Septiembre caliente

Mi nuevo amigo Toño y yo comenzamos una aventura seria.

SEPTIEMBRE CALIENTE

Como te decía hace unos días, amigo, el atípico encuentro en Mazagón fue una gozada. A pesar de que mi nuevo amigo Toño y yo partimos a nuestros respectivos y lejanos hogares, no perdimos el contacto; tal como yo quería.

Tras la primera llamada, en la que lo noté más feliz de lo que esperaba, vinieron bastantes más. Durante aquellos primeros días de septiembre, unas veces lo llamé por teléfono y otras nos enviamos mensajes. Le advertí de que sería mejor que no me enviara muchos en mis horas de trabajo porque no iba a poder contestarle. Fue prudente, desde luego, pero cuando llegaba la noche, ya en casa, no dejó de escribirme; aunque algún día fuera un simple «te quiero».

―¿Y tú qué sabes, Toño? ―le comenté en una de mis llamadas―. Me encantas y más me encantaría tenerte aquí todos los días. Eso no significa que nos amemos. Habrá que descubrirlo cuando pase un tiempo y, sobre todo, cuando estemos juntos; si es que llegamos a estarlo.

―¿Dudas de lo que siento, Berto? ―balbuceó―. No sé qué hacer desde que te conocí. ¿Cómo le llamas a eso?

―Hay una gran atracción, por supuesto, pero mientras no te liberes de las ataduras con tus padres, no vas a poder conseguir nada. No quiero decirte que te vengas a Madrid conmigo, sino que me gustaría que encontraras trabajo, tuvieras dinero y decidieras por ti mismo.

―¡No sé qué trabajo voy a encontrar aquí! ―protestó―. ¡Plasencia es un pueblo! ¿Sabes dónde está la Plaza Mayor?

―La de allí no. ¿Cómo voy a saberlo? Si no he estado nunca…

―Conozco a gente en un restaurante de ahí y todos me dicen que, de momento… todavía está la cosa muy mala. Me tomo una cerveza en cualquier bar y me vuelvo a casa con el rabo entre las piernas.

―¡Espero que sigas teniéndolo entre las piernas siempre! ―bromeé―. Yo que tú, echaba cada euro de cada cerveza en una hucha y, al final del mes, tendrías más de treinta. Si te hace falta más para venir, yo te ayudo.

―¡Es que me invitan muchas veces, Berto! Hace tanto calor…

―Haz la trampa entonces ―maquiné―. Si te dan para tomarte alguna o para comprar, sisa un poco. O eso, o te envío cien euros, te vienes quince días a probar y ya veremos. ¡Sin compromiso!

―¡Me da tanta vergüenza! ―exclamó con tristeza―. Vas a pensar que estoy contigo por dinero.

―¡Y una mierda! ―razoné para convencerlo―. Podrías estar aquí un par de semanas y, mientras que yo estoy en el trabajo, tú lo buscas. Yo te diré a dónde puedes ir. Así nos conoceríamos, porque unos cuantos polvos no significan nada. Hay que convivir… ¡Me gustas tanto…!

―Y… ―pensó―. ¿Cuándo podría irme contigo?

―¡Ya! ―me alegré al notar su determinación―. Esperaremos a mi próximo día de descanso. Dime la cuenta del banco y en dos días tienes el dinero. Compras lo que necesites y te traes lo imprescindible. Buena ropa de la que tengas, por supuesto. ¡Coño, que te puedes venir en el AVE por 24 euros! Yo iré a la estación de Atocha a recogerte. Aquí no te va a faltar de nada.

―En una cosa tienes razón ―dijo―. No voy a preguntarle a mi padre que si puedo irme, sino que le diré que me voy a trabajar. Seguro que no dice nada.

―¡Pues ya era hora, bonito! Nos meteremos en octubre a este paso. Te aviso cuando descanse en el trabajo.

―Pero me recoges, ¿eh? ―me rogó con timidez―. ¡No conozco Madrid y me da reparo!

Esa misma noche, tomada la decisión por su parte, hicimos una larga y maravillosa videoconferencia ―a pesar de que no dejó de mirar a la puerta por si aparecía alguien―. Hablamos de todo un poco. Recordamos lo que hicimos el primer día que nos vimos y el siguiente, las ganas que nos quedaron de seguir juntos y, por supuesto, noté que había perdido bastante el miedo a su padre.

Me dio su número de cuenta para hacerle la transferencia y quedé en avisarle qué día sería el viaje por que me tocara descanso. Con aquella nueva ilusión, cambiamos los dos. Había que esperar unos días; nada más.

Curiosamente, recién llegado de las vacaciones, iba a librar tres días casi a finales de septiembre ―un fin de semana que tendría que recuperar con creces―. Era el momento de hacer el viaje y del nuevo encuentro. Cuando me enteré no tuve más remedio que irme al bar de la esquina a despejarme y olvidar un poco lo que se acercaba. Tenía una rara sensación de responsabilidad. Con unas cuantas copas encima, caí en la cama derrotado.

Hasta que llegó el día. Ya preparado todo, la noche anterior, el jueves, también por videoconferencia, me aseguró que a su padre le importó más bien poco que se fuera de casa a trabajar y que ya tenía la maleta hecha.

―Salgo de aquí a las ocho y veinticinco ―me explicó ilusionado― y llegaré a Madrid sobre las once. No faltarás, ¿verdad?

―¡Joder! ¡Qué poco me conoces! Seguro que estoy allí una hora antes sin perder de vista el andén. Ponte guapo, aunque no te hace falta…

―No soy guapo. ¡Tú sí que eres guapo! Estoy deseando de bajarme del tren y verte en carne y hueso.

―Te daré un abrazo que te estrujaré, ¡lo sabes!

―¡No, Berto, eso no! ―se asustó―. ¿Qué va a pensar la gente?

―¡Anda ya, hombre! ―bromeé―. Aquí nadie va a estar pendiente de nosotros. Esto no es un pueblo. Se es un poco prudente y ya está.

Tal como le dije, a las diez ya estaba en Atocha tomándome un café y mirando los paneles de las llegadas. Di unos paseos para distraerme y, cuando se acercaba la hora, me fui a esperarlo.

Vi venir el tren, ya muy despacio. Allí venía él y quedaban pocos minutos para palpar su piel y besarlo ―con prudencia, desde luego―. Cuando paró el tren y se abrieron las puertas, estuve pendiente. No veía a nadie que se le pareciera… y se había bajado casi todo el mundo. Me dieron unos golpecitos en la espalda:

―¡Eh! Estoy aquí.

―¡Toño! ―exclamé mirándolo con asombro al ver su nuevo aspecto―. No te había conocido vestido así. ¿Y te has cortado el pelo?

―Bueno… ―dudó―. Me han hecho un peinado más serio.

―Hm. Te lo has cortado tú.

Mi amigo pensó que en el trabajo iban a mirarlo con malos ojos por llevar un flequillo extravagante. Me acerqué a él, teniendo muy en cuenta su candidez, lo abracé y lo besé en la mejilla apretando su brazo. Se quedó inmóvil y lo noté tenso.

―¡Dame la bolsa, anda! ―le dije con premura―. No te separes de mí y, si te pierdes, ya sabes: me pones un mensaje como te he dicho. Tienes saldo suficiente… Ahora vamos a desayunar y tomamos enseguida el metro a casa. Tienes ganas de tomar algo, ¿verdad?

―¡Espera, espera! ―Se detuvo mirándome asombrado―. ¿Tienes prisas?

―No. Ninguna. Vamos a desayunar aquí sin entretenernos.

―Mejor en tu casa, Berto ―me rogó inseguro―. Ahora tengo que acostumbrarme a esto. Si tienes café, pan o alguna otra cosa, preparo yo el desayuno.

―¡No, no! Tienes tantas ganas como yo de estar a solas, pero es mejor tomar algo aquí y luego ir a casa. Te duchas, te cambias y damos un paseo. ¿De acuerdo?

Asintió como resignado. Lo tomé de la mano, cuando vi que podía hacerlo sin que se sintiera avergonzado, y entramos rápidamente en una cafetería de la estación. Poco más tarde, sin entretenernos nada, tomamos el metro hasta Gran Vía, hicimos transbordo a la línea 5 para ir a La Latina, muy cerca de mi apartamento, recorrimos las pocas calles hasta casa y, al cerrar la puerta y verse solo conmigo, cayó en mis brazos llorando y nervioso.

―¡A ver, a ver…! ―lo consolé un tanto asustado―. Sé que es mucho cambio para ti y en muy poco tiempo. Ahora estás conmigo, Toño. Deberías empezar a sentirte seguro. Hay gente que se viene a la capital sola y sin ayuda… y lo pasa muy mal. No vas a estar solo y vas a tenerme a tu lado.

Intentó sonreír y seguí notando en él nostalgia e inseguridad. Era cosa de unos días, pensé, hasta que se amoldara a la ajetreada vida de la gran urbe.

Lo tomé de la mano, le enseñé su nueva morada ―aunque no sabía si por mucho tiempo― y le pedí que se sentara conmigo en el sofá:

―Estaremos un rato aquí juntos, ¿quieres? Espero que no te dé vergüenza ahora de estar a mi lado.

―¡No! ―aseguró sin perder el gesto de incertidumbre―. No podía estar más tiempo sin verte.

―¡Pues no se nota! Ahora estamos en casa y no nos ve nadie. ¿No vas a besarme?

Acaricié su pecho con un dedo, como si le untara crema, hasta que apoyó su cabeza en mi hombro y me besó en el cuello. Acaricié su mejilla y, dejando caer un poco la cabeza, conseguí arrancarle un beso que aceptó con gusto. Con disimulo, comprobé que se había empalmado y, no sé por qué extraño motivo, no me atreví a tocarlo.

―¿Te acuerdas de la primera vez? ―preguntó―. Fui un descarado.

―Y yo. Si no hubiera sido así, no estarías ahora aquí. Si no vas a sacar ese descaro en estos días, tendré que sacarlo yo.

Se rio mucho unos instantes ―era risa nerviosa― y fui entretanto a la cocina a por una botellita de agua. Bebimos los dos, se engancharon nuestras miradas y nos pusimos, otra vez, a empezar nuestra aventura.

―Ya la tienes dura ―le dije como la primera vez sin dejar de mirársela―. Si no empiezas tú, lo haré yo.

―¡Bueno! ¡Hazlo si quieres!

Dejé resbalar mi mano por su pecho hasta su pantalón para abrirle la portañuela, metí la mano, la palpé dentro de sus calzoncillos y la fui acariciando. Aspiró cerrando los ojos y echando atrás la cabeza y, notando que no parecía estar demasiado a gusto, saqué la mano, desabroché su pantalón y tiré un poco hacia abajo.

―Deberías desnudarte, Toño; y yo también. No hay necesidad de llenar la ropa. Vente al dormitorio. ¡Tengo una cama muy cómoda!

No había imaginado que mi nuevo amigo se sintiera más cohibido que la primera vez. Estaba tenso, un tanto inquieto y, a veces, parecía mirarme con cierta reticencia. Tal como pensé, después de aquella aventura en la playa, el encuentro en Madrid podría ser un comienzo desde cero.

Me siguió mientras tiraba de su mano, agarrándose los pantalones con la otra, hasta llegar al dormitorio y le dije que podía quitarse lo que quisiera. Comencé a desnudarme despacio bajo su mirada atenta mientras se desabrochaba la camisa casi con desgana.

Al tener ante mí su pecho desnudo, me acerqué a él y le hice un gesto para que se tranquilizara:

―No es necesario hacerlo si no te apetece ―le dije―. Esto es cosa de los dos. Creí que lo deseabas más que yo.

―¡Estoy deseando, Berto! ―gimió―, pero dame tiempo. No sé qué me pasa…

―Quizá sería mejor que habláramos antes un buen rato. Reírse y pasear relaja mucho. ¿Prefieres que demos una vuelta? La Plaza Mayor está aquí muy cerca.

Comprendí que había algo que no había pensado. Toño era bastante pueril, muy cándido; un pueblerino en una gran ciudad donde todo se hace con prisas. No se había separado nunca de sus padres y, de pronto, él solo, se vio en un lugar extraño con alguien a quien no conocía casi de nada. ¡Y yo pensando en follar! Iba a tener que asumir un papel que no sabía si podría llevar a cabo. Me veía supliendo el cariño de su madre y la autoridad de su padre. Yo, un inexperto joven de apenas veinticuatro años, haciendo de tutor de un joven de veintidós. ¡Qué disparate!

Fue todo un acierto proponerle que, antes de mudarse a Madrid definitivamente, pasara unos días conmigo. Siempre iba a tener la seguridad de que podría volverse a Plasencia si no se encontraba a gusto, pero no podía empezar a hacerlo todo recién llegado.

Le abroché, yo mismo, los botones de la camisa y del pantalón; le subí bragueta, acaricié su cintura levemente y ordené su flequillo, ya más corto que cuando lo conocí:

―¡Vamos, amigo! ―le propuse pausadamente tirando de su mano―. Daremos una vuelta sin prisas y, cuando sea la hora, tomaremos unas cervezas y comeremos aquí al lado. Hay unos platos caseros que te van a gustar mucho. Mañana, si te apetece, cuando hayas descansado del viaje, iremos a comprar lo que necesites y me haces una de tus especialidades. Así sabré si es verdad que cocinas tan bien, ¿no?

―Eso dicen ―contestó al fin con más calma―. Te prepararé algo sencillo y que no sea muy caro. Me gustaría que fueras sincero y me dijeras si te gusta lo que cocino; antes de ir a ningún sitio. ¡Oye… verás! Me gustaría ver la Puerta del Sol. ¿Está muy lejos?

―¡No! Está ahí mismo. Mejor así, porque sabrás dónde estás tú.

Efectivamente, aquel extraño desconcierto de Toño era desorientación; no sabría dónde encontrarse en un mapa. Había tomado el tren en Plasencia él solo y, después de unas cuatro horas de viaje, se encontró en un lugar desconocido. Sin salir de la estación, desayunamos algo y nos metimos en los laberintos del metro ―totalmente desconocidos para él―. Al volver a la superficie, estaba otra vez en otro lugar completamente diferente y recóndito; no sabía dónde.

Salimos a pasear. Atravesamos la Plaza Mayor y, en poco tiempo, llegamos a la Puerta del Sol. Crucé hacia la calle Preciados y le dije que mirase atrás. Al ver el reloj que veía todos los años por la tele dando las campanadas de fin de año, apareció una gran sonrisa:

―¡Es aquí! ―exclamó―. ¡Vives muy cerca…! ―pensó un segundo―. Viviremos muy cerca.

―¿A que te gusta? ―pregunté ilusionado mientras entrábamos en Preciados―. Veremos más cosas poco a poco; partiendo desde aquí: el kilómetro cero. Así irás conociendo el centro de Madrid… Hmmm. ¿Sabrías volver ahora solo a casa?

―¿Me vas a dejar solo?

―¡No, no, no! ―exclamé dándome la vuelta hacia la plaza―. Lo que quiero es saber si sabrías orientarte. Mira hacia el reloj.

―¡Pues claro! ―contestó extrañado―. La casa está por allí detrás; muy cerca.

Esa era la solución. Recorrimos Preciados para ir hasta Callao y la Gran Vía y, al ver la Torre de Madrid, volvió a sonreír:

―¡La Plaza de España!

Todo fue distinto desde entonces. Pensé en mantenerlo apartado de otros lugares y, sobre todo, no usar el metro.

Entramos en una hamburguesería y nos pedimos un menú. Comimos tranquilos, disfrutando, sin prisas, charlando, conociéndonos y, en el momento oportuno, le dije que volvíamos a casa a descansar. Me quedé algo rezagado a la vuelta y aprecié, perfectamente, que sabía orientarse por aquellas primeras calles que había conocido. Habíamos recorrido muchos metros, pero pocas calles; que es lo que suele suceder en Madrid.

Al entrar en mi humilde apartamento, volvió a desconcertarme. Se acercó a su bolsa ―que se había quedado sobre una silla del salón―, la abrió ilusionado y sacó un paquete pequeño. Era un regalo para mí. Lo abrí y encontré una pieza que era la fuente de una plaza hecha de metal:

―¡Qué bonita, Toño! ―Me incliné para besarlo―. Gracias. ¡Esto pesa!

―Es un pisapapeles ―susurró―. Es tu regalo; la Fuente de San Nicolás de Plasencia. Alguna vez iremos allí unos días y la verás; cuando gane dinero y podamos.

―¡Claro que sí! ―aseguré―. Siempre he oído decir que Plasencia es un lugar precioso… como tú. Esto se merecería algo especial.

Ya ves, amigo. Estaba tan acostumbrado a la vida apresurada de Madrid, que ni siquiera le di tiempo a Toño para abrir su bolsa y entregarme un regalo que me había comprado, con su poco dinero, y con su máxima ilusión.

Era yo el que tenía que calmarme algo ―no tanto como para igualarme a él― y darle tiempo a conocerme y a conocer su nuevo entorno.

Se me acercó sonriendo y mirándome a su estilo ―con la cabeza algo girada y de reojos―. Cogió el pisapapeles de mi mano y lo puso sobre su bolsa. Colocó sus manos en mi pecho, las dejó caer un poco y desabrochó el primer botón de la camisa:

―Así, Berto ―musitó―; así es como me gusta; aunque nos conociéramos por las prisas. Ya me he deshecho de esa obligación de los horarios… ―Desabrochó otro botón―. Esta camisa es muy linda. ¡Me encanta! Te hace todavía más guapo… ―Desabrochó el tercer botón―. Si en estos días de visita encuentro un trabajo, me quedo… ―Desabrochó el siguiente, casi a la altura de mi ombligo―. Es más o menos lo que pensamos, ¿no? Estar juntos y tranquilos…

―Te entiendo muy bien ―confesé―. Me he precipitado…

―¡Bueno! ―siguió hablando, mirándome y tirando de mi camisa para sacarla―. Es el primer día. Iré conociendo esto y, seguramente, acabaré yendo siempre con prisas.

Asentí. Tenía razón. Me puse a desabrochar sus botones de arriba a abajo con la misma parsimonia que lo había hecho él y, cuando llegué al último, también tiré de su camisa. Allí estaba su pecho tal como lo recordaba.

Los dos tiramos de las mangas del otro para quitárnoslas y, al caer hacia nuestras espaldas, quedando colgando de nuestros pantalones, nos abrazamos muy despacio.

―Llévame a la cama ―dijo―. Estoy muy cansado…

Habíamos andado demasiado después de su largo viaje. Lo tomé de las dos manos y, siempre con movimientos muy lentos, nos volvimos y caminamos hacia el dormitorio. No dije nada. Tiró de su camisa y la arrojó al suelo. Llevando luego las manos a sus pantalones, los abrió y bajó la cremallera lentamente.

No podía  seguir allí pasmado mirando lo que hacía. Mientras se fue desnudando, me fui quitando las zapatillas de deporte sentado frente a él; sin perderlo de vista. Empujó sus elegantes zapatillas blancas con los pies para sacárselas, dejó caer sus pantalones y sacó de allí sus pies descalzos.

Ya en calzoncillos los dos, nos miramos en silencio. Se nos notaban los inevitables empalmes. Observar sus pies desnudos, tan perfectos, fue lo que más me impactó aquel primer día en el bungaló de la playa; y seguía impactándome. Siempre había creído que un chico podría gustarme más por su cara o por alguna otra parte visible de su cuerpo, pero nunca pensé que unos pies también me atrajeran de aquella forma.

Se acercó y puso sus brazos sobre mis hombros:

―¿Vas a enseñarme, Berto? No sé nada de nada si me sacas de la cocina. Quiero acostarme contigo aquí y dejar pasar las horas. Nunca he podido hacerlo.

―Yo tampoco ―confesé avergonzado―. Esa gente que te decía que se podía encontrar para charlar y otras cosas, siempre van… a lo que van. No me había dado cuenta de que esto no es lo mismo. No voy a dejarte escapar, moreno. Yo mismo te buscaré algo de trabajo, aunque sea provisional. Tú solo no vas a saber buscarlo. Quiero tenerte cerca y responder a todo eso que quieres conocer. Cuidaré de ti y… estaremos juntos hasta que queramos. ¿Te parece bien así?

―Sí. ¡Claro que sí! ―exclamó sin poder evitar al instante un bostezo―. Me caigo de sueño…

―Tienes que descansar. Acuéstate en este lado, cerraré un poco la ventana para que no entre luz y dormiremos hasta que te sientas mejor.

Lo dejé allí sentado y no me perdió de vista. Cuando me eché en la cama por el otro lado, se echó a mi lado y me miró fijamente dejando caer su brazo sobre mí:

―Al menos ―musitó―, ya no te veo en la pantalla, sino en persona. Con esto me quedo tranquilo.

―Me encantas ―le dije―. Estarás mejor cuando hayas descansado y tomes una ducha estimulante. Duerme ahora; ya veremos lo que hacemos luego.

No tuve que insistir. Cerró los ojos ―que ya se estaban cerrando solos― y se quedó frito muy a gusto, durmiendo como un angelito. No aparté mi vista de su labios, de sus mejillas… ¡Era tan bello mi grandullón! Me dormí abrazado a él.

Había refrescado mucho desde aquellos últimos días de agosto y primeros de septiembre, tanto, que Toño sintió frío y me despertó tirando de la colcha para taparse. Me levanté despacio y saqué una manta del armario. Se la eché por encima y, sin despertarse, se tapó hasta el cuello y siguió durmiendo. Tuve tiempo de admirarlo. Sí, de admirarlo embelesado. Para mí era todo un espectáculo.

Me quedé dormido mirándolo y me despertaron sus labios posándose en mi boca. Acaricié sus cabellos:

―¿Has descansado bien?

―Si te digo que he descansado como nunca, ¿me creerías?

―¿Por qué no? ―dejé escapar unas risitas―. Con un padre que tienes siempre encima, vigilándote…

―Pues eso. En casa, siempre pendiente de que no me espiaran; y eso ya no está. Pocas veces he dormido fuera.

―¿Y dónde has dormido, por ejemplo?

―Bueno… ―dudó como avergonzado―. Hace tiempo, de vez en cuando… ¡Verás! Tuve un amigo, ya imaginas, ¿no?

―Supuse que habrías tenido alguno, Toño. Es lo normal. Lo que hiciste allí en la playa conmigo no se aprende en casa solo. ¿Me equivoco?

―¡No! ―carraspeó―. ¿Te molesta que haya estado con otro?

―¡Pero qué cosas dices? ―Lo estreché contra mi pecho bajo la manta―. A tu edad ya está uno más que corrido.

―No lo sé. Yo solo estuve con un chico de allí. Lo conocía desde el colegio y me pareció que… Me dejó cuando se echó novia. Ahora, cuando me ve, tira para otro sitio.

―Y lo hacíais en su casa, ¿verdad?

―¡No, no! ―exclamó―. En su casa no se podía, así que nos escondíamos en cualquier sitio que surgiera y, un par de veces, estuvimos en casa porque mis padres estaban de viaje. ¡Nada más!

―¡Pues chico! ¡Qué bien aprendiste!

―Tú lo haces mejor. ―Su mano se movió hasta abarcar mis huevos―. Todo lo haces mejor.

―Me vas a entonar, moreno, y hay que ducharse.

―Si vamos a sudar ahora…

Siguió acariciándome y, a eso, no podía resistirme. Cuando me di cuenta, había apartado la manta para mirar mi cuerpo y, fijándose con atención en mis calzoncillos, tiró de ellos para quitármelos. Para entonces yo ya estaba bien empalmado y, según vi, la suya se le iba a salir de un momento a otro.

―¿Quieres que lo hagamos ya, antes de la ducha? ―le pregunté insinuante.

―¡Bueno! ―musitó inquieto―. Me gustaría… chupártela un poco. ¿Te importa?

―¡No! Espero que no me preguntes nunca si me importa o no. Tú lo haces y ya está. Yo iré haciendo lo que se me ocurra.

Fui a besarlo y, antes de que me diera cuenta, había movido su cuerpazo para acercar su boca a mi vientre. No le importó que hubiéramos estado todo el día moviéndonos ni meterla en su boca tal como estaba. La verdad es que a mí tampoco me importaba cómo estuviera la suya. En pocos instantes la noté entrar entre sus labios y se movió con un suave vaivén que iba a volverme loco. No me había hecho eso en la playa y me llevé una agradable sorpresa:

―No sé cómo lo haces, Toño, pero así no aguanto ni un minuto.

No contestó. Me pellizcó la nalga y siguió chupando increíblemente bien. Mi respiración se fue entrecortando sonoramente mientras me aferraba a sus hombros como intentando que me dejase un respiro. Fue inútil. Siguió chupando más y más como, con toda seguridad, si no lo hubiera podido hacer antes. Confiado y tranquilo, sin temor a ser mirado por nadie haciendo tales «actividades», chupó y chupó hasta hacerme gritar procurando contenerme. Creí que iba a perder el sentido cuando me corrí y no dejó de chupar, aunque más suavemente.

Tiré de su cabeza como pude para verle la cara en la penumbra y vi que me hacía señas. Tenía la boca llena de mi leche y parecía sentirse incómodo.

―¡Escupe! ―susurré un tanto preocupado―. ¡Échalo al suelo, hombre! No pasa nada.

Pensé que iba a vomitar cuando asomó su cabeza por el borde de la cama. No, no pasó nada especial. Enseguida se volvió a mirarme con una amplia y casi desproporcionada sonrisa:

―¿Te ha gustado así, Berto?

―¡Pues claro! ¡Casi me matas de gusto! Creo que ahora te toca echarte aquí y dejarme hacer mi parte, ¿no?

Se encogió de hombros, se tendió a mi lado bocarriba y se dio unas palmaditas en el bulto, que seguía erecto y esperándome bajo sus calzoncillos. Cuando tiré de ellos con cuidado, apareció sublime ante mis ojos. Había deseado vérsela y cogérsela desde que se bajó del tren. Había llegado el momento.

Enorme y dura, casi vertical, se balanceaba suavemente esperando mi boca. Saqué la lengua y fui lamiendo desde su cuello hasta su pubis y, ya allí, subí por aquel bellísimo mástil hasta saborear su bebida de ángeles; que a eso me sabía.

Le hice una mamada más pausada y procurando no darle demasiado placer al principio. Se dejó hacer sin abrir la boca y, bastante después, cuando se acentuaron mis movimientos, lo oí gemir acompasadamente:

―¡Así, así, Berto! ¡Ah, ah, ah, Dios mío!

Se corrió y empujó mi cabeza quejándose disimuladamente. Mi boca se había llenado con «medio litro» de leche sabrosa, un tanto salada y muy caliente. De una botella muy grande, lo normal, es que saliera tal cantidad. Escupí como él y me eché a su lado:

―¿Todo bien?

―¡Uff! ―volvió su cabeza hacia mí para hablarme jadeando―. Me hagas lo que me hagas me dejas patidifuso. Estar contigo va a ser algo que no he imaginado ni soñando.

―¡Pues, hala, grandullón! Vamos a la ducha, nos ponemos guapos y nos damos un paseo. ¿Quieres?

Asintió y se incorporó al instante para levantarse:

―Tienes que buscarme un trabajo, Berto ―gimió cómicamente―. No quiero volver a Plasencia por nada del mundo.

―¡Vamos, gigante! ―le dije al levantarme y tirar de su cintura―. No vas a volver a Plasencia si no es conmigo en visita turística, ¿sabes? Creo que vamos a ser muy felices.

La ducha fue un juego entre bromas y caricias y, ya secos, volvimos al dormitorio para elegir la ropa.

―¿Qué vas a ponerte? ―preguntó interesado.

―No voy a vestirme muy formal. Está haciendo fresco por las noches, así que es mejor que te pongas algo de abrigo.

Sacó algunas prendas de su abultada bolsa, me las mostró y me preguntó si eran adecuadas. Tenía muy buena ropa ―cosa que intuí ya en Mazagón cuando vi las zapatillas de tenis caras que calzaba―, aunque, sobre todo la camisa, necesitaba una plancha.

―Voy a quitar estas arrugas, Toño. Tengo la plancha en el salón; junto al balcón. Podrías buscar algo en la cocina y tomamos un refresco antes de salir. No mucho; voy a llevarte a cenar a un restaurante pequeño que te va a encantar. Luego, iremos a un bar donde suelo reunirme con mis amigos. Quiero que los conozcas.

―¿Están buenos? ―indagó antes de entrar en la cocina.

―Alguno no está nada mal, pero son amigos, ¿de acuerdo? No dejes que ninguno se te acerque a solas, que los conozco.

―No vayas a dudar de mí en eso ―contestó seguro―. No me interesa nadie más que tú.

En pocos minutos estaba poniendo un plato con alguna cosa que había encontrado en mi frigorífico y se acercó a darme un vaso de cerveza:

―Me gusta eso de ir a cenar a un restaurante ―dijo―. Quiero ver qué clase de cocina se hace aquí.

―Es toda muy variada ―le advertí―. No pienses que en todos lados se come lo mismo ni con la misma calidad. Vamos a ir a un sitio bueno, aunque no es uno de esos con comestibles de diseño que tienen más plato que comida. Te va a gustar.

Nos vestimos con calma y no dejé de prestar atención. Se puso unos pantalones caros, de tela no muy oscura, que realzaban las formas de sus piernas. Sobre la camisa a cuadros azules se colocó una chaqueta informal y me vi delante de un Toño bellísimo y elegante que, con toda seguridad iba a encandilar y a ser la comidilla de mis amigos. Iba a tener que estar muy atento a los movimientos.

Le encantó la cena. Y a mí me gustó mucho ver cómo se desenvolvía en una mesa bien montada. Sabía perfectamente cómo dirigirse a los camareros, cómo coger los cubiertos, cómo usar la servilleta… Me sentí un tanto ignorante a su lado en esas artes del comer.

―El chef de aquí ―comenté al salir―, es un hombre muy amable y muy culto. Volveremos a otra hora para que no esté ocupado y puedas conocerlo.

―¿Tú lo conoces?

―Sí, sí ―le quité importancia―. Quizá él sepa a quién le puede interesar un ayudante… Hasta que puedas ser chef de alguna cocina en condiciones… o tener tu propio restaurante. ¿Quién sabe?

No respondió, sino que me miró con ilusión mientras nos dirigíamos andando hasta el lugar donde nos encontraríamos con mis amigos: el manido Black & White . Fuimos a pie adentrándonos en Chueca porque estaba relativamente cerca y le advertí que no tuviera en cuenta que deberíamos callejear por allí. Me aseguró que no le preocupaba porque sabía que podía ponerme un mensaje si se despistaba ―cosa que no iba a ser posible porque no pensaba apartarme de él ni un instante―. Llegamos al bar y entramos.

―¡Eh, Roberto! ―gritó Iñaqui en cuanto me vio aparecer acompañado―. Estamos allí, al fondo, junto al escenario. ¿Dónde te metes?

―No he parado desde que volví de las vacaciones ―me evadí―. Tampoco vamos a estar mucho tiempo.

―¡Ya veo, ya! ―murmuró acercándoseme―. ¡Menuda compañía traes, majo!

―Es Antonio; mi novio ―lancé con indiferencia―. Ahora os presentaré a todos.

―¡Vaya! No ligas nada, pero cuando ligas… ¿De dónde lo has sacado?

―¡Eh, tú! ―Le apreté el brazo―. Antonio es parte de mi vida, no es un ligue. ¿Me explico?

―¡Sí, sí, claro, por supuesto! ―farfulló asustado―. No era más que un comentario.

Todos mis amigos nos lanzaron miradas. A mí por ―según dijeron― tener la suerte de ir tan bien acompañado y a él porque… ¡Por eso! Porque Toño era y estaba espectacular.

Lo pasó muy bien desde que llegó. No es que fuera demasiado extrovertido, sino que destilaba simpatía con todos, cosa que podía ser buena o mala según se mirara. Me apresuré a decirle que nos íbamos en cuanto tomamos un par de copas y, acercándose un tanto a mí me habló acariciándome la espalda:

―Estoy muy a gusto aquí con tus amigos, Roberto ―me llamó como me llamaban todos―, pero, de momento, preferiría estar en casa contigo. ¿Nos vamos?

―¡Venga! Nos espera un buen paseo y un cómodo sofá.

Así entró Antonio en mi vida. Quise apartar su diminutivo porque, sinceramente, me parecía ridículo. Él, desde que oyó que todos me llamaban por mi nombre completo, nunca volvió a usar aquel apelativo que inventé en la playa para evitar sus olvidos. Y, lo mejor de todo: de algunos comentarios dedujo que yo había dicho que era mi novio; su novio formal. De hecho, hice hincapié en ello. Se sintió importante para mí, aunque ya lo era de verdad.

Y así, amigo lector, comenzamos a ser Antonio y Roberto; dos hombres jóvenes, uno más maduro que el otro, si cabe, pero dos adultos independientes que planeaban vivir juntos habiéndose conocido en una aventura de una calurosa noche de verano.

Te iré contando más de lo que vaya sucediendo entre nosotros.