Seguros de vida con derecho a cama
Encuentro de la vendedora de seguros con el marido de su compañera
Desnuda desnudé tu mano
quitando tu anillo de casado
y dejando el dedo libre
del nombre de la innombrable.
Te asustaste
y abracé tu cuerpo tibio
con el peso de mis nalgas.
Dijiste para y, depués, nada.
Me di la vuelta soltando
mis dos montañas
sobre tu valle
recién cortado
y fui bajando, banjando, bajando...
Dejé que jugaran mis cumbres
simétricas con tus simétricos
huevos de porcelana.
Volviste a decir para y supe
que éramos un trío:
yo, tú y ella; la innombrable
con cara de misa y cuerpo
de Santa María resucitada.
Seguí bajando por tus piernas
de gallo de viejos corrales
dejando que mis montañas
hicieran cosquillas, cansadas,
por el último descubrimiento
de América en mi cama.
El Nuevo Mundo era para ti
un pecado y le ponías cara
en mi cara maquillada.
Para, por favor, ¡para!
Se abrió la puerta
del Hotel Malasanta
y entró rabiosa tu esposa
y me llamó puta y mala
compañera de un buen trabajo,
donde ella vendía decesos
y yo vendía seguros de vida
con derecho a cama.
Te vi marchar con ella
desnudo de alianza
y con los pantalones
sujetos con la mano
porque sus prisas eran
orden para tus pasos.
Miraste desde lejos
mi cuadro en Velázquez
y viste en el espejo
mi risa descorchada.
Te di la espalda cuando
tu esposa te gritaba
que aquello iba a ser
un divorcio pactado.
Llévalo tú, querida,
le dije muy cansada,
tu marido me aburre
con sus rezos de ángel.
Es mejor que te rece
a ti cuatro rosarios
mientras piensas el nombre
del hijo que te mande
ese esermatozoide
que entra concentrado
donde entraron tres
y salieron tres machos.
No pierdas la alegría
del cuarto de la saga.