Serendipia VII - Final

Quieran bonito

– Camille ha pasado la mañana entera encerrada en su habitación – le decía Marco a Irene por teléfono – no he podido hablar con ella aún.

– Creo que no nos conviene hacer algo, tal vez solo deberíamos dejar las cosas pasar.

Marco suspiró pesadamente desde el otro lado.

Creo que lo más difícil siempre son los cambios, sean buenos o malos. Un cambio genera reacciones incontrolables en nuestro organismo. Nos gusta tener el control, pero con un cambio es lo que menos tenemos.

Eva suspiraba y su mirada te hacía traspasar dolor y rabia, pero era más por ella misma, que por las razones originales.

Miraba su teléfono varias veces cada hora, limpiaba los marcos de las pinturas que decoraban su casa. Sus manos iban nerviosamente desde los muebles hasta las lámparas, pero nada de eso la hacía no pensar.

Irene la acompañaba a todas partes y se preocupaba, cuando luego de muchas horas Eva no pronunciaba ninguna palabra.

– No me parece que ninguna persona en el mundo merezca el dolor que llevas dentro – le decía su amiga.

– El dolor quiere hacerse sentir y se lo estoy permitiendo – contestaba Eva con la mirada fría – quiero que duela todo lo que tenga que doler, para que luego no duela más.

– Entiendo.

Pero Eva parecía saber lo que estaba haciendo, aunque se apretaba las ganas de llorar desconsoladamente, ella no iba a calmarse hasta obtener respuestas. Y mientras los días pasaban, Eva se recuperaba para su entrevista de trabajo.

Una persona nunca se acostumbrará a la sensación de un corazón roto, nadie podría hacerlo nunca. Y Eva parecía llevarlo con bastante madurez, luego del primer día, su semblante se fue endureciendo y, aunque veía a la rubia en cualquier lugar que mirara, lograba tener más control sobre sí misma.

– ¿Estás completamente segura? – Le preguntó Irene llena de preocupación – no tienes nada que demostrarle Eva, ella no ha querido hablar contigo.

– Estoy segura de lo que estoy haciendo – dijo mientras se abotonaba el blazer.

Camille estaba sentada en su oficina mientras entrevistaba a la primera persona. De su bolso sobresalía una hoja arrugada donde estaba impreso el número de teléfono de Eva, había querido llamarla y explicarle lo que pasaba, pero ni ella misma lo entendía y había rogado porque ella apareciera en cualquier sitio donde estuviera y le pidiera las explicaciones que ella quería darle, pero que no conseguía hacer salir de su corazón.

No estaba concentrada, hacía preguntas al azar y asentía cuando se hacía silencio. Su rostro se veía cansado, apenas había logrado peinarse y algunos mechones sobresalían del agarre alto de su cabello por sus orejas.

– ¿Cuántas personas quedan afuera? – preguntó la rubia al hombre que tenía sentado al frente.

– Tres – dijo confundido de que esa pregunta fuera parte de la entrevista.

Camille asintió y siguió garabateando en su cuaderno, fingiendo escuchar el monólogo aprendido como respuesta a sus preguntas.

Eva bajó por las escaleras de su edificio y tomó el primer taxi que vio.

Al llegar, empujó la puerta de vidrio y entró al edificio, subió las escaleras que ya conocía y llegó al pasillo donde esperaban dos personas sentadas leyendo unas revistas y las imitó. Su corazón había empezado a latir y apretó los reposabrazos con fuerza, mientras se regañaba a sí misma.

Repasó sus palabras cuidadosamente, como si se enfrentara a la prueba final de su vida, como si lo que pasara dentro de esa oficina fuese a determinar el rumbo de su vida, y en parte así era.

Apoyó su cabeza sobre la pared, levantando su barbilla y mirando hacia el techo. Sentía un nudo en la garganta, sus manos temblaban y empezaba a sentir frío.

Una mujer alta entró a la oficina a la vez que salía un hombre. Ella tragó fuerte y fijó su mirada en una revista del 2004.

Cuando la última persona salió, ella con todo el valor del universo, al igual que la primera vez, caminó hacia la puerta. Reviviendo cada sentimiento de la vez anterior mezclados con los nuevos sentimientos, creyó que iba a desmayarse al ver la melena rubia detrás del escritorio.

Llevaba los mismos lentes de pasta, con su mirada puesta en varios papeles sobre la mesa. Su mano tocaba su frente como si estuviera teniendo un dolor de cabeza y cuando levantó su rostro y sus ojos se posaron en Eva la vio palidecer.

Camille apretó sus puños e hizo un ademán de levantarse e ir por ella, pero su cuerpo se frenó en la silla y solo pudo mirarla durante el trayecto desde la puerta hasta la silla donde se sentó.

– Solo vine por una razón – dijo Eva con la voz áspera sin mirarla directamente – y no es por el trabajo – y levantó la mirada.

– Eva – y la voz le sonó tan débil que la rubia pensó que iba a morir en ese instante.

– Quiero saber por qué – la voz se le quebró un instante – quiero saber si esto será todo.

La rubia negó con la cabeza, una lágrima la acompañaba y cuando notó que Eva se ponía de pie sintió con claridad y supo que no quería a esa chica fuera de su vida. Se levantó y la haló del blazer sobre el escritorio para besarla.

– No te vayas – le susurró – de verdad lo lamento – dijo rodeando el escritorio y tomando su rostro con ambas manos – no quiero perderte, pero tenía tanto miedo.

Eva la abrazó y se hundió en su hombro llenándolo de lágrimas.

Todo por una mujer, pensaba Camille. Ambas habían perdido el control de sus vidas por una mujer.

El sufrimiento por razones amorosas siempre se debe, en su mayoría, a que las personas no saben lo que quieren, ni lo que se merecen. Una persona segura de sí misma, jamás hará daño a otra por dudas o suposiciones. Que distinto sería el mundo entonces.

– Yo también tenía miedo – le dijo Eva todavía hundida entre su cuello y su hombro – y aún tengo, pero necesito saber que no vas a volverte a ir, que vas a hablarme cuando tengas dudas, que lo vas a intentar tanto como yo.

Camille asintió sin soltar su abrazo.

– No quiero estar lejos de ti nunca más.

Ambas iban en un taxi. Camille se apoyaba de la ventana y Eva estaba recostada a su lado, mirando hacia adelante. La rubia la tenía abrazada mientras jugaba con el borde de su chaqueta. Desde el reproductor sonaba Yellow de Coldplay y las nubes se arremolinaban afuera preparadas para desprenderse del cielo.

Ellas usualmente no hablaban cuando escuchaban alguna canción que les gustaba o cuando estaban tan perdidas en sus pensamientos que se olvidaban la una de la otra, pero a ninguna les molestaba, respetaban el espacio de cada una, se respetaban a sí mismas y solo se acariciaban para que la otra supiera que estaba ahí, que siempre iba a estar ahí.

Subieron las escaleras del apartamento de Eva tomadas de la mano. Eva abrió la puerta y dejó caer el bolso en una silla que siempre estaba en la entrada, se echó en el mueble con un suspiro y cerró los ojos un instante. Sintió el peso de alguien a su lado y sonrió cuando Camille empezó a delinear con su dedo índice su frente, su nariz y su boca, hasta llegar a su barbilla.

– ¿En qué piensas? – le preguntó.

– Que así debe sentirse estar en paz con el mundo y con todo – Dijo Eva y Camille rio – ven aquí.

Camille se abrazó a ella y cerró los ojos para darle un beso.

– Te quiero – dijo la rubia – y no he querido a nadie como te quiero a ti.

– ¿Me seguirás queriendo mañana?

– Sí.

– ¿Y pasado mañana?

– También.

– ¿Y dentro de una semana?

– Indudablemente.

– ¿Dentro de un mes?

– La vida entera.

Eva se sentó sobre la rubia y acunó su rostro en ambas manos para besarla.

– ¿La vida entera? – le preguntó despegándose un poco de ella.

– ¿Quieres más? – dijo Camille con una sonrisa.

– De ti siempre voy a querer más.

Marco e Irene las bombardeaban a preguntas sobre su reconciliación, pero ellas no decían absolutamente nada. Solo se miraban cómplices y sonreían mientras evadían las preguntas.

– ¿Por qué no nos cuentan cómo es que ustedes están juntos? – contraatacaba Eva. Los dos se sonrojaban y cambiaban el tema de igual manera.

Había aspectos que era mejor mantenerlos en pareja, los cuatro lo sabían. Bromeaban sobre lo cursi que eran Camille y su hermano. Irene finalizaba con que adoraba lo romántico que era Marco con ella y Eva le susurraba palabras de amor a Camille, que la hacían hundirse en el asiento y darle besos cortos a su novia. Y cada vez que se quedaban solas, hablaban de lo que harían al día siguiente o de a dónde irían a comer el fin de semana o si se quedarían en casa de alguna confesándose su amor debajo de las sábanas, en la sala abrigándose por el frío o mientras comían frente a la televisión y Eva limpiaba la barbilla de Camille llena de salsa, así era el amor entre ellas.

A veces salían a la terraza, cuando la noche estaba fresca y se echaban sobre una manta en el suelo a ver las estrellas, hasta que las hormigas las hacían huir.

Lloraban viendo películas a oscuras y se consolaban la una a la otra. Evitaban las películas de terror y reían con Jim Carrey.

Su amor no necesitaba de grandes cosas para ser, solo ser. Juraron no separarse nunca más, hicieron promesas de esas que se hacen cuando las personas que se quieren llegan al altar, sin necesidad del protocolo.

Estaban bien, estaban tranquilas incluso cuando discutían, porque confiaban entre ellas, porque sabían que ninguna haría nada estúpido que pusiera en peligro su relación. Y porque no había nada de importante en pelear sobre el color de la pintura que llevaría su nueva habitación y que se lograba solucionar con un amanecer lleno de café sin temor de ensuciar las sábanas y susurrándose que se querían cuando el silencio quería aparecer.


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