Selfie

Una breve historia de autodescubrimiento sexual lésbico y juvenil

Imagino sus labios, esos que acaba de dejar marcados en mi mejilla, descendiendo por mi cuello, encaramándose a mis pechos, atreviéndose más abajo del ombligo y siento un quemazón en mi cuerpo que me hace revolverme en el asiento. El móvil chirría y ahí está la foto, mi cara y a apenas tres centímetros, la de mi amiga Carla, y en mi moflete izquierdo la forma perfecta de sus perfectos labios.

- ¡Qué guay ha quedado, tía! - le digo sin atreverme a confesarle nada. Esa noche, después de que la foto haya circulado por todos los teléfonos de la clase, de haber recopilado mil y un me gusta, de haber escuchado por parte de todas las chicas lo guapas que salimos y después de alguna que otra confidencia de chicos que también quisieran tener los labios de Carla tan cerca de los suyos, yo cogeré el móvil en la penumbra de mi cuarto y mis manos en silencio harán realidad la fantasía.

Cerraré los ojos y rememoraré el momento, esas décimas de segundo que pasaron a cámara lenta en las que Carla se aproxima a mi cara, el temblor que me recorre por dentro sin exteriorizarse por fuera, sus labios calientes contra mi piel de porcelana apretando para dejar bien marcado el pintalabios. La foto salió perfecta al primer intento, aunque yo hubiera deseado muchas repeticiones, hubiera deseado que Carla no se retirara riendo, hubiera deseado que aquello no fuera simplemente un juego de adolescentes. O si, me hubiera gustado que aquello fuera, nuestro, otro tipo de juego. Por eso imagino el brazo de Carla, no sujetando el teléfono a la distancia idónea para un encuadre perfecto, sino apoyándose en mi hombro, rodeándome, atrayéndome hacia su cuerpo. Lo imagino después descendiendo por mi espalda, abrazando mi cintura, posándose en mi culo. Entonces cruzo las piernas y aprieto los muslos todo lo fuerte que puedo empezando a sentir algo parecido a lo que deseo.

Me invade un calor como el que escapaba de los labios entreabiertos de Carla, como el que desprende todo su cuerpo, su tez cobriza, sus rasgos marcados. Un calor que imagino cobijándome desde que hace tres años irrumpió en clase. Ella no sabe nada, claro, nadie lo sabe, ni siquiera en mi casa. Me preguntan todos si tengo novio, si todavía no tengo novio, si ya tengo novio, y yo me pongo colorada, con un tono de rojo que contrasta con el blanco de las perlas esféricas de mis pendientes, un colorado que se difumina en los contornos de los rizos que forma mi pelo detrás de las orejas. Un colorado que desaparece cuando, de noche y en mi cama, imagino el cuerpo de Carla sobre el mío. Desearía que fueran sus manos y no las mías las que se cuelan bajo el pijama, las que se atreven a amasar los pechos, suspiraría por que fueran sus dedos los que pellizcaran los pezones.

Mi cabeza se estira y mi espalda se arquea sobre el colchón imaginando mi torso desnudo y los labios granates de Carla descendiendo por él. Me cubro con el edredón para que los gemidos no resuenen más allá de mi fantasía. La mano va bajando, mis dedos están extrañamente fríos, contrastan con el calor que me invade. La cara de Carla aparece en mi sueño pronunciando mi nombre con ese seseo latino que tanto me gusta. Estoy desnuda frente a ella pero no siento vergüenza, únicamente deseo. Imagino otra vez sus labios, llenando de manchas rojizas cada rincón de mi cuerpo, rehidratándose en mi boca. Mi mano sigue reptando por la piel, deslizándose bajo la goma del pantalón, sintiendo el tacto sedoso de las braguitas. En mi mente estamos como en el reguetón que le gusta escuchar, sin pijama, y riendo y moviéndonos torpemente imitando pasos de baile, hasta que sus manos agarran mis caderas, y siento el roce de sus pechos pequeños en mi piel y sus labios en mis nalgas. Mis piernas se van relajando, destrabándose, abriéndose ligeramente, porque ya son los dedos los encargados de transformar en placer mi imaginación desbordante. Rozo mi clítoris y siento que es Carla quien lo hace; repito la operación y veo su cara sonriéndome desde mi cintura. Me figuro su boca sobre mi sexo y de la comisura de mis labios escapan su nombre y un gemido que se pierden en la oscuridad de mi cuarto. Siento que es su lengua y no mis dedos los que transportan la humedad a mi coño; mi mano se mueve autónoma, abriendo los labios, frotando el clítoris. Carla no lo sabe, cuando estamos juntas en clase, en el centro comercial, por la calle, lo escondo, pero siempre es ella quien se invita a mis mejores sueños.

Como un impulso, casi una posesión, mi cuerpo se dobla, me siento en la cama haciendo caer el edredón. Necesito incorporar la mano izquierda. Bajo ligeramente el pijama para no dar de sí la tela y aparto la braga, poco más que las yemas de dos de mis dedos se adentran en la vagina, mientras que la otra mano estimula con destreza mi pipa. Después siento la necesidad de hundir los dedos, de acelerar los gestos. Me follo. Mi cuerpo se tensa, la respiración se agita, mi mente se va nublando poco a poco y mis manos cobran vida propia. Por un segundo soy sólo físico, temblores y descargas, justo después mi cerebro se va iluminando, veo el rostro de Carla cada vez más cercano, hasta que no es más que labios. Entonces extiendo yo también los míos y siento mil sabores en mi boca.