Sentirás como siento (III)
No tendrá bastante con haber sido sodomizado; renacerá el deseo y será satisfecho; la contrapartida está servida.
Tras el estallido de ambos, el desconocido se dejó caer sobre la cama. Ella dejó de masturbarse para soltar sus muñecas del cabecero y se arrodilló al lado de la cama recogiendo con su lengua todo el semen que había por su cuerpo.
Miraba el desconocido como aquella lengua se movía con voracidad lamiendo cada pegote de semen. Aquella lengua estaba consiguiendo la reanimación de los sexos de ambos machos.
-Sube a la cama, ven; terminaremos lo que no has terminado.
Se colocó entre los dos, su cuerpo ladeado, mirando a su pareja. Se besaban abrazados.
-Nunca te he visto tan excitada, le decía entre beso y beso.
Le confesó que había sentido miedo. Había estado a punto de estropearlo todo al notar aquella gran dureza entrar en su ano, pero la visión de su cara, desencajada como nunca la había visto, su mirada perdida en aquel miembro que lo estaba desgarrando sin piedad, sus manos frotando su sexo tremendamente empapado mientras le decía lo mucho que estaba disfrutando al ver hacerse realidad su fantasía y verlo gozar, hicieron que se entregara al goce de aquel animal ensañado que lo poseía como él la poseía a ella cada vez que salía la puta que llevaba dentro.
-Creo haber sentido como sientes, dijo, y vuelvo a estar empalmado; te deseo y te deseo dulce, entregada, sumisa. Eres mía, tu cuerpo me pertenece, tu sexo me pertenece y por el placer que acabo de experimentar vas a tener contrapartida.
Descendió rápidamente a su empapada entrepierna y se hundió en ella devorando su sexo con fruición. El desconocido, también excitado ya, entendió que era parte del juego. Bajó a su culo y separando sus nalgas lamía la entrada de su ano buscando provocar su dilatación.
Por delante y por detrás, se aplicaban los dos a darle placer. Tan sólo se oían los gemidos de ella y el chapoteo de ambas lenguas en sus orificios.
Su pareja se tumbó de espaldas; hizo que se colocara sobre él con sus rodillas a ambos lados de sus costados. Fue descendiendo ella hasta quedar bien empalada. Agarró él sus caderas y empezó ella una danza sobre su sexo, lenta pero implacable.
El desconocido había empezado a masturbarse viéndola moverse sobre él. Deseaba estar en el lugar de aquel tipo, deseaba sentir los vaivenes de aquella hermosa hembra que acababa de compartir con él a aquel macho. Había gozado de aquel estrecho orificio; era muy placentero abrir las estrecheces de un hombre y vaciarse dentro, pero no había experimentado con ninguno algo comparable a esa gran explosión que le provocaban las fuertes contracciones de los músculos anales de una hembra cuando está a punto de explotar sintiéndose poseída por el macho dominante. Todo esto pasaba por su cabeza cuando él le pidió que se colocara detrás de ella. Lo hizo, agarrando sus pechos que encabritados botaban mientras subía y bajaba sobre aquel duro sexo.
-Eres mía y siempre serás mía como soy tuyo y siempre seré tuyo. Nadie más que yo te ha poseído nunca y nunca he sido poseído por nadie como lo he sido esta noche…le decía atrayéndola hacia él para besar su boca al notar que el ritmo de las subidas y bajadas aumentaba.
El desconocido, que no había soltado en ningún momento sus pechos, se recolocó detrás de ella pasando a amasar sus nalgas, que subían y bajaban, con fuerza, queriendo alcanzar la cima que ya sentía cerca.
En una de esas bajadas en las que se empaló perdiendo el aliento, agarró él sus caderas manteniéndola clavada; llevó una de sus manos hacia atrás y cogiendo el sexo del desconocido lo guio hasta la entrada de su ano. Buscaba ella en sus ojos la comprobación de lo que sabía que iba a pasar.
-Sí amor, sí, le dijo, es tu hora.
La fuerza con la que aquel trozo de carne dura entró en ella, hizo que un grito desgarrador saliera de su boca y su cuerpo, atrapado entre los otros dos, se moviera frenéticamente embistiendo y siendo embestido; gritaba, sólo sus gritos se oían. Ahogaban los hombres los suyos para oírla a ella. Eran aullidos de placer que anunciaban la inminente sacudida que iba a hacer convulsionar su cuerpo recibiendo la descarga en lo más profundo de sus entrañas de aquellos dos sexos insultantemente posesivos.
Se hizo el silencio. Volvieron a ser abrazo pero ahora eran tres; tres cuerpos ahítos, saciados, sudorosos, temblorosos, sabedores de que algo había cambiado.