Señora y pupila
Una Señorona en la posguerra, intenta inculcar valores a una desdichada muchacha, pero las cosas, no siempre son fáciles.
María había escapado de la miseria que la guerra había sembrado, en el sur de España, emigrando hacia el norte. Empezando una nueva vida muy lejos de su tierra natal, dejándose por el camino todo aquello de lo que podía prescindir, incluidas sus creencias, a sabiendas que el día que muriera, tendría que pasar cuentas de sus actos con Dios.
Trabajaba como criada en la casa del director de una enorme colonia textil. Y tras vivir los peores años de su vida y de haber perdido a su marido en el frente, volvía a sentir la paz interior que le daba el saber que sus tres hijos ya no pasaban hambre. Su hijo mayor, internado en un seminario, seguía sus estudios para servir al señor, y aún que en el seminario se vivía de una forma muy austera, no le faltaba de nada. Su hija mayor había entrado a trabajar en la fábrica textil, por la gracia del señor director, y solo podían verse los domingos, donde coincidían en la misa que se oficiaba en la capilla de la colonia. Al salir, compartían unas horas juntas, antes que María tuviera que volver a la casa grande para preparar la comida del servicio. Estaba muy orgullosa de ella, ya que cumplía con su trabajo de manera ejemplar, con jornadas de doce horas, de lunes a viernes y de cinco horas los sábados. Comía y dormía en los barracones acondicionados para las mujeres que no residían en la colonia, allí tenían todo lo que necesitaban, y lo pagaban haciendo dos horas más que las otras obreras, sin retribuir.
Su hija pequeña, Ángeles, vivía con su madre. Compartían una pequeña habitación en la caseta del servicio, situada detrás de la gran casa de estilo colonial donde residía el director con su esposa. En la pequeña caseta vivían los miembros del servicio. La cocinera y su marido el jardinero, ocupaban la planta baja. La asistenta dormía en el ático y a María le asignaron una pequeña cámara, al lado de la cocina. El señor director había dado órdenes expresas para permitir que Ángeles se pudiera hospedar en la caseta, con su madre, hasta que esta acabara la enseñanza elemental en la escuela de la colonia, ya que el final de la guerra truncó sus dos últimos años de estudio, cuando quemaron la escuela coincidiendo con la retirada de los rojos. Al terminar los estudios, podría entrar a trabajar en la fábrica con su hermana.
La esposa del director, doña Merced, era la que llevaba la voz cantante en la casa. Era un distinguido miembro de la sección femenina de la falange española. Organizaba grupos de mujeres para el voluntariado en hospitales y colegios, y formaba a las nuevas falangistas sobre el papel de la mujer en la familia. Sacrificio, obediencia y subordinación, eran sus pilares. Vivía y se comportaba siguiendo la filosofía de la falange, de carácter seco y arrogante con los que ella consideraba que estaban por debajo de su estatus social, a los que se dirigía en tono despectivo, tratándolos como si tuviera una autoridad moral sobre ellos. Rondaba la cincuentena y vestía siempre embutida en vestidos sobrios, de tela gruesa con faldas largas hasta debajo las rodillas, y chaqueta de corte militar del mismo color, abotonada hasta el cuello, apresando sus carnes y conteniendo las curvas de los pechos lo más que se podía, para esconder sus atributos. Una autentica señora no podía mostrarse como una fresca indecente, y aún que aquellos vestidos fueran extremadamente incómodos, mostraban elegancia, seriedad, y castidad.
Cada noche, se preparaba a conciencia para la cena, se cambia la ropa por una vestimenta mucho más liviana, donde se permitía un discreto escote, para la complacencia visual de su marido. Se sentaba delante del tocador y procedía a espolvorearse un poco la cara, retocaba su pelo y con sumo cuidado, esparcía unas gotas de perfume por el cuello. Al terminar, observaba aquella expresión fría y malhumorada que reflejaba el espejo, y se conjuraba para mostrar su cara más amable en las charlas que tendría con su marido.
Cuando acababan de cenar escuchaban un rato la radio y se acostaban. La gran habitación de matrimonio constaba de dos camas situadas una al lado de otra, con una pequeña mesita entre ellas, una enorme mesa de roble, a modo de escritorio, un armario y el tocador.
Su marido ya no estaba interesado en ella, y cada noche se metía en su cama ignorando por completo su presencia, mientras ella se desvestía con picardía, esperando captar la mirada de su marido, pero eso nunca ocurría. Se desnudaba lentamente para él, para luego ponerse delicadamente el camisón, con la esperanza de que ese día, él se diera la vuelta, y fingiendo dormir, la observara contornearse para volver a vestir su cuerpo desnudo y la tomase, ejerciendo su derecho como marido.
Cada noche se acostaba escuchando los ronquidos de él, y su frustración crecía un poco más.
Al despertar, un sentimiento de rabia le invadía el corazón, rabia por no ser deseada, rabia por no querer reconocer que su marido tal vez tenía una amante que lo satisfacía, rabia por no conseguir ser aquello que ella misma predicaba a sus alumnas. Una mujer dedicada a la casa y a su marido. Aquella rabia y frustración le teñía de rencor el alma y esparcía su resentimiento hacia la vida de todas las personas con las que trataba.
Cuando María entró a trabajar en el servicio, doña Merced le dijo sin más, que como miembro de la falange se ocuparía personalmente de que su hija dejara de ser una salvaje analfabeta y pudiera acabar los estudios básicos.
Cada día al volver del colegio, donde su hija Ángeles era la mayor de la clase con diferencia, debido a los años que no pudo asistir a colegio por estar en la más profunda miseria, debía presentarse a doña Merced para repasar y estudiar.
María tenía claro que no debía interponerse a tan admirable ofrecimiento, que únicamente solo podía beneficiar a su hija. Estaba de acuerdo con doña Merced, que la letra con sangre entra, y que una bofetada a tiempo cura malos venideros. No podía más que agradecer a la señora, el trabajo de educar y enseñar a la rebelde Ángeles, ya que ella misma no había sido capaz de enderezar el carácter rebelde de su hija, pese a darle duras azotainas desde su más tierna infancia, sobre todo con la zapatilla, pero ni con esas.
Para Ángeles, salir del pueblo había sido lo más parecido a un milagro. Pasó de ser la huérfana de Antonio, que era como la llamaban los vecinos cuando ella no estaba presente, a ser Ángeles de la casa grande, que era como la denominaban ahora sus compañeros para referirse a ella. Había pasado de no tener una amiga con la que compartir sus sueños a estar en una clase con veinte niñas más pequeñas que ella, que la hacían sentirse admirada. De no poder estudiar para poder comer algo, a comer para estudiar mejor.
Pero todos esos regalos no habían conseguido hacer crecer su interés por los estudios, los cuales seguían aburriéndola hasta la saciedad.
La señora de la casa era muy dura con ella, y no permitía ninguna distracción cuando hacia los deberes. Cuando eso ocurría le daba un golpe con un fino regla de madera que utilizaba para remarcar palabras en los librillos. Más de una vez le había saltado una lágrima por el dolor del golpe, que le propinaba en la mejilla, en la cabeza o en la punta de los dedos.
A mediados de diciembre, Ángeles se comportaba de una manera extraña, había perdido el apetito y esa chispa de alegría que siempre la acompañaba. Era el miedo el culpable de su malestar. Se imaginaba que las notas del final del primer trimestre no serían lo que la señora esperaba, y la incertidumbre sobre lo que pasaría cuando viera los resultados, le procuraba un temor que le apagaba el alma.
El día que le dieron el boletín de evaluación del trimestre, le cayó el mundo encima. Las notas no estaban tan mal, al fin y al cabo, no había suspendido ninguna asignatura, aún que los suficientes estaban en la orden del día. Lo peor era el comentario de su tutor, el señor Carrillo, el cual se despachaba a gusto contando la falta de concentración en clase, el distraerse y distraer a sus compañeras, y una preocupante falta de interés, que dada su avanzada edad, dejaba claro que poco podría aspirar en la vida.
Ángeles, odió como nunca había odiado a nadie, a su profesor, por la falta de escrúpulos y la exageración de sus comentarios. Pero ya no había marcha atrás, doña Merced quería ver el boletín, y no habría excusa que sirviera para el malogrado comentario del maestro.
Como era costumbre, a las seis y media, Ángeles se dirigió hacia el dormitorio de doña Merced para hacer los deberes. A esa hora la señora se estaba preparando para la cena con su marido. Aquel día acababa salir de darse su baño habitual, y andaba envuelta en un albornoz tupido de color azul marino, con un ribete dorado en las puntas de las mangas y en el cuello a juego con las zapatillas que calzaba. A menudo dejaba a Ángeles haciendo un trabajo en la mesa, mientras ella a su espalda se acababa de vestir. Y si se le ocurría la brillante idea de girarse para preguntarle algo o para saber si seguía allí, recibía una bofetada, por cotilla, para que la próxima vez se lo pensara antes.
Aquel día, la señora estaba sentada delante el tocador, arreglándose las cejas, cuando Ángeles llamó a su puerta. La señora le indicó que podía pasar en el habitual tono áspero. Una vez dentro, la señora le ordeno que se dirigiese a la mesa y sacara los trabajos para el día siguiente. Seguía absorta observando su imagen en el espejo, mientras Ángeles sacaba lentamente los libros de la maleta, sin perder de vista el cuadernillo de las notas, que seguía en el interior de la maleta. Hasta aquel momento había reprimido el nerviosismo que le provocaba haber de enseñar las notas, pero al encontrarse dentro la habitación, había perdido el control, las manos le temblaban y una gran bola de ansiedad crecía en su interior.
-Empezaré por unos problemas de matemáticas- dijo la chica sin poder evitar que la frase sonara temblorosa.
La señora ni tan solo respondió, y Ángeles empezó a tener la esperanza de que al menos aquel día no debería pasar cuentas con ella, y quien sabe, tal vez no sabía de las notas hasta final de curso. Aquel pensamiento la tranquilizó y pudo acabar los deberes de matemáticas sin problema. La señora seguía delante el espejo, peinándose cuidadosamente, y su pupila acabó sus tareas sin molestarla, y con una rapidez inusual en ella. Con cada minuto que pasaba sus esperanzas de que la señora hubiera olvidado de preguntarle por las notas aumentaban y tenía claro que cuando menos tiempo pasara con ella más probabilidades de salir con éxito.
-Señora, ya terminé con todo.- dijo, con un tono tranquilo y amable.
La señora se estaba retocando las uñas, y al oír a Isabel se detuvo un momento para indicarle que se acercase con los deberes con un leve movimiento con la mano.
Los repasó sin mucho interés, y por primera vez desde que entro en la habitación la miró.
-Muy bien, no hay nada más?
Ángeles sintió como le atravesaba una corriente de pánico. Y durante un segundo, pensó que debía responder.
-Nooo.- respondió titubeando.
-Nada más- añadió después con un tono más convincente, al darse cuenta de lo mal que había sonado su primera negativa.
La señora retiro su mirada, y volvió a centrarse en sus uñas, sin mediar palabra.
Ángeles seguía a su lado, totalmente petrificada, consciente de la mentira y de las consecuencias que podía acarrear.
-Bien, puedes irte- le dijo con desinterés.
Ángeles exhaló todo el aire que tenía dentro, como desinflándose de toda la tensión que había acumulado. Volvió a la mesa y rápidamente ordeno los cuadernos dentro la bolsa y se volvió hacia la puerta para marcharse. Fue en ese momento cuando se percató que la señora la estaba observando.
Su mirada la congeló.
-¿Y no piensas mostrarme el cuadernillo de las notas?- le dijo con hilo de rabia contenida.
-¿Como? Ahh sii...- respondió mientras todas sus esperanzas se hundían, y ya empezaba a sentir el peso de la derrota en su espalda.
La señora leyó atentamente el cuadernillo, y la muchacha pudo ver como cambiaban sus facciones. Como el odio y la rabia se diseminaban por su cuerpo, tensando los nervios y oscureciendo más aún la mirada.
-¡Maldita niña malcriada!- le dijo mientras le tiraba el cuadernillo con rabia.
-Te voy a tener que enseñar, lo que es la disciplina. Ya que tu madre no ha sabido hacerlo, tendré que enseñarte yo.-le dijo claramente enfadada y casi gritando.
-¡Ya verás cómo arreglo yo a las mentirosas como tú!- Dijo, mientras con un rápido movimiento se incorporó hacia delante agarrándola fuertemente del brazo y tirando hacia ella, quedando a escasos centímetros la una de la otra.
-¡Si quieres comportarte como una niña mentirosa y malcriada, te tratare como a tal!- con la mano que tenía libre se quitó la zapatilla, agarrándola fuertemente por el lado del talón, zarandeándola amenazadoramente.
Era una zapatilla de las abiertas por detrás, como se dijo antes, a juego con la bata albornoz, azul marino con algún ribete dorado, con una sólida suela de goma de esas amarillas que hacía que los azotes fueran muy muy dolorosos, de ahí que doña Merced eligiera siempre ese tipo de zapatilla, y ese tipo de suela, no sólo era cómodo y abrigada, también servía para enderezar almas descarriadas.
Ángeles escuchaba las represalias de la señora con una mezcla de vergüenza y culpabilidad, con inmenso dolor por como la señora culpaba a su madre por sus actos.
Cuando con un fulgurante movimiento le agarro el brazo, no opuso ningún tipo de resistencia, aceptando cualquier castigo por lo ocurrido. Ni tan solo la amenaza que suponía aquella temible zapatilla la hizo reaccionar, y adoptó una postura de total sumisión.
-¡De mí no se ríe nadie, y menos una salvaje como tú !- le dijo mientras tiraba de ella con violencia , haciendo que quedara recostada en su regazo, apoyando la punta de los dedos de los pies en el suelo y su tronco reposando encima las piernas de la señora. En un primer momento quedó desconcertada sin entender que hacía en aquella extraña postura. Tenía una mano en el suelo apoyando la parte de su cuerpo que no reposaba en el regazo de la señora y el otro brazo se había quedado apresado entre el vientre blando de la señora y su propio cuerpo. En esa postura solo podía ver los pies de la señora, uno de los cuales descalzo, y las baldosas del suelo.
La señora le atizó un fuerte golpe en las nalgas con la zapatilla, y como acto reflejo Ángeles liberó el brazo que tenía preso entre su cuerpo y el de la señora para parar el supuesto siguiente golpe.
-¿Pero qué pretendes hacer, mala pécora?- le gritó al ver sus propósitos. Y le asestó un par de golpes bien duros. Ángeles detuvo el movimiento de defensa con el brazo, y lo retiró apoyando la mano en el muslo de la señora, muy cerca de la ingle, buscando un nuevo punto de soporte que hiciera la extraña postura algo más cómoda.
-¡ Me va a costar mucho trabajo, pero juro por Dios que te voy a enderezar !.- Dejo la zapatilla encima de la espalda de Ángeles, y con las dos manos bajó los pantalones y las bragas de un tirón, hasta quedar con sus nalgas desnudas. Volvió a coger la zapatilla con fuerza y empezó a asestar golpes a sus nalgas. Sin nada que amortiguara el golpe, la suela totalmente plana de la zapatilla, impactaba sonoramente sobre la piel fina y rosada de la joven.
La señora había castigado a decenas de niños con tundas en el culo. Sus hijos también habían sido educados de aquella forma, los hijos del personal de la casa, y los niños y niñas a las que hizo catequesis durante años. Pero nunca había dado una tunda a una chica de tan avanzada edad. Cayó en su error al bajarle los pantalones y observar el trasero de Ángeles, que ya era el de una chica y no el de una niña, el aroma que desprendía, los pelos púbicos y las formas redondeadas de sus nalgas la delataban. Pero ya era demasiado tarde, había dado el primer paso, y ahora no podía echarse atrás, tenía que cumplir el castigo.
La mano que tenía sobre el muslo de la señora se escurrió patinando entre sus piernas, hasta reposar en la base del asiento, llevándose una parte del albornoz. La parte inferior del brazo quedó situada entre los muslos de la señora, a escasos milímetros de la entrepierna, de no estar sufriendo los reiterados azotes hubiera podido apreciar el leve cosquilleo de los pelos púbicos en su muñeca.
La señora la azotaba rítmicamente con golpes no muy fuertes, admirando como las nalgas de la chica vibraban con cada nuevo impacto, enrojeciéndose cada vez más. No era el mero azote el que implicaba dolor, si no la repetición de estos en el mismo lugar. A sabiendas, la señora iba alternando el lugar donde impactaba la suela de la zapatilla.
Inconscientemente el culo de la señora se había deslizado levemente y ahora había un contacto real entre su vagina y el brazo de Ángeles. Ese contacto le producía un pequeño gran gozo, que hacía años que no sentía, muchos años, mezclándose de una manera extraña con la rabia y el enfado que sentía por el engaño de aquella mocosa. Con cada nuevo golpe, se fue acomodando hasta sentir el fino brazo de Isabel abrazado por sus labios vaginales. Disminuyó la fuerza con la que azotaba, para así poder alargar más aquellos instantes de placer que estaba experimentando, tan poderosos que anulaban su propia consciencia. Y empezó a gozar del castigo que estaba infligiendo.
Ángeles aguantaba aquella humillación totalmente resignada hasta que el dolor sobrepasó sus límites de permisividad.
-Ya basta!!-chilló
-¿Que ya basta?- contestó con rabia, bajándola de la nube de lujuria en donde se encontraba.
Con la respiración agitada, le grito con voz histérica.
-Te acabas de ganar otra buena tanda, por burra, y por insolente! Ya verás cómo aprendes quien manda aquí!
A Ángeles le pareció que por un momento el tiempo se detenía, a la espera de recibir el primer golpe. Cerró los ojos, y percibió todo aquello que la rodeaba. El aroma a violeta que desprendía el tocador que tenía a su lado, el silencio de aquella estancia, la respiración agitada de la señora, que atribuyo a su enorme enfado, sintió el sexo húmedo de la señora en su muñeca. En ese instante recibió un fuerte golpe en la nalga, que pareció resonar dentro de la estancia
-Toma!- dictó alargando la última vocal, aprovechando el movimiento del azotazo para friccionar su vagina contra el brazo.
-Toma!- Ángeles no entendía aquellos roces, pero el dolor y el escozor le impedían pensar en ellos.
Un nuevo golpe le arrancó un grito de dolor, mientras miraba la zapatilla calzada en el pie de la señora, hermana de la que la estaba castigando.
-Ya puedes ir gritando que no vas a conseguir nada, malcriada-. Le gritó mientras rozaba descaradamente la vulva contra la fina piel del brazo.
La señora había perdido los nervios con aquella mocosa, que había querido reírse de ella, y ahora le tocaba hacerle entender que en aquella casa era ella la que mandaba. Pero algo no había salido como debía. Estaba muy furiosa, sí, pero se había excitado enormemente, sin motivo. El observar las nalgas desnudas y enrojecidas de su víctima, el ver como el ano se contraía con cada nuevo golpe, sentir la mano encima del muslo, y como esta había resbalado hasta quedar entre sus piernas...
No había podido evitar el contacto ajeno con su sexo, y había despertado un poderoso deseo de placer, aquel que su marido le negaba.
Casi sin darse cuenta frotaba su vulva contra el brazo de Ángeles, que parecía no darse cuenta de nada. Pero el hecho de que esa malcriada tuviera ese poder a su favor, no hacia más que aumentar su odio hacia ella, la odiaba porque era capaz de excitarla, la odiaba porque así sentía más placer, y continuaba azotando aquellas nalgas, restregando su sexo contra ella, maldiciéndola mientras se acercaba su éxtasis.
Ángeles intentaba centrar su atención en algo que no fueran sus azotes, miraba fijamente la zapatilla que llevaba puesta la señora, de un azul marino aterciopelado y brillante, con un bonito ribete dorado que rodeaba su contorno y una suela de piel amarillenta.
-¡Espero que te sirva de lección!- le dijo la señora con la voz rota.
Soltó la zapatilla, se la calzó metiendo el pie sin mirar, y agarró fuertemente el brazo de Ángeles clavándole las uñas, para inmovilizarlo y poder restregar su vagina con fuerza contra la fina piel de su víctima. Durante un par de segundos había sido consciente de lo que estaba sucediendo, como si una luz le hubiera indicado que la cuenta atrás para su orgasmo había acabado y debía prepararse para su llegada, así que le dio un sonoro bofetón a la nalga enrojecida y sensible y la amaso fuertemente sin miramientos para distraer la atención de Ángeles, mientras los primeros espasmos recorrían su cuerpo. Exprimir aquel culo joven, sabiendo que estaba generando dolor a su víctima, no hizo más que aumentar el éxtasis. Se sentía como una diosa ejecutando justicia entre los súbditos, mientras sus entrañas se retorcían por un deleite casi olvidado por los años.
Para Ángeles la palmada final solo fue una parte más del castigo, ya que cualquier contacto con sus nalgas le procuraba dolor y ese último no fue la excepción, la mano de la señora se aferró con fuerza a la nalga, como si quisiera arrancarla, con el dedo pulgar presionando el ano y el meñique muy cerca de la vagina.
Para la señora fue un momento de gozo frustrante, ya que estaba teniendo un orgasmo incontrolable, que debía reprimir con todas sus fuerzas.
Aguantó la respiración para asegurarse de no dejar escapar ningún jadeo, tensando todos sus músculos como para recluir dentro su cuerpo toda aquella explosión de placer, y solo los nervios del cuello marcados en él, como cuerdas en tensión, la delataban. La cabeza se ladeaba levemente unos centímetros con cada nuevo azote placer que la atravesaba. Intentando poner toda su atención en controlar lo incontrolable, negando las oleadas de placer que sentía cada vez que su vagina se deslizaba contra aquel trozo de piel ajena.
Solo fueron unos segundos de histeria, hasta que pudo retomar el control pero a la señora le parecieron eternos. Por un lado ansiaba sentir aquella riada de sensaciones, por el otro no quería dejar constancia de lo ocurrido.
Cuando los espasmos de placer desaparecieron, la realidad golpeó con fuerza a la señora, mostrándole una escena casi obscena, y muy alejada de un simple castigo.
Retiró rápidamente las manos del cuerpo de Ángeles cargada de vergüenza por lo acababa de ocurrir.
-Bien, espero que esto te haya servido de lección- le dijo, sorprendida por la falta de carácter con que sonó la frase.
-¡¡Ahora vete!!- le soltó forzando la voz para que pareciera estar enfadada.
Ángeles se incorporó, con los ojos llorosos y llena de culpabilidad. Se subió las bragas y los pantalones y despareció de la habitación tan rápidamente como pudo.
Cuando hubo abandonado la estancia, la doña Merced se derrumbó, había quedado totalmente exhausta, como si acabara de correr una maratón. Cerró los ojos y dejó que la respiración encontrara su ritmo, ya que hasta ese momento era ella la que se esforzaba para disimular la falta de aire que pedían sus pulmones.
Se tocó la vagina con la mano, con la rara esperanza de no encontrar ningún rastro de su excitación. En vez de eso, sus dedos resbalaron entre los labios vaginales por la gran cantidad de flujo que había. Al percatarse de ello, una ola de culpabilidad y miedo le recorrió el cuerpo, y empezó a pensar en si Ángeles se habría dado cuenta de su pecado. Se lavó de nuevo, y buscó un bonito vestido para la cena con su marido. Aquella noche, gozó de la compañía de su marido, se rió de alguno de sus comentarios, y una armónica paz le llenó el corazón.
Ángeles se refugió en los sótanos de la casa, un lugar oscuro y polvoriento que le servía como refugio, cuando necesitaba escapar de los ojos ajenos. En un rincón de la estancia había colocado un viejo colchón, donde se sentaba a menudo para aclarar sus ideas. Esta vez, no pudo sentarse, y se estiro bocabajo para dejar reposar las nalgas.
En su cabeza se proyectaba lo sucedido, una y otra vez, como si estuviera viéndolo en una sala de cine. Analizando que había sucedido, preguntándose porqué había mentido a la señora, porqué había intentado detener los golpes, porqué había gritado que se detuviera, porqué había salido todo tan mal.
Suponía que algo extraño había pasado, pero no adivinaba a saber bien lo que era. Olisqueó la parte inferior de su brazo, allí donde había notado los roces con la entrepierna húmeda de la señora, un aroma distinto pero familiar impregnaba la piel. Sin saber por qué, lo lamió.