Séptima [Ciencia ficción] - Capítulo IV

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Capítulo 4

Los doce perdidos - Parte 1

Azul iba al frente, tocando todo lo que se atravesaba en su camino. Pasaba la punta de los dedos por la corteza de los árboles, acariciaba las hojas y respiraba muy profundamente.

—Sé que las escondiste tú. —Escuchó decir al sentir el aliento caliente y pegajoso de Hurán— Si algo nos llega a pasar aquí afuera... —amenazó.

—¿Estás viendo este lugar? —le regañó— ¿Crees que pueda haber algo amenazante aquí? —Prosiguió— Lo único peligroso en este planeta eres tú y tus estúpidas ganas de pelear —dijo y adelantó el paso para no tenerlo cerca.

Detrás de ellos, caminaban Yael y Thalía, que no se habían despegado desde la pelea del chico.

—¿No te gustaría vivir en un lugar así? —preguntaba tímidamente Thalía a Yael.

—Por supuesto —respondió con una sonrisa.

—Sobre todo si tienes a alguien con quien compartirlo —dijo y se sonrojó al instante.

—¿Tienes a alguien con quien compartirlo? —preguntó nervioso— además de tus hermanos.

—¿Te refieres a una pareja? —preguntó con curiosidad.

—S-sí —tartamudeó el chico.

—No —dijo con una sonrisa.

—Genial, yo tampoco.

—Si se van a besar, váyanse hasta atrás de la fila —dijo Hurán malhumorado.

—Por eso es que nadie te quiere —le dijo Leinor a su hermano.

—Cállate —gruñó el rubio y se detuvo en seco al escuchar un rugido que los obligó a todos a hacer silencio. Los doce se quedaron petrificados al instante, mirándose unos a los otros.

—¿Qué fue eso? —preguntó Thalía aferrándose al brazo de Yael.

—Dinosaurios —susurró Stefan señalando una planicie que se vislumbraba entre los árboles.

—¿Qué no estaban extintos? —preguntó Suri acercándose.

—Al parecer no aquí —dijo Azul siguiéndola.

—Tengan cuidado —susurró Yael.

—No seas cobarde —dijo Hurán, golpeándole el hombro al pasar a su lado.

El chico se deslizó entre los árboles y saltó hacia la planicie, caminando entre los enormes animales.

—¡Hurán! —susurró entre dientes Leinor —No seas imbécil, regresa —dijo yéndose detrás de él.

—Oye —le dijo Yael a su hermana sin dejar de mirar a los dinosaurios al frente —¿Recuerdas la película que vimos cuando niños? —Azul asintió despacio.

—¿Qué? —Quiso saber Suri.

—En espacios abiertos como éste —dijo Azul despacio—, atacan los carnívoros.

Un rugido sordo inundó el lugar y de entre los árboles que bordeaban la planicie, salieron inmensos ojos rojos corriendo. El bullicio no se hizo esperar y entre los gruñidos de temor, se mezclaban los sonidos secos de la carne siendo arrancada.

Todos empezaron a correr presos del pánico y Hurán solo gritaba lo estúpida que había sido Azul al esconder sus armas, pero las armas no le habrían servido de nada.

—¡Por suerte en nuestro planeta se extinguieron! —gritaba con euforia uno de los hermanos de Suri, Lyo.

—¡Pero no estamos en nuestro planeta! —gritaron de vuelta.

Lograron ocultarse en un enorme tronco a un costado del camino por el que corrían los tímidos dinosaurios que huían de los que sí eran un peligro. Vieron a los carnívoros pasar como balas y casi se desmayan del miedo.

—Tenemos que irnos —dijo Azul entre jadeos, consiguiendo la afirmación de todos, incluso de Hurán.

Con las piernas temblorosas se pusieron de pie, ayudando a los que no podían y se encaminaron de vuelta a la nave.

—Por aquí —señaló Yael.

—No, es por aquí —dijo Suri.

—¿No habíamos regresado por este lado? — preguntó Stefan.

Todos miraban alrededor y cada ruta les parecía exactamente igual.

—Tenemos que ir hacia algún lugar, no nos podemos quedar aquí —dijo Suri asustada.

Justo en ese momento, escucharon algunas ramas quebrarse. Todos se alarmaron mirando al mismo lugar. De entre los árboles se asomaron unos ojos brillantes, seguido de un rugido que los dejó aturdidos.

—¡Corran! —se escuchó a la distancia. Y todos empezaron a correr.

Las ramas que sobresalían les hacían pequeñas heridas en la cara y en los brazos y las respiraciones rápidas eran calladas por los pisotones del enorme dinosaurio que corría detrás.

En qué momento se le había ocurrido que era buena idea esconder las armas de Hurán. Azul no podía si quiera mirar hacia atrás, a su lado estaba Yael, corriendo de la mano de Thalía, que se aferraba a un bulto pequeño en los bolsillos delanteros de su camisa, alguna de sus mascotas, seguro. La mente de Azul iba de un pensamiento a otro, cómo se sentiría al sentir los filosos dientes de aquel animal rebanar su cuerpo, si se desmayaría antes de la primera mordida, si estaría consciente hasta el final. Sintió un espantoso escalofrío por su nuca y corrió aún más rápido. Visualizó una pequeña salida, entre dos troncos angostos; si pasaban por ahí, el animal no podría seguirlos. Se adelantó aún más y con un movimiento brusco, cambió de dirección.

—¡Por aquí! —gritó con la garganta seca y sintió como si un montón de vidrios le rasparan la tráquea.

Todos corrieron detrás de ella, confundidos. La luz le pegó de lleno en el rostro y se dieron cuenta que atravesaban un enorme terreno vacío, solo tierra bajo sus pies. Detrás de ellos, el imponente dinosaurio se abría paso entre la maleza y con un ruido sordo partía por la mitad los troncos que le impedían el paso. Delante de ellos había un desnivel muy brusco, un barranco. Iban a morir ahí.

Azul los miró a todos, desesperanza, su pecho subía y bajaba como una máquina y las lágrimas le inundaron las mejillas.

—Perdónenme —dijo con la voz entrecortada.

Todos se agruparon y se abrazaron. La chica cerró los ojos, esperando, pero no sintió nada, ni la inminente mordida, ni la luz al final del túnel, se preguntaba si ya estaba muerta. En lugar de eso, escuchó un enorme cuerpo arrastrarse por la tierra y un llanto agudo. Al darse vuelta, vio al animal en el suelo, rodeado de personas.

Azul se deshizo del abrazo y boquiabierta miró la escena. Eran varios jóvenes con el pecho descubierto y pantalones de piel. Llevaban correas de cuero, cruzadas a la espalda. Contó a cinco de estos, amarrando las patas del animal con una soga y a otros cinco con arcos y flechas, y alguno que otro con una lanza afilada.

Todos los demás se giraron a ver, no podían creer lo que estaba ocurriendo.

—Azul —susurró Yael a su lado—, son...

—Humanos.

Al terminar la tarea con el animal, se dieron vuelta y apuntaron con sus armas a los doce chicos, que instintivamente levantaron las manos. Los rodearon, mientras los veían con enojo.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el más alto, tenía la piel bronceada y un colgante en su garganta.

—Y hablan nuestro idioma —susurró de nuevo Yael al oído de su hermana.

—No nos hagan daño, por favor —suplicó Azul dando un paso al frente con las manos aún en alto.

Otro, un poco mayor, aún más bronceado que el primero, le susurró algo al oído y éste abrió los ojos, incrédulo. Se enderezó, bajó la lanza e hizo una seña con cierta desconfianza.

—Vendrán con nosotros —ordenó.

Todos rodearon a los doce chicos que temblaban de miedo, y empezaron a caminar por donde los dirigían.

—¿A dónde nos llevan? — preguntó Hurán en voz alta, pero nadie le respondió —Hice una pregunta, imbéciles. —Empujó al que tenía más cerca y tres de ellos se apresuraron hacia él y empezaron a golpearlo con fuerza.

El chico cayó al suelo e intentó ponerse de pie de inmediato, pero una vez más, el más alto, se acercó a él, haciendo que los otros tres retrocedieran. Colocó su lanza en el pecho del rubio y lo miró fríamente.

—¡No! —gritó Leinor.

El joven moreno la miró, sin quitar la expresión fría.

—Basta, Rao —dijo el hombre que le había susurrado antes—, no haremos nada con ellos hasta que Maya los vea.

Leinor se apresuró hacia su hermano y lo ayudó a ponerse de pie, luego de que Rao retirara su lanza, Hurán volvió a la fila con los demás sin mirar a nadie, avergonzado.

Los dirigieron hacia el abismo, sin embargo, se encontraron con una escalera tallada en piedra que rodeaba la saliente y finalizaba en un río al fondo. Allí abajo, la vista era aún más increíble. Había una pequeña aldea a ambos lados de la línea de agua. Pequeñas chozas distribuidas en perfecto orden adornaban el valle y otras tantas colgaban de la saliente, como si estuviesen pegadas en ellas. El río, que Azul reconoció por sus libros prestados por tiempo indefinido, se hacía casi infinito hacia donde se escondía el sol y desembocaba en una pequeña negrura, que dedujo era el mar.

Rao se adelantó, junto con el otro y entraron a la choza más grande, mientras los demás esperaban afuera.

—Vamos a morir —sollozaba Stefan.

—No vamos a morir —afirmó Azul—, yo arreglo esto —dijo mirándolos a todos.

—Tú no puedes arreglar nada —bufó Hurán, al que le corría un hilo de sangre por la nariz—, mira a donde nos trajiste.

—Cállate ya —bramó Yael—, lo único que has hecho ha sido quejarte, no has ayudado en nada, —soltó furioso— imbécil —dijo haciendo sonreír a los demás de incredulidad. Sin embargo, Hurán no le dijo nada.

—Parece que estás aprendiendo a hacer silencio, hermanito —le susurró Leinor a su hermano y el chico se alejó de ella, furioso.

Luego de un rato, Rao salió de la choza, seguido de su compañero y de una chica alta, con el mismo color de piel y tatuajes de color negro en sus brazos. Esa debía ser Maya. Azul la miró por varios segundos que se le hicieron eternos, pero lo que le siguió a continuación la dejó completamente confundida.

—¡Azui! —gritó la chica— regresaste —dijo y se abalanzó sobre ella.

—¿Azui?

Azul la miraba sin entender nada y su cerebro se apagó cuando sintió sus labios sobre los suyos.

Rao miró a sus compañeros y les hizo una seña. De inmediato, todos gritaron: ¡Los doce perdidos han vuelto!