Señorita
Tenía marcados rasgos árabes. Las chicas de la oficina habían hecho a su paso comentarios jocosos sobre el tamaño del miembro de los hombres de su raza.
El cielo era de un gris plomizo, amenazante de nubarrones densos. El calor del verano era intenso, el hormigón de las calles y los edificios parecían desprender vaharadas de fuego y la humedad de l ambiente hacía que la ropa se pegase al cuerpo. Llevaba un vestido ligero de grandes estampados rosas con un pronunciado escote en la espalda, cortito hasta medio muslo y unas sandalias finas de tacón alto con cintas estrechas que se enroscaban subiendo por mis piernas. Era mediodía y el centro de la ciudad parecía desierto, como ocurre en casi todas las grandes ciudades en agosto.
Caminaba por la sombra, pegada a las paredes de los edificios más altos, mirando de reojo hacia el cielo. Puede parecer infantil y absurdo, y quizá lo sea, pero las tormentas me dan mucho miedo. Me aterrorizan desde niña. No es un miedo racional que tenga que ver con peligros reales si no algo más complicado, alguna vez me he preguntado si será alguna especie de trauma infantil, un miedo demasiado intenso para no parecer vergonzante en una chica de mi edad: en aquel momento acababa de cumplir los veinticinco, no era ninguna niña.
En ciertas ciudades costeras existe un fenómeno llamado galerna. Se trata de una tormenta de grandes dimensiones que se forma en el mar y llega a tierra en cuestión de minutos. Luce un sol espléndido sobre un cielo azul y de pronto comienza a soplar el viento, el cielo se cubre de espesas nubes oscuras, y estalla una tormenta demencial de esas de película de terror. En aquel momento, caminando del trabajo hacia casa, sabía que la galerna estaba a punto de desatarse, pero también tenía la intuición de que alguna otra clase de peligro me acechaba. No sé cómo explicarlo, es una sensación difícil de describir, como una especie de miedo interior, una duda insistente, un vacío en el pecho... Algo parecido a cuando uno cree haberse dejado las llaves encasa o la plancha enchufada, creo que quien lo haya sentido alguna ve lo entenderá.
Repasé mentalmente mis últimos movimientos esperando encontrar algo: había apagado el ordenador, había bajado la persiana fijándome en el color entre plomizo y acerado del cielo. Los primeros truenos resonaban ya a lo lejos. Había salido a la calle donde me había despedido de mis compañeras para bajar corriendo calle abajo, esperando llegar cuanto antes a la estación del metro, antes de que estallase la tormenta... ¡ahí estaba! Me había dejado el bolso en la oficina....
Parece imposible olvidarse algo así, debieron ser los nervios por la tormenta y las prisas. Lo malo es que era un viernes de Agosto y debía recuperarlo porque si no no podría hacerlo antes del lunes por la mañana. Además en él guardaba las llaves de casa, y mis padres estaban de vacaciones, todo el mes fuera. Sin llaves, sin teléfono y sin cartera, no quería ni pensar lo que podría suceder si no recuperaba el bolso de inmediato. A lo mejor, si me daba prisa, aún quedaba alguien dentro. Me di la vuelta y eché a correr calle arriba: los tacones resonaban en el asfalto y no me dejaban ir muy deprisa, pero pensé que tardaría más en quitármelos que en correr con ellos puestos.
Apenas había llegado al portal del edificio de oficinas en que trabajaba, estalló el primer relámpago: la calle vacía se iluminó de golpe y cerré los ojos encogiéndome de miedo, pegada contra la puerta de entrada. Creo que grité, pero no sé si el grito quedó ahogado en mi garganta o se confundió en el aire con un trueno largo y desgarrador. Daba la impresión de que todo se movía a mis pies. Comenzaron entonces a caer gruesos goterones de lluvia y me aovillé en el suelo, asustada, mientras truenos, rayos y lluvia estallaban a mi alrededor.
No sé cuánto tiempo estuve así, en esa especie de catatonia, pero de pronto sentí que alguien me tocaba el brazo. Una voz amistosa me preguntaba si estaba bien. Alcé la vista y apenas vi un par de piernas enfundadas en unos pantalones de color mahón. Todavía llovía con fuerza y el agua corría calle abajo como si de un riachuelo se tratase.
-Señorita, ¿se encuentra bien? La voz tenía un marcado acento extranjero. Quise contestar que si, pero las palabras no salían de mi boca. Me incorporé como pude y me encontré frente a frente con un hombre de rasgos árabes; nariz afilada, ojos oscuros, piel curtida, labios gruesos... Si no hubiese estado atenazada por el miedo, estoy segura de que habría pensado que era un hombre muy atractivo, como los jeques de las novelas románticas que leía cuando iba al instituto.
Estalló otro relámpago y cerré los ojos de nuevo, temblando de pavor.
-Vamos, señorita: esta usted mojada, no se puede quedar aquí, pase, pase.
Supongo que en circunstancias normales no habría dejado que me empujase al interior del portal. Siempre he sido una chica con sentido común. Pero en aquel momento no sabía muy bien lo que hacía, y no puse ninguna resistencia.
-Vamos, siéntese aquí. Me senté en las frías escaleras de marmol, temblando aún, y él se sentó a mi lado. Olía a una extraña mezcla de regaliz, menta, sudor y after shave que resultaba embriagadora. Estará bien. Hablaba el castellano bien, pero se le notaba el acento cálido de otras tierras. Creo que ese acento fue lo primero que logró embrujarme.
-Yo la conozco, señorita, usted trabaja en el primero. Asentí en silencio, y entonces le reconocí. Era el nuevo encargado de mantenimiento del edificio. Llevaba pocos días en el puesto. Las chicas habían hecho bromas sobre él, decían que estaba muy bueno y susurraban bromas y chistes verdes a su paso. Recuerdo que alguien cantó una cancioncilla haciendo alusión al tamaño del miembro de los hombres de su raza entre las risas cómplices y los codazos del resto. No sabía cómo podía pensar en eso en mitad de la tormenta, si esta había hecho que me olvidase del bolso. A veces una piensa las cosas más inoportunas en momentos de miedo.
-Me he olvidado el bolso arriba susurré. El grueso portón de entrada hacía que los truenos sonasen amortiguados, pero a pesar de todo seguían asustándome. Tengo que cogerlo, dígaselo al vigilante, por favor.
-El vigilante no está, pero yo tengo la llave. Acompáñeme, señorita.
Aún no sé cómo pude ponerme en pie y subir las escaleras tras él. Recuerdo que pensé en el vigilante, Antonio, que se escaqueaba de sus obligaciones siempre que se presentaba la ocasión. Sin duda habría dejado trabajando al hombre de mantenimiento sin ninguna mala conciencia. Puede que tardase horas en volver. Tuve la certeza de que éramos las únicas personas que había en el edificio, y sorprendentemente aquello no me preocupó. Así que le seguí por las escaleras. Tenía frío, llevaba el vestido pegado al cuerpo y la melena rubia mojada también sobre la cara. Él tenía una camiseta blanca, gastada por el uso, bajo la que se marcaban unos músculos fuertes: tenía unos brazos poderosos y por un instante pensé que debía de ser muy agradable ser abrazada por ellos. Pero de la misma aparté aquel pensamiento de mi mente.
Llegamos al primer piso y él abrió la puerta con llave. Luego me hizo un gesto para que pasase al interior. Al entrar, rocé apenas su piel desnuda y sentí un escalofrío recorriéndome la columna vertebral. Estaba oscuro, y la tormenta se sentía más fuerte que en el portal. Sorteé las mesas hasta el despacho y recogí mi bolso que había quedado olvidado en el suelo, junto a la silla. Al volverme casi tropecé con el corpachón de mi acompañante. Di un respingo, asustada. Pero no me moví.
-¿Ya lo tiene, Señorita?
Asentí nuevamente sin hablar. El hizo un gesto como para marcharse, pero yo me quedé quieta en el sitio y él tuvo que volverse otra vez hacia mi.
-Señorita, ¿pero qué la pasa? -Me sentía estúpida, peor era incapaz de decir nada. Hizo un gesto hacia la ventana preguntándome si me asustaba la tormenta. Asentí una vez más sin hablar.
-Vamos, no pasa nada rodeó mis hombros con su brazo fuerte. Su tacto era cálido y acogedor y su cercanía, lejos de asustarme, me daba seguridad. Me gustaba su olor y su mirada intensa y profunda. Me hacían sentir protegida, aunque pueda sonar estúpido. Así que dejé caer la cabeza sobre su pecho fuerte y me sentí mejor.
-Vamos, señorita, siéntese aquí. Me alzó con suavidad para sentarme sobre la mesa. En ese momento ni siquiera pensé que había una silla aún más cerca. Esta mojada, Señorita. Debería quitarse ese vestido. Se va a enfermar. Una mano grande y cálida se posó en mi espalda desnuda y me acarició suavemente. Era muy amable. Era tranquilizador.
-Señorita, el vestido... una mano tironeó suavemente de él, rozando mi pierna. No sé por qué le hice caso, pero me quité el vestido dejándolo caer al suelo. Un relámpago iluminó la estancia un instante y sentí el brillo de deseo en su mirada oscura. Quizá aquello debió devolverme la cordura y el sentido común, pero no lo hizo. Al contrario; el brillo de deseo en su mirada hizo queme olvidase de todo comportamiento normal. No busco justificarme, pero sé que en otras circunstancias no habría obrado así. Soy una chica formal.
-Señorita...
Su aliento cálido estaba muy cerca de mis pechos. No llevaba sujetador, aquel vestido llevaba un escote en la espalda demasiado pronunciado para llevarlo con ninguno y por delante tenía unos fruncidos estratégicos que hacían las mismas funciones que si llevase uno. Sentí cómo se acercaba más a mi, sus dedos rozaron suavemente mis pezones ya enervados y su respiración en mi cuello me hizo desear que se acercase aún más. No sé muy bien cómo ocurrió pero de pronto le tenía de pie frente a mi, entre mis piernas abiertas. Traté de recordar qué ropa interior me había puesto aquel día, esperaba que no fuera algo muy soso. Dio un paso hacia mi y sentí un bulto prominente apuntando hacia mi muslo; apenas tuve que moverme para que me rozase la entrepierna.
Otro relámpago hizo que me fijase ñeque él no llevaba ya puesta la camiseta blanca. Seguramente fue el último momento en que pude haberme detenido, pero no lo hice. En cambio, le rodeé con las piernas y los brazos y me apreté más fuerte contra su verga. Me da vergüenza admitirlo, pero me froté contra él un par de veces antes de que él tomase el mando. Yo no soy de esas mujeres que suspiran por una polla, pero aquel día yo no era yo, no sé si entiendes lo que quiero decir. Me gustaba sentirle frotándose contra mi, pero pensé (sabe dios por qué) que me gustaría más sentirlo piel contra piel. Así que hice ademán de quitarle los pantalones, y cuando se dio cuenta él mismo se detuvo para quitárselos con rapidez. Cuando estalló otro relámpago le vi inclinado entre las sombras quitándose la ropa, espléndido en su desnudez, como un atlante bronceado, una estatua perfectamente tallada: el torso fuete, la espada poderosa y una verga altiva, gruesa y descomunal. Fue entonces cuando sentí la imperiosa necesidad de probarla. Me puse de rodillas en el suelo y comencé a lamer suavemente la punta del capullo: era tersa, suave, dulzona y dura. Agarré su culo entre mismanos para hacelo mejor y le sentí estremecerse. Creo quehizo me hizo sentir poderosa, una chica como yo hacineod temblar a un hombre como aquel. Quizá fue solo que me dio el atrevimiento necesario para abrir la boca y metérmela dentro, poco a poco: era muy grande y gruesa, o a mi así me lo parecía (por un momento recordé la canción que las chicas habían entonado entre bromas). Pero me gustaba e hice un esfuerzo por metérmela lo máximo posible. El enredó sus dedos entre mi cabello y empujó suavemente mi cabeza hacia el tronco para marcarme el ritmo del movimiento. Entraba casi hasta mi garganta y no supe si sería capaz de continuar, porque por momentos sentía queme ahogaba. Sin embargo, al tiempo sentía que no podía parar. Que tenía que seguir engullendo su miembro.
-Señorita... suspiró. -Tú sabes hacerlo, señorita.
Pero la verdad es que no sabía y clavé mis uñas en sus glúteos para atraerlo más hacia mi: sentía cómo sus huevos tocaban mis labios al empujar dentro de mi boca, y la punta de su pene llegaba hasta mi garganta.
Otro relámpago y apenas vi nada pues mi cabeza se balanceaba al ritmo que él me imponía, su polla entraba y salía de mi boca a una velocidad, con una fuerza.... desmesurada. Y de pronto gritó, y mi boca se llenó de un líquido viscoso y denso, un chorretón caliente que me pilló por sorpresa y casi me hizo atragantarme. Supuse que tenía que tragarlo, y así lo hice. Siempre había pensado que me daría asco tragarme el semen de un hombre, pero sabía bien. No sabía por qué nunca antes había querido practicar sexo oral, a pesar de que todos mis novios habían intentado que lo hiciera. Él me besó en la boca mientras yo pensaba si el pene y el semen de todos los hombres sabrían igual. Su lengua recorrió mi paladar, robándome a lametadas los restos de su propia leche.
-Señorita, tu eres buena. Mereces un premio.
Le miré a los ojos en la penumbra del despacho y sentí un brillo lujurioso en ellos. Estábamos los dos de rodillas sobre el suelo enmoquetado y casi no tuvo que empujarme para hacerme caer de espaldas: con maestría abrió mis piernas y me quitó las braguitas. Sentía como algo latía en el interior de mi vagina y una humedad desbordada los pliegues de mi interior.
-Señorita, las mujeres no comen rabos en mi país. Tu lo haces muy bien.
Sus dedos expertos rozar con suavidad mi entrepierna. Nunca me han gustado las palabras groseras para referirse a los atributos masculinos, pero sin embargo en aquel momento oírle hablar así me excitó, y abrí aún más mis piernas. Se agachó hasta lamer mis pezones, zigzagueando sobre ellos y mordisqueándolos, mientras sus pulgares husmeaban dentro de mi, buscando quién sabe qué tesoros ocultos.
-Señorita, tus tetas saben bien.- sus palabras se entrecortaban porque no dejaba de chuparme los pezones, como si quisiese sacar algo de ellos. Luego comenzó a descender por la tripa hasta el ombligo, y más abajo: cuando sus labios estallaron en un beso sobre mi vulva sentí un estremecimiento acogedor recorriéndome todo el cuerpo. Luego abrió los labios de modo que al tiempo abría los míos ahí abajo, y su lengua se colaba dentro de mi, juguetona. Quise decirle algo, pero no sabía qué, y preferí quedarme callada, muy quieta, sintiendo la cantidad de terminaciones nerviosas que no sabía que tenía, agitándose al paso de la lengua de él. No sé qué teclas tocaban sus dedos y su lengua, pero cada vez me costaba más trabajo pensar y sentía tantas cosas, tantos pequeños puntos de placer en un espacio tan pequeño de piel, que tenía que ser cuestión de magia. Ninguno de mis novios había sido capaz de hacerme sentir nada parecido: quizá por eso nunca había tenido mucho interés en el sexo. Su lengua se agitaba dentro de mi al tiempo que sus labios carnosos masajeaban de forma increíblemente placentera mi sexo y yo que nunca antes había gritado de placer, no pude evitar gemir, era imposible callar. Me mordí la mano para intentar callar, pero ni siquiera así lo logré, y al final opté por olvidarme de todo y gritat, gritar de deseo, de placer, de ansia, de satisfacción. Creo que a él le gustó escuchar mis gemidos porque aceleró los movimientos, su intensidad, cada vez entraba más dentro de mi, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Esplendoroso. Y lancé un grito desgarrador convulsionándome con fuerza. Como el placer me recorría el cuerpo entero, desde los dedos de los pies hasta la cabeza, y quedé exhausta, mojada, feliz, tranquila y completa.
Apenas tuve tiempo de recuperarme cuando sentí su miembro duro y abrasador entrando en mi interior. Ni siquiera me di cuenta de que no llevaba puesto un preservativo. Al principio sentí un poco de dolor, nunca había tenido un pene tan grande dentro, pero en seguida me calmé. Elevó mis piernas sobre sus hombros y se inclinó sobre mi pecho: creo que lancé un chillido al sentir como había entrado por completo en mi.
-Señorita, tengo mi rabo entero en tu coño. Me agarró las manos hasta ponerlas sobre sus testículos. Estaban endurecidos y aquello me excitó. Luego comenzó a agitarse dentro de mi, sus manos se aferraban con fuerza a mis hombros, y me empujaban más y más hacia él: sentía su miembro agitándose en mi interior de un modo sorprendente, golpeando con fuerza en cada embestida. Estaba segura de que no tardaría en desparramarse dentro de mi, porque todos mis novios lo habían hecho enseguida, pero en cambio fui yo, absoluta y completamente excitada la que se agitó convulsionada de nuevo, yen cada movimiento su polla entraba más adentro en lugar de salirse, y yo no sabía cuánto tiempo podría estar agitándome con el dentro de mi, mientras me llamaba señorita y me repetía con su voz ronca que le picaba la punta, que le picaba el rabo, y yo me agitaba más y él seguía moviéndose poderoso y de pronto estalló. Chofff. Todo su semen caliente dentro de mi, los dos gritando extasiados.¿Me merecía yo que alguien me diese tanto placer?
Cayó sobre mi, pesado, y me rodeó con sus brazos fuertes, susurrándome al oído.
Señorita, veo que te gusta mi rabo.
Si, me gustaba su rabo. Me gustaba lo que era capaz de hacer con él, lo que había logrado hacerme sentir. Y le besé en la boca antes de quedarme dormida ente sus brazos.
Cuando me desperté, estaba sola y desnuda sobre el suelo enmoquetado del despacho. Sólo llevaba puestas mis sandalias de tacón. No sabía qué hora era y no se oían ruidos de tormenta afuera, en la calle. Me levanté entumecida y busqué mis bragas. No, no eran muy sosas, aunque tampoco especialmente atrevidas. Melas puse con dificultad: Luego cogí el vestido que ya casi estaba seco y me lo puse también. Me ahuequé el pelo con las manos y cogí el bolso. No sabía si él estaría fuera o si se habría ido, si me encontraría con el vigilante o no, ni qué haría el lunes cuando volviese a verlo en la oficina y alguna compañera hiciese un chiste con el tamaño del miembro de los hombres de su raza.
Antes de salir del despacho, levanté un poco la persiana y contemplé el cielo azul. ¿Volverían a asustarme las tormentas? Quizá el secreto para vencer el miedo estaba en el sexo.
Quizá.