Señor Gregory
Cristina llegaba tarde a trabajar y, por si fuera poco, no en las mejores condiciones y, para mejorarlo, con la primera persona que se topó fue con su jefe.
Cristina trató de coser el botón por tercera vez, y por tercera vez se pinchó con la maldita aguja. Suspiró frustrada y tiró el blanco botón sobre la cómoda, se miró al espejo y se arregló lo máximo posible para tratar de no mostrar tanto escote.
Iba a trabajar, no a prostituirse, y por culpa de la efusividad de su novio, los primeros tres botones de su camisa de trabajo habían volado la noche anterior, dejando ahora su canalillo mucho más expuesto de lo normal.
— ¿No tienes otra camisa?
Se giró hacia su novio, que reposaba sobre la cama mirándola con el ceño fruncido y un cigarro entre los labios. La visión de Eggsy, un par de años mayor que ella, con el pelo negro como la noche y los ojos más azules que había llegado a ver, con los brazos bajo la cabeza y su constante mirada malvada, le aceleraba el corazón, pero al bajar la mirada hacia sus perfectos pectorales tatuados, al igual que sus brazos y su pecho, lo que se aceleraba era otra parte de su cuerpo.
— No, ¿te molesta que vaya así vestida? Porque he de recordarte que esto – dijo ella, señalando la piel de porcelana que exponía su escote – es tu culpa.
Eggsy se levantó de la cama de un salto, sujetando el cigarrillo entre sus dedos y acercándose de una forma chulesca a la chica, mirándola como si fuera un trozo de carne y él un perro muerto de hambre.
Pasó el dedo por la suave piel de su mejilla, ya sonrosada. Sonrió complacido, una de las cosas que le encantaba de Cristina era su facilidad para ponerse cachonda y sus rojas mejillas que siempre la delataban.
Pasó la vista a los carnosos y rosados labios de la joven, y luego fijó la mirada en sus verdes ojos, llenos de vida y de luz. Era tan inocente en tantos aspectos, que aún le costaba creer que esa niña de veinte años gimiera y gritara su nombre entre los espasmos de los diferentes orgasmos que él mismo le provocaba.
— Cariño, cualquier hombre sobre la faz de la tierra desearía follarse este jodido trasero.
Cristina ahogó un gemido cuando Eggsy rodeó su nalga izquierda con la mano libre y la estrujó con fuerza. Se avergonzó al sentirse de nuevo cachonda, apenas hacía ocho horas que habían follado y ella estaba de nuevo dispuesta a dárselo todo.
— Me tengo que ir. Nos vemos por la noche.
Besó la mejilla de Eggsy con dulzura y salió corriendo del piso, vistiéndose la americana con el fin de tapar su escote. No es que Cristina estuviera muy orgullosa de tener los pechos grandes, al igual que sus redondas y prominentes nalgas, era algo que usualmente le traía problemas: por su físico, todos los hombres la tenían como una experta en el sexo, extrovertida, y no como una chica tímida y torpe.
El taxi la dejó en la puerta del edificio en el que trabajaba cinco minutos pasados las ocho, llegaba tarde. Pasó por recepción con paso apresurado, saludando a Judit, y corrió hacia el ascensor justo antes de que se cerraran las puertas de este.
Para su mala suerte, era su jefe el que se encontraba dentro. El señor Wallas tenía aproximadamente cuarenta años, pero se conservaba tan bien, o incluso mejor, que algunos chicos de la edad de Eggsy. Sus músculos estaban perfectamente definidos y su pelo, de un rubio tirando a ceniza, contrastaba a la perfección con el negro de sus ojos.
Cristina percibió por el rabillo del ojo como el señor Wallas miraba el reloj sobre su muñeca, y esbozaba lentamente una sonrisa maliciosa.
— Llega usted tarde, señorita Fray.
Cristina se giró hacia él, preparando una excusa, sin reparar en que, durante la carrera hacia el ascensor, su americana se había abierto y su nuevo escote estaba completamente a la vista.
Gregory Wallas no pudo evitar desviar la visa hacia ese canalillo que parecía llamarle a gritos. La sangre pronto pasó a acumularse en su pene, haciendo que sus pantalones de traje se tensaran de una forma demasiado perceptible.
— Oh, vaya. – Se mofó, disfrutando de las mejillas sonrosadas de Cristina. – Los veinteañeros de hoy en día, haciéndolo a todas horas.
Cristina le miró confundida, sin saber a qué se refería. No fue hasta que vio los ojos del señor Wallas desviarse de nuevo hacia su escote que reparó en lo que sucedía. Se apresuró a abrocharse la americana de nuevo, mientras balbuceaba una disculpa:
— No es eso, señor, esta mañana me he quedado dormida, prometo que no volverá a suceder y...
— Por favor, señorita, no se disculpe. Disfrute ahora que tiene la oportunidad de hacerlo, en cuanto se case... – Gregory alzó una mano, mostrándole el anillo de casado a la chica. – El paraíso del sexo se vendrá abajo y vivirá a base de pan y agua.
Cristina tenía ganas de decirle a su jefe que no se creía que su mujer no le satisficiera en la cama, incluso ella misma, al comienzo de su trabajo en la compañía, había fantaseado con su jefe y se había masturbado imaginando que era su pene el que invadía su vagina y no un consolador.
El simple recuerdo de esos tiempos hizo que Cristina se excitara, y comenzó a frotar sus piernas buscando un poco de alivio de una forma disimulada. Miró hacia el indicador de forma nerviosa, necesitaba salir de aquel maldito ascensor.
— Pero bueno, ¿has preparado ya los documentos para la presentación de esta tarde?
— Por supuesto. – Respondió inmediatamente, agradeciendo el cambio de tema. – ¿Necesita que se lo entregue para revisarlo?
— Mejor me acompaña ahora y lo miramos en mi oficina, tengo demasiadas cosas que hacer y si lo aplazamos seguramente me olvide de ello.
Cristina asintió y comenzó a buscar en su maletín el pendrive en el que guardaba la presentación para aquella tarde. Las puertas del ascensor se abrieron y salió detrás de su jefe, siguiendo sus pasos hasta el gran despacho de este.
Al ser los primeros que entraban, todas las cortinas de oficina estaban cerradas, excepto las que cubrían las ventanas que daban hacia el exterior, permitiendo que la débil luz de una mañana nublada de invierno se colara a través de los cristales alumbrando todo de una forma tenue.
Gregory encendió el proyector mientras que, por el rabillo del ojo, percibía como Cristina dejaba su maletín sobre la mesa de cristal y continuaba buscando en su interior.
La chica suspiró en cuanto sostuvo en pendrive en sus manos, por un momento había llegado a pensar que se lo había dejado en casa, y eso sería todo un bochorno. Se acercó al señor Wallas y depositó con una sonrisa el pequeño dispositivo sobre las grandes manos del hombre.
Observó con fascinación como sus dedos se movían ágiles sobre el teclado del ordenador introduciendo la contraseña. Uno de los defectos de Cristina era su curiosidad, demasiado extrema. Y la chica continuaba pensando en lo que el hombre había dicho en el ascensor.
— Disculpe mi atrevimiento – comenzó a hablar, apoyándose en el borde de la mesa de cristal y mirando hacia la proyección, todavía en azul, que invadía la pared frente a ella – pero, ¿realmente su mujer no hace el amor con usted?
A Gregory le sorprendió la pregunta en la misma medida que le excitó. Levantó la mirada de la pantalla de su portátil y la dirigió hacia la chica, que miraba con gesto serio hacia la pared delante de ella. Bajó la vista por su largo y lacio pelo negro que caía libre por su espalda, y la detuvo en sus nalgas, estrujadas contra el borde de la mesa.
— No tanto como a mí me gustaría, no.
La presentación tomó lugar en la pared, iluminando ahora con una intensa luz blanca el rostro de Cristina. Gregory cogió el mando del proyector y se colocó al lado de la chica, mirando ahora hacia el mismo lugar en que Cristina tenía fija su mirada, muy a su pesar, las gráficas y diversos datos que estaba mirando le importaban poco en aquel momento.
— ¿Por qué su mujer no quiere?
Cristina sabía que se estaba pasando, pero realmente tenía curiosidad, necesitaba conocer el motivo por el cual alguna mujer en el mundo renunciaría al sexo con un hombre como aquel. Giró la cabeza para fijarse en su jefe y le descubrió mirando fijamente sus piernas, cubiertas solo por unas medias transparentes y la falda del traje.
Aquello la excitó mucho, el sentirse observada de un modo como aquel volvió a hacer que la humedad se instalara entre sus piernas. Desvió la mirada del rostro de su jefe a sus pantalones y se asombró al ver lo tensos que estaban en la zona de su miembro. Tragó saliva con dificultad y se frotó un muslo contra otro de la forma más disimulada posible.
— Es usted demasiado curiosa, ¿no cree? – Preguntó acercándose hacia ella y pulsando el botón de la siguiente diapositiva.
Cristina inhaló de forma brusca, y el perfume de su jefe inundó sus fosas nasales, excitándola todavía más de una forma totalmente incomprensible. Apretó con fuerza sus dedos en el borde de la mesa y fijó la mirada en la proyección, tratando de recuperar la compostura.
— Si quiere saberlo deberá contarme usted algo igual de íntimo, ¿no le parece? Sería un trato justo.
La picardía en la voz de su jefe no hizo más que envalentonarla, trató de morderse la lengua, pero la única curiosidad sexual sobre su vida que podría interesarle al señor Wallas era la que le incluía, y ella veía justo el trato.
— Bueno, a mi llegada a la compañía... – sintió como el calor se acumulaba en sus mejillas y en su entrepierna y tragó saliva con fuerza. – yo... me masturbaba pensando en usted.
Gregory giró la cabeza de forma brusca al mismo tiempo que la erección en sus calzoncillos amenazaba con reventar la tela. Fijó la mirada en el labio que la joven aprisionaba entre sus dientes.
— ¿Se masturbaba pensando en mí?
Cristina fijó sus ojos en la entrepierna de su jefe, y muy a su pesar no pudo retirarla de ese lugar, sintiendo como la humedad crecía entre su entrepierna. Asintió levemente y un silencio intenso cargado de atracción sexual y deseo les envolvió.
— ¿Con qué se masturbaba? Si se me permite la pregunta.
— Con un consolador. – Respondió ella, y, en voz bajita, añadió. – Y a veces cuando me acostaba con otros hombres también pensaba en usted.
Cristina observó con los ojos abiertos como platos como su jefe comenzaba a acariciarse el pene sobre la tela del pantalón. Alzó la mirada hacia los ojos de este, que en aquel momento parecían más oscuros que nunca, y tragó saliva al ver su mandíbula tensa, como si estuviese tremendamente enfadado.
— Yo... Señor... siento mucho...
Gregory alzó la mano y la posó sobre la boca de la chica. No aguantaba más, sentía que iba a reventarle la polla. Acarició sus carnosos y suaves labios y dirigió su mano hacia el botón de la americana, desabrochándolo con maestría. Esperaba que la chica se quejara, que dijera algo, pero se estaba dejando hacer, y él no iba a recriminárselo.
— Cierre la puerta con llave. – Le ordenó, en un susurro cargado de deseo contenido.
Cristina obedeció, se levantó y llegó a la puerta rápidamente, con manos temblorosas por la excitación pasó el pestillo. Cuando se giró, descubrió a su jefe con el pene libre y los pantalones y los calzoncillos bajados. Era enorme y ancho, con el prepucio rosado húmedo.
Gregory observó la manera en que la chica contoneaba sus caderas mientras se acercaba de nuevo a él mientras se masturbaba lentamente. Cristina permaneció inmóvil, mirando como el señor Wallas se autosatisfacía delante de ella.
Se quitó la americana y la dejó sobre la mesa e cristal. Gregory se acercó a ella y estrujó con fuerza sus nalgas, acercándola a su cuerpo y besándola intensamente. Cristina gimió en su boca al sentir el duro falo de su jefe contra su vientre, y casi inconscientemente comenzó a restregarse contra él.
— Voy a follarte, Cristinita. – Susurró contra sus labios.
Comenzó a dirigir sus húmedos labios al cuello de la chica, que jadeaba y apretaba sus hombros con fuerza, clavándole las uñas. Gregory introdujo las manos en el interior de la camisa y sacó el pecho derecho de la chica, ya sin sujetador, para lamer y succionar su pezón. Repitió el mismo procedimiento con el otro, y se alejó un instante para disfrutar de las vistas.
Agarró delicadamente el codo de la chica y la puso de espaldas a él. Apartó la larga melena de la chica hacia un lado y comenzó a besar su cuello de nuevo, mientras masajeaba sus senos y tiraba de sus pezones, meciendo las caderas contra ella para que pudiera sentir su erección.
Empujó delicadamente el cuerpo de la chica, aplastando sus senos contra el cristal de la mesa. Acarició sus muslos hasta llegar al borde de la falda, que recogió hasta la altura de la cintura.
La visión de perfecto culo de Cristina, tan sólo cubierto por un par de medias transparentes y un tanga blanco le dejó casi sin aliento. Rasgó las medias sin ninguna contemplación, haciendo un agujero enorme que se afanó en agrandar para que no molestara.
Pasó su mano por la entrepierna de la chica, gozando de los flujos que empapaban sus dedos. Agarró el borde del tanga y lo estiró hacia arriba, restregándolo por la raja de Cristina.
— Señor...
Cristina trataba de reprimir sus gemidos, sentía la tela del tanga rozando contra su clítoris y tenía la sensación de que estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Llevó ambas manos a sus nalgas para separarlas y sentir aún más.
Sintió los labios del señor Wallas sobre sus nalgas, incluso sus dientes. Arrancó el tanga, rompiéndolo en pedazos, y él mismo se ocupó de separar las grandes nalgas de Cristina. Estaba sintiendo el cálido aliento del hombre en su sexo, y cuando la lengua la recorrió de arriba abajo, esparciendo sus propios fluidos, gimió demasiado alto.
— Si no se está usted calladita, le meteré la polla en la boca hasta que roce sus cuerdas vocales.
Cristina asintió aunque no le había preguntado nada. Apretó los labios con fuerza y comenzó a respirar por la nariz con fuerza. La lengua de su jefe continuaba recogiendo todos sus fluidos, ella comenzó a mover las caderas en círculos.
Gregory no aguantaba más. Con una mano sobre la cintura de Cristina y la otra en su polla, la penetró con fuerza hasta que sus huevos rebotaron en su clítoris y ella se corrió con un gemido ahogado, humedeciendo todo el falo de Gregory, que tuvo que contenerse para no estallar en ese mismo instante. Se retiró de nuevo, de todo, y volvió a adentrarse en ella con la misma violencia.
Comenzó un mete y saca glorioso, Cristina se sentía llena, y el sonido de los huevos rebotando contra su cuerpo hizo que se corriera de nuevo.
Gregory salió de ella. Con una sola mano le dio la vuelta y la acostó sobre la mesa. Colocó las piernas de Cristina sobre sus hombros y miró a los dulces ojos de la chica. Agarró su polla y la restregó entre los labios vaginales de la chica, disfrutando del brillo de sus fluídos, con un dedo recogió un poco y lo saboreó.
— Por favor...
Le gustó escucharla suplicar, se adentró en ella lentamente, y comenzó un lento mete saca tortuoso, dónde parecía rozar todas y cada una de las paredes del interior de Cristina. Dejó su clítoris para comenzar a amasar sus tetas.
Los gemidos de ambos inundaban la sala como la música de fondo de una película, y sus respiraciones aceleradas parecían crear una bonita melodía.
— No se corra. – Ordenó Gregory, en cuanto sintió como las paredes vaginales de Cristina se cerraban alrededor de su polla, aprisionándola.
Aceleró las embestidas, haciéndolo más brusco y aumentando el sonido de los gemidos de Cristina. Retiró la polla de su interior antes de que se corriera, volvió a colocarla igual que al principio y esparció con su falo los flujos de la chica hacia su ano.
— Señor Wallas, yo...
— Shh, calla, si vas a gozarlo.
Cristina sintió el prepucio de Gregory presionando en su entrada anal, sintió que podría correrse en ese mismo instante, pero a medida que el empujaba más y más, el placer fue sustituido por el dolor.
Una vez que todo su miembro se encontraba en el interior del ano de Cristina, Gregory decidió esperar para retirarse y volver a entrar. Cristina volvió a sentir placer de nuevo, pero esta vez era mucho más intenso. El falo de Gregory estaba tan empapado de sus flujos que se deslizaba en su interior como si estuviera bañado en mantequilla.
Gregory introdujo su dedo corazón en el coño de Cristina al tiempo que comenzaba a acelerar la velocidad de sus investidas. Un gran nudo de placer, como nunca antes, comenzó a formarse en el vientre de la chica.
Gimió alto, muy alto, pero Gregory no tenía voz para reprimirla, por lo que azotó ligeramente el culo de la chica, lo que la hizo gemir todavía más. Él aumentó sus investidas e introdujo de un golpe tres dedos en la vagina de Cristina, masturbándola en círculos.
El sonido de los huevos rebotando contra la piel de porcelana de Cristina, el sonido de los flujos que salían de su coño a medida que los dedos entraban y salían y el gran falo de Gregory en su interior potenciaban el inminente orgasmo de ambos.
Gregory cambió velozmente, introduciendo el pene en la vagina de Cristina e introduciendo cuatro dedos en su ano. En tres investidas ambos se corrieron, las paredes vaginales aferrándose al pene del señor Wallas hicieron que se corriera con un gruñido ruidoso, mientras que Cristina se corrió como nunca, gritando el nombre de su jefe y jadeando.
Se dejó caer sobre el cuerpo de la chica y besó suavemente su hombro. No hacían falta palabras para saber que ambos querían repetir. E iban a hacerlo, a pesar de que ambos se habían olvidado de sus respectivas parejas y ahora empezaban a recordarlas. El deseo seguía ahí. Y estaría siempre.