Serie -Ellos Copulan-: ¡Pasa y mira!

Este relato nos introduce al descubrimiento de la homosexualidad por un joven que nunca la había tenido presente; pero todo, desde la dicha, nunca desde la culpa.

SERIE: "ELLOS COPULAN"

¡PASA Y MIRA!

Había aprobado la selectividad en setiembre y entrado en una carrera de cuyo nombre no quiero acordarme. A una semana del inicio de las clases aún no tenía piso en Santiago de Compostela; aunque tenía claro que era una asignatura que quería aprobar urgentemente sino me quería ver en la puta calle de esa ciudad tallada por la lluvia.

Siguiendo el consejo de perros viejos y sabios que sabían sobre el tema, me dediqué, antes de ir a las inmobiliarias que en ese momento estaban cerradas, a buscar en los anuncios que se ofertaban por los supermercados, cabinas telefónicas y otros sitios. Entré en el supermercado "Claudio" para enfrentarme a la cruda realidad que discriminaba mi entrepierna: se alquilaban habitaciones; pero para chicas. Aún así encontré un anuncio que alquilaba "habitación a chico". Consultando el callejero descubrí que era la prolongación de la calle donde estaba y hacia allí dirigí mi incertidumbre.

Era un primero y una voz interrogante me abrió el portal. A grandes pasos, pues temía que le interrumpiría la comida, me dirigí hacia el piso. Justo cuando llegué la puerta se abrió y en la penumbra pude distinguir a un joven menudo que con toda cordialidad me invito a pasar. Caminando por el pasillo pude apreciar una silueta robusta que seguía con paso firme hacia lo que parecía un salón. Al entrar pude ver con todo detalle lo que la oscuridad me había negado. Como en los perfumes, aquel cuerpo que no llegaba al 1’60 de altura, concentraba en esa poca superficie una virilidad mayúscula. Vestía ropa ceñida que se fijaba a su piel acentuando cada una de las partes que armonizaban ese magnífico cuerpo hasta recrear un poderoso atractivo que, en aquel momento, yo distaba mucho de apreciar.

Estoy comiendo. ¿Quieres?

No gracias.

No te cortes. ¿Te importa? -dijo al tiempo con un gesto que daba a entender que se quería quitar la ceñida camiseta para soportar el calor de un verano que se resistía a abandonarnos.

No. Claro que no –expliqué tímidamente-, estás en tu casa.

Al momento aquella poderosa musculatura salió de su escondite. Aún en aquel gesto inocente, la sensualidad de aquel cuerpo marcaba en cada una de sus formas la naturaleza de su amo. Sus dorsales perfectamente pronunciados caían vertiginosamente, y con toda su potencia, abriendo paso a un abdomen igual de seductor por su dureza y melodiosas formas. El atractivo continuaba en unos fornidos pectorales cubiertos de un fino vello que acariciaban a unos pezones oscuros y erectos, hasta caer pronunciadamente trazando un eje que se ocultaba en la entrepierna, señalando allí una mayor vitalidad que aludía a la condición del conjunto que abrazaba. Cada parte de su cuerpo, como aquellos magníficos y torneados bíceps, mostraba la bizarría de su potente fascinación. Esa atracción deambulaba por un filo ambiguo que lo situaba en una posición difícil de concretar. Si admirabas sus ojos grandes y oscuros, comprendías, al momento de sumergirte en esa atrayente mirada, las grandes dosis de ferocidad que podía albergar un sujeto como aquel. Sin embargo, tenía unos labios tentadores, con un labio inferior grueso y carnal que despuntaba orgullosamente, creando un gesto de perpetua interrogación que te hacían recordar a una persona atada a la realidad con finos hilos de telaraña. El resultado era una cara sumamente atractiva en el que las notas de hombría e inocencia se depositaban desperdigadas hasta formar un conjunto recio y arrebatador.

Con la misma confianza que en un principio, me explicó la situación en breves líneas acompañándome hasta la habitación que sería la mía. El muchacho que ocupaba la habitación no volvería a Santiago por haberse hecho cargo de la empresa familiar tras la muerte de su padre; el resultado de esa operación del destino era que se encontraban algo colgados. La habitación, contigua a la suya, no era gran cosa, pero a su favor tenía dos ingredientes: una puerta que daba a una amplia terraza desde la que se divisaba una vista no muy tentadora de los demás bloques, y una cama de matrimonio que se mostraba jugosa. Continuó su explicación con esa confianza que te hacía sentir que lo conocías de toda la vida. Sin embargo, comencé a sentirme molesto. Notaba como no dejaba de mirarme con intensidad, como si estuviera fotografiando cada parte de mi cuerpo. En ese momento lo achaqué a la urgencia de su conocimiento, como si tratase en ese breve lapso de tiempo saber quién era yo y qué pasos seguiría en un futuro próximo. Sin embargo, la osadía de su mirada hacía que resultará difícil casar mi idea con su comportamiento. Sus parrafadas se acompañaban de frecuentes tocamientos a su paquete que masajeaba de una forma peculiar, subrayando más la potencia de su masculinidad que el escozor que a veces ésta produce. La jugada siempre terminaba con una mirada directa a los ojos intentando escrutar los efectos de su comportamiento. Hoy se la hubiera mamado, pero en aquel momento mi respuesta era evadir aquella mirada que, por alguna extraña circunstancia que no entendía --pues mi estrecha mente en aquel entonces no conectaba masculinidad con mariconería--, conseguía ruborizarme. Tras mostrarme todo el piso y su tentador precio, nos sentamos en el salón a conversar. Al momento ya me puso al detalle sobre su vida, aunque como pude comprobar después no me contó todo .

Se llamaba Roberto, tenía 28 años y era el mayor de tres hermanos, era natural de un pueblo costero al que volvía de vez en cuando pese "a encontrar en Santiago todo lo que un muchacho como yo puedo desear". Su corpulencia era la respuesta natural al trabajo. Bregaba en una empresa local de transportes y mudanzas en el que cada día era una sorpresa que trataba de reventar sus fuerzas, pero de la que él salía con frecuencia victorioso. A las cuatro, sin necesidad de pacto escrito, quedó claro que me quedaba con el piso. Como entraba a trabajar me acompañó hasta la puerta para despedirnos.

¡Bueno, Carlos! Nos vemos –me dijo ofreciéndome la mano.

¡Claro! –dije apretándole cordialmente.

¿Sabes una cosa? Me alegro de que seas tú quien alquile la habitación.

Tras esto, aquella figura diminuta y portentosa me abrazó fuertemente hasta hacerme notar la fibra de su musculatura. Por un momento me desconcerté, pero correspondí algo turbado a su abrazo. Así fue mi primer día con Roberto...

A la semana ya estaba allí sin sospechar que se abría una nueva etapa en mi vida. Coincidiendo con mi mudanza llegó el tercero en discordia. Como todos los "físicos", era un tipo peculiar. Desde que llegó hasta que se fue se encerró en sí mismo y en aquella habitación. Cruzaba las palabras imprescindibles, pocas más fuera de un hola o un adiós; pero aún así su presencia se hacía notar en toda la casa. Un mare mágnum de notas y esquemas aparecían sorpresivamente salpicando toda la casa de obligaciones que no había que pasar por alto. El resultado de aquella obsesionante planificación fue que, durante su breve estancia, teníamos el único piso de estudiantes limpio de Santiago; las dos únicas motas de polvo que interrumpían su perturbación éramos Roberto y yo.

Aunque nuestros horarios rara vez coincidían, solíamos salir de vez en cuando para disfrutar de la caliente noche compostelana. Esto no supuso ningún problema. Nuestro carácter sirvió para lograr la misma complicidad que se consigue con años de amistad. Llegamos hasta tal punto que hasta sobraban las palabras, sobre todo cuando salíamos con ganas de comer; y no me estoy refiriendo sólo a lo que se come por la boca. En ocasiones, según la caza del momento, nuestros caminos se separaban y el uno podía escuchar al otro disfrutar de las ardientes maniobras que habían convertido la habitación en un picadero. Cuando se daba ese caso, no quedaba más remedio que vencer la frustración haciéndote una sabrosa paja que aliviase la calentura que tú sentías, y que en la habitación de al lado quemaba.

Sin embargo, había otras en que la atmósfera se volvía más caliente. Y ésas eran cuando sabías que en la habitación contigua estaban follando igual que tú. Esa compañía animaba más la lujuria del momento, haciéndote entrar en una especie de muda competición para ver quien era más macho de los dos. En esas noches, los polvos se multiplicaban hasta llegar al límite de tu sensualidad por deshacer un empate que tu orgullo no consentía. La próxima vez que nos volvíamos a ver, nuestras miradas lo decían todo y entrábamos de nuevo en un juego húmedo que alababa lo buen amante que era el otro, sabiendo que aquello no tenía otro fin que subrayar hasta el infinito la desmesurada potencia con la que la naturaleza nos había premiado.

Una de esas noches en que la fortuna me sonrió sólo a mí, ocurrió un detalle más a sumar a la complicidad que ya teníamos. Estaba en un mete y saca delicioso con una niñata de Derecho cuando Roberto llegó. En ese momento, mi niña paró la gozosa embestida, cortándose un poco de que la pillarán en plena faena.

¡Tranquila! Estás en mi casa. No son tus padres...

Pero algo percibí que me hizo recordar que no sólo era mi casa. Pese al frío que reinaba en el exterior, Roberto abrió la puerta de la terraza. Yo esperaba el ruido que indicará que la cerraba, pero este no llegó. Instintivamente miré hacia la ventana y vi que tenía la persiana semicerrada dejando una pequeña abertura; también vi que la sombra de Roberto se proyectaba sobre el muro de la terraza, pero sólo por un momento, pues apagó la luz. Sospeché que aquel insaciable tragacoños quería calentarse no sólo con el sonido de nuestros asaltos, sino también regar su vista mientras se pajeaba. Ignoró la razón, pero aquello me excitó más, y esa parte exhibicionista que solemos tener los que nos apreciamos salió a escena.

Me encantaba pensar que el muy puto se estaba calentando no sólo por el delicioso coño que yo saboreaba, sino por la fogosidad de mi combate. Sabía que en ese momento Roberto estaría pensando que era yo , que aquellas piernas musculadas que daban potencia a mi pubis, eran las suyas; que aquel culo prieto y torneado que dibujaba las filigranas de mis incursiones, era el suyo; que aquella espalda ancha y fornida, arañada por la codicia de la futura abogada, era la suya; pero no me llegaba que estableciera sólo una pequeña parte de las comparaciones que se podían llegar a dar. En aquel momento, quise saber si la polla que yo portaba también creería él que era la suya. Decidí cambiar de postura, la puse a cuatro patas sobre el ancho de la cama y me puse de perfil ofreciéndole una amplia vista sobre mi verga a la que masajeaba lujuriosamente a lo largo de los diecisiete centímetros de su torneado y grueso talle. Cogí mi rotundo glande y acaricié la punta con unos suaves masajes, justo donde se une con el frenillo, dándole más gusto, si cabe, a una maniobra como aquella. Al momento le endilgué toda la polla en su chorreante coño, montándola justo por encima de su culo para que su ardiente chocho disfrutara de toda mi longitud y friccionará de un modo más placentero una verga acostumbra a abrir los más malsanos apetitos. En esa postura inicié un mete y saca enérgico en el que mis manos se entretenían masajeando las deliciosas tetas de mi babeante amiga, que no deja de suspirar y moverse como una zorra. Mi placer era máximo. Por un lado, un coño con pocos kilómetros de polla y ansioso por aprender; por otro, saber que mi amigo se estaba pajeando ante la potencia de mi fortaleza, y, además, con una vista acojonante. Esa postura le permitía ver todo el perfil de mi polla, pues mis piernas se situaban justo en la vertical de los muslos de aquella nenita que se debatía con la potencia de mis incursiones para chocar repetidamente contra la pared, sin importarle daño alguno pues los gritos que ahora lanzaba nada tenían que ver con el dolor. Mi polla penetraba con avaricia en aquel jugoso coño. Cada arremetida se expandía como una ola en un movimiento continuo de flujo y reflujo. El húmedo sonido de mis incursiones era una nota más que se añadía a aquella jauría de ayes y suspiros, aumentando deliciosamente la temperatura que allí se respiraba.

Mis melenas no me permitían ver con claridad la ventana y lo que allí ocurría; pero mi imaginación estaba allí recreándolo todo. La febril imaginación del momento representaba al pobre Roberto sucumbiendo a la envidia y a la lascivia en una solitaria pero codiciable paja. Intentaba no perder de vista aquella esquina y todo la voluptuosidad, que en el caso de la zorrita se dirigía a cualquier dirección por el mundo perdido que disfrutaba, yo lo dirigía hacia allí. Ni durante un segundo pensé qué coño estaba haciendo, me había atado tanto a esa sensación que consideraba lo más natural y apetecible del mundo ofrecer un grato espectáculo a mi colega de correrías.

Por un momento tuve la tentación de contarle a aquella putita todo lo que estaba ocurriendo. Al verla desencajada y abandona al ardor de la sensualidad, entendí que a ella le encantaría saber que aquel glorioso polvo que estábamos disfrutando no se encerraba entre las cuatro paredes de la habitación, sino que se expandía como sus gritos. Sin embargo, frené aquella averiguación y mis pasos se dirigieron a exaltar no sólo su carnalidad sino ese barniz de ramera que ahora comenzaba a brillar. Le di unos fuertes cachetes en las nalgas, como si de un caballo se tratase, acompañando esa violencia tan bien recibida de un tropel de palabras malsonantes que hicieron que subiera unos cuantos peldaños más en su escala de puterío. Ella ya iba por su segundo o tercer orgasmo y aquella vagina succionadora no hacía otra cosa que empaparse más abundantemente. Buscaba mis labios con ansiedad como si el beso que pedía apagara de alguna manera todo el apasionamiento que le achicharraba. Pero mis besos eran igual de violentos que mis palmadas y mordisqueaba con ferocidad aquellos labios impregnados de sexo, que pese a todo seguían pidiendo más caña.

Me encanta correrme dentro del coño. Disfruto viendo como después éste va expulsando mansamente parte de la mercancía que antes tragó con glotonería. Cuando noté que mis deliciosos jugos se abrían paso derrumbando toda la potencia que exhibía para sumergirme en un estado convulso, decidí que también esa leche iría hacia aquella esquina. Y así, cuando la base de mi polla se ensanchó, con el último gramo de cordura que me quedaba saqué mi verga de aquel goloso chocho y dirigí mis trallazos de leche al jadeante espectador de nuestra lascivia.

La abundante leche fue acompañada no sólo de un grito desgarrador, sino de unos meneos voluptuosos que trataba de hacer llegar aquella cálida carga a los pies de ese mirón que me había dado uno de los más ardientes orgasmos de mi vida. Durante unos ocho segundos aquel surtidor no dejó de manar potentes lingotazos de leche. Ese orgasmo tan dilatado me dio tiempo para bajar el telón de manera más escandalosa aún. En esas convulsiones, que yo potenciaba, no dejaba de tocarme, como si ese orgasmo final no fuera con la zorrita que tenía al lado y que me miraba con ojos vidriosos y cara desencajada, sino conmigo mismo. Me acariciaba todo mi torso, tensionándolo al máximo para mostrar todo su esplendor; al tiempo me tocaba los huevos para después subir frenéticamente por ese rabo empapado de flujos vaginales y ayudar a que aquella eyaculación viajase hasta mi colega.

Tenía el cuerpo dividido. Por un lado, estaba abandonado a una horda sensaciones que me acuchillaban placenteramente, llevándome a los límites del descontrol; por otro, estaba férreamente sujeto a una disciplina que acentuaba toda mi exuberante masculinidad mostrando el máximo grado de su expresión. Tras la muerte de la primera por causas naturales, la segunda tomó el mando. Durante unos instantes seguí exhibiendo todo mi potencial. Me acerqué a aquella puta que aún seguía respirando afanosamente y le endilgué, sin más preámbulos, la polla en su babeante boca para que hiciera una limpieza a fondo. Mientras, apoyado contra la pared me movía sinuosamente al tiempo que me tocaba y desplegaba toda la belleza de mis músculos. El cierre de la función se produjo cuando volví a escuchar que la puerta se cerraba. En ese momento, ante el asombro de mi "abogada" salí envuelto en la colcha para ver si encontraba algún testimonio de mi fantasía

¿Qué haces?

¡Nada, tranquila! Es que me pareció haber visto a un gato

Y allí estaba la prueba evidente de que mi fantasía se había hecho realidad. Contra la pared había restos de una generosa eyaculación que se escurría dócilmente hacia el suelo. No pude resistir la tentación y tomé entre mis dedos aquella lúbrica verificación de su masculinidad; pero mi tentación fue a más. Su habitación se hallaba a oscuras y difícilmente se podía distinguir nada. Sin embargo, abrí poco a poco la colcha que me cubría para mostrar una última visión a mi caliente amigo. Hacía un frío que pelaba, pero el calor que yo sentía por aquello compensaba con creces aquella iniciativa. Ignoraba lo que estaba haciendo, pero sabía que fuera lo que fuese él no podía permanecer indiferente. Tras esto me cubrí lentamente para volver al ataque que aquella ansiosa "abogada" me pedía.

Cuando nos volvimos a ver, no comenté nada. Él tampoco entró en el tema y ni siquiera lanzó esas alabanzas con las que nos prodigábamos. Por primera vez desde que lo conocía, aquella mirada que secuestraba todo lo que veía evitó, en esos primeros instantes, encontrarse con la mía. Por mi parte, consideré que esa era la mejor forma de encararlo: tomarlo como un pacto no escrito en el que algún día yo encontraría la recompensa que él había disfrutado.

A primeros de febrero nuestro físico amigo, que seguía indiferente a todo signo de convivencia, tropezó con la ley de la inercia en un accidente del que salió mal parado. Tras el eficaz paso de esa familia igual de prusiana que él, quedamos de nuevo con una habitación vacía.

Mira –dijo-, creo que lo mejor que podemos hacer es no volver a alquilar la habitación. Yo no tengo huevos a decirlo "no" al primero que aparezca; y si viene un loco como Xaime, ¡la cagamos! Por el dinero, tú no te preocupes. Yo me hago cargo de su parte, ya que de todas formas me salé más barato que alquilarme un piso yo solo.

No vi ningún inconveniente en lo que me proponía. Lo cierto era que yo tenía sus mismos temores y tampoco estaba dispuesto a probar mi resistencia a esa dictadura silenciosa que habíamos padecido con nuestro extraño "amigo". Así que, a partir de ahí, quedamos él y yo solos en aquel picadero.

Pese a que la carrera no me estaba emocionando mucho, me esforcé, ante el temor de que mis padres abandonaran la lujosa manutención que disfrutaba, por sacar adelante lo máximo que pudiera. Así durante ese mes, excepto un par de salidas que vinieron a "visitarme", mi contacto con el exterior se redujo al tocho de exámenes que me asfixiaba. Una noche a las tres de la mañana, cuando me encontraba enfrascado en las pajas mentales de un profesor que también he olvidado, presentí que había llegado el momento de pasar mi factura. Pero no fui el único que lo vio así, cuando llegó lo primero que hizo antes de comenzar con la feroz ceremonia fue abrir la persiana completamente.

Pese a la locuacidad con la que se manejaba en la vida diaria, para follar Roberto era muy distinto. Los únicos ruidos de los que pude disfrutar en todo aquel competitivo período era la verborrea de sus sacudidas; pero fuera de esos gemidos y húmedos choques, reinaba el más profundo laconismo. Pronto entendí que Roberto era uno de esos hombres que todo lo que no pudiera expresar con la polla, no tenía ningún sentido; o, si había alguno, éste seguía el camino de los susurros para no entorpecer el griterío que testimoniaba su cuerpo. Así, aquel fogoso ritual se inauguró como en anteriores ocasiones: una serie de secos trompicones que daban a entender que la caldera del deseo se había puesto a hervir y que en ese momento estaban desnudando sus cuerpos para comerlos golosamente. Pese a que deseaba mirar, resolví que aún era demasiado pronto para entrar en acción. El primer gemido sería el que me daría la señal de que, lo que iba a ver a partir de ahí, sería una entrega tan tórrida como sugerían sus anteriores combates. Intuía que esta señal no tardaría en llegar, pues si algo tenía claro en todo este tiempo es que Roberto era tan buen amante como yo.

Mientras no llegaba, yo acariciaba mi polla por encima del pantalón, despertando apaciblemente a ese amigo que no paraba de darme satisfacciones. Como presentía llegó el primer clamor, y como si fuera una espoleta me dirigí descaradamente hacia la puerta. Antes de abrirla tomé la precaución de apagar la luz como había hecho él, pero era el único disimulo que me iba a permitir esa noche, pues abrí la puerta con la mayor desvergüenza para que él fuera consciente de que yo estabaallí mirando.

En ese momento, como si fuera un espía ruso o algo así, me acerqué sigilosamente apoyándome en la pared. Mi cuerpo hervía de excitación. Era la primera vez que iba hacer algo así, pese a que lo deseaba desde hacía tiempo y tiempo, y a la agitación por lo que iba a ver se sumaba otra a mayores: que me pudieran ver a mí. Entendí que parte del encanto era no sólo el placer de ver, sino también el riesgo de ser visto. Era un cóctel tan irresistible que pronto mi cuerpo pidió lo que deseaba. Obediente a sus deseos, me desabroché el pantalón, pues mi grueso amigo pedía espacio y aire libre, y antes de ver nada lo saludé con unos suaves movimientos circulares que animaban a mi carnal glande. Me senté cómodamente justo en el borde donde se iniciaba la pantalla de un espectáculo que estaba hecho para mí en exclusiva. ¡Por fin, preparé mi mirada para el espectáculo que iba a ver!

Durante un segundo o dos dudé sobre la veracidad de lo que traducían mis ojos. ¡No podía ser! Roberto se encontraba en ese momento metiendo su descomunal polla en la boca de otro hombre. Aparte rápidamente la mirada tratando de asimilar lo que no creía, y una segunda oportunidad me vino a verificar que era cierto todo lo que mi asombro veía. Aquel conjunto escultórico estaba metiendo su colosal miembro a un muchacho que ni con esfuerzos superaba la veintena. El placer con el que engullía aquel joven de formas infantiles rozaba el paroxismo. Tenía los ojos cerrados y hacía verdaderos esfuerzos por meter aquella desmesurada polla por la que babeaba hasta la humillación.

Yo no sabía muy bien qué hacer. Siempre que me sacude lo inesperado tardo en reaccionar esperando alguna señal que me indique el camino. Esa señal la tenía entre mis manos. Mi polla seguía igual de acerada que antes. Lo que acababa de ver no la afectaba en absoluto. Es más, casi podíamos decir que le añadía un morbo suplementario: no sólo era la primera vez que gozaba del papel de mirón, sino que esta primera vez lo iba a hacer con algo que nunca había visto, con algo tan nuevo que fascinaría a mi poderosa imaginación con cada uno de los insospechados atajos que podía tomar aquella follada. Tímidamente fui acostumbrando a mi mirada aquel plato que no me seducía pero que, sin embargo, tenía un poder de atracción tan invencible que ninguna moralidad absurda vino a mi socorro.

El cuerpo de Roberto se hallaba en tensión. Cada uno de sus músculos estaba perfectamente marcados con una potencia que se manifestaba de forma sinuosa en coreografiados vaivenes. Como ya describí, tenía un cuerpo perfecto, pero aquellas partes que ocultó a mi vista resultaron ser más portentosas y desproporcionadas de lo esperaba. Ese cuerpo fibroso no perdía la cualidad en ninguna parte, sino que la aumentaba en aquellos lugares a los que mi vista no había dirigido ninguna mirada. La fibra de sus lampiñas nalgas resaltaban poderosamente lo recio de esta parte de su anatomía; pero lo mejor lo tenía ahora aquel mozalbete en su boca. Aquella desmedida polla era un prodigio de la ingeniería, un instrumento que rozaba la categoría de arquetipo y que no me resisto a pormenorizar.

La robustez de aquel aparato se iniciaba en sus huevos. Eran prietos y grandes, de una fibrosidad alucinante pues no colgaba ni un pellejo, sino que todo permanecía sólidamente anclado soportando el poder de esos cojones oscuros. Ese vigor se catapultaba a su espléndida polla. Como todo su cuerpo era igual de nervuda. De su ancha base surgían un montón de venas que regaban aquel material colosal, que apuntaba en línea recta una saña nada disimulada. Esa rectitud se combinaba con un ligero arco que hacía aumentar su arrogancia. El peso grandioso de aquel elemento era soportado por una vía espermática que actuaba como una especie de pilar de resistencia hasta fundirse suavemente con su pujante glande. La belleza de esta parte rivalizaba con todo lo demás. Justo en el frenillo, el capullo se ampliaba generosamente dando como resultado unas pequeñas bolas perfectamente definidas aunque no acabadas, pues terminaban por hermanarse hasta formar un bálano de una forma acampanada bastante pronunciada sin que su borde, pese a su aplastamiento, terminase por perder esa redondez con la que se iniciaba. No sólo era por la generosa mamada que estaba disfrutando, aquella increíble polla tenía una tersura deslumbrante que resaltaba la firmeza de sus duras acometidas.

Estas incursiones tan zigzagueantes las estaba disfrutando con pasión aquel adolescente. Ver aquel conjunto contrastado, reiteraba con extraordinaria perfección los distintos caminos que puede tomar la belleza. Desde esa virilidad concentrada que exhibía Roberto en su pequeño cuerpo, hasta una cierta feminización o infantilidad que exhibía aquel tierno efebo. A diferencia de Roberto, su hermosura no habitaba en la firme masculinidad de sus formas, sino en la suavidad e inocencia de éstas. Todo su cuerpo apuntaba las notas que el tiempo desarrollaría, pero impregnándolas de una delicadeza arrebatadora. Las curvas suaves eran las que definían al joven amante que, con lágrimas en los ojos, seguía sucumbiendo al encanto de aquella verga que chupaba con viveza. Era una redondez esbelta se iba amoldando a las distintas partes de su cuerpo hasta lograr una combinación armónica que destilaba por igual una masculinidad joven y una feminidad futura.

Esa delicadeza innegable podía llevar a engaño. La lujuria de aquel galán era tan poderosa como su delicadeza. Aquella convicción surgía de la satisfacción con la que recibía cada una de las brutales embestidas que magistralmente ejecutaba Roberto. Viéndolo intuí que no habría nada en este mundo que hubiese separado al jovenzuelo de un pedazo de carne como el que estaba degustando, incluso aunque su brutalidad y dimensiones fueran mayores, hecho que era difícil. Su cuerpo era totalmente lampiño, y aunque en ese momento no podía distinguirlo sospeche que su virilidad tendría esa suavizada cualidad. Su polla era hermosa; e incluso su tamaño, no muy grande, ponía la sal que requería un plato, al parecer jugoso por la expresión de gozo que mostraba Roberto que, en ese momento, tenía cogido al muchacho por la cabeza, ayudando de esta manera a que tragase todo aquel grato trabajo.

Yo no podía aportar mis ojos de aquello. Durante aquellos primeros minutos no volví a tocarme la polla que, pese al frío que hacía, seguía conservando su fortaleza alimentada por la vista de mis ojos. Lo que veía no podía atraerme más; todo se expresaba en términos de acción. Aquella danza seguía los impulsos guiada por los instintos más primitivos, jugando tan sólo aquellas cartas que aumentaban prodigiosamente el ardor de la ocasión. Una de las manos de Roberto animó a su joven amante para que manoseara a gusto aquel portentoso culo. El adolescente aumentó entonces su glotonería, quitó la polla de su boca y la lengua recorrió aquel surcado mástil sin dejar poro por el que pasar, mordisqueando suavemente la mata de vello salvaje que adornaba los prietos cojones; al tiempo, esas delicadas manos comenzaron una excitante exploración por el contorno de aquel culo, gozando de sus formas torneadas y poderosas que lo impulsaban no sólo a masajearlas con avaricia, sino a darle sonoras palmadas que enardecían a mi querido amigo.

Llegó un momento que aquella escultura fibrosa alzó, como si de un juguete se tratara, al púber amante para depositarle un beso que forzaba placenteramente aquella cueva. El ansia de aquel beso alteraba mi vista. Parecía un acto caníbal. Los lengüetazos y mordiscos se sucedían sin mayor orden y concierto que el trazado por el frenesí. Allí, aprisionado entre esos potentes bíceps, aquel joven se entregaba sin freno al éxtasis arrebatador que emanaba Roberto. Su polla seguía calibrando la situación, e impulsaba con sus meneos a poner más carne en el asador. Era hermoso ver como aquella enérgica pija no mermaba su autoridad ante ningún obstáculo. Era difícil de creer, viendo el peso del muchacho, como éste no restaba ningún poder a aquel falo desmesurado. Esas embestidas fulminaban al chico que retrocedía, sin poder evitarlo, para dar paso a una verga formidable. Tras esto lo tendió en el suelo, de espaldas a mí. Y tumbándose a su lado me ofreció un incendiario sesenta y nueve que calcinaba el apetito que estaba ardiendo en mi interior. Ahí deseé ser aquel púber ahogado por la fiebre. Cuando Roberto se la chupó, él no pudo hacer otra cosa que retorcerse como una puta, lanzando a diestro y siniestro unos gemidos que te arrasaban hasta la médula.

Comencé a pajearme suavemente al ver como mi glotón amigo devoraba con destreza aquella hermosa polla. Su lengua recorría todo el contorno del capullo, para después tragársela en un beso impregnado de sensualidad hasta que su acción succionadora volvía a hacer emerger aquella polla para volver a comenzar con igual intensidad aquellos movimientos tan embriagadores.

En ese momento me volví a percatar de que todolo estaba haciendo para mí . Mientras el adolescente permanecía de lado retorciéndose como una serpiente, Roberto había girado levemente para que no perdiese detalle de esa anatomía que a esas alturas veía con deseo, sin que el asombro por tal sentimiento llegara.

Ahora estaba tragando los cojones, jugando con ellos en la boca como si del más dulce caramelo se tratara. Aquel delicioso imberbe pareció arrepentirse de gozar tanto, pues todas las sensaciones que le sacudían le hacían centrarse en él sin que un gramo de generosidad llegase a Roberto, aún así una temblorosa mano comenzó a pajear dócilmente, y siguiendo la cadencia de sus deseos, a aquella polla de la que yo no apartaba la vista. Era seductor ver aquel material lubrificado por la saliva, como cobraba vida nueva para mostrar un fresco vigor.

Cuando volví a mirar a Roberto este abría las piernas del tórtolo para devorar golosamente el sabor de aquella raja. Aquello me intrigó, pero comprendí que debía de ser delicioso. Por una parte, el muchacho había dejado de pajearlo y mostraba como aquella maniobra atizaba más su frenesí; por la otra, mi estimado amigo daba muestras de que ese placer era compartido, pues el mismo éxtasis se había instalado en su cara. Durante un momento el adolescente dejó de gemir, era como si su cuerpo no fuese quien para transportar el grito que se estaba engendrando en su interior. En ese instante, percibí un nuevo sonido que aumentó el erotismo de aquella paja con la que me consolaba. Era la experta lengua de Roberto que estaba encharcando aquella parte de una manera calenturienta. El sonido era húmedo y silbante, tan físico que se podía cortar. En aquella extraña postura vi como mi viril amigo hurgaba con sus dedos al tiempo que no cesaba de lamer jugosamente aquella delicia. Juzgué que gran parte de los misterios y novedades a los que estaba asistiendo se encontraban en aquel lugar.

Roberto dejó de lamer, pero no de hurgar. Cada nueva jugada me era mostrada con antelación. Primero un dedo que hizo dar al efebo como un pequeño maullido, al tiempo que Roberto horadaba con ímpetu aquel redondeado culo; al rato, me mostró dos dedos y volvió a introducirlos con la misma saña y pasión que antes. El chaval en esta ocasión ya no daba ninguna respuesta fuera del meneo que se pegaba, él seguía allí con los ojos cerrados disfrutando de la loca efervescencia que le producían aquellos apéndices. Pasaron como dos minutos hasta que mostró los tres dedos que adoptaban la forma de un arpón. La respuesta fue igual que la anterior: un pequeño gesto de dolor que terminó muerto por el goce que de nuevo alumbraba su cara. De nuevo quitó los tres dedos metiéndolos en la boca y chupándolos con delectación. Una vez empapados volvió a meterlos con encarnizamiento en ese culo que se abría como una flor a sus expectativas.

En un momento dado, paró su combate y con la misma agilidad que antes levanto aquel trapo para situarlo apoyado contra la cama y con el culo en pompa, ofreciéndome una maravillosa vista. Pude ver aquel ano que parecía como una rosa abierta revestida por la escarcha que chorreaba abundantemente. Aquella vista tenía un poder de seducción enorme. No puedo olvidar aquel culo níveo, delicado y que mostraba toda la ansiedad que le producía la acometida que iba a suceder. Pese a la dilatación y lo empapado que estaba, Roberto sacó de la mesilla un pequeño tubo de gel echándose una generosa cantidad en la palma de la mano. Con una lujuria aberrante extendió la crema a lo largo y ancho de su fabulosa pija. El muchacho no dejó de mirar aquella maniobra que, como todo lo que hacía Roberto, aumentaba la tensión del momento. Cuando terminó, volvió a comer aquel culo tan apetitoso finalizando esta jugada con una lubrificación a fondo de aquella tentadora flor. La respuesta del chiquillo, como todo en este combate que llevaban, caminó de nuevo por el filo del éxtasis suspendiendo cualquier asomo de lucidez que no fuera marcado por el ardor del momento. Nuevamente volvió a pensar en mí, y tras terminar el primer acto de aquella follada se apartó para que yo pudiera ver cómo había quedado. Lo que sucedió después arrebató todos mis sentidos.

Ladeándose un poco, aquel robusto bálano se acerco a las puertas del rezumante culo. Al primer roce, aquel sensitivo efebo fue consciente de todo lo que le esperaba si aquella prodigiosa herramienta perforaba sus entrañas. Su rostro dibujaba al mismo tiempo la avaricia y el miedo que presidía aquel momento. Solo introducir la punta y un grito tradujo aquellas mismas notas. Era un bramido desgarrador, compuesto al tiempo por la excitación y el dolor que le ahogaba. Roberto se quedó quieto; mientras, el trémulo adolescente ahogaba todo aquel cúmulo de sensaciones en un quejido mudo que le hacía respirar afanosamente y en pequeños estertores. Así permaneció como un minuto, tiempo que aprovechó Roberto para acariciarse su espléndida anatomía posando sus manos sobre partes que, en ese momento, yo ya encontraba codiciables. Así, abrió aquellas turgentes nalgas para mostrarme su tesoro. Si en el caso del adolescente aquella gruta estaba presidida por la feminidad inocente; Roberto exhibía acusadamente unas características que volvían a subrayar la potente hombría de la que era dueño.

Disfrutaba de un ojete precioso, oscuro como sus ojos e igual de terso que el resto de su anatomía; a esto, se le añadía la voracidad. En un momento, su dedo índice desapareció abrazado por aquella gruta que tenía la habilidad de adaptarse dócilmente a las propiedades de los innumerables intrusos que anhelarían un culo como aquel. Tras esto volvió a acariciar al amante dando muestras de una ternura que tranquilizaba los miedos que aquel engendro podía crear, para recordarle que el amor y la voluptuosidad eran los únicos elementos de aquella ceremonia.

Una suave embestida marcó que el tiempo de espera había finalizado. Esta vez el muchacho respondió con sonidos desarticulados que indicaban el descontrol al que te sometía una polla como la de Roberto. Sólo había metido un tercio de aquel suntuoso ejemplar y ya el culo del muchacho se hallaba dilatado al máximo. Otro empujón más y la mitad de aquella polla saboreaba ya las placenteras secreciones del joven. Finalmente, un golpe seco introdujo la polla hasta la empuñadura presionando allí con fuerza y quedándose parado durante un momento que pareció eterno. En ese momento el muchacho tenía la mirada desorbitada, vidriosa. Sus labios, perfectamente dibujados y finos, se abrían ahora en una mueca exagerada que manifestaban la intensa sensación que se alojaba en su interior. Un hilillo de saliva bajaba mansamente por la comisura de su labio hasta depositarse en el mentón, y de ahí caer precipitadamente a la colcha sin perder la unión con su convulso amo.

En todo este lapso Roberto no había dejado de besar con ímpetu al muchacho. Sus brazos volvieron a estrechar a aquel cuerpo perdido para otra cosa que no fuera el deleite de verse atacado por un macho. Allí, pegado como una lapa, él empezó una cadenciosa penetración. Su polla reptaba lentamente entre las paredes de aquel joven. Aquella mansedumbre, destinada a marcar paso a paso la fortaleza y celo de aquel ejemplar, se acompañaba de una potencia inusitada. Toda la musculatura de mi amigo trabajaba para aquel momento, tensionando y relajando sus músculos al compás de sus largas perforaciones que producían ahogados sollozos en su amante. Serpenteaba de un modo delicioso, permitiéndome espiar con todo lujo de detalles aquel calcinante sondeo.

En aquel momento yo ya no podía más. Estaba a las puertas de una corrida bestial y el cosquilleo de mis cojones me avisaba que ésta no tardaría en llegar. Mi intención era retrasar aquel momento para seguir disfrutando de la función. Dejé de pajear mi robusta verga para centrarme en exclusiva en aquel mete y saca delicioso que, a escasos metros de mí, se estaba produciendo. Roberto seguía manejando con maestría aquella belleza descomunal. Aquel tortolito estaba disfrutando de lo lindo abandonado a la fuerza de una masculinidad en la que no cabía la duda, pues arrasaba todo lo que encontraba a su paso para cultivar un goce inextinguible. Repentinamente aquellas convulsiones, que no lo abandonaron desde que emprendió la posesión, comenzaron a hacerse más evidentes. Sin poder remediarlo el efebo se movía como un junco arrastrando toda su belleza de un lado a otro, como si bailara una extraña danza que lo enviaba a un estado inconsciente en el que el cuerpo expresaba una vitalidad ajena a su voluntad. Su polla, que no había tocado en ningún momento, lanzó poderosos trallazos de perlada leche que salpicaron la colcha. De su boca no salió ni una palabra, ni un grito, sólo una mueca estática y exagerada atestiguaba el aluvión que lo empapaba, y sobre el Roberto seguía trabajando con la misma fruición. Así era la bondad de una polla como la de Roberto.

Mi pija ya no resistía más. Ver la cadencia de sus embestidas y como éstas se dibujaban en todas las partes de su cuerpo, me hacían entrar en un estado febril. Sus glúteos se expandían y concentraban al ritmo de sus placenteras penetraciones. Una fina capa de sudor empapaba aquellos dos cuerpos sumergidos en sexo, resaltando más si cabe la arquitectura de ese portentoso macho. El muchacho seguía sumido en un orgasmo que se negaba a morir, pues el duro material que lo perforaba impedía cualquier movimiento en ese sentido. De hecho, su polla no perdió ni un ápice de su dureza.

Yo comencé a tocarme los cojones y a hurgar por el camino que ellos marcaban hasta llegar a mi ano. Allí sustituí aquella prodigiosa herramienta que me quitaba el sentido por el dedo que entabló un suave masaje en esa gruta oculta para mí. Mirando las incursiones de aquel semental, emulé aquellos ataques despertando en mi un erotismo inexplorado. Era tal la sensibilidad de mi ano, que la simple punta del dedo pulsaba todos los resortes de gozo que alojaba. Esas invasiones las rimé con un suave meneo de mi verga; todo esto sin apartar la mirada de aquel excitante polvo.

Tenía el capullo empapado de presemen, que se rebosaba hasta escurrirse ayudando a suavizar el paso de mi mano. Gocé, ya sin ningún sentimiento de culpabilidad, de la belleza que me era ofrecida. La poderosa espalda, las cimbreantes nalgas, los torneados muslos, toda esa combinación hacía babear mi masculinidad lujuriosamente. Entendí de una puta vez la explosiva virilidad que reunía un acto como aquel donde la potencia de dos machos alcanzaban cimas difíciles de imaginar en otro caso. Seguí invadiendo con gozo mi culo virgen que respondía placentera y sorpresivamente a mis entradas. A diferencia de Roberto, yo no vencí a la libidinosidad del momento. Eran muchas cosas las que me asaltaban. Esa opulenta posesión turbaba todos mis sentidos exaltándolos al máximo y yo, en mi consuelo, sólo podía actuar como hice: aplicar una mayor violencia a mi placer.

Mis huevos cosquilleaban. Una corriente eléctrica emergió de aquel punto hacia todas las partes, al tiempo que mi leche rebosaba y se abría paso por el mástil de mi pija con un vigor desmedido. En mi encendido estado comprendí que iba a tener lugar la paja más gloriosa de mi vida, y abrí puertas y ventanas de par en par para que pudiera salir libremente. El único límite que me puse fue ahogar el bramido que arañaba mi pecho. Mi cuerpo se retorció en un espasmo glorioso y las eyaculaciones salieron en una potente procesión hasta salpicar la pared y el suelo. Fue un orgasmo pertinaz que se resistía a amansarse derrumbando la poca cordura que me quedaba. Los espasmos continuaron con su desbocado galope saqueando el ardor que me cegaba hasta empujarlo por todos los poros de mi cuerpo. Por un instante perdí la consciencia; fue un lapso breve, no más allá de dos segundos, pero que marcó la alta cima a la que había llegado. Mis sentimientos eran contradictorios. Un júbilo inaudito sacudía mi cuerpo, al tiempo que germinaba una rabia incontenible al percatarme que aquel delirio llegaba a su fin.

Desde mi ceguera vi como mi aguerrido camarada continuaba con su sensual combate. Cada paso que daba aumentaba el esplendor del momento, hasta concentrar en sus carnes todo el sexo que se puede concebir en una persona. Su frecuencia parsimoniosa bordeaba el paroxismo al matizar cada detalle con un lustre húmedo y viril. Mis ojos nunca habían contemplado una fiesta como aquella a la que seguía atado por los cabos más fuertes que el deseo puede trenzar. Igual que le ocurrió al adolescente, mi verga no perdió su cualidad acerada, pues era tal el poder de seducción de aquel hombre, que su sexual presencia se percibía a prudente distancia colapsando cualquier empeño de enfrentarse al atractivo que imantaba.

Repentinamente aquel sensual adagio se tornó en un allegro vibrato. La excesiva polla de Roberto inició una frenética y repentina penetración, surcando golosamente aquel culo dominado ante su voluntad. Aquella masa fibrosa parecía atesorar en ese momento toda la bestialidad que había disfrazado de voluptuosa ternura. Cogiendo por los pelos al muchacho, que aún seguía sumido en aquella zozobra, comenzó un meneo que parecía partir por la mitad aquel pueril cuerpo.

La firmeza de su irrupción era tal que desmoronaba todo lo que encontraba a su paso, entrando el sometido en un estado próximo a la enajenación del que sólo salían jadeos agónicos, pues hacía tiempo que había llegado a la cumbre de todo lo que podía disfrutar. El menudo cuerpo de Roberto, que instantes antes serpenteaba como un diestro amante, era ahora como un huracán que transportaba los furiosos vientos de su enérgico sexo. Aquel miembro surcado por abultadas venas parecía ahora dotado no sólo de la dureza del acero, sino también de la ferocidad de la bestia. Ver aquellos prodigiosos veintidós centímetros apareciendo y desapareciendo a la velocidad del parpadeo, hacían que tus ojos ardiesen con la misma chispa del arrojo de aquella embestida que desgarraba las entrañas de un impúber desfallecido en el trance del placer. En un momento dado, con solo la verga, levantó al muchacho por los aires para precipitarlo como un monigote muerto en la protección de la cama.

Súbitamente paró aquellos voraces ataques y arqueó su cuerpo tensionándolo al máximo hasta suspender al extenuado efebo en el vacío, manteniéndolo allí durante unos segundos. Tras esto, volvió a arrojarlo a la cama y sacó aquella sabrosa polla, que ni en ese estado perdía su certera puntería. Impetuosamente, como si fuera una ráfaga de metralleta, unas espesas corridas de leche se estrellaron contra el cristal de la puerta, apuntando directamente a mis ojos, al tiempo que el eco de un rugido calaba toda la habitación. La última imagen que vi era su figura totalmente desfigurada por esa compacta leche que, con su peso grave, se precipitaba por el cristal en una huída en la que no iba huérfana, pues gotas de aquel sabroso manjar seguían chocando en procesión contra aquella barrera invisible que separaba sus deseos de los míos. Tras esto me levanté atropelladamente y con las ansias de la lujuria que aún quedaba cerré mi puerta con fuerza.

Un instante después él también abrió su puerta. En ese momento yo me estaba despelotando con la intención irme a dormir. Necesitaba que las sábanas y el sueño templaran mi calentura, que ya no estaba animado únicamente por la voluptuosidad del momento, sino que tenía otras notas más cercanas al corazón que comenzaron a inquietarme.

Me excitó figurarme que él tomaría entre sus dedos el mismo trofeo que había tomado yo en su momento, que tocaría su suavidad, que notaría esa perdida calidez que ya se había malogrado, pero que yo aún conservaba intacta relamiéndose, en cualquiera de mis dos cabezas, ante su majestuosa hombría. No quería mirar hacia la terraza, encontrarme con la mirada de aquel ser que ahora deseaba, pero que absurdos pensamientos de culpabilidad sembraban ese deseo de vacilaciones que me hacían deambular por un desaliento que emergía para quedarse. La intensidad de este desasosiego aumentó al escuchar como Roberto cerraba la puerta, dejándome sin la compañía de su mirada, solo y abandonado a una culpabilidad que mataba el ser que había sido momentos antes.

Durante media hora no escuché ni un solo ruido que me indicara que había vida al otro lado. Ni un solo gemido o movimiento dio señal alguna de la explosión de furor que habían vivido aquellas cuatro paredes. Parecía que tras aquella dulce hecatombe ni un rastro de existencia quedara para la cordura. Entendí que aquel silencio era la única respuesta que se podía dar, pues yo me encontraba en la misma situación: paralizado por el deseo, extenuado por la pasión. Sin embargo, la puerta de su habitación se abrió y entre susurros que no llegué a captar lo acompañó hasta la puerta. Fue una despedida breve, pues la puerta se cerró rápidamente, pero, sin embargo, no escuché ningún sonido que delatase que Roberto seguía allí. Me di la vuelta entristecido porque él se había marchado. No sé porque extraña razón, pues aunque no deseaba verlo, ambicionaba que él se quedara. Inesperadamente la puerta se abrió de golpe sobresaltándome. La luz del pasillo proyectaba su sombra sobre la pared, agrandando los rasgos poderosos de aquel cuerpo concentrado.

  • No te quedes ahí quieto. ¡Sé qué lo visto todo, cabrón!

La sombra avanzó hasta cubrirme. En ese momento el miedo se apoderó de mí. No estaba preparado ni para escuchar ni para responder, estaba en el caos y no deseaba salir de su tormento.

  • ¡Y también sé qué lo disfrutaste como una puta! –dijo poniéndose sobre la cama y abrazándome violentamente, preso del deseo, tras unos instantes de duda-. Lo sé. No lo sabía pero ahora lo sé.

  • ...

  • ¿Sigues sin decir nada? ¿No tienes nada que decirme?

  • ¿Pero qué pijadas dices?- dije tratando de zafarme de aquel abrazo que me inflamaba.

  • Que disfrutaste tanto como yo. ¿Y sabes por qué disfrutaste...? Disfrutaste no sólo porque hoy follé para ti, sino porque era a ti a quien follaba –al tiempo que decía esto volteó mi cara con su mano y mordisqueó violentamente mi labio, mientras se escurría en mi cama hasta notar su portentoso paquete pegado a mis nalgas- ¡Eras tú y no él el que tenía entre mis piernas! Y todos los polvos que calentaron tu polla desde que vives aquí –dijo mientras intentaba besarme-, eran contigo. ¡Desde que te conozco, sólo follo contigo! –esto último lo dijo con una ternura y sinceridad que me conmovieron, pero que aún así traté de disimular con mi mirada- Desde que llegaste, en todos los hombres te busco, ¡cabrón! Pero es como encontrar un puzzle al que le faltan piezas, ¿para qué seguir montándolo? ¿Quién puede darme tu sonrisa? ¿Cómo podrán robar tu mirada? ¿Quién secuestrará tu belleza...? –siguió con sus besos que yo evitaba en una lucha sin cuartel, que de vez en cuando abandonaba para sembrar sus pensamientos-. ¿Sabes...? Sólo busco lo que amó, y lo que encuentro no me llega. ¿Me oyes? De nada me sirve el consuelo de querer, ¡cuando lo que yo quiero es amar!

Renació su empeño de besarme, de acercarme a él a esa distancia íntima que momentos antes envidiaba, pero aún estaba ahí mi temor y éste era el que hablaba:

  • No me vengas con mariconadas. ¿Se puede saber de qué coño te vas, qué coño estás diciendo?

  • ¿Ahora vienes con disfraces, Carlos? Ahora en pelota picada, con la polla a reventar, ¿aún quieres seguir insistiendo en que no pasó nada? ¿Estás seguro de que no pasó nada? ¿Podrías afirmarlo cuando estabas en la terraza pajeándote como una maricona? Tú puedes mentir, recitar toda una cantinela de lo machito que eres y de lo mucho que te gustan las mujeres; pero tu rica leche ya dijo la verdad, la única verdad –decía esto justo al oído y al acabar su frase lengüeteó el lóbulo de mi oreja al tiempo que hacía sonidos silbantes con la punta. Y es que no es tan malo, como dice papá y mamá, eso de follar con hombres, aunque te vayas de cabeza al infierno; además, no se está tan mal por allí, calentito y pecando... –acercó su mano a mi polla, apretándola con deseo y marcando su propiedad-. ¿Verdad que no? Ves... ya decía yo que no...

  • ¡Vete de aquí, hijo de puta! –dije violentamente, pues para mí aún era demasiado pronto para reconocer lo que mi corazón sentía y mi cerebro negaba.

  • No me voy a ir, ¡maricona de mierda! No me voy a ir nunca. Si no lo sabes: estoy aquí para quedarme. Y aunque no lo sepas: tú también estás aquí para quedarte. Esa es la historia y no existe otra posibilidad que vivirlo de esta forma.

  • Yo conozco otra.

  • ¿Dime?- dijo él con atenta curiosidad- Soy todo oídos.

  • ¡Esta!

Aún ahora no me explico por qué hice lo que hice. La única explicación que le encuentro, aunque no siempre me sirve, era la rabia que experimentaba porque él me conociera más de lo que yo me conocía. Pero al final de aquella advertencia le siguió como un rayo un fuerte codazo en la boca del estómago. Él se encogió como un ovillo y cayó al suelo. Cuando me di la vuelta para contemplarlo su cara reflejaba una expresión de ahogo, pero no del producido por lo que acababa de hacer que lo había dejado sin respiración, sino por ese mar de dudas en el que su incredulidad lo sumergía al negarse a admitir lo que le había hecho.

No sentí lástima por él en ese momento, sino vergüenza por mí. No quería que me viera, no quería que contemplara lo hijo de puta que puedo llegar a ser, y lo que menos quería era que viéndome, terminara odiándome. Por eso me lancé como un jabato, lo cogí por las axilas y lo arrastré violentamente hasta dejarlo en el pasillo, a la puerta de su habitación, totalmente ahogado en estertores. Una vez que lo abandoné di un portazo y me tumbé contra la puerta para ahogarme en mi propia miseria.

Esperaba algún tipo de reacción, que comenzara a dar patadas a la puerta, a cagarse en mi puta madre, a darme de hostias con aquella fuerza descomunal que concentraba su cuerpo. Sin embargo, no ocurrió nada. Durante unos minutos escuché sus jadeos y lo que parecían lágrimas; después nada, sólo una respiración profunda y sofocada que parecía ir a más, hasta que se encerró de nuevo en su habitación, y llegó aquel silencio que expresaba tanto como un grito.

Ese fue el dolor que me acompañó aquella noche. Su silencio retumbaba en mis oídos explosionando todo mi cuerpo. Unas lágrimas mudas fueron los únicos testigos de aquella noche tan larga, en la que permanecí en la misma posición y con la misma vestidura con la que había llegado al mundo. No era casual que continuara así. Aunque en ese momento no lo viera, estaba asistiendo a mi nacimiento; y como todos los partos, éste era doloroso.

Me negaba a creer que el Carlos que conocía, el que me había acompañado desde la cuna y que juzgaba conocerse tan bien, fuera tan frágil. Por muchas vueltas que le daba, y le di muchas pues la noche como digo fue larga, no entendía como algo que nunca había estado en mi horizonte era en ese momento el centro de mi vida. Ignoraba que camino había seguido para comenzar en el morbo y terminar en la adoración; y todo eso de modo repentino, sin ninguna señal de aviso en el camino. Incluso durante mi adolescencia, cuando nos hacíamos nuestros campeonatos de pajas, siempre me negué a que me tocaran la polla; y cualquier intento en ese sentido era zanjado con tal brusquedad que no quedaban más ganas de repetir la jugada. Es más, era el primero en participar en cualquier jarana que tuviese como fin la cruel burla del marica que saliera al paso; y si no salía, siempre quedaba el del barrio. Mas, ahí estaba, acompañado de mis lágrimas, y pensando en él y en mí. Recordé sus palabras sílaba por sílaba, pues las tenía tan frescas que el corazón no dejaba de repetírmelas para que me abrazase al amor que había en ellas. Contra sus declaraciones, tenía demasiada experiencia en el "amor" como para creerlas y, sin embargo, nadie me había dicho lo que él expresó brusca y sinceramente.

Estaba acostumbrado a la adoración de una mujer, a esa expresión dulce y caprichosa de enredarlo con palabras quebradizas y cursis. Me sorprendería escuchar a una mujer decir: "¡Desde que te conozco, sólo follo contigo!"; y mucho menos, pese a la sensibilidad que tienen, oírles expresar ese matiz tan tenue al diferenciar el querer del amar: Las mujeres con las que estuve siempre me quisieron . Esta era la primera vez que me amaban. Y eso me desconcertaba. Me alegraba y me desconcertaba a un tiempo. Me llenaba el pecho saber que él me amaba, pues era más fácil para mí conciliarme con todo lo que había sentido aquella noche; pero seguía teniendo miedo. Era un miedo inmenso a ese chaval que acababa de nacer y que sonreía cuando recordaba que, "de nada me sirve el consuelo de querer, ¡cuando lo que yo quiero es amar!" Ese hombre, al que no conocía pero que sonreía al recordar todo lo que había vivido, lo temía con toda mi alma, pues no sabía qué haría a partir de mañana, cómo serían sus primeros pasos guiados por un corazón que galopaba, pero que a la vez portaba un temor que le agarrotaba la garganta.

A las siete de la mañana su puerta se abrió y quince minutos más tarde el portazo me anunció que ya se iba. Tampoco esta vez se comportó como yo esperaba; aunque yo tampoco. Nada más fundirse sus firmes pasos, me dirigí a su habitación. La cama aún conservaba su huella y sobre ésta me eché en cueros con la esperanza de encontrar la placidez empapándome con su aroma. Intenté ponerme en la misma posición en la que él había dormido, que toda la ropa que me tocase estuviese llena de él. Sólo me dio tiempo a sonreír, ni tan siquiera pensé, pues en aquel momento me hallaba poseído por él, y en su compañía cerré los ojos. Imagino que soñaría cosas hermosas, propias de un cuento infantil; y como si fuera la Bella Durmiente, un beso me despertó.

  • ¡Despiértate, príncipe! –dijo dulcemente-. No son horas de seguir soñando. Es tiempo de vivir.

  • ¡Roberto!

  • El mismo –dijo depositando otro tierno beso en mis labios-, ¿o esperabas a otro?

  • No, claro que no –aunque después de decir esto me avergoncé-. No te esperaba ¿Pero qué hora es?

  • Las once.

  • ¿Hoy no trabajas?

  • No, les dije que tenía un dolor horrible de cabeza. Aunque lo que me dolía era el corazón –dijo con alegría, llevando mi mano a su pecho-; pero creo que al verte aquí ya se me ha pasado todos los dolores y penas que llevaba.

  • Tengo que pedirte disculpas por lo de ayer –dije avergonzándome, evitando su mirada-, pero es que estoy muy confundido.

  • No tienes que decir nada. Lo entiendo; el que...

  • ¡No, no sigas! –dije sellándole la boca- Tú no tienes que disculparte de nada. Soy yo el que tengo que decirte. Pero no sé por dónde empezar. Tengo tanto que decir y todo tan liado. Esto me ha pillado en bolas, fuera de juego. Todo lo que pasó ayer ha dado la vuelta a la tortilla y me acojona. No sé cómo explicarlo; y si te explico lo que siento, ¡alucinarías como estoy alucinando yo! Primero, por lo de ayer, por como el morbo me enganchó como una puta; pero después no me fui por eso. Ya no era la curiosidad, ¿lo entiendes? –él asentía, mientras continuaba acariciándome- Era la belleza, era la pasión que allí había y que a mí me hacía arder; pero después fue a más, ¡ya no me llegaba sólo la pasión! Cuando estrellaste la leche contra la esquina donde yo estaba, deseaba tener esa leche en mí, deseaba tenerte; pero de otra forma; no sé cómo explicarlo. Creo que sentí, aunque no fui consciente de eso hasta que oí tus palabras, sentí que me gustabas tanto que sólo me quedaba el camino de quererte, de amarte.

  • No esperaba que dijeras esto. ¡Ni en mis mejores sueños escuché esas palabras!

  • Pues yo nunca lo soñé. Puedes creerme. Nunca por mi mente me pasó ningún deseo, ni la más mínima sombra que anunciara lo que me está ocurriendo. Por eso pienso que estoy en un sueño, viviendo una vida que nunca deseé, pero de la que no quiero despertar.

  • No te dejaré despertar. ¿Sabes? Venía por el camino dispuesto a matarme, a pedirte perdón e irme para tratar de olvidarte; aunque sabía que nunca lo conseguiría. Me avergonzaba de todo lo que hice, pero a la vez no dejaba de preguntarme qué mal había en amarte. Es la primera vez que me ocurre esto. Nunca lo busqué. Digamos que era más cómodo para mí y mi tranquilidad, seguir follando por ahí adelante. Pero llegaste tú y todo cambio. Durante meses me dije que te amaba porque no te podía conseguir. Era como decirme: tienes capacidad de amar, aunque nunca ames. Pero los días pasaban y los pasaba sólo pensando en ti, deseando estar a tu lado, a la vez que nada temía más que estar contigo. Temía que saltase la locura de mi amor y tú salieras corriendo espantado como alma que lleva el diablo.

  • No quiero irme. No saldré corriendo, y aunque suene muy ridículo, creo que la única razón que me haría correr sería para hundirme en tus brazos.

Nos abrazamos casi llorando, emocionados por el momento. Los ecos de mi miedo estaban muertos y lo único que sentía era galopar el corazón lleno de una alegría que transitaba por todo mi cuerpo.

  • Hablas de meses de sentir –continué diciendo-, y yo en unas horas vi lo que había sido todo este tiempo a tu lado. No estoy aquí porque me haya vuelto loco o me haya dado un "yuyu" terrible. Estoy también por todos esos meses que hemos compartido, sólo que ayer se alzó el telón y por fin, pude ver... Pude ver claro todo lo que me pasaba, lo que sentía. No existe otra razón que tú.

  • Tenemos entonces las mismas razones.

  • Eso parece.

  • Te amo, "mi razón".

  • ¡Yo también te amo, mi vida! –afirmé sin sentir ninguna sensación de ridículo en mis palabras, sino sintiendo que eran estas y no otras las que deseaba decir-. Yo también te amo.

  • ¡Dios... cuánto esperé...!

Y diciendo esto me besó; un beso en el que nuestras lenguas sellaron un pacto acompañadas de nuestras manos. Fue un beso largo. Para él, como la espera de su corazón; para mí, como el amor recién descubierto. Tras eso se desnudó y pude de nuevo contemplar esa concentrada belleza que poseía y que irradiaba un magnetismo tal que no podías permanecer indiferente.

Yo estaba muy nervioso, era como mi primera cita, y no sabía muy bien qué hacer y cómo comportarme. Él lo notó, y preparó una tarde tan mágica que aún hoy recuerdo segundo a segundo todo lo que paso. Es difícil de creer, pero permanecimos todo el día abrazados, sin hacer otra cosa que hablar y acariciarnos. Fue un día para la ternura, para que el calor del corazón se expresara libremente. Ni un momento dejamos de estar pegados, de saborear la dulzura con que el afecto borda su trabajo. Creo que entendimos, sin decirlo ni buscarlo, que teníamos un montón de años por delante para el sexo; pero que queríamos comenzar por el amor; y no es que éste excluyera al otro, al contrario; pero queríamos tener esa primera cita cogidos de la mano paseando dulcemente por nuestras vidas para decir la primera tontería que te viniera a la cabeza (y dijimos muchas, algunas deliciosas), y reírte viendo en el reflejo de nuestros ojos el amor de nuestros corazones.

En ese momento éramos dos tórtolos arrullados por el cariño, alimentados por su fuerza. Allí comprendí que lo quise desde el primer día, desde aquel primer abrazo que me turbó hasta que la complicidad asomó para atarme con vínculos invisibles. Nada de lo que dijimos o hicimos era nuevo, lo único realmente nuevo era nuestra mirada. Era ésa la que nos llevaba a puntear ese texto de locas palabras con pasionales besos; la que hurgaba en nuestros corazones para que salieran a galopar salvajemente por una simple caricia; o la que encontraba en el detalle, por nimio que fuese, una razón más para amar, pues seguramente nadie poseería aquello que él, o que yo, poseía. Aquella noche dormimos abrazados, respirando el uno por el otro.

Estábamos tan felices que se nos había olvidado el mundo.

A las seis de la mañana me desperté abrazado como una hiedra a su cuerpo. Su cálida y apacible respiración me volvieron a llenar de gozo, pues me indicaba que seguía vivo en el sueño y que éste no se borraría cuando llegara el alba.

Me aferré a él con más fuerza hasta que fui una segunda piel, un cuerpo que vibraba al mismo son hasta disolverse en una sola melodía que volvía a susurrar la felicidad que me empapaba estando a su lado. A la pálida luz de la luna distinguí la quietud de su rostro que expresaba de modo sereno la misma embriaguez que yo sentía. Mis labios se acercaron a los suyos dejándose acariciar por la tibieza de su respiración y los besé con mesura. Su solo contacto volvió a conmoverme, a despertar en mí el amor que había entregado. Y a él me dediqué, besando con infinito cariño aquel rostro que me subyugaba y encendía un delirio que ahora quería quemar. Unos besos delicados que rozaban levemente su piel, me transmitían una poderosa carga que lograba aturdirme. Estaba encadenado a él y no podía parar de sostener aquella deliciosa lucha que condensaba y fortalecía todo lo que yo experimentaba por mi amante. Una corriente cálida recorría todo mi cuerpo traduciendo la abstracción que nos produce el estar enamorados. Como durante la tarde, mi polla volvió a reiterar con su dureza todo lo que Roberto era para mí. Y allí aprisionada entre sus recios músculos volvió a coger una pujanza que exigía otros derroteros de los ya explorados.

Me separé de su sentimental abrazo con delicadeza y aparté la ropa que ocultaba aquel fogoso cuerpo que cebaba mi llama. Él se dejó hacer, pero hizo un movimiento inconsciente tratando de atrapar la seguridad del cuerpo de su amante; sin embargo, el letargo venció este primer round. Ante mis ojos se abría un cuerpo arrebatadamente cautivador, y con el anhelo de aquel momento acaricié y besé aquella geografía robusta que confundía toda mi razón. Besuqueé sus pezones y éstos volvieron a recoger su emocionante naturaleza. Pasé la punta de mi lengua con pequeños movimientos circulares que atrapaban el sabor de un macho como él. Mientras mis manos recorrían con ligereza toda la fibrosidad de un cuerpo encerrado en un pequeño aposento que explotaba con fuerza en todas las direcciones. Me derrumbé por aquellas formas terminantes, que con arte embaucador guiaban tu gula en un recorrido que te llevaba por toda aquella gloria. Iba depositando pequeños besos, lamiendo aquella carga sin dejar de saciarme, pues cada nuevo paso aumentaba el trance del momento.

Aquella pija formidable mostró quien iba a ganar el combate en esta ocasión. Resucitando de entre los muertos, su colosal temperamento creció ante mis ojos sin alcanzar aún todo su poderío. Era increíble el olor a sexo que emanaba. Aún en ese estado tenía el poder de emborracharte, de que sucumbieras a la tentación de tomar un trago de aquel néctar al que tímidamente me acerqué con mi inexperiencia. La sorprendente belleza de su precisión hizo que me acercase como impulsado por un deseo irresistible que me obligo a rendirme a sus pies. Besé con cautela su punta y unas gotas de su sabor inundaron mansamente mi paladar. Era un sabor delicioso que me obligó a dar un segundo beso en el que abrí mis labios para atraparlo en un bondadoso abrazo. Mi boca llena de su sabor comenzó un torpe chupeteo que recorría con vacilación aquel bocado tan substancioso. En la sensibilidad del momento noté como la sangre comenzaba a agolparse en aquella seductora carnalidad que palpitaba con fuerza animándome a continuar. Y con la torpeza propia de mi impericia chupé golosamente todo el glande animándome la lujuria que me invadía a tragar aquella nervuda verga. Un pequeño vaivén anunció que mi amante se despertaría pronto. Y del sueño despertó a una realidad aún más deliciosa. Su mano acarició mis melenas con inmenso cariño.

  • Creo que nunca tuve un despertar más dulce –dijo somnoliento, al tiempo que encendía la luz.

  • Lo siento –dije a modo de falsa disculpa-, no quería despertarte.

  • Pues me harías una putada. Estar dormido en la única cosa del mundo en la que querría estar despierto.

  • Bueno, creo que tarde o temprano te despertaría. Siempre ocurre en los cuentos: la bella durmiente se despierta al beso del príncipe.

  • ¿Y quién sería la bella, y quién el príncipe?

  • No sé. Creo que el cuento es tan nuevo que los papeles aún no están decididos.

  • ¿Qué te parece esto? No llega un solo príncipe al ataúd de la bella, llegan dos al mismo tiempo después de luchar contra todos los peligros que te puedas echar a la cara. Los dos están hechos polvo; y después de la batalla, nada mejor que el "descanso del guerrero". Pero miran a la bella y se dan cuenta que su belleza no es el mejor sitio; sobre todo si tenemos en cuenta a ese príncipe robusto y melenudo, herido en mil batallas y que echa fuego por los ojos.

  • También el príncipe piensa lo mismo mirándote a los ojos. La batalla ha sido dura y el premio final no era el que esperaba. Ella en ese ataúd, desganada de todo y, sin embargo, el guerrero...

  • Y la batalla no ha hecho más que comenzar. Y como en los cuentos, el final feliz está cerca, muy cerca...

Y esas palabras fueron el inicio de un beso al que me acerqué quemado por la adoración. Nuestras lenguas se trenzaron en un abrazo húmedo en el que volcamos el inicio de algo que parecía no tener fin: nuestro amor, nuestra pasión. Allí, sobre él, me veía la persona más dichosa del mundo. No había ninguna parte de mi cuerpo que no deseara estar con él, disfrutar de todo lo que me ofrecía, pues mi corazón me impulsaba a quererlo de ese modo. Sentía ese calor de estar junto a la persona amada. Pero todo era nuevo para mí, incluso ese sentimiento que vivía con una fuerza inusitada.

Allí, a su lado, me percaté de que todo lo que advertía en ese momento, era lo que imaginaba que sentiría cuando encontrara el amor; el único amor, el amor verdadero.

Aún así, no podía evitar el miedo. Es cierto que aquella era la aventura en la que quería estar; pero como en toda hazaña la incertidumbre estaba presente. Así aquel ardor que me arrebató desde el primer momento, estaba mezclado con una dosis con un desasosiego que iba ganando terreno a medida que mi calentura aumentaba, deslizándose sobre todo lo que quería hacer. Era la primera vez en muchas cosas, pero era la primera vez con él, con la persona que quería y que me amaba, y de la que ignoraba cómo complacerla, qué hacer, qué decir. En ese instante, la poca cordura que me quedaba, me decía: "haz lo que sientas"; sin embargo, ese sentimiento seguía creciendo pese a la felicidad que tenía.

  • Te parecerá una tontería. Quiero que me entiendas bien: me encanta lo que estoy haciendo, lo deseo con toda mi alma; pero no puedo dejar de sentir miedo.

  • No es una tontería, mi amor. No es ninguna tontería. ¡Es normal que lo tengas! –dijo con ternura, mientras me acariciaba- Yo también lo tengo; pero no debes temer nada. No haremos nada que no queramos los dos. Yo sólo te voy a entregar el amor que tengo desde el primer día que te vi y que te tendré mientras viva. ¡Yo también tengo miedo, mi amor! Para mí, aunque no lo creas, también es la primera vez. Nunca hice el amor a una persona que amara. Tú eres el primero. ¡Y te quiero tanto, tanto, tanto!

Y unas lágrimas comenzaron a asomarse por esos ojos cautivadores, y yo me uní a ellas. Era tanto lo que sentíamos que sufríamos de gozo por la fortuna de habernos encontrado, por saber que no tendríamos que buscar más, que todo lo que teníamos estaba allí y que, ahora, sólo quedaba cuidarlo mientras la vida siguiera en nuestros cuerpos.

Posé mi cabeza sobre la suya hasta que nuestras cálidas lágrimas se unieron. La devoción tomó la senda de las caricias que comenzaron a explorar nuestros cuerpos cargadas con el mismo sentimiento que nos alumbraba. Nuestras jadeantes lenguas volvieron a su tórrido mimo explorándose con morbidez. Separándose, tomó mi cabeza entre sus manos y de sus labios humedecidos salió la punta de la lengua que, con movimientos convulsos, jugó con la mía. Era como una furiosa persecución, en la que esos leves toques electrizaban el encuentro para volver de nuevo al juego del gato y del ratón. La saliva unía aquellas carreras, pero no era este el único fluido que nos unía. Su potente polla chorreaba unas pequeñas gotas de presemen que bañaban mi abdomen; a esto la mía correspondía con igual fragancia y depositaba en aquel nervudo tronco el jugo que anunciaba futuros placeres. Nuestros ojos ardían con el delirio. Las miradas eran vidriosas, concentrando en su brillo todo el fuego que consumía nuestros cuerpos hasta hacernos entrar en una vorágine feroz que, con su disfraz de ternura, empaparía aquel encuentro. Me lancé a morder aquel labio tentador que orgullosamente sobresalía y, a la primera muestra de dolor, él separó mi rostro y besó golosamente todo mi cuello, intercalando estos poderosos besos con mordiscos que alteraban mi exaltación haciendo que, cada segundo que pasaba entre sus brazos, mi estado febril subiera hasta llegar a una cima que siempre cobraba altura, pues el sensualidad no dejaba de escalar hasta límites difíciles de sospechar.

Su voracidad fue reptando hacia distintos ángulos que atizaban la calentura en sitios insospechados para mí. Su lengua empapaba el lóbulo de mi oreja, serpenteaba entre la comisura, volvía con su famélico ataque a arrasar mi cuello sin dejar que aquello que había encendido terminara de apagarse. Esa hambruna la acompañaba explorando con sus manos las partes más suculentas según la lujuria de mi amado. Era una exploración tierna y tenaz, donde el amor y la fuerza eran las dos caras de una misma moneda. Acariciaba mi espalda en un viaje en el que mi pecho era el siguiente destino para tomar después otros rumbos igual de excitantes para mí. Al tiempo la otra mano se deslizaba por mi cadera siguiendo después la curvatura de mi nalga atrapándola, hasta hacerla enrojecer, para terminar exprimiendo la contundencia de esta zona que devoraba con ardor.

Su sexo era contagioso. Cualquier maniobra suya germinaba en ti el irresistible deseo de corresponder con la misma moneda, pues sus caricias y besos eran el ardiente recordatorio de la belleza que él poseía y del amor que derramaba.

Un cuerpo pequeño como el suyo generaba en ti la creencia, aumentando por ello tu insaciabilidad, de poder abarcarlo con pocos movimientos. Era una engañosa ilusión. Esas formas condensadas decían en pocas líneas lo mismo que otros cuerpos expresan en páginas, por lo que la exploración se veía cautiva en un afán por retener todo lo que aquel hermoso conjunto manifestaba con tanta contundencia. Era la fuerza que impregnaba su hermosura, la soga que te ataba a él, fustigando a un tiempo todos los resortes por los que hervía tu sexo. Ese aplastante vigor era el que mis manos rastreaban ciegamente, asombrándose de su irrebatible poder de atracción. Todo, absolutamente todo, era hermoso y mi gula se perdía en la infinidad de tentadores laberintos que poseía aquel cuerpo. Sus hombros fornidos, el olor de sus axilas, el empuje de sus pectorales, el nervio de su polla. En esos primeros instantes no sabía a qué dedicarme, pues quería todo de aquel pozo sorprendente.

Mientras continuaba su ataque, yo metí mi mano entre nuestros cuerpos para acariciar aquel sabroso bocado que no dejaba de babear. Junté nuestras pollas y, sentándome sobre él, me amparé en la sombra de aquel poderoso miembro como amante alumno que era y meneé de arriba hacia abajo aquellos robustos engendros. Sentir el calor de su polla junto a la mía, enloquecía un acto tan antiguo como la masturbación hasta hacerlo aparecer totalmente nuevo ante mis incrédulos ojos. Era maravilloso ver como aquellas dos pollas empapadas de presemen se acariciaban entre ellas al ritmo de mi melódico masaje interpretado a dos manos, mostrando toda su arrogancia y hombría.

Nuestras miradas se fundían al tiempo que nuestros cuerpos, y con la misma agitación que nuestros gemidos que comenzaban a ascender de lo profundo. Estábamos atrapados el uno en el otro. Todo lo que realizábamos nos ligaba más intensamente concibiendo ataduras que no se rasgarían mientras viviéramos. Sus poderosos cojones abrían mi apetito y me disponía a lanzarme a un ataque, que fue cortado por la retaguardia cuando una de las manos de Roberto exploró mi culo, produciendo en mí un pequeño sobresalto que hizo deslizar la raja de mi culo por su potente verga. En ese momento me percaté de todo la supremacía de aquel apetitoso bocado; sin embargo, no me dio tiempo a disfrutar del curso de los acontecimientos, pues una nueva sensación se sumó al cúmulo que ya disfrutaba. La boca de Roberto besó la punta de mi polla. Las suaves y avariciosas caricias con las que regalaba mi culo me acercaron a esa húmeda cueva que abrazó mi glande con una ternura infinita. Me han chupado la polla un montón de veces; pero aquella vez fue diferente a todas las demás. Al tiempo que sus labios se abrían en ese dulce apretón, la rugosa punta de su lengua se internó con crispados movimientos en el remate de mi bálano. Conforme avanzaba iba recorriendo milímetro a milímetro todo su exterior, empleando mayor pujanza en aquellas zonas más sensitivas, como bajo el prepucio. Allí la lengua serpenteaba arrancando notas de un placer insólito para un tipo como yo, al que se la habían chupado un montón de zorras. Él proseguía su lento y cariñoso avance a lo largo de mi robusta pija, combinando este gusto con el apetitoso masaje que esta recibiendo mi culo, y que me hacía zigzaguear pausadamente como un maricón en celo.

Yo tomaba nota de esta lección magistral, pues al tiempo que gozaba de su mamada, mi mano bombeaba aquellos aguerridos veintidós centímetros que no dejaban de despertar en ningún momento una lujuria difícil de calmar, y que entendía que se podía encontrar en el mismo ritual que él realizaba. Tras tragarse toda mi polla, succionó con fuerza al tiempo que retrocedía. Parecía que toda la sangre que golpeaba mi pija quisiera salir para encontrarse con aquel corpulento macho. Fue una sensación indescriptible, pues todos los resortes del placer estaban como en un estado epiléptico, apelotonándose en una clara muestra por ver quien expresaba mejor lo que sentía. Cuando quitó la verga, yo caí desfallecido. No creía que una mamada pudiese ser tan gloriosa. Roberto quiso seguir mamándomela; pero quería demostrarle que yo también sabía aprender, que era el buen pupilo que un maestro como él merecía. Me puse de costado a la altura de los vertiginosos veintidós centímetros. Y a la señal de ya, que se produjo cuando él volvió a tragar mi pija, emprendí la mamada. Intenté ejecutar lo mismo que estaba recibiendo, siguiendo, como si fuera un reflejo en el agua, la ruta placentera recibía de Roberto. Sin embargo, noté que eso era tan difícil para mí como para él, ya que los dos, en esos momentos, estábamos no sólo atacando, sino recibiendo, lo que influía en gran medida en todo lo que hacíamos abriendo nuevos caminos a la exploración.

Aquella desproporcionada pija llenaba toda mi boca, ahogando los gemidos que proporcionaba su excepcional mamada. Su extraordinario sabor hacía de mí un ser insaciable. Mi lengua se deslizó por el contorno acariciando aquella firmeza y dispuesto a tragarme aquellos veintidós centímetros. Ante mi mamada, él, como yo, comenzó a bombear enérgicamente, dirigiendo su polla en todas las direcciones. Aquella dureza araba mi boca, chocando contra mis mejillas, contra el paladar, yendo tan adentro que me abría en espasmos. Mi inexperiencia hacía que, en ocasiones, mis dientes fueran un obstáculo en su viaje, pero ese pequeño dolor que le infringía, aumentaba su saña y placer, pues paraba de chupármela un momento para darle mayor ímpetu a su perforación. Estaba gozando como una puta. Cuando me tragaba toda la polla, mi cara reposaba en aquella mata dura de su vello, haciéndome aspirar ese olor a sexo que me desmadraba. Aquellos robustos cojones me golpeaban en cada una de sus embestidas, impulsando de esta forma no sólo mi lujuria, sino también el sabor de su culo que desplegaba un aroma viril que te embriagaba. Me tenía agarrado por los huevos, sobándolos para arrancar de mí mayores notas de placer y dirigiendo sus masajes, aún no con todo el descaro, hacia la raja de mi culo. Yo saque su polla de la boca, y tomándola por la base mi lengua se deslizó por su grueso tronco hasta llegar a los cojones que tragué y mordisqueé con ansia. Tenían un sabor dulce, ligeramente picante, que llegaba a tu boca de una forma viva notando el paso de su sabor con todo detalle.

Él hizo lo mismo, sólo que su lengua recorrió un tramo mayor. Primero me abrió las piernas, manteniéndolas yo en esa postura; después, sus manos abrieron mis nalgas y la codicia de Roberto actuó salvajemente desde el primer momento. Al tiempo que su lengua empapaba mis huevos, siguiendo después su rugoso pasar hacia mi ano en movimientos urgentes, sus dedos masajeaban diestramente el contorno ayudando a su inflamada lengua que, en esos primeros instantes, repartía su centro de interés por toda la zona. La sensación de humedad y cosquilleo fue el potente estimulador que me guió hacia su fenomenal culo. Entre gemidos y culebreos exploré aquella gruta. Su belleza me fascinaba, tanto es así que mi primer impulso fue hundirme en aquel pozo. Con una fuerza inusitada, mi cabeza presionó con potencia hasta hundirme entre sus nalgas y no discernir otra cosa que no fuera mi amado. Él me estaba devorando el culo y uno de sus dedos cruzó la entrada de mi ano. Esa espoleta hizo que un rugido, ahogado por la posición en la que estaba, tomará por un momento el control. La yema de su dedo acarició mis paredes tratando de ensanchar aquella hospitalaria zona, al tiempo que su lengua seguía con descaro empapando mis entrañas.

Era irresistible el placer que estaba recibiendo y que me anunciaba cotas más altas. En ese momento, guiado únicamente por mi canibalismo, moví frenéticamente la cabeza, que estaba empapada del olor de su sexo, al tiempo que comía y salivaba aquella sima arrebatadora. Era como un circuito cerrado que constantemente se iba realimentando. Sus lecciones eran al momento repetidas y agrandadas. Cuando su lengua taladró mi ano en un delicioso y apremiante mete y saca, la mía correspondió de igual manera tomando su energía del ardor que me alteraba. Mis manos separaban sus nalgas y mostraban aquel rosetón oscuro y codicioso que mutaba su forma siguiendo la tensión de mi lujuria. La punta de mi lengua se internaba en esa dulce diana, que la acogía con un manso abrazo que terminaba en meneos felinos hasta que mi codicia apuntaba de nuevo. Era un sabor nuevo y delicioso. Mi locura danzaba con el arrebato producido por el sabor su potente virilidad. Arrastré toda mi cara por aquella raja para sentir más profundamente sus notas turbadoras, hundí mi nariz en su ano al tiempo que mi lengua retozaba por sus huevos, que volví a tragar, y mi mano meneaba con violencia aquel engendro que chocaba con mi pecho recordándome su fibra.

Estaba instalado en un frenesí. El cuerpo de Roberto tenía mil caminos para el sexo, pero la concentración de virilidad que exhibía en esta zona tenía el poder de quemarte, de corromper tu libido hasta alcanzar cumbres que ignorabas que existiesen. Pero el macho no estaba huérfano. A esta potente hombría, se le unía una de las mentes más encendidas para el arte del buen follar.

Como pude comprobar ternura y violencia se hallaban conjugadas en el mismo verbo y tiempo. Aquel dedo que yacía girando voluptuosamente en mi ano, fue acompañado como en la lección que contemple, por más amigos. Sentí un dolor agudo y profundo, como si toda la carne de mi cuerpo quisiese pasar por aquel angosto recoveco; sin embargo, la maestría de Roberto pronto convirtió aquel padecimiento en un nuevo atajo para mi satisfacción. Los gemidos se hicieron una constante que me impedían articular cualquier palabra. Entendí porque con él sobraban las palabras. Era tal el poder de su masculinidad que te veías desde el primer momento en el vórtice del huracán, y en esos casos sólo quedaba entregarse y entregar. Estaba serpenteando como una puta, sus dedos entraban profundamente en mi culo, y aunque intentaba separarme seguían con la misma saña sepultados en mí. Me giré y me puse sobre él, polla con polla. Besé aquellos labios, mordí aquella cara, al tiempo que nuestras pollas se restregaban en un impetuoso vaivén, intentando aplastar con su fortaleza al otro contrincante. Por fin unas palabras salieron de nuestras bocas, y no hicieron más que acentuar lo que nos unía en aquel momento: el amor. En los intervalos que nos daban los besos, no parábamos de decir que nos amábamos, y que ese amor tenía un solo camino: yo y él.

  • ¡Quiero tenerte!

  • Ya me tienes. Me tienes desde siempre.

  • Sí, pero quiero tenerte dentro de mí. ¡Deseo que me hagas el amor! Quiero sentirte dentro de mí, que no haya nada que separe lo que siento con lo que hago. Necesito tenerte.

  • ¡Mi príncipe, eres cojonudo! –dijo besándome con ternura, para después pasar a un tono tranquilizador- Te va a doler un poco, pero ten paciencia. Todo lo que haré, será buscar tu placer. Lo que sientas, será lo que yo sienta.

De nuevo volvimos a unir nuestros labios con la urgencia de nuestra pasión. Nuestras pollas seguían acariciándose con su peso grave y su ardor descontrolado. Parecía que en esos instantes, necesitábamos anunciar desesperadamente todo lo que nos abrasaba. Nuestras caricias eran urgentes; nuestros besos, impacientes; nuestros meneos, tórridos. La pendiente de la montaña rusa estaba a unos metros; a partir de ahí, la velocidad y el vértigo serían nuestros acompañantes.

Mi mano intentaba abarcar nuestras dos pollas. Él quito aquel gel de la mesilla y depositó en mi mano una rumbosa cantidad de aquella crema fría que contrastaba con el calor de su verga. Unté con lujuria aquel tótem espléndido. Roberto suspiraba y se movía como una puta, al tiempo que yo me recreaba recorriendo palmo a palmo aquel descomunal y arrogante falo, sobándolo con una gula muy difícil de disimular. Me tumbé a su lado y abrí las piernas flexionándolas. En aquella postura exploré mi ano para lubricarlo lo más posible. Pronto me interrumpió Roberto, que tomó el relevo a mi labor para recordarme que el placer de follar siempre está en el otro. Sus manos hurgaron con esa mezcla de delicadeza y violencia tan particular que mostraba cuando follaba. Sentía como sus dedos revoloteaban en mi ano hasta empapar sus paredes de con aquella frialdad que anunciaba un calor que aún desconocía. Los introducía y sacaba furiosamente tras unos presurosos giros que conseguían su propósito deseado. Ver aquella desproporcionada pija en un cuerpo tan perfecto, pero diminuto, te hacia consciente, pese a la turbación del momento, de la poderosa hombría a la que ibas a enfrentarte y de la que ibas a disfrutar. Aquella tersura aperlada, bamboleante en su peso, arrogante en su lujuria, exhibía toda su riqueza a escasos centímetros de un culo que estaba deseoso de recibirlo, de sufrir y gozar a partes iguales de su virilidad.

Nada me anunció lo que iba a suceder después. Es cierto que los toros no se ven igual desde la barrera. Para una buena corrida, lo mejor es torear, y Roberto sabía manejar muy bien la muleta. Aquel glande carnal y pujante se acercó con todo su apetito. Mi mirada en aquel momento reflejaba el deseo que me esclavizaba a aquella polla; pero también el terror que un goloso como aquel me produciría con sus perforaciones. Cogió la polla entre sus manos, y la acerco a mi aceitado ano. Mis nervios se hallaban a flor de piel; debatiéndose entre el deseo de tener a mi amado y el dolor que eso me produciría. Empujó con suavidad y su capullo entró con toda su fortaleza en mi culo. Sentí un dolor indescriptible, como si el placer que alojaba momentos antes hubiera muerto para resucitar con el rostro del padecimiento. Ahogué mi grito mordiendo mis labios. De mis ojos comenzaron a brotar lágrimas que me indicaban que este primer combate lo ganaría el dolor. Él se quedó quieto, estático, haciéndome sentir en ese reposo el palpitar de su gloriosa polla. De repente, con una ternura que surgía de lo más profundo que aquel increíble ser, Roberto comenzó a hablar.

  • ¡Tranquilo, mi amor, mi vida! Tranquilo. No sientas pánico de un dolor que es pasajero. Te prometo, mi vida que durará lo que un suspiro –decía esto mientras comenzó a acariciarme y a relajar la tensión que yo sufría, a llenar de besos mis manos que se unían a las suyas buscando su protección-. ¡Te juro por el amor que te tengo!, que lo que ahora sientes será un recuerdo, y sólo el placer inundará tus carnes. Tienes un culo precioso, tan apetecible como tú. Igual de tierno y amoroso, duro y fresco... Siento cómo abraza con dulzura mi capullo; cómo aún llorando de dolor no deja de besarme. Igual que tú con esas lágrimas que ahora te asoman, ¡sé lo que son mi vida! ¡Qué guapo eres, coño!. Y yo sólo sé quererte, amarte con toda mi alma, con toda mi polla. Entrar en ti para no separarme nunca más, para unirme a ti y coserte a mi vida con mi polla, con el gozo de nuestras pollas, para amanecer como hoy, juntos en nuestro nido, dejando que el día termine, que la noche llegue, porque todo el tiempo, hagamos lo que hagamos, y pase lo que pase, estaremos siempre juntos.

  • ¡Joder, Roberto, cuánto te quiero! –dije venciendo ya al dolor y embargado por una emoción que buscaba un beso que no tardó en aparecer.

  • ¡Y yo a ti, mi vida, y yo a ti! No veas la felicidad que estoy sintiendo. No es el placer que me estás dando. ¡Es que estoy viviendo el sueño que creé desde que te conocí!, desde que apareciste por la puerta y me miraste extrañamente. Creo que no estoy follando aquí. ¡Estoy tan feliz, tan de puta madre, que estoy follando en el cielo! Estoy en ese cielo para mariconas en el que uno disfruta de un amor infinito y nuevo. ¡Te quiero, Carlos! ¡Te quiero más que a mi vida!, aunque suene a copla.

  • No suena a copla –dije para no preocuparlo, a la vez que la emoción que sentía articulo las siguientes palabras-. ¡Yo te quiero igual, me cago en la puta! Nunca me pasó lo que me está pasando. Me siento tan lleno, tan feliz que me da miedo. ¿Sabes?, siempre me pasa una historia, ya sé que es una tontería, pero siempre que me pasaba algo bueno, automáticamente esperaba que llegara el castigo. Como si Dios, a la vez que me ofrecía el premio, me derrumbara para que probara el polvo. Hoy no siento eso, y mira que nunca me sentí más feliz. Pero aunque me llegue el castigo, tendré la recompensa de haberte encontrado, de haber sido la persona más feliz del mundo entre tus brazos.

  • No hay castigo. No hay castigo entre dos que se aman. ¿Te gusta?

  • Siiiiiií.

  • ¡De puta madre! Yo estoy en la gloria...

  • Me encanta... Siento dolor, pero también siento un placer que no sabía que existía

  • ¿Te duele?

  • No me importa el dolor. No me importa nada; sólo quiero tenerte, sentirte en todo mi cuerpo, ser tuyo... ¡Aaaaah!

  • ¿Te duele?

  • No te preocupes: también me gusta. ¡Aaaaaaaaah!

Y diciendo esto, mis manos que seguían aferradas a las suyas se dirigieron a su cadera para animarlo a que entrase dulcemente con su polla. El dolor siguió igual de intenso, pero mi voracidad pedía que aquella nervuda pija siguiese dibujando su contorno en mis entrañas. Cada pocos centímetros paraba para que me habituase a aquel depredador. Mientras tanto mi grito ahogado tomó consciencia de la belleza que alojaba entre mis nalgas, como con su paso denso y delicioso aquella pija iba grabando a fuego su firmeza. Un último golpe metió su polla hasta la empuñadura. Sumido en el placer recibí sus devoradores besos que comí con urgencia al tiempo que mis manos no dejaban de explorar la belleza de aquel cuerpo en tensión que me turbaba.

Sentía su polla en todo el cuerpo, parecía que aquel engendro, que me sepultaba en el ardor, expandía su potencia para instalar su carnaza en cada uno de mis deseos, en cada parte de mi cuerpo que sudaba el celo que me engendraba. El dolor seguía ahí; pero aquella verga tenía el poder de marcar con fuego su ardiente naturaleza. Y lo hacía sabiamente, sin prisas pero sin pausas. Noté como aquella efigie que aplastaba mi próstata, que llenaba mi cuerpo, iba señalando con sus movimientos felinos la avaricia y la generosidad de su amo. La avaricia que lo llevaba a arrasar todo a su paso, a exprimir de ti todos tus jugos; la generosidad que te llevaba a catapultarte a un gozo que sólo un macho como él podía darte. Yo agarraba mis piernas, pero el placer que estaba sintiendo hizo que comenzara a menearme como una puta, sincronizando sus asaltos para que ese prodigio entrase con plenitud en un culo que lo abrazaba con una codicia mansa. Aquella pija ornada de venas que recalcaban su brío y fibra, se encontraban con unas entrañas nostálgicas por haberlo perdido hasta que un nuevo encuentro hacía que lo abrazase con la fuerza que se recibe a un ser querido. Un ser que amorosamente, en cada una de sus perforaciones, iba destilando una voluptuosidad que te consumía.

Nuestros cuerpos sudados, ardientes por la calentura que los electrizaba, se enredaban en profundas penetraciones. Puse mis piernas sobre sus anchos hombros, apretando más vigorosamente aquella polla que horadaba mis entrañas. En esa postura mis manos comenzaron a pasearse por aquel guerrero que me incendiaba. Recorrí la belleza de sus formas con la misma apremiante voracidad de sus perforaciones, mis manos manosearon su culo empujándolo con fuerza, hurgando entre su raja. Éramos una sinfonía de jadeos en la que nuestros entornados ojos sólo decían un fervoroso "te quiero". Mi polla comenzaba a cosquillear ante la delicia que suponía las incursiones de aquella fabulosa verga. Mi mano se metió en aquella vorágine para abrazar los cojones de mi macho, para disfrutar de su grueso falo. Con un apetito anhelante descubrí que su sexo se hallaba en ese momento repartido por todo su cuerpo. Era como si Roberto fuera una gran polla. Al tiempo que mis manos acariciaban aquel robusto par de huevos, treparon por su abdomen tensionado; por sus pletóricos pectorales, pellizcando sus pezones hasta que aquella masa obscura y erecta se ruborizó; por su cuello hinchado en el que ondeaba la fuerza de su follada; por su boca que babeante mordisqueaba mis dedos, y que mi insaciable urgencia hizo bajar hasta que nuestros labios se juntaron para devorarse. Era un remolino de placer. El dolor que hasta no hace mucho reinaba murió abruptamente ocupando su lugar, con un aliento devastador, un placer que no pedía permiso en su intromisión, porque venía para quedarse y hacer de las suyas.

Era un maricón en toda regla. Un macho engatusado por el recién descubrimiento que cambiaría toda su vida. Quería ese juguete y quería seguir gozando de el toda mi puta vida. El paraíso sudaba, nuestros choques violentos parecían producirse en el agua. La pendiente de aquella montaña rusa estaba alcanzando su máxima velocidad. Sin poderlo remediar, la parte puta de mi espíritu comenzó a lanzar obscenidades, a tratar a mi hombre como un puto cabrón, mi cabrón, que de modo alterado y enérgico aró mis entrañas con mayor vigor en un descontrol que nos sumergía. Vivíamos en un tiempo nuevo y extraño. Por un lado, parecía correr vertiginosamente al ritmo de nuestra sincopada follada; por otro, pese al furor que nos embargaba, el placer se sucedía sin pausa pero sin la celeridad suficiente como para no dejar nuestros cuerpos marcados a fuego.

No había tocado mi polla en ningún momento, pues la hechicería de Roberto hacía innecesario cualquier acercamiento, ya que el viaje al clímax estaba más que garantizado y comenzaba a notar como el volcán despertaba de su letargo. Mis palabras seguían mezclando el amor con la mierda. Aquella entrega pura precisaba de la suciedad que esconden las palabras húmedas y que mi boca hacía manar con lujuria. El "cabrón", la "polla", el "métemela", el "dale con ganas", se mezclaban con sorprendente armonía con las declaraciones de amor más profundas. Era todo suyo y él era todo mío; ahí residía todo. Estaba tan cerca del orgasmo que mi cuerpo necesitaba mi atención. Me acaricié obscenamente, pues no podía hacerlo de otra manera, mostrando mi turbadora belleza empapada por el jugo de un puterío inaudito. Comencé a llorar como un niño que disfruta del día más feliz de su vida y esa fue el detonador que anunció un orgasmo de una fiereza nunca vivida.

El "me corro, hijo de puta" hizo que aquel animal sacara su potente arma de mi culo para lanzase con gula a comerme toda la polla. Un grito acompañó su salida, y rápidamente se empalmó este con un rugido ensordecedor. Su apetito succionó con fuerza al tiempo que mis convulsiones hacían que mi polla penetrase hasta su garganta. En mi fuerza, levanté a aquel macho que presionaba con celo mi verga. Tenía el cuerpo electrizado, navegando a la deriva de un mar que arrancaba, en su rugir poderoso, el primero de los grandes orgasmos que tuve con Roberto. Estaba perdido en un placer sin límites. Los trallazos de leche se sucedían sin interrupción ahogando la caliente voracidad de mi amado. En ese estado ignoraba donde estaba el suelo, pues vivía en un cielo permanente que se consumía con una energía que nunca había sentido. Las notas de juicio aparecieron en un horizonte borroso. Roberto seguía chupando mi polla con saña y con la misma cara de éxtasis que aparecería si él se hubiese corrido. Cuando de ella no salían más que los estertores, se lanzó con la misma fiereza a devorar mi boca en la que nuestras salivas y mi leche hicieron de este beso un manjar exquisito. Era un abrazo imperioso, guiado por la necesidad de fundir nuestros cuerpos que ahora vivían para el otro. Notaba su polla dura sepultándose con fuerza en mis carnes, escribiendo la segunda parte de un prodigio que aún estaba por llegar y que su pasión impedía aplazar. Nuestras bocas empapadas, nuestros ojos llorosos por la felicidad, el amor quemándonos, eses eran los ingredientes de aquel beso que comíamos con fruición.

Sin dejar de besarme, endilgó con maestría su polla y aquella masa muscular bombeó salvajemente para que no me escurriera del placer que estaba mermando. Con las piernas abiertas me agarre a él y mis suspiros sólo indicaban una cosa: ¡Te amo, puto cabrón!; amo cada parte de tu violento cuerpo, amo cada parte de tu endiablado y delicado espíritu. ¡Te amo hasta las cachas!

Aquella prodigiosa verga entraba con la fuerza de un toro y con la rapidez de un disparo. Yo no dejaba de abrazar su calibre, de dejarme violar por su ternura y palmaria contundencia. Mi macho hacía explotar en mí un placer que se negaba a enfriarse. Cada una de sus embestidas iba acompañada de mi amor, de mi adoración que se manifestaba en tiernos besos a su arrebatada fuerza. Me sorprendía la cantidad de energía que guardaba un cuerpo como el suyo. La violencia de un primer momento continuaba ahora con el mismo vigor o más, mientras yo seguía dulcemente esclavizado a la idolatría que me mostraba. Me retorcía como una puta contrayendo mi ano para que sus penetraciones fueran más fieras y extáticas.

Como comenté el cuerpo de Roberto era un libro lleno de muchas páginas. Un ejemplar en el que nunca te cansabas de leer la belleza que emanaba. Esa expresividad hacía que cada parte de su cuerpo manifestara con fuerza su febril genio. Así, a las copiosas gotas de sudor que nos empapaban, se vino a un rubor que tiñó su cuerpo de una patina candente. Aquellos rasgos extraños adquirieron una potencia inaudita, como si quisieran salir de sus órbitas y ante ese empeño volvieran con más fuerza a su origen apiñándose en una mueca extraña que expresaba la rabia obcecada de aquel intenso orgasmo. Mi culo se inundó de su cálida leche que arrasaba placenteramente mis entrañas. Aquella expresión de pérdida, de arrobo, me conmovió profundamente pues era consciente de todo lo que me estaba entregando desde aquella polla que me clavaba con fuerza a la cama. Fueron como unos diez segundos, un tiempo en el que no dejo de manar como un surtidor aquella verga que no admitía comparaciones. Yo sólo podía besarle, pues su leche me quemaba y bautizaba para siempre al amor de mi macho. Lamía su sudor con ese sabor a sexo tan peculiar, veneraba su cuerpo que en ese momento estaba tensionado manifestando su máxima expresión, hasta que llegamos a un punto que no existía nadie más que nosotros dos viviendo en la perpetua idolatría que habíamos creado.

Se tumbó con todo su peso muerto. Respiraba afanosamente, pero aún así nos fundimos en un tierno abrazo del que no nos separamos. Nuestras respiraciones se acompasaban al ritmo de esos besos cariñosos con el que regábamos nuestro encuentro. Con él comprendí que la follada no terminaba con un pitillo, pues tras hacerme el amor continuó después empapándome con su ternura, con sus caricias y arrumacos como si fuera un gatito mimoso que buscaba tu amor regalándote el suyo. Así estuvimos como una hora en la que no paramos de querernos y hablar, en la que no dejamos de adorarnos. Después, como si tuviéramos un riguroso turno, aunque lo que obedecíamos eran nuestras pulsiones, me tocó a mí darle toda mi leche en una jugosa follada que nunca olvidaremos.

Aquel día llegó tarde a su trabajo, y aún hoy el reloj que sigue marcando los pasos es nuestro amor, que es nuestra vida. Llevamos juntos once años en los que hemos luchado para que el destino no nos separe. En este suspiro hemos hecho de todo sin perder nada de lo que nos une, sino ensanchando aquello que nos ata irremediablemente.

Compartimos amantes, que no amor. Éste sigue siendo ese pacto no escrito y siempre renovado que nos unió aquel día que pasé a la terraza y miré...

La medida del amor es amar sin medidas

(S. Agustín)

Esta historia está dedicada a los que aman.

Os informo que estoy enfrascado en un nuevo proyecto. Se titula "Postales desde la otra acera". El fin no es otro que trazar una panorámica sobre nosotros con todas las historias que vaya recibiendo. Próximamente colgaré aquí dos de las historias que he terminado, para que veáis un poco por dónde van los tiros. En principio, vale todo. Todo lo que seáis vosotros es lo que va a reflejarse. Puede que seáis un polvo glorioso, algo parecido a lo que habéis leído; pero puede que no, puede que estéis en esa búsqueda; o que no siendo la gloria si estéis en el cielo, o en el infierno, que tampoco es un mal sitio para encontrarse. Lo que me enviéis no tiene porque estar elaborado, sólo lo que consideréis importante, cuatro o cinco líneas que resuman vuestra historia. Un saludo y, por supuesto, ¡gracias!

Fuera de esto, si queréis mandarme algún comentario sobre la historia que habéis leído, crítica, sugerencia, lo que sea... podéis escribirme a: primito@imaginativos.com

Prometo responder. Un saludo y gracias.