Señora Clarissa Dalloway

Basado en un pasaje de la bellísima novela de la escritora inglesa, Virginia Woolf, tituladaLa Señora Dalloway. Clarissa Parry le será infiel a su prometido con quien, a la larga, será su esposo Richard Dalloway.

La futura señora Dalloway

La puta que la pario fue lo primero que se me ocurrio decir cuando descubrí a mi prometida siéndome infiel con quien, a la larga, sería su marido. A decir verdad ese detalle, el sorprenderlos en plena sesión sexual sin que ellos me vieran, claro, fue el último que hizo que tomara una desición definitiva en nuestra relación. Hay que reconocer que no era tan idílica ni buena, fue a comienzo del siglo 20, con fuertes influencias victorianas.

Nuestro noviazgo era una constante pelea para luego reconciliarnos y, de ese modo, demostrarnos más cariños y afecto el uno por el otro; cuando esos "efectos" se diluían otra vez buscábamos cualquier excusa para enojarnos y después dejábamos que la reconciliación liberara de toda moral nuestro enamoramiento. Se lo que van a decirme, así no hay pareja que dure. Exacto, y eso nos pasó.

Mi nombre es Peter Walsh, miembro de una familia que en tres generaciones han explotado a las riquezas y los pobladores de India, pueblo que tiene tres debilidades si me permiten: fornicar a diestra y siniestra para hacer hijos, alabar vacas en lugar de comérselas y meterse cada tanto en el Ganges. Así todo tengo buenas relaciones en aquellas tierras, soy muy amigo de un joven abogado llamado Mohandas Karamchand, un idealista, como lo era Clarissa por entonces.

Clarissa Parry era mi prometida, una chica que había sido educada en un hogar donde las reglas eran las buenas costumbres y el recato la razón de ser las familias, donde prevalecía la idea que valoraba lo mundano y especialmente daba mucha importancia al rango, a la sociedad y sus estamentos en toda familia decente y honrada en especial con aquellas que los Parry se rozaban como las aristocráticas Whitbread, Kindersley, Cunningham o los Kinloch Jones. De ahí que lo nuestro no fueran más allá de besos ardientes y algunos que otros, muy secretos, manoseos en la intimidad de la mansion de los Parry, en especial en aquella que la familia tenía en Bourton.

Por supuesto que yo era, por entonces, un joven fogozo que no me consolaba con esas caricias y mutuas masturbaciones. En aquellos días Londres era un lugar que daba grandes márgenes para la doble moral, por lo que yo solía visitar los distintos burdeles para descargar mis necesidades poniendo a salvo las virtudes de las niñas de sociedad. Debo reconocer, que aún hoy tengo un pequeño defectillo de mi parte y es que me gustaba mirar a otras parejas en plena intimidad para poner en marcha la maquinara de mi excitación.

Cierta vez llegó a casa de los Parry la joven Sally Seton, otra idealista que leía muchos libros semanalmente y escribía pésimos poemas, fue así que Clarissa entró en contacto con sujetos despreciables a través de sus páginas, comenzando por ese tal Nietzsche, seguido por Engels, Schopenahuer, Marx y otros tantos hasta sucumbir a los pies de Platón.

Fue entonces que la relación con el padre de Clarissa, Justin Parry, comenzó a requebrajearse dado que me resultaba imposible poner orden en la mente, y sus gustos literarios, de su hija como futuro marido. Una noche, Sally y Clarissa me regalaron, sin que ellas lo supieran, una de mis mayores satisfacciones que pasado más de treinta años no he olvidado. Coincidió que la casa de los Parry era visitada por un amigo en común, Joseph Breitkopf; por invitación de los dueños de casa nos dirígiamos, luego de la cena, al jardín para encender nuestros cigarros y beber el oporto. Clarissa y Sally venían detrás nuestros, nosotros hablábamos de Richard Wagner, en algún momento descubrí que ellas se habían retrasado, entonces me disculpé de mi amigo para volver sobre mis pasos y ver qué sucedía.

Tamaña fue mi sorpresa al verlas a ambas besarse con furiosa pasión, Clarissa exageraba el movimiento de su lengua en la boca de Sally quien le acariciaba la espalda por debajo de la camisola que lucía mi prometida aquella noche. Me oculté entre las grandes cortinas y la columna de la galería, ahí pude ver como Clarissa separa más sus piernas permitiendo que la mano de Sally la acariciaran entre ellas, y lo hacía de un modo que daba la certeza que no era la primera vez que eso ocurría. Clarissa abría su boca sin emitir un sonido, sólo exalaba, mientras acariciaba la nuca de su amiga quien a esa altura no sólo acariciaba las intimidades de mi amada sino también que había desnudado uno de sus pechos a los cuales chupaba con desesperada pasión.

Mi erección ya no podía disimularla, desde mi lugar me aseguré que nadie del jardín viniera a interrumpir tal representación propia de las amantes de Safo. Clarissa levantó sus polleras hasta la cintura, Sally se arrodilló y sin dudarlo ni un segundo le sacó sus calzones que hizo desaparecer bajo un almohadón de los tantos sillones que había por ahí. De inmediato Clarissa se dejó caer sobre uno de los sofás, convidó a su amiga con su secreto separando las piernas, quien, a esa altura ha le había desnudado los dos pechos y acariciaba de manera descarada mientras hundía su cara para chuparle el sexo humedecido de mi prometida.

Cada tanto Sally se quitaba de su boca algún que otro pelo que se le pegaba en la lengua como consecuencia de la chupada de clítoris perdido, a pesar de su erección, en la oscura manta negra de vellos gruesos y ensortijados de Clarissa. Sally manejaba con maestría su lengua, después hizo que los dedos, en "V", de una de su mano se perdieran en las intimidades de quien iba a ser mi futura esposa que no dejaba de retorcerse de placer y goce extremo; fue terrible descubrir que ya no era virgen. Unos ruidos de pasos acercándose me obligaron a alertar a las amantes de Lesbos mediante un carraspeo oportuno, les di dos segundos para que se repusieran y antes que mi ex futuro suegro y nuestro amigo en común llegaran hasta donde yo estaba aparecí antes ambas mujeres quienes, aún no del todo, trataban de arreglar sus ropas; en particular Clarissa que no podía guardar sus senos desnudos.

-¿Contemplando las estrellas? – pregunté, todavía atragantado por el espectáculo que ambas acababan de ofrecerme.

Los tres hombres disimulamos ante los intempestivos movimientos de Clarissa, que dándonos la espalda, acomodaba sus pechos, en tanto Sally nos miraba, con los ojos brillosos y las facciones desencajado de su rostro, aún paladeando el sabor de mi amada; fingió sorpresivo interés por las constelaciones que Joseph decidió mostrarle en tanto Justin Parry y yo intercambiabámos miradas, él de desaprobación y yo de indulgencia.

Los padres fueron categórico ante la presencia de Sally en la casa, yo participé de esa desición no muy convencido, la hermana de Justin, Helena, dijo que la solución más oportuna era presentarle un candidato a esa invertida y asunto arreglado: Alguien mencionó a Richard Dalloway, estuve de acuerdo y esa fue mi perdición.

Fue entonces que la familia organizó una cena en la propiedad que tenían en Bourton, cuya extensión permitía hacer paseos en caballos o bien remar en el pequeño lago a orillas de la casa principal. Para que no quedara tan evidente que el objetivo de aquella reunión era dar los pasos necesarios para deshacerse de Sally Seton, se organizó una cena en honor a la única solterona de la familia, la señorita Helena Parry quien a pesar de tener 35 años se la veía muy apetecible.

Fue así que los vecinos más representativos del lugar se fueron dando cita, unos de los últimos en llegar fue el famoso Richard Dalloway, un joven que promediaba los 25 años, rubio, ojos claros, hombros anchos, elegante y fino, para nada delicado pero si muy fino. Bastó una única mirada, durante la presentación, entre Dalloway y Clarissa para que yo me diera cuenta que algo, infinitamente más poderoso, se había encendido entre ellos; fue tal la impresión que ella se llevó de él que no dejaba de presentarlo, ante sus familiares y amistades de su familia, como el señor "Wickham" hasta que él, con firmeza pero sin mostrarse agresivo, aclaró en voz alta para que Clarissa y los demás oyeran de su boca su auténtico apellido.

Dos hechos más confirmaron mi sospecha que entre ellos había comenzado algo que duraría más de treinta años, el primero fue la absoluta indiferencia de Sally Seton cuando le fue presentado; la segunda el trato frío que Clarissa me dispensaba como si en lugar de ser su prometido, el futuro esposo, fuera un miembro apenas conocido de la familia.

Durante la cena el comportamiento de Clarissa estuvo muy lejos de la niña recatada y virginal, los comensales se miraron uno a otro cuando ella expuso la opinión que tenía sobre un hombre de honor y muy rico, viudo, que había vuelto a casarse con su ama de llaves, sin importarle la opinión de los demás, y luego de haberla embarazado. Lo indecoroso del tema, quien lo exponía, y el lugar fue motivo de perplejo intercambio de miradas, pues, una joven decente y de su hogar, tan delicadamente educada, no podía abordar semejante cosa como si fuera una vulgar callejera. Justin Parry volvió a fulminarme con su mirada, esta vez fui indiferente, pues, era consciente que había perdido a Clarissa esa noche para siempre y que al joven Dalloway le tenía sin cuidado de qué y cómo opinara su futura esposa, como sería siempre.

Luego de la cena, según la tradición, las mujeres se reunieron en un salón y nosotros nos fuimos a la galería, bajo aquella noche cálida y estrellada, a beber el cognac y fumar nuestros cigarros. Pronto descubrí que el joven Dalloway no estaba entre nosotros, sino que iba y venía en cercanía de Clarissa, quien se contenía de un modo increíble por no colgarse de su brazo, por los distintos recorridos de la casa.

Clarissa interrumpió en plena discusión sobre si habría o no guerra entre Inglaterra y Alemania por el control de los océanos y mares del Pácifico antes que Estados Unidos extendiera su imperio, y su incipiente pero poderosa fuerza naval con base en Pearl Harbor y en Las Filipinas. Se le había ocurrido un paseo en bote, en plena oscuridad, por el lago hasta llegar al islote que aparecía casi en el centro. Los hombres dieron el visto bueno a sus mujeres, por la mirada de Parry y el consejo de su hermana Helena –"ve con ellos, Peter"- que sonó como una verdadera alarma de advertencia, acepté de malas ganas.

Cinco mujeres y nosotros dos éramos toda la tripulación de aquel bote cuyo único par de remos me fue dado para su manejo. Cuando llegamos a la orilla del islote estaba agotado, pero a los demás no parecío importarles, se levantaron de sus lugares y encararon hacia la oscuridad alumbrados por candiles de vela que cada uno llevaba. Clarissa volvió a llamar la atención a los demás cuando se puso a perseguir a una asustada gallina, el joven Dalloway no hacía otra cosa que festejar la absurda ocurrencia, luego las mujeres encararon hacia los viveros de flores, el mayor orgullo de mi ex futura suegra, en tanto que los jóvenes tórtolos se desviaban pensando que nadie los veía y en especial a mí, que aún estaba en el bote sin ningún candil, recuperando el aliento.

Vi que las dos luces se quedaban detrás del resto, luego las vi moverse hacia uno de los lados, buscando el viejo galpón donde guardaban las herramientas. Era obvio que la iniciativa era de Clarissa, pues, el joven Dalloway desconocía por completo el lugar. Me puse de pie, y todavía agotado, me lancé tras sus pasos. El lugar estaba a unos treinta metros más allá de donde se encontraban los viveros, la puerta siempre estaba entornada; las dos luces entraron.

Sin hacer ruido me asomé a la ventana, uno de los vidrios estaba roto lo cual me permitío tener una mirada clara de lo que acontecía en el lugar. Clarisa y el joven Dalloway se besaban con desesperada pasión, de repente él se separó de ella y comenzó a desabrocharle el vestido, ella, perpleja ante la sorpresiva iniciativa, lo dejó hacer y cuando las cosas se complicaron ella colaboró hasta quedar, por completo, desnuda.

Era la primera vez que veía a Clarissa desnuda en toda mi vida, el joven Dalloway tardó mucho menos en desnudarse de la cintura para abajo, educada por mí Clarissa se agachó para luego engullirse aquella erección que se le ofrecía en tanto el joven Dalloway acariciaba su nuca o sus pechos según le placiera; unos minutos después se descargó en aquella boca gentil y virginal sin permitir que se escapar un solo chorro de su esperma. En ningún momento Clarissa se resistió, al contrario, parecía estar más que encantada de hacerlo.

Se separaron un momento, Clarissa para tumbarse en un montón de pastos secos, ofreciendo su sexo a la noche y al joven Dalloway para cerciorarse que las luces continuaran dentro del vivero. Volvio hasta donde estaba ella, se arrodilló y luego clavó su rostro entre las piernas de Clarissa quien no tardó en comenzar a retorcerse de placer y lanzar patadas al aire. Sin duda alguna Sally Seton no lo hacía tan bien como este intrépido joven.

Los suspiros y lamentos de satisfacción no tardaron en hacerse escuchar, para ese entonces yo había desnudado mi erección y me consolaba con el rostro desencajado de placer sin perder detalles de lo que veía.

El joven Dalloway una vez que recuperó la firmeza de su sexo se acomodó entre las piernas de Clarissa quien preguntó si aquello iba a doler, él respondió que al principio sí, pero después todo estaría bien. La penetración fue lenta pero hasta el fondo, Clarissa gimoteaba, lanzaba suspiros de dolor, clavaba sus uñas en la espalda del joven Dalloway.

Alcancé mi tercer lechazo cuando Clarissa colocó sus piernas en los hombros de su amante, las penetraciones era feroces, ambos boqueaban de puro, y desenfrenado, placer. En medio de todo eso se dío un ridículo díalogo, ella preguntó "¿no quedaré, no quedaré…preñada?" con insistencia, a lo que él le respondía "¿quieres que la saque?" entonces fue cuando Clarissa respondio "¡No, no me saques nunca!", sin dejar de moverse él preguntó "¿Y qué hay de tu prometido?", la respuesta me desconcertó por ingenua: "Le diré que es suyo", y luego estalló en un orgasmo que pareció el grito de algún animal, unos segundos después lo hizo él en su interior, empujando hasta el fondo en cada chorro de esperma.

Permanecieron juntos, un momento, después ella se salio debajo de él y fue a verificar que los candiles encendidos continuaran dentro del vivero. Satisfecha regresó junto a su amado Dalloway donde comenzaron a besarse y a tocarse otra vez, la rapidez con que se recuperó el joven despertó envidia en mí. Ella besó y chupó un par de veces su glande mientras él acariciaba sus nalgas. Clarissa lo miró mientra dejaba caer un hilo de baba en aquel glande para decirle: "Quiero que me lo hagas por atrás, que me revientes el culo con esto", y sin más vuelta el joven Dalloway hizo que se pusiera en cuatro, mirando hacia donde yo estaba sin que pudieran verme, pues las luces de los candiles se los impedían.

Clarissa no tardó en diferenciar lo que se siente cuando el culo es penetrado entre un dedo medio de una adolescente y una erección durísima y enardecida por la circunstancias. Esta vez Dalloway no tuvo piedad, cuando sintio que había entrado un poco se aferró a las caderas de Clarissa y empujó con bestial desesperación. Clarissa, con evidente intensión de evitar el grito de dolor, cerró uno de sus puños, trató de metérselo en la boca y ante la imposibilidad se mordio los nudillos con la misma fuerza con que deseaba gritar.

"¿Quieres que la saque?" preguntó Dalloway sin dejar de dar sus durísimas embestidas. Ella sacudio la cabeza como respuesta, el joven continuó dándole con alma y vida esos empujones con sus caderas que me daban la certeza que no sólo le iba a reventar las entrañas a mi prometida sino también que la iba a partir en dos. El joven hizo que ella comenzara a acariciarse el clítoris, cosa que hizo, y pronto su rostro de mosntruoso dolor cambió por otro más distendido de goce y placer. En sus cortas idas y venidas Clarissa no dejaba de acomodarse sus cabellos que por momento le tapaban el rostro cuyo riguroso peinado había desaparecido, resoplaba manteniendo el ritmo del joven Dalloway, se masturbaba, hacía mohines que la ponían en evidencia que estaba gozando de la sodomía mucho más de lo que esperaba.

Tres o cuatro veces, por diversas razones, el joven Dalloway se salio, todas las veces Clarissa mantuvo su posición, e incluso con su mano, colaboró para que aquella verga retomara su cause por el recto. Más dispuesta, sumisamente entregada, ella misma empujaba hacia atrás con su propio ritmo en tanto su amante le daba continuas embestidas que a duras penas les permitía mantener el equilibrio. Cuando se salió de ella, hizo que se tumbara en el pasto seco, Clarissa sabía montar porque le gustaba andar a caballo pero nunca llegué a imaginar que esas habilidades podría tener sus derivaciones, menos aún cuando volvio a elegir sodomizarse y controlar, por completo, la situación.

Se movía con desesperación sobre la cintura del joven Dalloway, subía hasta el extremo y luego se dejaba caer con todo su peso y sino quedaba satisfecha con el resultado ella misma empujaba hacia abajo, haciendo círculos con la cadera hasta llegar bien al fondo de sus entrañas; después de eso volvía a subir y a dejarse caer. Él, en cambio, utilizaba una de sus manos para acariciarle los pechos alternando uno en otro, con la otra mano libre, apoyada de alguna manera en su vientre –imaginaba la posición ya que no podía verla-, le acariciaba con el pulgar el clítoris. Cuando Clarissa se dejaba caer él iba a su encuentro empujando para arriba.

Las manos de ella tampoco estaban quietas, se despeinaba a sí misma, acariciaban el pecho de su hombre, el rostro, los labios, sus pezones, pero cuando ví que sus manos separaban sus propias nalgas mientras hacía fuerza hacia abajo para enterrarse más y más la erección del joven Dalloway desató mi último orgasmo con el cual manché la pared.

Ellos no tardaron demasiado en hacerlo tampoco, una vez que terminaron se rescotaron uno a la par del otro para recuperar el aliento, era obvio que ya no les interesaba saber si las luces de los candiles permanecían, o no, en el vivero. Se tomaron su tiempo para vestirse, él le cedió su pañuelo para que ella se limpiara mientras se ponía los calzones, después de eso se miraron uno a otro, buscaron no tener vestigios del reciente encuentro entre sus ropas y marcharon, felices, a buscar las otras luces de los candiles donde quiera que estuvieran.

Por mi parte, con sigilo, volví al bote con un enorme dolor en mi glande después de mi sucesivas sesiones de autosatisfacción, encendí uno de mis cigarros y fumé contemplando la noche con las distintas imágenes de Clarissa y el joven Dalloway sobreimpresa en el mapa del universo. Esa misma noche comprobé que Clarissa tendría mayor preferencia por el sexo anal, tal es así que sólo quince años después de casada tuvo su única hija, Elizabeth, que nació durante la Gran Guerra que asoló a Europa.

Hoy que he vuelto a Londres, me he reencontrado con ella en su mansión de los Dalloway y me ha preguntado si aún recuerdo la noche del lago, sentado en esta plaza, sin perder de vista a un joven matrimonio donde ella parece triste ante la indiferencia de él, he revivido con los detalles más importante de aquella noche donde ella dio rienda suelta a su cuerpo. Son tiempos raros en Europa, el fascismo ha creado su propio eje del mal dividiendo a en tres el continente y amenaza la paz del mundo otra vez, y mi amigo Mohandas Karamchand se hace llamar, insólitamente, Mahatma Gandhi.-

Richard Wagner