Separe las piernas, abogada.

Esta tarde tuve que acudir al despacho de mi abogada con una demanda de dieciocho centímetros.

ESTE RELATO ES LA CONTINUACIÓN DE: “Abra la boca, doctora”.

— Mira, imbécil —le dije tranquilamente al mastodonte del gimnasio— Yo no soy tu novia. A mí no tienes que darme explicaciones, a mí tienes que darme la pasta del Sr. Narco, porque si no, el Sr. Narco va a mandar a cuatro tipos más grandes y feos que tú y te van a arrancar los dientes con unos alicates, ¿te enteras? Así que vende tu coche, pídeselo a tu abuela o pide un puto préstamo, pero págame ahora mismo.

Aquel cretino sólo necesito hacer una llamada. No sé a quién, ni me importa. Quince minutos más tarde, un tipo llego con un fajo de billetes y me largué de allí, avisando a Arturo que no volviera a ponerse en contacto conmigo si antes no tenía el dinero.

Miré el reloj al salir de aquel apestoso gimnasio. Eran las cinco y media, así que tenía treinta minutos para llegar al despacho de Paula Cruz. Entré en el coche y dudé entre “Black Keys” y “Smashing Pumpkins”. Comenzó a sonar “Doomsday Clock” y cuando pisé el acelerador de mi viejo 911, quedó claro que sus trescientos caballos seguían en buena forma a pesar de la edad.

Si el coche tenía ganas de correr, yo las tenía de follar, y la culpa era una vez más de aquella condenada mujer, Alba, la limpiadora del edificio donde vivo. En realidad, Alba sólo sustituía a su madre, que se había hecho un esguince de tobillo.

Aquella guapísima choni de extrarradio era una más en las estadísticas de desempleo. Otra víctima pobre de una crisis de ricos. La empresa dental había recortado personal y Alba había cambiado su trabajo de higienista dental por la fregona. De modo que, en nuestra primera conversación, le había prometido que preguntaría por un puesto de trabajo para ella a los numerosos dentistas de mi agenda.

Esa mañana aguardé a que Alba llamara a mi puerta mientras inhalaba el aroma de mi café gran selección. No las tenía todas conmigo, ya que saltaba a la vista que aquella mujer conservaba fresca toda la arrogancia de una adolescente que todo lo cree saber.

Esa vez, si Alba quería saber si había logrado conseguir una oportunidad para ella, tendría que llamar a mi puerta y preguntar. Tomé un sorbo de café cuando escuché el detenerse ascensor. —Esperé— Luego oí como aporreaba mi felpudo mientras tarareaba una canción cursi. Felpudo que luego dejaría apoyado en la pared para dar fe de que había limpiado. —Esperé, mientras Alba aporreaba el rodapié al tiempo que barría de regreso al ascensor. Cuando la oí coger el mocho para fregar el suelo, empecé a preocuparme, y cuando Alba voceó el estribillo de aquella canción a granel, empecé a cagarme en la madre que me parió y en el tiempo que había perdido negociando con esa avariciosa dentista. Una veterana a quien no conmovió lo más mínimo mi buen corazón, pero una mujer al fin y al cabo, no un hombre.

Me había comprometido a pagar de mi bolsillo los tres primeros meses de un contrato inicial de un año, sin que Alba se enterara, por supuesto, y la muy imbécil se iba a largar con los auriculares a todo volumen a seguir fregando escaleras.

Tomé de un trago todo el café que me quedaba, abrasándome vivo, y salí a toda velocidad hacia la puerta, acordándome nuevamente de su madre.

¡¡¡DING – DONG!!!

Me costó mucho frenar a tiempo, maldecir y abrir la puerta con una sonrisa.

— ¡Ey, hola! ¡Qué tal!

— Pues nada, aquí, pasando el mocho, ¿y tú?

— Bien. Ya me iba.

— ¿Te acordaste de eso?

Me quedé pensando, pero no demasiado, no me fuera a partir mi cara de pócker con el palo de la fregona.

— ¡Pues claro! —confesé con una gran sonrisa— Pasa y te cuento.

Se quedó pensando, pero no demasiado, no fuera a perder una gran oportunidad por no entrar en la casa de un mafioso.

Cuando le pregunté si le apetecía un café, ella me dijo que no tenía tiempo. De modo que le pedí que me dijera rápidamente como lo quería. Entonces Alba desplegó aquella sonrisa de 600 watios, una sonrisa capaz de deslumbrar a un camionero, una sonrisa capaz de iluminar un campo de futbol, una sonrisa como yo no había visto en mi vida.

Tras recuperar el conocimiento, le hablé a Alba sobre la que sería su nueva jefa en caso de que aceptara el contrato de trabajo. Luego, durante un cortado sin azúcar, la hija de Maruja me estuvo contando su vida. Me habló de lo duro que era trabajar en la limpieza, de las manos callosas, del dolor de espalda y las piernas extenuadas al llegar a casa. Luego me contó que también había trabajado en una tienda de ropa y otra de teléfonos, y de ahí, pasó a los novios, a cada cual más cretino. Luego me preguntó si de verdad me había leído todos aquellos libros. Yo reí sin poder dar crédito a la locuacidad de Alba, y le dije que sí, que leía uno o dos todos los meses. Aquella preciosidad tenía más labia que una peluquera de barrio.

— ¡Ah! ¡Has dejado de hablar! —señalé aprovechando que acababa de tomar un sorbo de café.

Alba se echó a reír, volviéndome a deslumbrar con aquella sonrisa de 600 watios, y por fin dejó que le hablase un poco de mí. Fue curioso ver la cara que puso al comprender que vivíamos en planetas diferentes. “¡Lo flipo!”, exclamó, cuando le dije que no recordaba cuanto tiempo llevaba sin encender la tele, que yo escuchaba la radio para estar al día de lo que pasaba. “Si quieres te presento a mi abuela. Le ibas a gustar”, dijo burlona.

— ¿Y a ti? —le pregunté

A Alba le saltaron todas las alarmas al escucharme. Se quedó muda.

— ¡Más despacio, chaval! —dijo mostrándome una sortija con un buen pedrusco.

Ni corto ni perezoso, tomé su mano y deslicé el anillo a lo largo de su dedo hasta sacarlo.

— 9 kilates… Tallado simple… Poca pureza… —fui valorando a la vez que negaba con la cabeza— ¿Cuánto tiempo hace que sois novios?

— Seis años.

— ¿Lo has llevado a limpiar alguna vez? —inquirí entonces.

— ¿A limpiar?

— Entonces, si no lo has llevado, probablemente sea nuevo.

— ¿Nuevo? —repitió boquiabierta.

— Sí, está bastante lustroso para tener seis años.

— ¡Me lo regaló el año pasado! —exclamó soberanamente cabreada.

— Ah…Vaya… —dije sabiendo que acababa de meter la pata.

— ¡¡¡Será gilipollas!!! —dijo arrebatándome el anillo de las manos.

Alba contempló la sortija y luego me volvió a mirar con incredulidad.

— ¡Y tú cómo coño sabes tanto de joyas!

— Eh…—titubeé, eso no podía contárselo, no todavía— Eso lo vamos a dejar para más adelante, ¿okey?

— ¿Más adelante? —repitió enarcado su perfecta ceja izquierda.

En lugar de responder, me limité a sonreír, aproximándome a ella más y más, hasta que estuve lo suficientemente cerca para sentir su olor.

La sorprendida mujer se había reclinado hacia atrás para contrarrestar mi avance, pero ya no podría hacerlo más sin caerse del taburete.

— Ya no llevas anillo —dije maliciosamente.

El gesto de Alba mudo fugazmente, de la renuencia a la duda, de la duda a la sorpresa, de la sorpresa al estupor… Tuve tiempo de sobra para salvar los escasos centímetros que nos separaban y comerle la boca.

En un primer momento, Alba trató de protestar musitando palabras que mi lengua se encargo de acallar. Tampoco se resistió mucho, la verdad. Al menos no como lo hubiera tenido que hacer si pensaba darme una bofetada después. Y besaba bien, la cabrona, ya lo creo. Se dejaba llevar por su instinto, mordía con fuerza.

Ya en la puerta, Alba se volvió y, frunciendo el ceño, me preguntó si lo del anillo iba en serio.

— Claro que no, idiota —negué, disfrazando una mentira con otra.

— Eres un…

— ¿Sinvergüenza? —traté de adivinar.

— Capullo —puntualizó.

Esa vez fue ella quien se aproximó y hostigó mis labios con pasión. Me encantaba el carácter desinhibido y risueño de aquella mujer. Su belleza igualaba a la de cualquier actriz de cine, a cualquier modelo de anuncio, incluso bajo varias capas de maquillaje barato. Su mera cercanía bastaba para hacer que se me desbocara el corazón y me faltase la respiración. Alba tenía la cintura estrecha, los senos prietos y un culo realmente espectacular. El sabor de sus labios me paralizó igual que habría hecho el veneno de una serpiente.

— Espera un segundo —le dije.

Regresé con una estúpida risita que no había forma de borrar, y con algo escondido detrás de la espalda.

— Toma —dije, tendiéndole un libro del escritor Javier Castillo.

— Todo lo que sucedió con Miranda Huff —leyó Alba con escepticismo— Gracias.

— Léelo, está súper bien —aseveré— Cuando te lo leas, lo traes y te presto otro.

La guapa limpiadora esbozó una indulgente sonrisa al comprender que ese préstamo literario era sólo un ardid para volverla a ver.

Esa tarde no me molesté en buscar aparcamiento. A una hora escasa de que cerraran las tiendas, todo debía estar a tope. De hecho, tendría suerte si encontraba sitio en un parking de pago. Así era el centro, el hábitat de los triunfadores y triunfadoras como Paula Cruz.

Nunca olvidaré como la conocí. Esa mañana yo había salido con mis amigos a hacer una ruta en bici y, como siempre, a la vuelta todos nos sentamos en una soleada terraza a tomar unas cervezas. Paula estaba con unas amigas en la mesa de al lado. Me fijé inmediatamente en ella, su melena rizada le daba aires de leona, los ojos de tigresa y el escote de zorra.

Una de sus amigas debió cuchichear a Paula que había un chico que no dejaba de mirarla, pues ésta se giró y me echó una ojeada altanera. Volví a ver como aquella despampanante muchacha me miraba un par de veces más, de modo que llamé a la camarera y le pedí que les sirviera a las chicas otra ronda de parte del embajador de Jamaica.

La jodida verdad era que nuestra equipación ciclista parecía lo suficiente colorida como para pasar por rastafaris con alma de león, pero lo principal es que a las chicas la broma pareció hacerles gracia, de modo que terminamos juntando las mesas y empezamos a charlar, bromear y encargar a la camarera una ronda tras otra.

Esa tarde mi bici acabó en el balcón del piso de estudiantes que Paula compartía con otras dos amigas. Bastante borracho, y con maillot de ciclista, puse a prueba dos veces seguidas la resistencia de su somier. Fue ella quien primero se montó sobre mí y yo quien amasó sus maravillosas tetas. Tras un par de exagerados orgasmos, Paula me ordenó que la follara a cuatro patas y así acabamos el primer polvo. Luego, mientras Paula se fumaba el segundo cigarro, me escurrí entre sus piernas y empecé a lamer su sexo con maldad. La puse a mil y, cuando más excitada estaba, me situé de rodillas sobre el colchón para que ella me comiera la polla. Con lo caliente que la había puesto, Paula se puso a chuparme la verga como una fiera. La increíble destreza de la joven me hizo renunciar a volver a follarla, pero estiré un brazo para alcanzar su sexo y estimulé su clítoris con la yema de mi corazón, de mi dedo corazón. Paula debió darse cuenta de mi estado y no paró de mamar ni cuando le metí el pulgar en el ano. Conseguí por los pelos que ella se corriera antes de rubricar mi rendición en su boca. Por último, en el aseo, Paula puso la guinda a uno de los mejores días de mi vida. Me entregó un frasco de lubricante que había sacado del fondo de un cajón y, tras extender una toalla sobre el piso, se puso a cuatro patas. Fue alucinante, jamás he visto a otra mujer gozar con el sexo anal tanto como ella. Cuando Paula comenzó a mearse entre espasmos y alaridos comprendí el porqué de la toalla, y cuando al final se derrumbó sobre ésta comprendí que nunca había visto a una chica tan completamente follada.

Aunque Paula y yo seguimos viéndonos durante algún tiempo, no llegamos a formalizar una relación por la sencilla razón de que ella ya tenía un novio en su pueblo, un novio a quién no pensaba dejar. Él la amaba ciegamente, demasiado ciegamente, pero la cuestión era que él le daba esa seguridad y ese amor incondicional que yo no podría ofrecer.

Con todo, Paula Cruz había sido la única mujer a la que yo había llegado a considerar una ninfómana. Una adicta al sexo, una adicta a follar y ser follada que sólo hallaba la calma después de un orgasmo. Era extremadamente demandante. Necesitaba sexo y se ponía de mal humor si no lo tenía, era justo eso. Igual que el café de después de comer o el cigarro del descanso de media mañana, Paula necesitaba que la empotraran antes de irse a la cama.

De ojos azules y cara de muñeca, su media melena de color castaño se tornaba rubio cobrizo a la altura de los hombros. Lo demás, conforme caías por su cuerpo, eran todo curvas y más curvas. A través de las montañas de sus senos, de su llano vientre o a lo largo de sus revoltosas piernas, en su cuerpo no había rincón para el descanso.

Esas ganas de follar que Paula siempre arrastraba, unidas a su falta de escrúpulos, fue lo que me llevó a pensar en ella cuando surgió la necesidad de blanquear un dinerillo para lo más selecto de la ciudad. Además, quién osaría investigar a la esposa de un juez.

En efecto, por cosas de la vida, Paula Cruz terminó espantando al palurdo para casarse, embarazada, con un magistrado que ya daba su estirpe por perdida. Él contaba casi veinte años más que ella, de modo que la natalidad no admitía demora. Así pues, además de rabiosamente fogosa, Paula demostró ser también una diosa de la fertilidad. Ella solita fue capaz de darle a su señoría tres preciosas niñas en tres años consecutivos. Exceso que requirió de un cirujano plástico, un entrenador personal, una dietista, una asistenta y una niñera. Un costoso tratamiento de más de cuatro cifras que, ni que decir tiene, su ilustrísima señoría hubo de asumir íntegramente.

El proceso de blanqueo era necesariamente pulcro en todos sus pasos. Empresas que pasaban del concurso de acreedores a obtener contratos con administraciones públicas, una promoción inmobiliaria o una planta fotovoltaica con costes de construcción híper reducido, herencias del extranjero, la importación de vehículos alta gama, la compra de billetes de lotería premiados, etcétera, etcétera, etcétera.

Así fue como, poco a poco, Paula Cruz había llegado a convertirse en Doña Paula, sumando ceros a su cuenta corriente e invirtiendo en acciones de las principales empresas del IBEX35.

Aunque la abogada fuera vestida con un traje de falda y chaqueta más caro que mi sueldo mensual, yo sabía que Paula seguía siendo la misma de siempre. Cuando nos veíamos, sus ojos chispeaban de deseo y malicia, cada uno de sus gestos denotando unas ganas locas de pecar.

Para mi sorpresa, esa tarde no fue así. Cuando entré en su despacho, Paula Cruz me recibió con gesto grave, y no sólo no estaba de humor, sino que parecía una ex novia resentida. Yo jamás trataría de comprender la forma de pensar de una mujer más allá de la segunda premisa de un razonamiento, pero aquel repentino desagrado debía tener una explicación, ya fuera fisiológica o racional.

Aquella mujer se había vuelto tan arrogante que incluso estando sentada, daba la impresión de estar mirándole a uno desde arriba. Paula sabía de sobra la manía que yo les tenía a esos extravagantes sillones de tubos de acero y nylon. ¿Qué sentido tenía un sillón donde uno debía permanecer atento para no acabar en el suelo? Así pues, hice lo mismo que las veces anteriores, sentarme sobre la mesa baja de acero y cristal, bastante más estable que el artilugio donde Paula se repantigaba.

“Mírala a los ojos... Mírala a los ojos…”, me repetí una y otra vez, intentando resistir el tentador reclamo de sus tetas. Paula tenía sus bonitas piernas cruzadas frente a mí, unas piernas fuertes, impropias de una abogada. Un abdomen impropio de la madre de tres preciosas niñas, unas tetas impropias de una mujer de casi cuarenta años, una adorable carita impropia de una tigresa.

Por eso, mientras esperaba a que la abogada se decidiera a soltar eso que la corroía por dentro, decidí dedicar un instante a repasar mentalmente un artículo de Men’s Health: Encontrarte con tu ex: cómo evitar quedar como un imbécil, con consejos básicos precisamente para la situación en que me encontraba.

Punto 1: Finge un encuentro casual.

Esa parte ya no era útil, ya que había sido yo quién había solicitado cita a su, casualmente, atractivo secretario. Pasé pues al punto siguiente.

Punto 2: Actúa con naturalidad.

Sentado sobre la mesa como estaba, me eché hacia atrás despreocupadamente, como para ponerme cómodo. Apoyé las manos a mi espalda, de manera que mi paquete se marcó bajo la tela del pantalón con mucha naturalidad.

Punto 3: Que no te note la ansiedad.

— ¿Qué te pasa? —pregunté, ofreciéndome a escucharla con calma

— Que sé a que has venido.

Dudé, claro está, si se refería al encargo de Don Manuel o mis ganas de follar con ella. Aunque sabiendo la clase de mujer en que se había convertido, lo más probable era que estuviese enterada de ambas cosas. Por lo que me ceñí al…

Punto 4: Evita el drama.

— Siempre has sido muy perspicaz —dije al tiempo que acariciaba mi miembro sobre la tela del pantalón.

— No es éso, Alberto, o no sólo eso —se corrigió— Se que Don Manuel te ha mandado para que le ayude con el dinero.

— ¿Quién es ese? —sonreí satisfecho de haber recordado el segundo mandamiento del delincuente después de “No dispararás a un policía”. Es decir, “No mencionarás el nombre del Narco en vano”.

— Entonces a qué has venido, si puede saberse.

La repentina ansiedad de Doña Paula hizo que empezara a pensar seriamente en la posibilidad de que hubiera un micrófono escondido. Por lo que el siguiente punto del cuestionario de Men’s Health se volvió de súbito pertinente.

Punto 5: No hagas reproches.

Aunque debería sentirme traicionado por una mujer a la que había ayudado a ganar muchísimo dinero, eso por no hablar de las veces que había acudido a su llamada, siempre para follar, siempre urgentemente: en los probadores de una tienda de ropa, durante una convención de derecho societario, antes de un juicio importante, el día de su aniversario de bodas…

— Paula, yo sólo quería proponerte un negocio. Algo grande, eso sí —puntualicé esbozando una sonrisa.

— ¿Cómo de grande?

— Un yate, en cuba, tirado de precio.

Una ganga cuyo desorbitante precio real pagaría, evidentemente, Don Manuel con dinero de colores, que no negro. Ese era uno de los métodos más limpios de blanqueo, pues nuestro amigo común sólo tendría que revender aquel yate en la Costa Azul para recuperar lo invertido. Con todo, Paula guardó silencio, aunque tuviera muy claro lo que me iba a decir.

— Quiero dejar esa clase de negocios, Alberto —sentenció— La clave del póker es saber cuando hay que recoger las fichas y dejar el juego. Tú lo sabes mejor que nadie.

Yo asentí. Esa era la verdadera razón de que tuviera un viejo Porche, recordarme que había perdido uno nuevo en una partida de cartas.

— Paula —dije con gesto circunspecto— Esto no es un casino. Uno no se levanta de la mesa y se marcha cuando le apetece. A los demás jugadores no les hará gracia que abandones la partida.

Paula se tapó las manos con la cara, abatida. No era ninguna estúpida, sabía que el hombre del que estábamos hablando podría coaccionarla, amenazarla con secuestrar a sus hijas y venderlas allá donde las niñas occidentales estén mejor cotizadas.

— Estaré cayada, Alberto. Lo juro, jamás hablaré con la policía —dijo apunto de echarse a llorar— Tienes que convencerlo. Don Manuel se fía de ti. Tienes que ayudarme, Alberto, por favor.

Hay dos cosas que no puedo soportar. La primera es el tomate frito, que me da ganas de vomitar, y la segunda es ver llorar a una mujer. En efecto, podía hacer lo que Paula acababa de pedirme. De hecho, no creí que me costara demasiado convencer al patrón de que dejara tranquila a la esposa de un juez, incluso se me ocurrían varias formas de conseguirlo.

— De acuerdo —dije, al cabo— Con una condición.

— Gracias, Alberto —dijo sin poder creer lo que acababa de oír— Haré lo que sea.

— Pues separe las piernas, abogada —sonreí.

— ¡Serás...!

— ¿Sinvergüenza? —traté de adivinar por segunda vez aquel día.

Paula no dijo nada. En vez de eso, se puso en pie y metiendo las manos bajo la falda, se sacó las bragas.

— Dámelas —ordené, irguiéndome frente a ella.

— Alberto…

— Hoy te vas a casa sin bragas —sentencié— Considéralas un regalo de despedida.

Aunque ahora Paula Cruz fuera una mujer con poder e influencia, una vez que se excitaba volvía a ser la de siempre.

— Te pierde pescar en aguas prohibidas —me recriminó.

— Hay vicios peores.

— Siempre me calientas. Haces que me sienta como una perra.

— Pues hoy quiero que seas mi yegua —afirmé con sorna— Quiero marcarte.

La abracé y mis manos vagaron por su espalda con dulces caricias. La besé en la frente, y entonces ella me cogió la mano y la guió lentamente alrededor de su cadera.

— Márcame aquí —sugirió, con el pecho elevándose y descendiendo rápidamente.

— ¿En el culo?

— Sí —jadeó.

Volvimos a besarnos con urgencia, pero luego escuché cómo su pulso y su respiración se apaciguaban. Entonces, olisqueé en el aire la mezcla de su olor corporal y de su sexo, y llevé mi mano entre sus piernas. Paula estaba tan húmeda que los inflamados labios de su sexo resbalaron entre mis dedos.

Con esa sensación untuosa, guié mis dedos de nuevo entre sus nalgas. Aquella señora, madre y esposa, dio un respingo en cuanto la yema de un dedo se deslizó sutilmente sobre su ano.

— ¿Estás segura? —inquirí.

— Sí. Te quiero dentro de mí.

Paula cerró los ojos y su frente sudorosa tocó la mía. La suave caricia de mi dedo se volvió menos vacilante, haciéndola gimotear. Por un instante la punta de mi dedo siguió masajeando su esfínter, incitando en ella el oscuro anhelo. Paula no exudaba ya vacilación ni miedo, sino sólo la necesidad de entregarse a mí. Era el momento.

— No tienes por qué…

— Sí que tengo —afirmó enojada— Si tú ansías algo, seré yo quien te lo dé. Si tú me libras de Don Manuel, yo satisfaré todas tus necesidades, Alberto. Quiero hacerlo, cueste lo que cueste.

A partir de ese instante fue ella misma quien, contoneando nerviosamente las caderas, parecía buscar la punta de mi dedo con su trasero.

Al tiempo que metí mi lengua en su boca, mi dedo se introdujo por el arrugado agujero de Paula. Percibí un suave gruñido escapándose de sus labios, la súplica silenciosa de que entrara con tiento.

No obstante, fue de nuevo ella quien reculó hacia atrás e hizo que todo mi dedo se deslizara dentro de ella. La rendición se apoderó de su cuerpo, lo cual hizo que la sensación de la penetración fuese increíblemente intensa.

—¿Estás bien? —pregunté con voz áspera, pero entonces ella se combó hacia mí comenzando un comedido vaivén adelante y atrás.

— ¡Sí…! ¡Sí…! ¡No pares! —farfulló, cuando en realidad era ella quien se movía.

— ¡Separa las piernas! —urgí frente a ella.

Sin embargo, enloquecida por estar sodomizándose a sí misma, la abogada volvió a hacer más de lo que nadie le había pedido. De puntillas, jadeando bocanadas de aire, asió mi miembro y lo guió hasta su ardiente vagina.

— ¡OGH!

Gruñó con una reacción desesperada ante la sensación de algo tan grande y duro deslizándose entre los delicados tejidos de su intimidad.

— Estás ardiendo —murmuré.

— ¡UMMM! ¡UMMM! ¡UMMM! —murmuraba ella con cada balanceo de su voluptuoso cuerpo de mujer.

En ese instante sólo disponía de una mano libre, ya que si mi colosal erección era víctima de la voracidad de su sexo, tampoco mi dedo podía escapar a la constricción de su esfínter. Aún así, supe aprovechar esa nimia libertad para sacarle la blusa, pugnar con su sujetador y tomar con dicha mano uno de sus senos.

Desbocada, la abogada comenzó a agitarse cada vez con más premura y menor prudencia. Tenía los ojos muy abiertos, sorprendida por estar siendo tomaba simultáneamente por ambos agujeros.

— ¿Bien? —pregunté con voz ronca.

— ¡AGH! —musitó entre dientes— ¡Eres el diablo! ¡Eres...! ¡AGH!

Azuzado por la pasión que irradiaba aquella señora, y gracias a la desbordante humedad de su sexo, forcé un segundo dedo en el estrecho pasadizo de su ano. La intensa sensación de plenitud en su trasero hizo que la abogada alcanzara de inmediato un estrepitoso orgasmo.

La crispación de su rostro era indescriptibles. Se echó a temblar, entre espasmos y jadeos igual que si estuviera agonizando. Ahí fue cuando mi furor tomó las riendas de ambos, cuando uní mis manos bajo sus nalgas y la alcé lo suficiente para que los dedos de sus preciosos pies dejaran de tocar el suelo.

Desquiciada, la abogada entrelazó las piernas en mis caderas y los brazos alrededor de mi cuello y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a zarandearse con toda mi palanca metida en el coño.

Nuestras bocas abiertas se deslizaban una sobre la otra en un beso húmedo y apasionado, un beso cada vez más frenético a medida que aumentaba nuestra excitación. Hasta que de pronto, Paula se reclinó ligeramente hacia atrás y comenzó a arremeter contra mí con fiereza, acogiendo todo mi ser dentro de ella.

La hembra que Paula llevaba dentro estaba decidida a hacerme eyacular, y verla tan resuelta me empujó a ayudarla con las últimas fuerzas de mis brazos. Seguía con mis dedos dentro de aquel lugar tan sexual y tenebroso, constreñidos por la tensión de su esfínter. Utilizando hasta el último de mis músculos para atraerla hacia mí sin miramientos, comencé a eyacular enérgicamente.

— Me encanta ver cómo te corres —afirmó sin dejar de contonearse.

Al tiempo que se movía, Paula contraía secretamente su vagina alrededor de mi miembro. Parecía decidida a extraer de mí hasta la última gota aunque su sexo ya hubiera empezado a rezumar esperma.

Un mes más tarde recibí una llamada de la sobrina de Don Manuel. Yoana, que así se llamaba, se encargaba desde hacía poco de llevar las finanzas de su tío. Tenía a medio el Grado de Administración y Dirección de Empresas, estudios que estaba sacándose poco a poco a través de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

— ¿Qué pasa, Gafitas?

Aunque su nombre era muy bonito y gitano, yo la llamaba cariñosamente de esa manera, cosa que a ella le encantaba.

— Pues nada, corazón, que te olvides de la mujer del juez. Nos ha dicho un pajarito que la están investigando los de Hacienda.

— ¡Cagüen Dios!

— ¡Oye, esa lengua! —me reprendió de inmediato— ¡Qué te la corto!

— Me la vas a cortar… —repliqué con arrogancia— Con lo que te gusta.

— ¡Ay, canalla! A ver cuando me vuelves a invitar a tu casa, que me tienes contenta...

— Cuando tú digas, Gafitas.

Agradecimientos: A PaulaCreus, por sus dulces comentarios.