Señora, sí... Señor (I)

¿Qué sucede cuando te encuentras con un amor de juventud... que ahora es tu superior y te tiene una tirria increíble?

-No quiero tonterías con los reclutas femeninos. – dijo el joven – Ante todo, recordad que son compañeros, no mujeres. Son camaradas, no chicas. No quiero faltas de respeto para con ninguna de ellas.

-Entonces, ¿qué tal si te pones los pantalones? – se rió uno de sus hombres. El muchacho puso cara de no entender, pero todos empezaron a reírse, y él bajó la vista. Tenía puesta la gorra, la camiseta y la guerrera, pero de cintura para abajo estaba desnudo por completo. Todos se reían de él, y las chicas reclutas se reían más que sus hombres, en tonos agudos, como gallinitas, señalándole y haciendo gestos con los dedos sobre su pequeño tamaño. Y Ella se reía también. Ella se reía más que nadie.

Pegó un brinco sobre la cama, y miró el reloj. Daniel “Dan” Stillson, capitán de infantería de las Fuerzas Armadas del Imperio estaba sudado en la cama y con una molesta sensación en el estómago. De nuevo la maldita pesadilla. ¿No eran suficientes catorce años? ¿Tenía que seguir atormentándole ese recuerdo durante toda su vida…? De mala gana se volvió de lado y se cubrió la cabeza con el almohadón, intentando conciliar el sueño nuevamente.


-Bien cerradas… ¡las escafandras bien cerradas! – Repetía el sargento Higgings a los reclutas que montaban escafandras. El sol brillaba con fuerza, era un cálido día de principios de otoño, las hojas estaban plateadas y doradas y lo último que apetecía a una treintena de jovenzuelos era levantarse a las cinco de la mañana (hora de la Luna de Amante) y hacer cross por el bosque y estúpidos ejercicios de entrenamiento militar, que todos ellos consideraban absolutamente inútiles. – Recordad que en ambientes sin atmósfera respirable, la escafandra es vuestra vida. Tenéis que quererla como a vuestra madre, porque os está protegiendo vuestra miserable vida. Rieger, si lo que digo no le interesa, a lo mejor prefiere hacer cincuenta flexiones, ¡venga!

El citado muchacho salió de las filas de mala gana y se tiró al suelo junto al sargento a hacer las flexiones, y muy pronto le siguieron dos de sus compañeros por hacer la bromita de que “con una chica debajo, seguro que las hacía con más entusiasmo” y partirse de la risa. El sargento Higgings empezaba a estar hasta las narices de ese grupito de graciosos. Habían llegado hacía menos de una semana a la base militar Fuerte Bush III de la Luna de Amante, lindando con Lilium-Arcadia,  y no había forma de meterlos en vereda. Antaño, esa base militar había entrenado tropas de élite, desde la niñez hasta la madurez. Actualmente, hacía más de diez años que no había ningún conflicto bélico, nada más allá de algún pequeño enfrentamiento con rebeldes o traficantes de jump; desde entonces, la base había empezado a decaer y ahora era más un instituto militar para jóvenes desobedientes cuyos padres se sentían incapaces de encarrilar decentemente que otra cosa. Los jóvenes no tenían ninguna gana de ser soldados, pero era una buena forma para sus padres de enseñarles disciplina y una carrera… aquéllos que llamaban corriendo a mamá para que los sacase de allí, se ponían a estudiar como locos en cuando volvían a casa. Los adultos que se alistaban solían hacerlo buscando una salida fácil, dado que en tiempo de paz, el ejército era un buen lugar para estar, aprender una carrera u oficio y asegurarse el pan durante el resto de tu vida. Es cierto que en caso de necesidad, Fuerte Bush III sería un lugar de donde sacar tropas base… “pero más nos vale a todos, que no haya ninguna guerra”, pensó Higgings.

-¡Sargento Higgings! – una voz dominante y casi despreciativa le sacó de sus pensamientos. Higgings se enorgullecía de ser una persona fría y poco dada a la violencia… por eso había que tomárselo en serio cuando decía que al dueño de esa voz sería capaz de sacarle las tripas. El capitán Dan Stillson estaba frente a él. Saludó marcialmente y el capitán devolvió el saludo, con su media sonrisa de superioridad en su cara redonda, desde sus casi dos metros de altura. - ¿Parece que los nuevos reclutas le causan algún problema, sargento?

Higgings sabía qué quería decir Stillson. Llevaba dos años machacándole con el retiro, y es cierto que el sargento era ya maduro, pero todavía plenamente capaz, lo único que sucedía es que Stillson pretendía quitarle de en medio porque él era el único que aún conocía su secreto. Esa pequeña debilidad que podía ponerle en ridículo y que sólo conocía él a estas alturas, por eso siempre andaba metiéndole pullas. Pero estaba a la recíproca.

-Gracias, capitán, pero no, soy yo quien les causa problemas a ellos. ¿Problemas de visión, tal vez, señor; debería… usar sus binoculares?

El temblor de los músculos faciales de Stillson y la vacilación de su sonrisita fueron el premio para Higgings, había dado en el blanco una vez más.

-Bueno, me alegro que sea así. – el capitán se rehízo y recobró su expresión de cínica superioridad. – Pero no olvide hacérmelo saber si llegase a precisar ayuda con ellos, a fin de cuentas, no hemos venido aquí para pasarlo bien, sino para aprender duramente, y todos entendemos que le pesen sus quinquenios de leal servicio.

Higgings apretó los puños. “Te crees el dueño y señor de todo esto, ¿verdad que sí, espárrago? Pero si estuviera aquí Bonnetti… entonces, no gallearías tanto. Entonces, no abrirías tu estúpida bocaza más que para gemir y pedir piedad como una niña”. Los dos oficiales parecieron mirarse retadoramente bajo sus falsas sonrisas, hasta que el asistente de Stillson llegó casi corriendo con una tarjeta digital en la mano.

-Señor. Un oficial de rango superior pregunta por usted, señor. – Stillson tomó el pequeño bolígrafo y lo orientó hacia su mano, donde se proyectó el holograma  y pudo leer el nombre “Teniente Coronel Slade. Fuerzas Armadas; tácticas especiales”.

-¿Slade? No lo conozco… dile que vaya a mi despacho, yo iré enseguida. – el joven intentó objetar algo, pero una voz a su espalda puso la piel de gallina en todo el cuerpo del capitán.

-No. No creo que vaya a ir ahora hasta su despacho… Capitán. – Pudo ser el modo de silabear el cargo, como si lo despreciara abiertamente. O el modo de arrastrar las palabras en toda la frase, empapadas de una seguridad que casi rayaba en la petulancia. O el tono de voz, claramente impregnado de superioridad… pero fuese lo que fuese, Stillson quiso encoger los hombros, cubrirse la cabeza y jurar que él no había sido, que ella mentía, que dijese lo que dijese, mentía… A pura fuerza de voluntad logró contenerse y darse la vuelta para mirar, lleno de incredulidad, a los ojos de quien le hablaba.

“Dios bendito, estás igual” pensó, pero su cerebro, torpemente, le decía que no era cierto. No estaba igual-igual. Ahora tenía el cabello algo más largo, un uniforme de falda corta con unos galones que antes no estaban ahí, una vara de mando entre sus manos coronada por una negra piedra lunar de Lilium-Arcadia, que denotaba uno de los rangos más altos… Unos pechos y unas curvas que hacían una tarea titánica el mirarla a los ojos, pero lo consiguió. “Slade… antes, tu nombre no era ese….”

-¿Bonnetti? – se le escapó. Y en un tono un poco más agudo de lo que hubiera querido. La teniente coronel Slade sonrió sin humor.

-Puede llamarme Coronel Slade, Capitán. – otra vez ese modo tan peculiar de decir su cargo, como si pretendiera decirle “¿sólo has sido capaz de llegar hasta capitán, montón de hormonas pretenciosas?”.

La mujer le dirigía una mirada expectativa y finalmente carraspeó. Stillson pareció despertar y se cuadró, haciendo el saludo marcial. Ella pareció darse por satisfecha y se lo devolvió. Si el Capitán no se hubiera quedado tan helado al tener ese choque de bruces contra el pasado, habría sido consciente de las risitas y comentarios mal disimulados de los jóvenes reclutas. Pero la Coronel sí que los notó. – Capitán, he venido para supervisar el entrenamiento de los nuevos reclutas.

-¿Supervisar?

-¿Acaso no oye bien? – la pregunta, dicha con cierto veneno, provocó nuevas risitas. A nadie le era especialmente simpático un chalao loco por la más férrea disciplina antigua como el Capitán Stillson, las oportunidades para verle doblegarse ante un superior habían sido inexistentes hasta la fecha… no era cuestión de desaprovecharlas.

-Perfectamente, señora, pero….

-“Señor” – corrigió ella. – Llámeme “señor”, no “señora”. Durante las horas de servicio, un soldado no tiene sexo. – la frasecita hizo que a más de un recluta se le escapase una pedorreta de risa – Y vosotros, corréis el peligro de perderlo para siempre si volvéis a faltar al respeto a un superior con vuestras risitas idiotas. Vais a dar veinticinco vueltas al campo de entrenamiento… a aquél que se le ocurra rezongar, dará treinta. Y el último en terminarlas, se quedará sin comida. – dijo sin alterarse lo más mínimo. Los chicos no sabían ni a dónde mirar, todos pensando “¿habla en serio? No… no puede ser, estará de coña…”. La Coronel sostenía las miradas con perfecto aplomo, dándose golpecitos en una mano con su vara de mando. De pronto la vara se movió, como un rayo, nadie vio más que un relámpago negro y uno de los jóvenes que saltaba, agarrándose el muslo, donde había recibido el varazo que le escocía como un demonio. – Corre. Corred todos, o puedo enfadarme. – Ya no fue preciso repetirlo, ¡estaba claro que hablaba en serio! Todos los chicos echaron a correr alrededor del campo como si les hubieran dado cuerda, a ninguno se le ocurrió protestar y todos intentaban llevar buen ritmo, nadie quería quedarse el último y no tener derecho a comer.

-Soy consciente, Sargento Higgings, que me he inmiscuido en su labor, pero alguien tiene que enseñar a estos chicos disciplina, y creo que precisan mano dura. En cuanto a usted, Capitán – dijo mirándole con una sonrisa peligrosa – Sé que hasta ahora ha dirigido Fuerte Bush III como su feudo particular. Eso, se ha terminado. El Alto Mando está harto de recibir informes pésimos de éste lugar y de que solamente le den largas con las nuevas promociones. Hace tres años que ésta institución tiene las notas más bajas de todo el sector Acuario y que no sale ningún ingeniero de sus promociones, ni prácticamente ningún cargo digno de mención. Ahora, Capitán, va a tener que rendirme cuentas a mí personalmente. Y yo, le pasaré los informes al Alto Mando. Y el Alto Mando puede disgustarse seriamente si yo mando un informe negativo acerca de sus métodos. – Stillson intentó explicarse, objetar algo, pero la Coronel le cortó, hablando con una severidad que le hacía apretar su vara entre las manos – No intente disculparse, Capitán. Por de pronto, va a ser usted quien se encargue de esa nueva promoción de reclutas, y más le vale sacar todo lo que tengan de provecho, y si no lo tienen, que lo críen, porque su fracaso lo pagará usted. Vamos a revisar concienzudamente sus métodos y los informes de todos los alumnos de las promociones en vigor actualmente. Dentro de media hora le quiero en mi despacho con todos los archivos. - Pareció a punto de marcharse, pero en el último momento se volvió y tocó la visera de Stillson con la piedra lunar de su vara de mando. – Oh, y otra cosa, cuando hable conmigo… ¡quítese la gorra!

Un movimiento seco de la vara y la gorra de Stillson voló por los aires. De haber sucedido eso sólo dos minutos antes, los jóvenes reclutas habrían reído, pero ahora ya no se atrevían, y esperaron a ver marchar a  la Coronel antes de atreverse a sonreír sólo por un lado de la cara.

Cabalgando entre la rabia y la indignación, Stillson se agachó a recoger su gorra verde oscura y se quedó casi clavado en el suelo al ver las firmes y torneadas, incluso algo gorditas piernas de su superior, darse la vuelta y alejarse de él con paso decidido y marcial, destilando orgullo… él ya las había visto caminar así. “Esto no es justo”. Se dijo.

-Vaya… mujer, ¿eh, Capitán? – susurró su asistente y Stillson se puso en pie como un resorte y le voló la gorra de una certera colleja.

-¡¿No podías haberme dicho que se trataba de la hija del capitán Bonnetti?! – susurró.

-¡Lo siento, señor, ella me ordenó expresamente que no lo hiciera, señor! – Stillson resopló y echó a andar a su despacho para recoger los informes que ella le había pedido. Más le valía que estuviera todo en orden perfecto, no faltaría más que ella descubriera el mínimo error administrativo para completarle el día… A su espalda, apenas molestándose en disimular, el sargento Higgings  se reía maliciosamente.

Había sido un día casi como el de hoy. Un precioso día de principios de Primavera, casi igual al Otoño en clima, aunque no en colores. Stillson no quería recordarlo en realidad. Sólo quería ocuparse de ordenar pulcramente los bolígrafos digitales que contenían los informes pedidos y llevárselos en una carpeta impecable… pero su cerebro no cesaba de enviarle imágenes de aquél mes… aquél maravilloso, terrible, mágico y aterrador mes de su vida, cuando la vio por primera vez. Era “el mes de la diversidad”, o cómo los directores de las academias militares masculina y femenina habían decidido llevar a cabo un experimento para ver si era factible hacer residencias mixtas. El entonces joven Dan Stillson, de apenas diecinueve años, mucho se temía que lo menos que se podía producir entre treinta jóvenes más o menos de su edad que vivían en una disciplina férrea y llevaban entre uno y tres años sin oler una chica más que en las burdas holografías eróticas que pasaban de contrabando, podía ser  una explosión atómica. Por ese motivo estuvo él mismo dándoles la charla durante varios días antes de que llegasen: “quienes vienen a vernos, no son chicas, son compañeros de armas, y deben ser tratados como tales. No quiero ver ninguna burrada por parte de nadie. Si una sola de ellas me pasa una queja de mis hombres, el culpable o culpables serán arrestados y reportados ante el mando superior”.

Stillson no era el cabo de su promoción, el cabo era uno de los alumnos de los cursos superiores que comandaba su propio grupo, muy reducido, y el de Stillson… pero él era cabo “de facto”, digamos. Sin el título oficial, había sido elegido tácitamente por todos los compañeros. Es cierto que era un chalao por la disciplina, mandón, insensible, reaccionario… pero  a pesar de todo, leal y buen compañero… y buen objetivo para bromas. Querido prácticamente por todos, salvo por Milar. Aniano Milar le sacaba casi un año, y parecía pensar que el puesto de “cabo de facto” le pertenecía a él por ser el mayor, y no a Stillson por méritos y calificaciones, y siempre estaba buscando el medio de jorobarle, pero no por simpatía como el resto de compañeros, sino por verdadero interés en destruirle, pero esa era otra historia.

Cuando finalmente llegaron las chicas, Dan se había propuesto dar ejemplo tratándolas como trataría a cualquier otro chico compañero de formación militar. Y llegó el colectivo antigravedad que las traía, blanco y silencioso, frenó, abrió las puertas, y la primera en bajar, fue Ella. Llevaba el pelo en la línea de la mandíbula, fino  y brillante. Caoba, casi violeta, pero lleno de reflejos rojizos. Enormes ojos verdes. Iba vestida con un uniforme femenino, la falda le llegaba a las rodillas, y dibujaba formas que Dan no había visto jamás. Su cuerpo le pareció sinuoso como el de una anguila, una serpiente. La joven con la insignia de cabo le miró a los ojos y le sonrió. Sólo a él. No miró a nadie más, sólo a él. Y Dan sintió que las rodillas le temblaban como si fueran de mantequilla. Y cuando la joven se acercó para darle la mano a modo de saludo, Dan Stillson, el que había dado la brasa a sus hombres durante días y semanas, el que se había jurado tratarlas como a cualquier compañero y no hacer distinciones… se encontró tomando la mano de la joven Cabo, llevándola a sus labios y besándola caballerosamente sin dejar de mirarla a los ojos.

-Bienvenidas a Fuerte Bush III. – Dijo. La joven sonrió más abiertamente y a su espalda, una treintena de chicas se rieron tapándose la boca, mirándolo todo con muchísimo interés.

-¿Dan Stillson, verdad? – dijo ella, obviando el detalle de que el recluta no le soltaba la mano. Stillson estuvo a punto de preguntar cómo lo sabía, pero ella continuó – Mi padre me ha hablado mucho de ti. Por cierto, mi nombre es Bonnetti. Isabella Bonnetti, Cabo Bonnetti, al mando de éste pelotón.

“Ya la he pifiado” Se dijo Stillson, y tenía razón. Antonio Bonnetti era su capitán, un hombre tremendamente severo y estricto, cuya única debilidad era su hija pequeña, aquélla a la que él acababa de besar la mano. Sin querer parecer gallina, se la soltó lentamente intentando conservar la sonrisa y le propuso enseñarle las instalaciones… Isabella le miró con simpatía no exenta de cierta picardía. Aquélla tarde, el capitán Bonnetti le hizo hacer ochenta flexiones y le comunicó, no con mucha diplomacia, que si se le ocurría tomarse demasiadas confianzas con su hija, podría abandonar la carrera militar para dedicarse a la musical. Como castrato.

-Buenos días, señor, traigo los informes, ¿quiere verlos? – de vuelta al presente, el Capitán llamó a la puerta abierta del despacho de la Coronel con los informes que ella deseaba.

-¿Se los habría pedido si yo no quisiera verlos? Quítese la gorra. – Stillson obedeció y la Coronel empezó a revisarlos. Mientras la joven examinaba los programas de entrenamiento y estudio y las últimas calificaciones conseguidas por los reclutas, el Capitán permanecía en posición de firmes, con la gorra en la mano, mirando al vacío y perdido en lo que de ella recordaba. Vergonzoso, terriblemente vergonzoso… ¡pero qué tentador!

Al día siguiente de la llegada, habían ido de marcha, treinta quilómetros al trote. A la cabeza del pelotón iba él con la Cabo Bonnetti. Recordó que él había gritado a sus reclutas su frase de arenga, “¡vamos, vagos, no estamos aquí para pasarlo bien, sino para aprender duramente!”, pero a ella le había propuesto que, si lo deseaban, podían hacer alguna parada… o ni siquiera era necesario terminar los treinta quilómetros, si se quedaban en veinticinco, no pasaba nada. “Haremos una parada para recoger tus pulmones del suelo, Stillson”, había contestado ella con una sonrisa. Era más resistente que alguno de sus hombres, y casi tanto como él mismo. Y Dan no recordaba cómo, pero habían empezado a hablar… y al principio, había sido sólo una especie de “simpatía de cargo”. Los dos se ocupaban de un pelotón de adolescentes traviesos, y sabían por lo que pasaba el otro… pero paulatinamente, se habían empezado a caer bien. Realmente bien, recordó, porque a la hora del almuerzo se habían sentado juntos, a la vista de todos, pero el Capitán Bonnetti no puso ninguna pega después, así que algo debía haberle dicho ella.

Los días fueron transcurriendo entre bromas y risas. Los chicos del pelotón de Stillson habían hecho un concurso: el que lograse besar a una de las chicas visitantes, ganaba, y Dan se lo prohibió taxativamente… pero eso no fue lo peor. Recordaba aquélla noche como si hubiese sido hace media hora. Dan salía todas las noches a correr otro par de quilómetros antes de acostarse. Al ser el responsable del pelotón, tenía un barracón para él solo y podía acostarse más tarde que los demás. Mientras paseaba, vio a tres de sus compañeros tumbados en el suelo, en lo alto de la colina, riéndose nerviosamente. Aquélla risa, no era la de nadie honesto, y se acercó sigilosamente por detrás.

-Joder, qué buenas están… ¡tío, quién fuera esponja!

-Venga, menos comentarios y pásalo, venga, venga…

-¡¿Se puede saber qué hacéis aquí?! – gritó Dan y los tres chicos pegaron un salto en el aire y ocultaron algo. - ¿Qué has escondido, Milar? Dámelo. – Aniano Milar vaciló y negó con la cabeza, pero Stillson sonrió peligrosamente extendiendo la mano, y el joven se derrotó y lo entregó. Era una especie de tubito negro retráctil con cristales al inicio y al final. Dan nunca había visto nada igual, aunque se parecía un poco a… - Milar… ¿qué es esto?

-Es un…. – a Milar le daba cien patadas verse vencido por Dan, y no se molestaba en disimular, pero confesó. Ya tendría la revancha - Antiguamente, se usaba para mirar lo que estaba lejos, en lugar de las lentes binoculares de los cascos y escafandras… se llama catalejo.

Stillson no necesitó preguntar más. Ya sabía qué habían estado haciendo y les abroncó. No os dará vergüenza, andar espiando a unos compañeros que son nuestros invitados, qué falta de respeto, qué forma de denigrarlos, se empieza por esto y se acaba por una violación…. Los tres chicos fueron arrestados a limpiar retretes con cepillos de dientes durante toda la noche, y eso no les eximía del entrenamiento del día siguiente. Pero Stillson cometió un error, un error imperdonable. Quedarse con el catalejo confiscado.

Había sido casual, un puro accidente, nada más, no fue premeditado… pero a la noche siguiente, después de la cena, se le ocurrió examinar con más atención el curioso aparatito. La verdad es que estaba muy bien hecho, aunque no era muy grande. Preguntó por él a su terminal Multivac y éste le mostró fotos de catalejos auténticos, que le resultaron mucho más familiares que el que tenía entre manos, el de Milar parecía más bien un juguete. Plenamente funcional, sí, pero de juguete. Probó a mirar con él al exterior, por la ventana de su cuarto, y sonrió. Lilium-Arcadia, el planeta cercano que se veía como una enorme pelota azul, rosa y violeta en el cielo nocturno, parecía a punto de chocar contra él al mirarlo por el catalejo, no se podía ver entero por su tamaño, y se distinguían las nubes vaporosas de la atmósfera mecerse suavemente sobre él. La segunda luna de Lilium, Amiga, que se veía pequeñita y lejana como una cereza, tenía ahora el tamaño de una manzana… era muy divertido, y bajó el catalejo para mirar las cosas de su entorno. Todo estaba desierto, pero en el barracón de los chicos, pudo ver que sus hombres todavía no se habían acostado, sino que escribían en un holograma que proyectaban en la pared… había una lista de nombres de todos y de algunas de las chicas, descritas como “posibles”. ¡¿Pero es que no aprendían?! Iba a tener que castigarlos con rigor. El catalejo estaba revelándose como algo muy útil,  hasta que giró la cabeza y accidentalmente apuntó al barracón de Isabella, situado en la vertical del suyo propio.

Casi partió el catalejo en dos del respingo que dio. Isabella se estaba duchando. Al igual que él mismo, disponía de un barracón para ella sola, con ducha privada, y podía usarla a la hora que le diese la gana. Acababa de quitarse un corto albornoz, que le llegaba como por las rodillas, y estaba por completo desnuda para él mientras probaba la temperatura del agua. Pudo ver cómo indicaba en el panel la temperatura e intensidad que deseaba para el agua, y se metía después en el cubículo de la ducha, que, por estar rodeado de material repelente al agua igual que las duchas de gimnasios y piscinas, y ser además para ella sola, carecía por completo de pantalla, cortinas… o cualquier elemento que estorbase la visión de Dan.

El agua resbaló por su cuerpo mientras ella sonreía y cerraba los ojos bajo la pera de la ducha. El corto cabello se puso mucho más brillante y sus pechos parecieron elevarse, con los pezones erectos y puntiagudos… Dan nunca había visto nada igual, jamás había visto unos pechos “de verdad”, sólo había visto fugazmente algunas modelos, y desde luego, no eran ni la mitad de guapas que ella… El feroz deseo tiró de su hombría casi violentamente, y más aún cuando ella pasó a enjabonarse y se cubrió de espuma blanca los pechos, acariciándolos con la esponja en larguísimos círculos, una y otra vez… Cuando quiso darse cuenta, el joven recluta tenía el pijama empapado, pero seguía erecto y ansioso, y aunque sabía que la masturbación desgastaba de forma inútil y deterioraba la forma física, sus ganas gritaban con locura, el cosquilleo era superior a toda su fuerza de voluntad, y sosteniendo el catalejo con la mano izquierda, la derecha se perdió en sus pantalones pringosos y húmedos y apenas se acarició, un gemido se le escapó de los labios mientras un placer dulcísimo y desconocido le invadía de pies a cabeza y le hacía sentir que se moría… ¡pero qué muerte tan maravillosa!

-Capitán… - la voz de la Coronel le devolvió al presente – hace catorce años, no le abrí la cabeza con el cepillo de la ducha porque supo usted darme pena. Pero ahora, sé que hubiera hecho un gran servicio a lo que queda de humanidad de haber seguido mi impulso. No colme mi paciencia. Deje de pensar lo que está pensando, o lo menos que puede sufrir, es un arresto y degradación de su cargo por desacato.

-¿Señor…? – El Capitán apenas la miró con estupor a los ojos durante un segundo, luego miró de nuevo al vacío. Slade se le acercó lentamente, con su bastón en las manos. La brillante piedra negra que lucía en el extremo tenía un suave corazón rosado que serpenteaba en su interior, y la Coronel se la puso casi bajo la nariz.

-Conozco ese brillo en sus ojos. Lo he visto muchas veces en hombres mucho mejores que usted, y siempre me ha dado el mismo asco. – “Falsa” pensó Stillson sin poder contenerse “Antes, bien que te gustaba…” – Deje de mirarme como algo que le gustaría disfrutar, y empiece a mostrarme respeto, si no quiere que sea yo quien se lo enseñe. Ya no necesito recurrir a mi padre para que se haga justicia, puedo hacérmela yo misma, me he ganado mi derecho a ello. Y me ha costado más esfuerzo que a usted el hacerse con Fuerte Bush III… yo he tenido que demostrar mi valía a cada paso, y que no estaba allí donde estuviera por ser hija de mi padre, sino por méritos propios. Ahora ya nadie se atreve a ponerlo en duda. Y si usted, insignificante, despreciable capitán de tercera, se atreve a hacerlo, lo lamentará.

-Señor, nunca he puesto en duda sus méritos, señor. – Stillson titubeó ligeramente y finalmente miró a los ojos a su superior. - ¿Puedo hablar sinceramente, señor? -  La Coronel permaneció pensativa un momento, y finalmente retiró su bastón de la nariz del Capitán y asintió. – Me he permitido seguir, muy brevemente y sólo a través de noticias, su carrera, señor. Me sorprende que un oficial de tanta importancia y tan alto rango como el suyo sea enviado a un lugar tan humilde como es actualmente Fuerte Bush III, pero debo decir que me enorgullece que haya sido usted destinada aquí para supervisarnos, y que haré todo cuanto esté en mi mano para que quede satisfecha.

Stillson había omitido que en realidad, durante muchos años intentó hacer averiguaciones de su paradero, escribirla o comunicarse con ella, pero todos sus esfuerzos habían caído en saco roto, ella jamás había contestado. Y ahora entendía que, llamándose Slade y no Bonnetti quién sabía desde hacía cuánto tiempo, muchas de sus comunicaciones jamás le habrían llegado.

-Qué bien le sale la hipocresía, capitán. – La voz de la Coronel estaba cargada de un desprecio resabiado, como si ella esperase que él dijera exactamente aquello. Stillson no acababa de entender a qué tanto rencor… desde luego que las cosas no habían acabado bien después de todo, pero lo cierto, es que, catorce años después, ésas eran las horas en las que él seguía sin entender porqué aquélla mañana de despedida ella obró como lo hizo…. Después de lo que había pasado la noche anterior.

Durante la estancia de las chicas, el mes se hizo cortísimo. Los días parecían durar la mitad, los entrenamientos eran mucho más divertidos, las clases más amenas… es cierto que él no toleraba que nadie se distrajera y amonestaba severamente a aquéllos que hacían insinuaciones sobre él y Bonnetti, pero aún así, todo era mucho más divertido con ellas allí, sobre todo con Ella. Siempre se llamaban por el apellido, y ella siempre parecía ansiosa de competir con él en todo y ganar. Cuando no lo conseguía, se enfadaba consigo misma y se ponía a entrenar como una posesa; cuando se enteró que Stillson corría todas las tardes un par de quilómetros él solo, ella se le unió a correr con él y se empeñó en correr el doble de distancia; cuando vio que era capaz de hacer doscientas flexiones seguidas, ella hizo doscientas diez; en las clases teóricas acabaron empatados, levantando las manos a la vez, porque los dos estudiaban las lecciones con antelación, y así con todo. Dan se dio cuenta que la joven Cabo tenía en realidad, miedo. Miedo de que alguien pudiese pensar que su puesto, lo debía a la influencia de su padre, que en realidad no ejercía ninguna sobre los pelotones femeninos, en lugar de a su valía, y por eso se esforzaba el triple que los demás e intentaba siempre ganar a todo aquél que pareciese más fuerte que ella. El que alguien pudiese pensar que era beneficiaria de un favoritismo, la horrorizaba. Siempre parecía a la defensiva, dispuesta a enzarzarse con cualquiera que pudiese dudar de sus dotes. No es de extrañar que le costase tanto tomar confianza con nadie.

Dan había hablado con ella muchas veces, pero siempre tenía la impresión de hablar con la Cabo Bonnetti, nunca con Bonnetti a secas, ni menos aún con Isabella. Sólo algunas tardes, después de correr juntos, cuando ella estaba agotada después de todo el día, a punto de ir a ducharse y dormir, Bonnetti parecía más cercana. Entonces sonreía y lo hacía con sinceridad, y parecía realmente una chica, y no un soldado. Entonces era Dan el que tenía miedo, porque aunque deseaba intensamente que llegasen esos momentos, tenía la impresión de que estaba faltando a su propia palabra, y no podía mirarla como a un compañero ya. Con frecuencia regresaban caminando hasta sus barracones, y Dan solía acompañarla hasta cerca del suyo. Nunca hasta la puerta, ella no se lo permitía “podrían pensar mal de nosotros, y nuestro deber es dar ejemplo”, solía decir, y tenía razón. Pero eso no quita que Dan acortaba el paso todo lo que podía para que el momento de marcharse llegase lo más tarde posible. En el paseo, solían hablar de sus cosas. No tanto de estudios o de anécdotas, sino de ellos mismos. Dan admitió que le gustaría dedicarse a entrenar reclutas, y Bonnetti le confesó que deseaba llegar lo más lejos que pudiera, enfrentarse a traficantes de jump, a los rebeldes, entrar en combate si era posible…

Cuando por fin la dejaba, Stillson daba unos pasos para ocultarse tras un árbol, donde ella no pudiese verle, y esperaba hasta que la veía entrar. Era una tontería, él sabía que no podía pasarle nada, pero se sentía más cómodo sabiendo que la dejaba en su barracón. Luego corría al suyo propio y se lanzaba hacia la ventana, con el pequeño catalejo a mano. Siempre llegaba a tiempo, porque ella solía tomarse una fruta o un poco de té frío antes de ducharse. Una parte de él le decía que aquello no estaba bien, que Bonneti era un soldado, no una chica, que era una falta de respeto tremenda y ella se sentiría avergonzada si se llegaba a enterar… pero no podía resistirlo, un par de noches intentó no mirar, pero fue incapaz de conseguirlo. Esas dos noches, la joven estaba aún sin ducharse, con el albornoz flojo sobre los hombros, dándose una sauna, “como si me esperase”, pensó Dan. Bonneti se enjabonaba primero el cabello, después el cuerpo, y lo hacía lentamente, sonriendo. Le gustaba el agua y parecía bailar y contonearse bajo ella. Alguna vez se pellizcó los pezones y sonrió, pero no pasó más allá. Dan intentaba aguantar cuanto podía, pero apenas la miraba desnuda, las ganas de tocarse eran irreprimibles, y tan pronto empezaba a acariciarse el miembro, las ganas de terminar le tiraban de la mano para que acelerase sin piedad. Con frecuencia, no bastaba con un solo desahogo, y se sorprendió a sí mismo susurrando cosas como “más, date más jabón… sube la pierna, eso es, súbela, quiero verlo… oh, sí, enséñamelo… mmmh, ábrelo, así, así, que quede bien limpio…” mientras la miraba.

Así fue pasando el mes, hasta la última noche. Todavía no recordaba cómo, pero empezaron a hablar de lo bien que lo habían pasado y del comportamiento de sus respectivos pelotones, que, a pesar de todo, no había sido malo, había habido alguna que otra travesura, pero nada realmente grave. Caminaban ya de regreso a los barracones, y pasaron por el campo de obstáculos, y Bonnetti, de un salto, se subió al columpio. Se trataba de un obstáculo balancín, una gran cesta neumática sobre la que había que saltar sin moverla, o de la que había que lanzarse en pleno balanceo y caer de pie, pero que en períodos de descanso entre ejercicio y ejercicio, los reclutas se rifaban porque era ideal para tumbarse y mecerse un rato. Se sentó en la cesta y se impulsó con las piernas, y Dan saltó a su vez dentro del columpio. No sabía exactamente por qué, pero de pronto se sentía muy nervioso, le temblaban las manos y no podía dejar de sonreír.

-Stillson… quiero que sepas que lo he… lo hemos pasado todas muy bien aquí, en Fuerte Bush III. Habéis sido unos compañeros ejemplares, tus hombres están muy bien instruidos, no tengo queja de ninguno de ellos, aunque reconozco que mis chicas han sido algo revoltosas.

-¿Revoltosas? ¡Qué va! Si te soy sincero, Bonnetti, yo tenía miedo de que alguna intentase provocar a mis hombres, o cosa así, pero han demostrado ser más formales aún que mi pelotón, y eso… te lo deben a ti. – Claro está, Bonnetti no tenía idea de la famosa apuesta que habían hecho sus chicos, y que Dan había tenido que correr tras ellos casi todo el día e imponer arrestos y castigos a diestro y siniestro para evitar que ninguna chica fuese besada por algo como una apuesta.

-¿Formales ellas? – se rió la joven – Cómo se nota que no las conoces. ¿Sabes que… quieres creer que hicieron una apuesta entre ellas, a ver quién lograba besarse con al menos quince chicos de tu pelotón?

-¡¿QUINCE?! – se maravilló Dan.

-Como lo oyes. No te imaginas lo que me indigné cuando me enteré, y cómo he tenido que correr tras ellas e imponer castigos. No sé cómo pueden tomarse algo como eso de una forma tan frívola, pueden hacer daño a una persona… - Pero Dan apenas la oía. ¡Quince! Y él persiguiendo a sus hombres por querer conseguir uno solo, y resulta que ellas ponían un mínimo de quince, todos con chicos distintos. - ¿no te parece que eso está mal?

-Sí, tienes razón. – logró volver Stillson – Yo no creo que un beso se deba dar por una apuesta… sino por cariño, porque te guste una persona.

-Es lo mismo que pienso yo. – Bonnetti había hablado bajando un poco la voz y a Dan le pareció que se había acercado un poco más a él, y eso que estaban sentados el uno junto al otro. Le miraba la boca y los ojos alternativamente – Si besas a una persona, no debería ser por vicio, sino porque realmente los dos lo deseen… porque congenien…

-Porque se gusten…

-Porque es la última oportunidad antes de partir mañana…

-Porque ahora nadie nos ve…

-Porque mi padre no va a enterarse…

“Porque voy a morirme si no lo hago”, pensó torpemente Dan por último antes de ponerle la mano en el hombro y notar que ella le tocaba la mejilla para atraerlo hacia sí. Cuando su boca se juntó con la de Isabella, le pareció que la realidad se balanceaba, pero no por estar sentado en el columpio. Cuando quiso darse cuenta, los dos estaban tumbados en la cesta, mirándose entre sorprendidos y sonrientes. Dan quiso decir algo, pero Isabella sonrió y le devolvió el beso, abrazándole por el cuello y haciendo algo asombroso: le acarició los labios con la lengua.

Dan tembló de pies a cabeza, ¿qué le estaba haciendo? Él no sabía besar, no había visto besos más que en películas, y los besos con lengua eran una especie de leyenda urbana, como se consideraban inmorales, no solían aparecer en películas salvo que estas fuesen abiertamente eróticas, o en manuales de satisfacción sexual, a los que él, desde luego, no había tenido nunca acceso. Hoy, recordando aquél beso, sabía que Isabella tenía tan poca experiencia como él, pero en aquél momento, le pareció  la perversión más excitante del mundo. La suave y cálida lengua de Bonnetti le hizo cosquillas en los labios, los acarició y apretó dulcemente entre ellos, pidiendo paso, y la boca de Dan se lo concedió. Notó aquél apéndice travieso introducirse en su boca lentamente, saboreando cada milímetro de terreno, haciendo pequeños círculos, acariciando sus labios, perfilando sus dientes, buscando a su compañera… cuando sus lenguas se tocaron por fin, a Dan se le escapó un gemido sin poder contenerse y apretó a Isabella contra él, bajando por su espalda con el mayor disimulo que podía, que no era mucho.

Isabella murmuró un lánguido “oh, Dios mío…”, como si estuviera a punto de desmayarse, y acariciando el brazo de Dan, intentó retenerle la mano para que no la bajase hasta sus nalgas, pero luego pareció pensárselo mejor y no sólo le dejó continuar, sino que le devolvió la cortesía, apretando el trasero de Dan con las manos, torpe, pero apasionadamente. Stillson tuvo que soltarle la boca para tomar aire, la excitación le ahogaba y tenía un ariete desbocado pegado al estómago, contra el cual, lo supiera o no, Isabella no dejaba de frotarse, dándole un calor maravilloso y unas ganas tremendas de pasar al segundo acto… Pero cuando Dan intentó franquear la barrera del pantalón, metiendo su mano en la cinturilla del mismo, Isabella le frenó sin dudarlo, agarrándole la muñeca con fuerza. Dan temió que ella se hubiese enfadado, pero le concedió un premio de consolación, llevándole la mano a sus pechos.

Stillson pensó que después de aquello, ya podía morir feliz, ¡qué blanditos eran! Tan acogedores y cálidos, aún bajo la tela de la camiseta y la guerrera abierta, su tacto era poco menos que mágico. Hubiera dado media vida por poder verlos, como los miraba todas las noches cuando ella se duchaba, meter su cara entre ellos y lamerlos, apresar entre sus labios los pezones rosados y dar tironcitos de ellos. Pero de nuevo no le permitió pasar la frontera de la ropa, simplemente se bajó el sostén usando la mano de Dan y le permitió tocarlos con la camiseta de por medio. No era lo que más deseaba, pero era suficiente. Pudo notar cómo el travieso pezón se ponía erecto bajo la tela casi al instante, y lo pellizcó entre sus dedos, haciendo gemir a Isabella. “Le gusta…” pensó con torpeza, pasando a acariciarlo con la mano entera, y todo ello mientras sus lenguas se acariciaban sin descanso, explorando la boca del otro, produciendo un intenso y agradabilísimo mariposeo en el estómago a cada roce. A Dan le parecía que el miembro le iba a estallar de un momento a otro, pero a pesar del cúmulo de sensaciones que le maravillaban, logró contenerse. No quería que ella le viese con los pantalones mojados.

Era difícil saber cuánto tiempo permanecieron así, pero ya estaban las luces encendidas cuando al fin recobraron la cordura. Era necesario volver a los barracones antes que algún superior pudiera pescarlos, y emprendieron el camino. Dan la llevaba cogida de la mano, y entre risas apuradas y miradas nerviosas, se besaban cada poco rato, hasta que al fin llegaron al barracón de Isabella, que ese día sí le permitió acompañarla hasta la misma puerta.

-Sabella… sé que es una locura, pero… ¿no querrías dejarme pasar? Puedo irme de tu barracón antes de que amanezca, y si alguien me ve, decir que he salido temprano a hacer ejercicio.

-No, Danny. - sonrió ella, con aspecto de lamentar tener que negarse – En primera, es demasiado peligroso, y en segunda… cuando tengamos nuestra primera vez, no quiero que sea nada con prisas en donde tengas que salir huyendo poco después. Quiero hacerlo cuando tengamos tiempo de sobra para mimarnos. - Dan sabía que ella tenía razón, pero aún así hizo un puchero – Pero a cambio, te dejaré que me mires desde tu barracón mientras pienso en ti en la ducha  con ese bonito catalejo que tienes y con el que no has dejado de espiarme desde hace tres semanas.

Dan se puso colorado como un tomate, ¿cómo sabía ella…? Isabella se rió y poniéndose de puntillas, le besó en la nariz.

-Tienes cinco minutos para llegar a tu barracón. – susurró la joven.

-Al menos tardo siete, y… con “esto”, no puedo correr bien…

-Cuatro minutos, cincuenta segundos.

-¡Hasta luego! – Dan había corrido como si en ello le fuera la vida. Con la lengua fuera y medio ahogado, pero logró llegar antes de tiempo, cogió el catalejo y se colocó frente a la ventana, soltándose el pantalón con la mano libre. Isabella estaba ya con el albornoz puesto y flojo sobre los hombros, mirando hacia el barracón de Dan. Esa noche, no fue él el único en darse placer acariciándose, ella también lo hizo bajo el agua de la ducha, para alegría y desesperación del joven, y más aún cuando vio que ella, en el momento de su placer, inequívocamente, decía su nombre.

“Antes, le gustaba. Le gustaba que la mirase, y le gustaba yo. Le gustaba mucho, ¿qué sucedió luego para que me tomase tanta tirria en menos de doce horas?” Pensaba el Capitán Stillson tumbado ya en su cama. Era un poco tarde, y para el día siguiente tenía que levantarse antes del amanecer para ir de marcha con el pelotón, como bien le había recordado la Coronel. Se había terminado el quedarse sentadito en su despacho y sólo supervisar los entrenamientos, tendría que entrenar a los chicos él personalmente, y eso significaba correr como el primero, pasar todos los entrenamientos y reventarse igual que ellos, y por si fuera poco, con Ella pegada a su nuca mirándole sudar y fiscalizando todo lo que hiciera. Para eso precisamente, había escogido un barracón muy cercano al de Stillson, para vigilar que no se retrasaba ni un minuto, sino que se levantaba antes que sus propios reclutas. Claro que eso de que su barracón estuviera tan cerca, le daba muchas malas ideas…

“No, Dan, no lo hagas”, pensó, pero no podía dejar de sonreír maliciosamente. “Si te pesca, te castra… como mínimo. No seas loco, bastante a malas está contigo ya” pero mientras pensaba, su mano se deslizó al cajón cifrado de su mesilla y pulsó el código numérico que lo abría, y allí, en medio de otros recuerdos, estaba el pequeño catalejo. Sin ni salir de la cama, podía mirar por la ventana, frente a la cual estaba el barracón de la Coronel. “¿Sabes dónde te va a meter ese catalejo como llegue a enterarse de esto? La otra vez nadie sabe cómo se enteró, pero se enteró, ¿quién te dice que no vuelve a averiguarlo?”, pero todas esas razones eran solo palabras vacías, pues su cuerpo no las escuchaba. Stillson se deslizó sobre la cama hasta quedar bien en la cabecera, los brazos apoyados en la almohada doblada y con una sonrisa traviesa, miró por el catalejo. La ventana de la Coronel estaba iluminada, Ella estaba en su cuarto, con una bata abrigada blanca sin atar, bajo la cual se veía el camisón, blanco también, de tirantes. Podía ver sus pezones erectos bajo la tela, y casi enseguida el cuerpo de Stillson reaccionó. No esperaba que fuese a ducharse, parecía más bien a punto de acostarse, pero el hecho de estarla mirando, ya le excitaba.

La Coronel sacó un bolígrafo digital de un cajón, y lo miró con una sonrisa triste. Lo activó y pareció buscar algo en él, mirando la minipantalla del lateral del aparato, y finalmente dio con el archivo que buscaba, y activó el proyector. A Stillson casi se le paró el corazón. Se trataba de una fotoholografía suya, la primera que se hicieron juntos, el mismo día en que llegó el pelotón de chicas; a modo de recuerdo, hicieron fotos de todo el grupo, y ellos dos, por ser los responsables de los pelotones, posaron para una juntos. Los dos vestidos de uniforme, uno junto al otro, tan estirados, tan responsables, tan guapos... él mismo tenía una copia de esa imagen tridimensional, pero hacía años que no la miraba. La Coronel pareció soltar un suspiro interminable mirando al joven Dan de la foto, y después sus manos desaparecieron bajo la línea del escritorio frente al cual estaba sentada, pero las caras de placer que ponía y el movimiento de sus hombros, no dejaban lugar a dudas sobre lo que estaba haciendo.

El propio Stillson, en medio de su confusión, tuvo que ponerse de lado para liberar su erección y empezar a acariciarse, pero no dejaba de preguntarse… “¿Qué nos pasó? Sabella, si te sigo gustando, ¿porqué después me denunciaste? ¿Porqué te enfadaste conmigo y se lo contaste a tu padre…? ¿Qué te hice yo? ¿Qué te hice…?”

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