Ser mayor

No soy una cría, ni soy idiota. Soy madura de sobra para mi edad. Simplemente, lo que sucede, es que nunca lo he hecho con nadie, y mis “amigas”, por lo visto, llevan dos años en una especie de no parar.

No soy una cría, ni soy idiota. Soy madura de sobra para mi edad. Mucho más madura que la gran mayoría de mis compañeras de clase. Diría amigas, pero tengo la suficiente madurez y raciocinio como para saber que no son amigas de verdad. Lo noto en las multitudes, en los grupos grandes. No me sirven las confesiones secretas vis a vis si cuando nos juntamos cuatro o más yo dejo de existir.

No soy más cría que las demás, de hecho suelo pensar que les doy mil vueltas. Simplemente, lo que sucede, es que nunca lo he hecho con nadie, y mis “amigas”, por lo visto, llevan dos años en una especie de no parar. Ni siquiera he tocado nunca una polla, (no soy una niña, se llamar a las cosas por su nombre). Ni siquiera me han tocado por debajo de la ropa.

¿Qué si tengo ganas? Pues no especialmente. No me veo con la necesidad física. Pero joder, estoy hasta las narices de escuchar conversaciones sobre sexo y tener que poner cara de póker. Quizás lo que voy a decir sea un contrasentido, pues es inmaduro si quiera pensarlo, pero quiero follar, aunque solo sea una vez, quitarme el peso de encima, aunque solo sea para decirle a mis amigas: “¿Veis a aquel chico? Me lo follé”.

Envuelta en esos pensamientos salí de la cena de clase por la puerta más grande del restaurante. Tranquilos, nadie iba a deparar en mi huida ni en mi ausencia. El día había sido muy largo: último examen, charla de despedida, cena y barra libre. Esto es España; último año de instituto y para celebrarlo todos a beber, cultura nacional. Eran las tres de la madrugada y yo sentía que lo que había sucedido a mediodía había ocurrido el mes pasado. Llevaba en pie, y hasta el culo de todo, desde las siete de la mañana.

Quería estar menos sola, así que me fui a pasear sin nadie. Hacía un calor de narices y me acabé sentando en una tarima de hormigón, en una especie de callejón, que no lo era, pues a un lado había muro, pero al otro había una gran verja negra. Estaba cerca del paseo marítimo, todo medio abandonado, medio por rehabilitar, como esas cosas viejas que tienen futuro. La luna iluminaba más que las farolas alejadas y podía sentir la brisa del mar, no muy fresca precisamente.

Quizás, queriendo luchar contra la infantilidad del uniforme del colegio, había bebido bastante y me disponía a fumar un cigarro. La madurez es una cuestión de actitud, pero la camisa blanca y la falda a cuadros, el mismo uniforme desde el primer hasta último día de instituto, no ayudaba demasiado a sentirme en disposición de comerme el mundo.

Tan pronto encendí el cigarro miré a mi derecha y comprendí que no estaba sola: a unos cuatro o cinco metros, y contra la pared, una pareja “se daba el lote” de una manera poco elegante. Me fijé detenidamente al tiempo que inhalaba la primera calada; no hacían un show estrafalario pero sus besos eran guarros, desesperados, podía ver sus lenguas en el aire. No soy una estúpida, sé que cuando puedes ver las lenguas volar, cuando las lenguas escapan a las bocas, es que el deseo es compartido y se viene, desbocada, la desinhibición.

No me molestó ni me agradó, no sentía especial curiosidad ni rechazo, sin embargo, no podía dejar de mirarles. Ni siquiera pensé en qué pasaría si descubrieran a la aparentemente inocente mirona. Ni lo pensé.

El chico en pantalones vaqueros y camiseta gris. Ella en falda corta y una camisa sin mangas, de color llamativo, una especie de rosa o magenta, que contrastaba con su falda oscura y con la noche. Pero lo que más me llamaba la atención de ella eran sus piernas largas y morenas. No llevaba tacones y era tan alta como él. Yo quería ver al chico pero éste estaba entretenido con ella y no le veía más que medio perfil. El pelo muy cortito y unos brazos fuertes. Puedo ser virgen pero eso no me impide poder fantasear con sujetarme a los brazos de un hombre mientras éste hace conmigo lo que quiere.

No me dio tiempo a reflexionar ni reaccionar. Con mis piernas cruzadas las plantas de mis pies ya no tocaban el suelo, y los pies de ella dejaron también de tocar el suelo cuando esta se subió a él, rodeando su cintura con aquellas piernas kilométricas. Su falda se recogió en la cintura y sus bragas negras salieron a la luz. Fue entonces cuando algo me subió por el cuerpo. Aquello ya no era algo que pudiera verse en cualquier discoteca pasadas las cinco. El chico la sujetó por las nalgas y sus besos se tornaron casi en lametazos en los labios del otro, como un juego de te beso pero no te beso, un juego de quiero que me folles esta noche pero igual te puteo calentándote durante un rato más.

Quizás sea un bicho raro y es que cuando me excito no lo noto tanto donde lo notan mis amigas. Ellas hablan de mojarse, (sí, hablamos de esas cosas, y sí, demasiado), como si por el hecho de excitarse sus bragas quedasen echas un desastre. Yo no, yo cuando me excito siento que me falta el aire, lo noto en el pecho, como si me tocara el alma. Lo noto en el pecho, como si se se me hincharan las tetas. Como si necesitara una talla más de sujetador cuando estoy caliente. Suena soez, pero cuando me masturbo, que lo hago, cuando me viene en gana, libero mis tetas, pues siento que estas no pueden contener su tamaño.

Pues eso es lo que empezaba a sentir, allí sentada, sin poder dejar de mirarles, empezaba a sentir ese hormigueo por todo el cuerpo y esa presión en el pecho. Pero sobretodo, aquel hecho inequívoco, aquella sensación en mis pechos ya de por sí poco discretos, queriendo escapar del sujetador, queriendo reventar la camisa.

El chico era fuerte y la chica delgada, y no había consumido yo medio cigarro cuando él, con ella encima, dio un paso y volvió a aprisionarla contra el muro. Ella con el culo contra la pared haciendo movimientos pélvicos, rozándose, atacando con movimientos de cadera una polla que debería estar enorme pero se mantenía maniatada y desesperada, apretada por unos calzoncillos y pantalones. Creo que a los tres nos estaba dando pena aquella polla que quería ser liberada cuanto antes, como una máquina de matar prohibida por ser demasiado potente y destructiva.

Y pasó lo que tenía que pasar. Que ella se bajó de él y entre beso y beso me miró. Me quedé helada. Me sentí diminuta y lo que es peor, sentí que estaba haciendo algo indecente y reprochable. Se susurraron algo, sin dejar de tocarse, y el chico volteó su cabeza ligeramente. Del cosquilleo pasé a un latigazo, como si aquellos cuatro ojos mirándome fueran un rayo atravesándome, entrando por el pecho y saliendo por la espalda. No me dijeron nada, ni tan si quiera pude descifrar el mensaje de los ojos oscuros de ella y los claros de él. Lo cierto es que a pesar de su mirada fugaz, en ningún momento habían dejado de magrearse y rozarse. La mirada hacia mí no fue el descanso del partido, tan solo una efímera mirada hacia la grada.

Lo que no descifré por la mirada lo descubrí por sus actos; les importaba una mierda que yo estuviera allí. Se tenían más ganas de lo que podían soportar y ni si quiera se iban a molestar en alejarse más. Como mucho pensarían: “A ver si la niña se acaba el cigarro y se pira”. Como mucho, quizás ni eso.

Si en algún momento había sopesado la idea de marcharme aquello no prosperó. Sobre todo desde el momento en que las manos de ella fueron a la entrepierna de él. Ahí mi subconsciente descartó todo lo que no fuera quedarme petrificada.

Mi mente hablaba conmigo misma y se decía: “Sácasela, sácasela y agárrala. Lo estás deseando”. Me ponía más en el papel de ella. A ella se la veía más activa. Quizás el chico había hecho todo el esfuerzo en el cortejo y ella solo se había dejado querer. Quizás ella llevaba horas o días negando el deseo y ahora, como el gran bulto que ocultas y va creciendo, estaba saliendo de forma brusca y descontrolada.

Yo pensaba: “Chica, estás deseando metértela, has venido a este callejón para eso, no disimules, lo deseas, ruégale que te la meta”. Siempre he tenido mucho mundo interior, y ahora lo aplicaba a la escena que contemplaba.

Y se la sacó. Lo pude ver claramente. El chico con los pantalones y calzoncillos enrollados en sus muslos y ella agarrándosela con una mano, clavándole la mirada. Nunca había visto una polla así, en plenitud. Joder, aquello era impresionante. “Las pollas son feas” decían mis amigas. No, no es cuestión de belleza, aquello era maravilloso, era lo más impactante que había visto jamás. No entendía cómo podía ser tan grande, como algo en reposo tan pequeño pudiera cobrar esa magnitud y esa fuerza. Fue la primera vez que sí, quise de verdad sentir aquello. Ya me daba igual el qué dirán, joder, solo podía pensar, fantasear, en cómo sería sentir todo aquello dentro. Quería retener la imagen de aquella pedazo de polla apuntando al cielo, gorda y dura; sería en lo que pensaría al masturbarme las próximas veces.

Me temblaban las piernas y el cigarro casi se me caía de los dedos temblorosos. Las tetas estaban ya atravesando la camisa con unos pezones que parecían ajenos a mí. Y si las bragas negras de las chica debían de estar húmedas, sobre las mías blancas comenzaba a sentir alguna gota de un líquido que no me enorgullecía, pero comprendía que escapase de mí, para posarse sobre la tela blanca.

Yo no sabía si era el calor, las copas, la luz, el cigarro... Pero yo me encontraba en un estado semi ausente, como si estuviera viendo todo desde fuera. Podía verme a mí, desde fuera, sentada allí, sonrojada, sudando. Y podía verlos a ellos hasta desde otras perspectivas diferentes a donde yo estaba.

Cuando él le dio la vuelta a ella, y la puso contra el muro, mi cigarro desapareció de mi mano y mis pulsaciones se dispararon como cuando sabes que vas a presenciar algo que te va a tocar de forma brutal. Cuando él le mordió el cuello, por la nuca, le apartó el pelo y le bajó las bragas, yo sentí que otra gota de lo más profundo de mí me abandonaba y humedecía aún más aquellas bragas que estaban perdiendo la inocencia por momentos. Pero cuando vi como él dirigía aquel colosal miembro hacia alguna parte oscura entre las nalgas de aquella chica, sentía que alguien estaba robando todo el aire de aquel callejón. No me enorgullezco de ello pero mientras él buscaba con desesperante lentitud el coño de aquella belleza de piernas largas, mi mente suspiró un desesperado ”joder, se la va a follar aquí” y una de mis manos bajó temblorosa hacia mi sexo. No sabía qué pretendía hacer mi mano, pero bajó, como una autómata, a comprobar que los labios de mi coño estaban más hinchados de lo que habían estado jamás.

Y vi hundirse aquello en ella, de una vez, hasta el final. Se la metió de una vez, hasta los huevos. Con aquellas bragas negras bajadas hasta la mitad de sus muslos ella acogía aquella pedazo de polla como si nada. Yo, alucinada, tiritando a pesar de estar ardiendo, aparté mis bragas como si todo diera igual, como si el mundo acabara al día siguiente, y pasé un dedo por entre mis labios húmedos, al tiempo que él se salía de ella lentamente y la volvía a penetrar.

Yo no pensaba, no pensaba que pasaría si ellos se giraban. Solo sentía. La sentía a ella, recibiendo todo aquello. Me abandonaba a ella, me acariciaba y casi me lloraban los ojos de no pestañear para no perder detalle de como él le ponía la mano en el hombro y se la volvía a meter. La escena era maravillosamente perfecta. Ella, con las manos en la pared y su cara escondida por su melena, acogía con gusto, aunque sin emitir ningún sonido, el enorme miembro que la invadía.

Las dos con la falda en la cintura, ella sintiendo y yo queriendo sentir. Ella viviéndolo y yo queriéndolo vivir. Ella, como si fuera la maestra, enseñándome como recibir una polla sin rechistar, yo, la aprendiz, mojándome tanto que casi me sentía una enferma, una niña sucia y salida que como no tenía con quien follar tenía que conformarse espiando a los mayores.

Las manos del chico iban a sus hombros, o sus tetas sobre la camisa, o su culo desnudo. Mis manos: una inamovible acariciando mi coño, pero no tanto masturbándome si no palpando y recibiendo toda la humedad que desprendía, la otra se movía más nerviosa, pudiendo ir a mi pelo o a mi camisa, sobre mis tetas, y es que mis pechos ya reventaban el sujetador, tanto que hasta sopesaba sacarlas de las copas y dejarlas libres. Era una locura, lo sabía, pero más locura era ver aquella polla entrar y salir del cuerpo de aquella chica.

Y en esos momentos estaba, con mis absurdos debates internos, cuando unas voces lejanas me sacaron de aquella especie de nirvana. Unas chicas, bastante borrachas, habían llegado a nuestro ámbito privado. Estaban a lo suyo, buscando un sitio donde mear, desvergonzadas y entre risas. Estaban lejos, a mi izquierda, pero fue oírlas y dejar de tocarme. Me recompuse y recé porque se fueran pronto. Me sentía como la guardiana de la pareja: “No os acerquéis, dejadles follar en paz”. Un absurdo sin sentido, realmente.

Las odié con todas mis fuerzas pues no era capaz de seguir contemplando aquel polvo con las manos quietas, y ellas estaban impidiendo que pudiera calmar mi calor con mis manos.

El chico no cesó, no dejó de metérsela una, y otra, y otra vez. No dejaba de clavársela mientras las chicas en su mundo, reían y cantaban tonterías, mientras la chica de piernas largas se flexionaba para ser penetrada más fácilmente. Simultáneamente a que ellas se marchasen el chico aceleró el ritmo y yo valoraba la idea de volver a tocarme o esperar a estar completamente solos.

Un gemido, solo uno, como un quejido de ella y yo sentí que mi coño decía basta y que mis bragas ya no serían jamás unas bragas de niña. Él aceleró; yo veía su culo blanco adelante y atrás, cada vez más rápido y el bamboleo de las tetas envueltas en magenta de la chica, también adelante y atrás, su melena cada vez más alborotada y el chico ya asiendo la cadera de ella, olvidándose de palpar nada más.

Esperaba un estallido final pero no lo hubo. De golpe, y sin más, ella hizo un gesto con la mano hacia atrás, para apartarlo, y él se paró. Yo no sabía que había pasado "¿Por qué parar ahora?" Pero se susurraron algo y se giraron hacia mí.

Y vi todo. Vi tanto que no sabía a donde mirar. Vi el coño de ella, con algo de pelo, comenzando a ser tapado por unas bragas que subían. Vi la polla de él, tiesa como una barra de acero. Vi el sujetador de ella, y es que con tanto zarandeo se habían desabrochado un par de botones de su camisa. Pero sobretodo vi sus miradas.

Tendrían unos 25 años y el chico era más guapo si cabe que ella, con tez morena y unos ojos verdes que aun siendo pequeños tenían una fuerza que te dejaba exhausta.

—¿Niña qué? ¿Lo pasas bien? —preguntó él mientras se vestía y se escuchaba simultáneamente a la chica diciéndole en voz baja:

—Déjala, es igual, vámonos.

El chico se acercaba hacia mí y yo, no sé por qué, no sentí miedo. Como si lo acabado de ver me hubiera dejado insensible. Como si no pudiera sentir excitación y pavor al mismo tiempo.

—Eres un poco… indiscreta ¿no? Espiando a los mayores —me increpó él, que a pesar de tener una voz grave y aquella mirada imponente, no tenía un gesto agresivo.

—Tío, déjala en paz, no la acojones —dijo ella alejándose, intentando convencerle de irse juntos.

El chico me miraba en silencio y yo jugueteaba con el mechero, intentando mostrar una actitud indiferente, como si lo allí visto me trajera sin cuidado.

—Bueno, chao, yo me voy, ya me llamarás si quieres... —dijo ella, un poco de farol, aún esperando que él reaccionase.

Los tres quietos, de forma un tanto surrealista, hasta que ella rompió el silencio con un “pss, estás pirado” y se machó.

Él no se despidió, como si él solo pudiera centrarse en una cosa, y al aparecer yo en la escena le diera totalmente igual su amiga especial, lío, o lo que fuera aquella morena para él.

Mirándome, extrañado, como si no entendiese mi actitud, me espetó:

—¿Te parece bien venir a espiar a la gente?

—No vine a espiar, simplemente estaba aquí y ya está —yo intenté sonar distante, fría y madura.

—Ya, claro, te sentaste aquí y no nos mirabas.

Yo no quise seguir el diálogo y opté por callarme. Típico en mí, cuando se que una conversación no va a ninguna parte.

—Pues que sepas que me has jodido el polvo.

Su tono era serio y estaba algo borracho, pero yo en ningún momento sentí miedo. A veces una puede sentir terror por cosas absurdas y en otras estar tranquila ante algo, en principio, mucho más peligroso.

—¿Qué? ¿No hablas? Tú no hablas, solo miras. ¿La quieres ver de cerca?

Él me hablaba como si yo fuera a salir despavorida y llorando como una cría.

—¿Quieres mirar? ¿La quieres ver de cerca?

Estaba segura de que él lo decía para asustarme, como una demostración de poder. Yo le miré a los ojos y él, sin dejar de mirarme, se bajó los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos.

Yo, al tener aquello allí, a un metro, aun estando solo semi erecta, creí morir. Me quedé en shock. La piel le tapaba ahora la mitad de un capullo que brillaba coronado por una gran cantidad de líquido transparente. Su miembro palpitaba, con una gran vena en medio, y tenía unos huevos enormes, como los de un animal, no del todo humano. Aquel conjunto de su miembro y aquello que colgaba me dejó exhausta. Su miembro era aún más oscuro que el resto de su cuerpo, lo cual me impresionaba aún más.

Noté su mirada, clavada en mí, asfixiándome tanto como lo hacía el cuadro que yo miraba. Su tono se hizo más dulce y se echó la piel hacia atrás con dos dedos.

—Eres muy guapa ¿sabes? Pero un poco cría. ¿Has tocado alguna como esta?

—Sí, claro… joder —respondí precipitada, y aún obnubilada.

Él, mirándome y masturbándose lentamente lo soltó:

—¿Quieres follar?

Creo que al oír la palabra “follar” sentí pánico, más del que hubiera sentido nunca.

—Eh, ¿quieres niña?

—¿Aquí? Tengo novio —respondí rápidamente, diciendo algo incoherente, absurdo, no sabía ni lo que decía.

—Sí… novio… a ti no te la han metido en la vida.

Lo dijo mirándome de forma diferente, atravesándome. Supe que me había calado entera. Fueron unos segundos eternos en los que él, sin dejar de masturbarse, me escudriñaba como un experto matemático resolviendo una simple regla de tres. Sentí que podía ver a través de mí, como si mi mirada le revelase todo, parecía saberlo todo de mí, desde mi virginidad hasta mi tremenda curiosidad por descubrir mi sexualidad. Parecía que era conocedor de que una mezcla de curiosidad y deseo me embriagaba y que quería probar todo, o casi todo, desde ya.

—Cógela —dijo retirando sus manos a su cadera. Su polla me apuntaba de frente, a la altura de mi pecho.

—Vamos, cógela, no te va a morder.

Quizás no fuera deseo, si no más bien ganas de sentir mi corazón explotar, ganas de sentir, así que una mano temblorosa se alargó, y, tardando una eternidad en hacer aquel corto recorrido, terminó agarrando su miembro. Yo tenía la mirada perdida, como si no quisiera mirar. Miraba a sus piernas o a cualquier parte que no fuera ni su cara ni su polla. Mi mano temblaba y yo sentía que me deshacía. No había ya mucho más que fingir, él sabía que yo era virgen, que jamás había visto o tocado algo así, y, lo que es peor, sabía que tocar aquello hacía que se me saliera el corazón del pecho.

Cuando noté el tacto, tan duro, era como tocar un hueso envuelto en piel, no lo podía creer. La agarré con delicadeza y él se acercó un poco más.

—Más por la punta.

Yo obedecí, la agarré casi en la punta y comencé a echar lentamente su piel adelante y atrás, como un automatismo, como si por instinto supiera que así es como se le da placer a un hombre.

Mi mano actuaba lentamente, pero mi cerebro era un torbellino de preguntas: “¿Cómo sentiría yo el sexo? ¿Cómo lo viviría? ¿Sería capaz de dar placer? ¿Los hombres querrían repetir después de follarme?”

Alcé mi mirada como quién busca aceptación. Su cara expresaba un ligero placer, pero aun comedido, lo cual me tenía más ansiosa.

—Tienes que apretar más fuerte.

Él sugería y yo obedecía. A mí me parecía que todo aquello era como un pacto, un pacto tácito. Yo no sabía si él lo veía de ese modo, pero para mí estaba claro. Él tenía ante sí a una chica, aparentemente inocente y claramente inexperta, guapa según él, y dispuesta a experimentar. Abierta a iniciarse en algo nuevo sin pensar demasiado. Yo tenía ante mí a un chico de suficiente experiencia, guapo, y que no sabía por qué, me inspiraba confianza. “¿Para qué irme? ¿Para probar lo mismo meses más tarde con un crío de mi edad con la cara invadida de granos?” Cierto que en un marco peculiar y a unas horas un tanto extrañas, y cierto, con una persona desconocida, pero ambos teníamos ante nosotros una oportunidad casi única.

Todo mi cuerpo temblaba, pero no por miedo, si no por una asfixiante inseguridad. Temía no hacerlo bien, temía no estar a la altura. Pero sobretodo temía que él demandara de mí cosas que yo no estaba preparada para dar. Como quien entra en casa con miedo y visualiza que hay alguien en la oscuridad, yo visualizaba que él me pedía hacer algo, y tras yo negarme, él se marchaba enfadado, mascullando que yo no era más que una maldita cría.

Mientras mis temores me invadían, y yo intentaba no exteriorizarlos, aquello crecía y se endurecía aún más en mi mano. Fue entonces cuando comencé a sentir de verdad, y por primera vez, eso que llaman deseo. Deseo de dar placer y deseo por recibirlo.

Yo se la sacudía lentamente, apretando fuerte, como él me había dicho. La mano derecha masturbando a aquel chico y la izquierda sin saber dónde situarla. La mirada hacia él, hasta que me intimidaba demasiado y acababa por desviar la mirada hacia aquel trozo de carne duro y desafiante. Cuando miraba su polla enorme, a centímetros de mi cara, podía sentir mi coño palpitar, a pesar de tener mis piernas completamente cerradas.

Así estuvimos unos instantes en los que yo rezaba estar haciéndolo bien, quería hacerlo bien, y mi mirada se perdía en aquella piel adelante y atrás, adelante y atrás. Taparla y descubrirla me hipnotizaba por fuera y me mojaba entera por dentro.

—Uff... para, para, para... —dijo él rápidamente, agarrando mi mano y deteniéndola, pero sin apartarla de su miembro.

Yo sentí orgullo pues supe que podría haber conseguido que aquel chico se corriera gracias a mí. No pude pensar mucho más, pues él apartó ahora sí mi mano de su polla y se inclinó hacia mí. Todo su cuerpo se abalanzó sobre el mío. Me atacó de forma desesperada aunque correcta. Mis labios fueron besados y en seguida mi boca fue invadida por su lengua, que jugó allí dentro hasta alcanzar la mía, que tímida, respondía jugando con la suya. Me besaba sujetándome la cara con una mano.

—¿Estás cachonda? —me susurraba entre beso y beso. Como si su borrachera, o qué sé yo, rompiera la dulzura de su gestos.

—Eh, ¿estás cachonda? Me has dejado a punto.

Yo estaba excitada como no lo había estado nunca, pero no quería decirle nada que le hiciese pensar que podría follarme. Solo de pensar en la palabra "follar", solo la palabra, sin siquiera visualizarlo, me daba el más absoluto pánico.

—¿Quieres que acabe la paja? —le susurré yo, también entre beso y beso. Yo aún me mantenía sentada, a pesar de que él hacía algo de fuerza para caer los dos recostados hacia atrás, sobre aquella tarima dura y tibia.

Él debió de entender que mi frase era una declaración de intenciones por mi parte. Unas intenciones claras de que yo quería que allí pasaran cosas, pero no tan fuertes como él quisiera. Se sentó a mi derecha, y, sin dejar de besarme, llevó mi mano derecha a su polla que apuntaba al cielo, enorme, y con toda su piel hacia atrás. Él usaba sus manos para desabrocharme la camisa.

Desde su nueva posición yo sabía que le masturbaba más torpemente que antes, pero me daba más vergüenza ofrecerle mis pechos que aquella incompetencia con mi mano.

—De cuerpo no eres ninguna niña, eh —volvió a gemirme en la boca, entre beso y beso, al tiempo que me abría la camisa y me la sacaba de la falda. Primero se recreó acariciándome el escote y después sobó el sujetador. En seguida se cansó de tocar mucha tela y poca carne, pues al poco tiempo ya me sacaba las tetas por encima de aquellas copas desbordadas.

Mis pechos salieron enormes, hacia afuera, por encima del sujetador, dejando a este en casi nada. Mis pezones estaban duros, y lo que es peor, me los vi inmensos y temí algún comentario que afortunadamente no hizo. Mis tetas caían sobre las copas, aplastándolas, casi gigantes, ni yo misma las había visto nunca tan hinchadas. Mis propios pechos me estaban avergonzando ante él, pero no podía negar que sus besos, al ir acompañados de caricias sobre mis tetas, cobraban otra dimensión. Como si ser besada pero a la vez acariciada en las tetas fuera como aumentar la tensión. Su lengua cobraba un matiz mucho más sexual si mientras me invadía la boca mis tetas eran sobadas con aquella vehemencia.

Cuando una de sus manos se coló bajo mi falda yo sufrí un espasmo involuntario que me hizo apretar con más fuerza su miembro, y hasta creo que mi otra mano llegó a clavar las uñas en aquel grisáceo cemento.

El momento había llegado. Algo con lo que había fantaseado tantas veces; un hombre iba a tocar aquello que solo había tocado yo. No era ni más romántico ni menos de lo que había imaginado. Era lo que era y ya estaba, yo no pensaba en más profundidad.

Si había sentido que la vergüenza que me había producido tener las tetas enormes y los pezones delatando mi excitación era insoportable, aquello no era nada comparable a la que sentí cuando su mano fue a mis bragas y me susurró que estaban empapadas. Me preguntó si estaba mojada por haberle visto follar o si era por la polla que estaba pajeando. Yo no supe responder y, hábilmente, su mano apartó mis bragas para colarse entre los labios de mi coño, que sentí ya abierto, antes de que él lo separara aún más. Yo aceleré la paja por mero éxtasis al tiempo que él me llenaba el cuello de saliva y me manoseaba las tetas. Todo ello mientras, de manera incesante, mi irreverente coño empapaba su mano de manera desesperada.

Yo no me paraba a pensar si aquello era poco decente, si era vulgar, si era una guarra por dejarme tocar el coño por aquel desconocido. Yo solo me concentraba en mover la piel de su polla arriba y abajo y en sentir su mano hábil, dándome placer en lo más íntimo. Yo quería sentir, vivir, crecer.

Había visto como había mirado mis pechos cuando los había descubierto, así que no me extrañó que no tardase demasiado en llevar su boca a ellos. Apartaba la camisa y bajaba el sujetador constantemente para que nada pudiera evitar aquellos besos y mordiscos en mis tetas y pezones. Se estaba dando un festín ensalivando mi escote y babeándome, yendo con la boca de pecho a pecho sin descanso. Succionaba mis tetas y pezones como si le fuera la vida. Pero lo peor no fue eso, si no cuando simultaneó su comida de tetas con un movimiento furtivo de su dedo corazón; Lo colocó a la entrada de mi coño y lo hundió en mí sin compasión, sin piedad, sin importarle que fuera virgen y, según él, una cría. Su dedo se abrió pasó dentro de mí atravesándome rápidamente, cruzando y abriéndose paso entre aquel coño dócil, húmedo, caliente y tierno. Llegué hasta a morder el cuello de mi camisa, para ahogar allí infinitos gemidos mientras él me penetraba con su dedo una y otra vez, como un animal, mientras me devoraba las tetas hasta enrojecérmelas. Me estaba haciendo un dedo brutal, partiéndome en dos. Un desconocido, un cualquiera me follaba con su mano y yo lo único que hacía era ahogar gemidos allí, como una puta cualquiera. Quizás aquello fuera el sexo de verdad, abandonarse a sentir, sentirse sucia pero a la vez sentirse bien.

Sentía las paredes de mi interior arder. Me estaba matando de placer, jamás yo misma habría podido ni podría darme ese placer. Era el más absoluto éxtasis recibir aquel dedo entrando y saliendo de mí. Casi me lloraban los ojos del gusto y mordía con más fuerza el cuello de mi camisa. No dejaba de hundir allí gemidos agudos, quizás casi ridículos, a cada metida y sacada de su dedo. Mis gemidos se mezclaban con gritos ahogados cuando sus dientes atacaban mis pezones y los hacían estirar. En ningún momento pensé en pedirle que parara, yo quería que aquello no acabase nunca, y hasta llegué a pensar que podría hacer que me corriera allí mismo. Sin embargo, de nuevo una de sus frases rompió todo el encanto que él mismo había creado.

—Joder, lo tienes muy estrecho —dijo al tiempo que su dedo salió de mí, de manera brusca y precipitada.

Yo me quedé sin respiración. No sabía si decepcionada conmigo misma o temerosa de que él se fuera. Tampoco sabía si aquello era grave o no, o si era así por ser virgen o porque yo era así.

—¿Sabes correrte? —me dijo con tono serio.

Yo no entendía demasiado y él insistió sobre si yo sabría tocarme hasta tener un orgasmo. Yo le dije que sí y él me ordenó masturbarme.

Extrañamente, y como si le debiera algo, llevé mis dos manos a mi coño, y como tantas otras veces comencé a tocarme. Como tantas otras veces pero esta vez diferente. Allí sentada, con las piernas muy juntas, con una mano en mi clítoris y la otra cerca de éste, que no sabía muy bien donde la ponía pero la necesitaba. Él se puso en pie, en frente de mí, y comenzó a masturbarse cerca de mis pechos, que parcialmente se habían tapado de nuevo por mi camisa al juntar yo las manos hacia mi sexo, unas tetas que yo notaba empapadas de su saliva, enrojecidas y casi arañadas.

Yo allí, con la camisa desabrochada, las tetas enormes y rebosantes sobre el sujetador, y masturbándome frente a aquel chico... No era mi primera experiencia sexual soñada, pero todo se había dado así. Quizás no fuera una escena "bonita" pero yo me sentía más caliente que nunca y me estremecía y temblaba de placer.

Él se masturbaba de forma más agresiva, y su cara se tornó diferente; ahora me miraba de un modo que yo ya no discernía entre deseo o rabia. Veía su polla diferente, aún más grande, casi inhumana, bestial, ya no solo podía ver una enorme vena si no más y más venas de menor tamaño que sobresalían de su piel, además, la punta de su polla se tornó en un color casi violeta, dando la sensación de que aquello estaba a punto de explotar. De golpe, y sin previo aviso, él se inclinó hacia mí y la punta de aquella monstruosidad enrojecida y llena de venas fue posada en mis labios. Yo giré la cara.

Él lo volvió a intentar, restregándome la punta por la mejilla. Yo alucinaba con el olor, nunca había sentido ese olor a polla. No sabía por qué pero aquel olor me excitaba, tampoco sabía por qué me apartaba. Yo quería hacerlo, quería acogerla en mi boca. No había nada que me excitara más que aquello en aquel momento pero algo me lo impedía.

—¿Nunca has comido una? —me preguntaba y yo no respondía. Él hacía preguntas sin dejar de masturbarse y yo también me seguía masturbando, cada vez más rápido, cada vez más cerca del orgasmo, como si mis manos y mi coño vivieran ajenas al conflicto que se producía más arriba.

El muy cabrón me puso la polla sobre la cara, colocándose de tal forma que sus huevos se posaron en mi boca y yo ahí sí, y sin saber por qué los huevos sí y la polla no, abrí la boca y lamí aquella superficie rugosa y templada. Le comí los huevos como pude, y sin saber muy bien cómo, con los ojos cerrados y con el tronco de su miembro sobre mi cara.

Él no dejaba de masturbarse con apenas tres dedos y yo sentía que mi orgasmo era inminente. Sufrí esos dos chispazos en el cuerpo que anuncian que estoy a punto de deshacerme, como una corriente eléctrica que hace que mis piernas se abran y se cierren, unos pocos centímetros, pero a la velocidad de la luz. Ronroneé un gemido y él bajó su polla y yo acogí la punta. Ahora sí, no sabía por qué motivo pero abrí la boca y la dejé entrar en mi interior. La sentí enorme en la boca y abrí los ojos, y le vi a él, serio, tenso, con su polla en mi boca. Un sabor extraño, desconocido, amargo, un tacto blando a la vez que duro. No tuve tiempo de reflexionar, solo de sentir su polla en mi boca y en mi lengua, antes de fundirme y comenzar a gemir desesperada por tanta excitación. Mis gemidos sonarían ridículos pues no podía exteriorizarlos con aquel trozo de carne en la boca, pero yo no podía más. Me estaba empezando a correr como loca, con su polla en la boca, cuando sentí no solo mi calor dentro y mi coño fundirse, si no un líquido espeso en mi boca, caliente, exageradamente candente y viscoso. Se estaba corriendo en mi boca y yo lo estaba intentando acoger, intentado evitar que se derramara.

No podía disfrutar como yo quería de mi coño deshacerse en mi mano, pues intentaba que su semen no se escapara de mi boca, pero era imposible, no lo podía contener. No lo sentí asqueroso si no diferente, sumamente extraño. Él, al ver que aquel líquido blanco desbordaba la comisura de mis labios, se salió para echar el resto sobre mí. Y ahí sí me entregué a mi orgasmo y comencé a gemir y a retorcerme del gusto. Yo me sentía una auténtica puta corriéndome de placer mientras multitud de chorros salpicaban mi mejilla, cuello, tetas y camisa. Me estaba inundando, bañando con aquella leche cálida y consistente, mientras yo seguía convulsionando en un orgasmo eterno, con mis manos frotando sin parar un clítoris que nunca había estado tan hinchado. Yo mantenía los ojos abiertos y miraba como él los entrecerraba mientras bufaba y me bañaba, mientras salían de allí chorros, uno y otro y otro y otro, cada cual más espeso, cada cual más caliente. Sus gemidos eran guturales, masculinos, de macho extasiado. Cada bufido suyo era un latigazo de semen caliente, tan caliente que aunque aterrizase en mi camisa llegaba a atravesarla y a incendiar la piel de mis tetas. Otro gemido, otro latigazo, y otro, y yo sentía que me dejaba echa un asco, que me bañaba entera. Una sensación extraña de dejarme humillar, pero a la vez sentía un placer indescriptible, un orgullo desconocido por haber sabido darle placer. El chico se había corrido sobre mí, había tenido un orgasmo brutal, sin dejar de mirarme.

Cuando mis manos se retiraron y sus manos fueron a sus pantalones fue como una vuelta a la realidad. Como una película que acaba súbitamente y los espectadores se despiertan deslumbrados. "¿Ya está? ¿Y ahora qué?" pensé yo.

Ahora nada.

Nos recomponíamos sin hablar. Su polla había estado en mi boca pero no teníamos ni siquiera nada que decirnos.

—¿Tienes un cleenex?

—No, no tengo.

Mi pregunta. Su respuesta. Nada más.

Un profundo desazón me invadió mientras, avergonzada, intentaba limpiarme las mejillas, las tetas y el cuello, con los puños de la camisa. Me la abotoné como pude y podía sentir su leche descendiendo tibia por mi cuerpo. Toda yo apestaba a sexo, a su leche, a su polla. A él no le importó, se marchó cerrándose el cinturón, sin decir nada. No me dijo ni adiós.

Lo vi marcharse de aquella forma y no llegué a odiarle. Al fin y al cabo era nuestro pacto. Yo sabía lo que había tanto como él. Los dos habíamos estado allí a lo que habíamos estado. Los dos habíamos buscado algo y lo habíamos encontrado. Era absurdo enfadarme con él. Se fue y me dejó sola, y yo, por primera vez en todo aquel rato, me asusté solo de pensar que alguien pudiera habernos visto.

Fui hacia casa tragando un orgullo que quería explotar en llanto, compungida, y yendo por las calles menos transitadas, intentando que nadie me viera. Con la camisa empapada de su semen espeso. Calada entera.

Entré en casa con una mezcla de sensaciones tan intensas que temía pudieran hacerme llorar en cualquier momento. Y, de golpe, mi mayor preocupación fue que mi madre se enterase de lo sucedido cuando lavase mi camisa. Yo no sabía ni donde esconderla. Y entonces me sentí diminuta, me sentí una niña, me sentí más cría que nunca.