora pon el culo sobre la cara del puto gabacho y cágale en la boca, a ver si así deja de gimotear.
-¿Cómo? Pregunta sorprendida y atreviéndose a mirarme de nuevo directamente a los ojos.
A toda velocidad la palma abierta de mi mano derecha describe un arco perfecto en el aire y se frena tras chocar contra la cara de la Srta. Pamela R., produciendo un sonoro "PLASSSSS" que resuena en la habitación, al tiempo que la proyecta hacia atrás y la tumba despatarrada sobre unas cajas apiladas contra la pared. Con un par de pasos largos y rápidos me coloco junto a ella, la agarro del cuello y le pregunto un tanto nervioso:
-Vamos a ver, aclárame una duda, perra, ¿eres medio sorda o completamente estúpida? ¿De verdad no has comprendido lo que te he ordenado y me voy a ver obligado a tener que repetírtelo?
Las lágrimas bañan su rostro. Del labio inferior le brotan espesas gotas de sangre que le caen resbalando por la barbilla. Intentando reprimir los sollozos va hasta el franchuto, coloca una pierna a cada lado de su cabeza, se remanga la falda hasta la cintura y se agacha, colocando su precioso y blanco culito a unos veinte centímetros de la cara del obeso. Contemplo divertido el espectáculo. El gabacho gime de nuevo e intenta ladear la cabeza, a la cual administro una patada acompañada de la orden de cesar de quejarse y moverse. Pocos segundos después una repugnante bola marrón le cae sobre el rostro. Seguidamente resuena un pedo y un bastoncillo de unos diez centímetros de largo emerge del ano de la chica para aterrizar también sobre la cara del gordo. Es realmente repugnante.
La peste a mierda se acumula rápidamente en el pequeño almacén y comienza a incomodarme. De una de las cajas saco un puñado de servilletas de papel, las arrojo al suelo al lado de la muchacha y le ordeno limpiarse el culo. Salgo del pequeño almacén y me dirijo rápido hacia la salida. Ya hay varias mesas ocupadas y tres personas hacen cola delante de la caja que atiende la cara de rata.
Cuando voy a abrir la puerta oigo unos pasos rápidos detrás de mí y noto que alguien me toca en el hombro. Levantando el puño derecho, me doy media vuelta bruscamente dispuesto a estamparlo en los morros de quién se encuentra a mi espalda y, supongo, pretende detenerme. Me encuentro con la frágil figura de Pamela, veo la cima de su cabecita rubia agachada, su camisa manchada de sangre, y la oigo rogarme:
-Lléveme Amo, por favor, déjeme ir con usted, por favor Amo...
La súplica llega hasta los oídos de dos sebosas mujeres sentadas a una mesa cercana y acompañadas de tres o cuatro niños monstruosos, aplicándose todos ellos a consolidar su ya obscena obesidad atiborrándose de hamburguesas y patatas fritas. Engullendo como si fuera inminente la llegada de una anunciada hambruna. Las gordas nos observan incrédulas y un tanto desafiantes. Les dedico una mirada cargada de odio y repugnancia, al tiempo que digo:
-Vamos.
Abro mi coche con el mando a distancia y tras bajar el respaldo de mi asiento le ordeno a mi acompañante:
-Ponte ahí detrás, cerda, tirada en el suelo. No quiero que me ensucies el cuero de los asientos con tu sucio culo.
Venimos directos a mi casa y... de eso hace ya... creo que tres días. No he salido desde entonces, ni he abierto la puerta, ni contestado al teléfono. Pamela permanece en silencio la mayor parte del tiempo, acurrucada, encadenada a una argolla (la cual está fijada a la pared de un rincón de mi habitación) y tirada sobre la vieja manta que le he puesto en el suelo, donde también come y duerme. Tres días de delirio en los que la he castigado, humillado, maltratado, jugado con ella a mi antojo, satisfecho todos mis caprichos y follado como y cuando me ha apetecido.
Estoy un poco confuso. No se nada de ella, solo conozco su nombre. En un par de ocasiones la he liberado y le he dicho que se largue de mi casa, que vuelva a su vida. Las dos veces la respuesta ha sido arrastrarse a mis pies para lamérmelos y besármelos, rogarme que no la eche, suplicarme que la acepte, jurarme que será la más fiel de las perras.
Casi no puedo creer mi suerte, ¿estará cambiando de nuevo, esta vez en el buen sentido? Hay momentos en que me hago muchas preguntas, en que me asaltan mil dudas. Me digo que he de intentar volver a la realidad, aunque no estoy seguro de desearlo. Ni siquiera sé muy bien a qué realidad me refiero, aunque tarde o temprano tendré que ocuparme, al menos, de mi "realidad" laboral. Todo es un lío. Pero me ha sentado bien escribir esto. Creo que plasmar sobre el papel estos sucesos me va a ayudar a reflexionar, que ahora sí que voy a poder analizar los hechos, adoptar una actitud racional e intentar comenzar a tomar decisiones coherentes.