Séptima [Ciencia ficción]

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Capítulo 13

Prisioneros

Áurea se dejó caer sobre una de las sillas metálicas de la sala principal. Tenía la mirada perdida en el espacio que atravesaba. Su mirada seria se debilitó, su labio inferior tembló. Sacó de su bolsillo una vieja foto donde estaban Azul y Yael y la miró durante un largo rato. Se puso de pie y caminó hasta donde estaban sus hijos.

—Perdónenme —dijo secándose una lágrima.


La nave se sacudió al entrar a la atmósfera Andraliana. El planeta era oscuro, de no ser por la roca luminosa que cubría la mayor parte de la superficie. La tierra parecía tener un color granate brillante y opaco por igual. Áurea dirigió la nave hacia un espacio de tierra extenso, afuera esperaban varios guardias.

Los guardias tenían el mismo uniforme gris, pero la tela parecía ser más gruesa y, por encima, tenían un chaleco de color gris oscuro. Usaban un casco opaco hasta la nariz, que no dejaba ver parte de sus rostros a excepción de los ojos, que estaban cubiertos por una capa traslúcida. Todos llevaban un arma en sus manos.

La compuerta de la nave se abrió y Áurea salió dándoles instrucciones a los guardias. Con la misma actitud seria se adentró en la fortaleza y caminó por los pasillos hasta que se perdió de vista.

Los guardias sacaron una por una las camillas donde yacían inconscientes los tripulantes de la nave. Se dirigieron en fila hacia el mismo pasillo que había cruzado Áurea minutos antes.

A cada uno lo encerraron en una sala diferente. Cada sala tenía seis celdas completamente selladas. Las cuatro paredes eran del mismo material traslúcido que usaban los cascos terrestres, pero estos estaban diseñados para que, desde dentro, funcionara como espejo. Desde afuera, podía verse a cada uno de los prisioneros sin que estos se dieran cuenta.

Azul abrió los ojos somnolienta y solo vio líneas de luz muy brillantes que le molestaban los ojos. Miró hacia los lados, pero su visión aún era borrosa y solo podía ver manchas grises a sus lados, voces a la distancia y gritos.

La dejaron en el suelo de la celda. Le costó enfocar la vista a su alrededor y recordar qué había pasado. Al abrir sus ojos por completo, a donde quiera que miraba solo veía su reflejo. Y su rostro reflejaba miedo, más que miedo, terror. Estaba realmente asustada y furiosa. Empezó a gritar con fuerza, maldiciendo cada estúpido error que cometió para llegar ahí. Golpeó las paredes con fuerza, gritando contra su propio reflejo, hasta que cayó de rodillas jadeando de cansancio.

—Creí que no ibas a calmarte nunca.

Azul se puso de pie de un salto.

—¿Quién está ahí? —preguntó a todos sus reflejos, sin mirar a nadie más.

—Soy tu conciencia —dijo con una mala imitación de susto.

—¿Qué?

Del otro lado la voz carcajeó.

—Mi nombre es Zail, mensajera del universo —dijo en tono gracioso— ¿Tú quién eres? Además de la chica gritona.

—A-Azul —respondió con desconfianza.

—Un placer, Azul —dijo con el mismo tono animado— muy interesante nombre, como el color del cielo en el planeta tierra —añadió— ¿eres de la tierra?

—S-sí.

—¡Increíble! Siempre he querido ir ahí.

—Disculpa —carraspeó confundida— ¿dónde estás?

—Ah, las celdas tienen un conducto de ventilación, arriba —dijo— ¿ya lo viste?

—Sí, ya lo veo —respondió alegre— ¿eres parte de Séptima?

—Eso parece, que mala suerte ¿no? Pero todo estará bien —dijo con seguridad.

—¿Cómo lo sabes?

—Soy una mensajera del universo, se nos confía muchos secretos. Han intentado sacarme información, pero soy tan dura como el vidrio de estas fascinantes paredes.

—¿No estás asustada?

—No —dijo con la misma seguridad—, el universo es un compendio infinito y todo está en perfecta armonía, nada ni nadie puede desvelar secretos que él mismo no quiere que sean desvelados, ilusos aquellos que creen que uniendo las partes de nuestras almas podrán hacerlo.

—Vaya —dijo sorprendida.

—En unos minutos vendrán por ti —añadió— y luego supongo que vendrán por mí, escuché mientras regresaba del último experimento, que ya habían llegado los chicos terrestres, supongo que tú eres una de ellas.

—S-sí —dijo con pesadez—, fuimos engañados.

—Todos lo fuimos. Y también supongo que tú eres una de las partes de mi alma y viceversa.

—¿Cómo lo sabes?

—¿No sabes que los mensajeros del universo pueden ver a través de las paredes?

Azul hizo silencio mirando a su alrededor.

—Bien, no tenemos ojos —explicó—, pero podemos ver todo.

—¿Puedes decirme qué es lo que ves?

—Estamos en una sala con seis celdas diferentes, nuestras celdas son las únicas que tienen una especie de comunicación indirecta.

—¿Qué hay en las otras celdas?

—Las otras partes de nuestra alma.

—¿Están bien?

—Están desmayadas —dijo con tristeza—, algunas almas son más débiles que otras.

—¿Qué es lo que hacen? ¿Cómo son los experimentos? ¿Duele?

—¿Alguna vez leíste libros sobre el infierno?

—Sí, pero, se demostró que no existe —dijo insegura.

—Séptima lo creó y se llama Unificación.


Áurea entró a una enorme sala vacía. Al fondo estaba una pared traslúcida que dejaba ver el laboratorio donde minutos antes habían estado experimentando. En medio, había una silla de color oscuro y en ella, un hombre estaba sentado.

El hombre le hizo una seña y ella caminó hacia él.

—Ya están aquí —dijo Áurea con un suspiro—, dos de ellos murieron.

El hombre la tomó de la mano e hizo que se sentara en sus piernas.

—Los ingenieros genéticos se encargarán de eso —dijo sin cuidado— ¿Cómo están Azul y Yael?

—Furiosos.

Áurea besó al hombre que suspiró de cansancio y tristeza.

—¿Por qué no olvidas todo esto? —le preguntó tomando el rostro de él entre sus manos mientras lo miraba con cariño— haz olvidado quitarte la barba de nuevo —dijo entre risas dándole un beso en la mejilla.

El hombre rio y la miró con dulzura.

—Fui elegido para esto.


—¿Zail? —la llamó luego de un rato en completo silencio.

—¿Si?

—¿Quiénes son los séptimos? —preguntó.

Azul estaba acostada a lo largo en el suelo de la celda, con ambos brazos y piernas extendidas.

—Son los peores seres que jamás hayan existido —dijo con amargura—, son despiadados, no sienten dolor, no sienten afecto, no sienten nada.

Azul tragó fuerte.

—¿Tenemos una séptima parte?

—Sí —respondió— y es la peor de los peores —añadió.


—Azula —llamó el líder guardián que revisaba que el laboratorio estuviera listo para usarse.

La chica se acercó al hombre, sin expresión alguna. Vestía el mismo uniforme gris, sin llevar el casco y su cabello rubio estaba impecablemente recogido en una cola de caballo. El azul intenso de sus ojos era intimidante, incluso para los mismos guardianes.

—Escolta a Mara a la celda de Azul Dramen —dijo mirando una pequeña pantalla que relucía en su brazo izquierdo—, y vigílala de cerca, algunos guardias me han comentado que se la pasa hablando con los prisioneros.

Azula asintió con una leve sonrisa y salió del laboratorio. Caminó por los pasillos iluminados de la fortaleza y entró en una pequeña habitación donde varios guardias descansaban.

Mara estaba sentada en uno de los bancos, muy concentrada limpiando la pantalla de su casco.

—Es hora de llevar a la chica humana al laboratorio.

Mara levantó la mirada incrédula.

—Pero las otras apenas acaban de salir.

—Órdenes de Lorton —dijo.

Se puso de pie y se dirigió a la celda de Azul, seguida muy de cerca de Azula. Pero justo antes de llegar, Azula la tomó del brazo y la arrinconó con fuerza en una esquina oculta del pasillo.

—Si te llego a ver hablando con esas chicas de nuevo… —la amenazó.

—No te tengo miedo —dijo deshaciéndose de su agarre.

Azula era una séptima parte malvada y no sabía amar, ni siquiera a la chica que había llamado su atención. Mara siempre la evadía y, aunque lo negara, le tenía miedo, sabía que en cualquier momento podía llevársela y hacer con ella quién sabe qué, eso le daba pánico. Evitaba quedarse a solas con ella en cualquier circunstancia y siempre se la mantenía rodeada de sus amigos.

Siguió caminando, ignorando la mirada de Azula en su cuerpo. No hacía falta mirarla para saber la expresión de morbo que se dibujaba en su rostro. Sintió escalofríos hasta que cruzó al pasillo de las celdas donde había más guardias.

Azul seguía tendida en el suelo y movía los labios.

—Ya enloqueció, está hablando sola —dijo Azula con sorna mientras se ajustaba el casco.

Mara hizo lo mismo y frunció el ceño cuando la miró, no estaba hablando sola, hablaba con alguien

—No deberías burlarte, esa chica tiene una parte de tu alma, con suerte, la parte agradable.

Azula la miró con asco.

—Date prisa —dijo empujándola.

La celda se abrió y Azul se puso de pie de inmediato.

—¿Quién eres? —preguntó sin obtener respuesta alguna— ¿a dónde me llevas?

Mara la tomó del brazo y la hizo caminar.

—Hace frío —dijo temblando.

Azul estaba descalza y no lo notó hasta que pisó el suelo helado.

Mara la ubicó en una tabla vertical y empezó a atar las correas metálicas. Azul temblaba de pies a cabeza y Mara lamentaba aquello por lo que pasaban todos ellos.

Ató las correas en sus pies, en sus manos y brazos, y cuando fue a atar la correa que sujetaba la cabeza de Azul, la chica pudo mirarla a los ojos.

—¿Maya?

Mara la miró durante un largo rato, había olvidado ponerle la venda en los ojos.

—Me confundes —dijo en voz baja.

La chica salió y Azul pudo observar el laboratorio.

Estaba en una camilla que formaba parte de una fila de siete camas en total. Cada una tenía colgando varias hebillas y correas metálicas, pero estaban vacías.

Al fondo, había una enorme caja metálica ovalada, del que sobresalían siete tubos transparentes, que terminaban en una aguja increíblemente grande. Azul tragó fuerte, asustada.

A los pocos minutos empezaron a llegar los demás. Cada guardia traía a una chica atada y con los ojos vendados. Eran las chicas que compartían su alma, las miró con detalle. Cada una poseía una característica que las diferenciaba de las demás, cuernos, alas, escamas. Una de ellas, sonrió al pasar a su lado, era Zail.

—Todo va a estar bien —le susurró—, necesito que resistas, al salir de aquí, planearemos algo grande.

Zail tenía la piel completamente azul y el cabello plateado que parecía tener vida propia.

La última que entró fue Azula. No la podía ver a los ojos, pero por la serenidad con la que caminaba, sin guardias, a su puesto, dedujo que era la séptima. Los tubos se insertaron en la nuca de cada una de las chicas, menos en la de Azul.

—Mara, haz la incisión —ordenó Lorton.

Mara se acercó de nuevo a Azul.

—¿Por qué no tiene la venda puesta? —preguntó el jefe guardián— ah, qué más da, rápido.

La chica sacó una pequeña hojilla e hizo una línea corta en la nuca de Azul que se quejó de inmediato.

—Lo siento —se disculpó Mara.

Azul buscaba mirarla de nuevo, había extrañado tanto esos ojos, que no se resistió y cuando Mara se acercó para introducir la aguja, Azul la besó. Ninguno de los guardias se dio cuenta, por suerte para ambas.

La chica se separó y, finalmente, introdujo la aguja.

—L-listo —tartamudeó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Lorton— ¿estás bien?

—S-sí —respondió la chica regresando a su lugar con los guardias—, sólo estoy un poco mareada.

Del otro lado, sentado en su silla, Áurea junto a aquel hombre miraban como el espeso líquido azul se introducía en cada una de las chicas.