Seguridad FeRRoviaria

Su misión es la de protegerte, pero cuando no te rindes a sus órdenes, los guardas de seguridad pueden transformarse en bestias salvajes, dispuestos a todo por destrozarte. Un relato incómodo y violento, para sádicos exquisitos...

A mí esa clase de animales siempre me han parecido un poco desagradables, e incluso la mayoría sexualmente insatisfechos. Si una de ellas es una hembra, ya tenemos el show montado, pues el varón se comporta delante de ella como todo macho de su especie, pavoneándose y exhibiendo su rudeza para mostrarse como el más fuerte y dominante de la tribu.

Me estoy refiriendo, cómo no, a lo que el común de los mortales denominamos "seguratas", es decir, esos tíos que se pasean por estaciones y vagones de tren y metro, desfilando con su chaleco fosforito donde podemos leer en la espalda la palabra SEGURIDAD, pero cuya visión acostumbra a inspirarnos precisamente lo contrario a lo que se pretende: o sea, un sudor frío, y sobretodo una sensación de inseguridad recorriendo tu cuerpo.

Me llamo Ángel, tengo casi 17 años y llevo un piercing en el labio y otro en la parte alta de mi oreja izquierda. Si doy esa banal información no es por vanidad, si no porque recibí en el instituto un curso formativo sobre autoestima, y el simpático educador nos dijo que los chicos que llevábamos esa clase de "avalorios" estamos demostrando que tenemos una personalidad fuerte, arrolladora...

Ni siquiera creo necesario describirme físicamente, pues basta con decir que al lado de aquellos "animales" yo representaba una pequeña molécula casi transparente. El problema fue que tenía un pie apoyado en el asiento de delante del mío. Siempre que el tren va medio vacío, como esa tarde-noche, coloco uno de los diarios gratuitos que se reparten en muchas ciudades de España (concretamente ese tan fachoso lleno de colorines y estúpidas encuestas), y planto allí mi pie para descansar una dura jornada.

-¡El pie! -me dijo uno de ellos con malos modales, gruñendo como hacen los perros rabiosos cuando te acercas a sus amos. Yo no les había oído acercarse por detrás, pues a pesar de esas torpes zancadas que deben estudiar en la academia de "Operación Policía Fracasado y Resentido", y al rozamiento de los uniformes contra sus orondas carnes, estaba tan ensimismado que me percaté de su presencia cuando ya era demasiado tarde.

-He puesto un periódico -dije sin elevar la voz, tratando de hacerles entender...

-¡¡Que bajes el pie, coño!! -se detuvo sólo un instante, pues normalmente siguen su recorrido después de dar la orden directa, poco acostumbrados a que nadie les replique, especialmente cuando ese nadie es un "mierdas" como yo.

Ante el tono imperativo de su voz, y con cierta vergüenza ajena, bajé el pie y decidí sentarme como un caballerete modosito de colegio de pago. Pero no me pasó desapercibida su cara de asco mientras le echaba un ojo al piercing de mi labio. El otro "animal" le esperaba junto a la puerta entre vagones, y ambos desaparecieron dejando un tufo fascistoide propulsado por las letras de la palabra SEGURIDAD que coronaba sus corpulentas espaldas verde fosforito.

Volví a subir el pie, por supuesto, pues no por nada me había dicho el educador que tenía una personalidad fuerte y arrolladora. Aún así, permanecí atento y bien dispuesto a dejar caer mi zapatilla al suelo a la velocidad del rayo, si por casualidad les veía reaparecer por aquella puerta. Eso sucedió unas dos paradas más tarde, y por suerte mis reflejos no me fallaron. Pese a ello debieron haberme visto cometiendo la infracción antes de acceder al vagón, pues el mismo "animal" que me había ladrado antes tuvo la ocurrencia de coger el diario que usaba yo de reposapiés y lanzarlo al portaequipajes (al que nadie le da ya ese uso en realidad).

-Vuelve a poner los pies en el asiento si tienes cojones, maricón... -me soltó así tal cual, cerquita de la oreja para sonar más amenazador. Es lo que pasa: te enfilan si te atreves a replicar, y luego ya te van detrás hasta que les das (supuestos) motivos para demostrar lo fuertes y poderosos que son.

Pero yo me callé, ni le miré, como dice el refrán: quien calla otorga. Decidí que lo mejor era no buscar problemas, sin saber que los tenía ya desde el mismo momento en que había osado cruzarme en su camino. Al llegar a Atocha Renfe tuve que cambiar de tren, y el otro estaba bastante lleno, lo que me hizo entretenerme y olvidar a los "animales" que creía dejar atrás. Opté por no volver a jugármela y viajar bien sentado en este nuevo trayecto.

Mi estación era San Cristóbal de los Ángeles, y para quien no la conozca, les diré que más que una estación es un apeadero casi fantasma en el que mucha gente incluso mira por la ventana creyendo que el tren se ha detenido en mitad de la nada. Y es que eso es lo que parece. Apenas un par de farolas mortecinas iluminan cada uno de los dos andenes. Si de día provoca cierto temor, al caer la noche aparenta ser un lugar bastante tétrico. Pero esa es mi estación, así que me bajé.

Vanessa no llegaría hasta el siguiente tren, pero yo siempre quedaba en esperarla allí, puesto que en Atocha te llaman la atención por fumar, y en aquel descampado se supone que no hay un alma que te diga ni mú. Cuando tenía el cigarro encendido, y el tren en el que yo había llegado empezaba a alejarse, como preguntándose a sí mismo por qué le obligaban a parar allí, oí una voz preguntándome si tenía fuego.

-Sí, claro... -me volví, y entonces les vi a los dos, más "animales" aún cuando la luz anaranjada y agónica de aquel farol les daba en la nuca. Pese a que en mi cabeza no tenía lógica que me hubieran seguido hasta allí, y ni siquiera les creía con capacidad mental como para idear un plan tan simple, aún era más ilógico pensar que era producto de la casualidad: nadie se baja en San Cristóbal de los Ángeles si no es por obligación; y aún en ese caso, muchas veces te lo piensas dos veces.

-Siéntate ahí, chaval -me ordenó el más alto, el que hasta ese momento de "nuestra relación" aún no me había dirigido la palabra-. Ahora ya no se le ve tan chulito al maricón éste, ¿verdad? -fanfarroneó con el otro, el doberman gordo y rabioso que me había amenazado en el primer tren.

¿En qué momento de la tarde-noche les había parecido un "chulito", si no me había meado en los pantalones sólo porque no tenía otros de recambio? Las pocas almas torturadas que también se habían detenido allí, habían huído sin mirar atrás, escapando de sus propios miedos. Las dos bestias de cabeza pelona, en cambio, continuaron de pie cuando yo me aposenté en el banco de hierro rojo y frío, siguiendo sus órdenes. El primero que se sentó a mi lado fue el doberman, ocupando casi el triple de espacio que yo con su enorme culo. Al hacerlo, la punta de su porra antidisturbios quedó en contacto con mi rodilla, algo que quise ignorar.

-¿Qué haces aquí? -me preguntó con el mismo tono de voz amenazante y resentido con el mundo-. ¿No sabes que aquí bajan los yonquis para pillar caballo? ¿Acaso es eso lo que vienes buscando?

-Espero a un amigo que viene en el próximo tren -musité; les mentí, sin querer mencionar a Vanessa, consciente de que estaba ante dos auténticos depredadores. Lo malo es que fue peor el remedio que la enfermedad.

-¿Esperas a tu novio? -preguntó el alto con una sonrisita malévola, mientras se quitaba el chaleco reflector con la palabra SEGURIDAD, quizá con intención de pasar un poco desapercibido si alguien se acercaba.

-Un amigo... -repetí; miré hacia arriba, viéndole doblar la prenda y sabiendo que nada les iba a detener. Las dos bestias habían encontrado a la presa de aquella noche pero no se la iban a entregar al amo, pues simplemente la querían para disfrutar un rato, satisfacer sus ansias depredadoras.

-No creo que sea sólo un amigo -masculló el gordo a mi lado-. Tienes cara de que te guste chupar pollas. Seguro que a tu "amigo" le encanta que se la comas con el pendiente ahí -sus dedos morcillones se plantaron sobre al arito plateado de mi labio inferior y tiraron un poco de él.

No llegó a hacerme daño, pero sí que sentí que empezaba a marcar territorio a mi alrededor. Sus insinuaciones no tenían la más mínima sutileza. Puso la mano en el extremo de la porra que llevaba amarrado a su enorme cintura, y la movió desde allí para que la otra punta ascendiera por mi muslo y se diera contra mi entrepierna. Todo lentamente, dándome la esperanza de que los veinte minutos que tardaba el siguiente tren se iban a desvanecer enseguida.

-¿Alguna vez has chupado una tan dura como ésta? -me dijo el sádico doberman mientras seguía frotando el extremo de su porra contra mis cojones. El alto seguía de pie, imponente y a contraluz, se había remetido el chaleco doblado en la parte de atrás de su cinturón y también movía su porra, aunque en dirección a mi mejilla.

-¡Quiero ver cómo la chupas! -escupió sin levantar la voz, sabiéndoe intimidador desde sus 1,85m y con aquella pose de macho ejecutor. Me la ofreció contra los labios y no tuve otra opción que separarlos ligeramente para dar un poco de cabida. El hecho de que la siguiera llevando colgada de la cintura le daba un aire aún más humillante a mi situación.

Embistió ligeramente hacia mí, y enseguida me vi rodeando el cuero de aquella porra negra con mis labios. Sabía extraño, como amargo. Por si tenía intención de seguir empujando, decidí levantar la mano que estaba de su lado y coger el armatoste por el medio, para tratar de retener sus intenciones. El gordo, sentado junto a mí, me pilló la otra mano y la colocó también sobre su palo, al tiempo que seguía moviéndolo contra mis huevos y mi polla.

-Quiero que me la menees con ganas, chaval, como si fuera uno de esos rabos que tanto te gustan -aquel cabrón empezaba a sudar excitación por cada poro, a pesar del frío que caía a nuestro alrededor.

Así me vi durante unos eternos segundos: fingiendo una mamada y una paja a sendas porras de cuero que colgaban de la cintura de aquellas dos bestias a las que les había tocado la lotería de conocerme. El gordo me cogió la mano y lanzó un sipiajo en la palma "para que deslice mejor"; y el alto se dedicó a disfrutar mientras que la punta de su porra entraba y salía de mi boca.

-Ya está bien de jueguecitos, ¿no crees? -dijo éste último-. Es hora de que le demos a este marica lo que está pidiendo a gritos...

-Sí, pero no aquí -aportó el rechoncho sudoroso, mirando a ambos lados. Se puso en pie, oteando alrededor, y eso hizo que le soltase la porra. Yo también creía que en cualquier momento podría aparecer un viajero anónimo que frenara aquel festín que pensaban darse conmigo los dos perros, pero al ver cómo el doberman se deshacía de su chaleco e imitaba a su compañero al doblarlo y guardarlo, supe que había pocas esperanzas de salvarme.

Liberé mi boca al ver que ya había dejado de interesarle, y succioné los hilillos de saliva que colgaban del cuero negro antes de dejar caer la porra por su propio peso. Entonces el gordo me mandó levantar del banco y cogiéndome de un brazo me indicó que le siguiera. El alto nos escoltaba por detrás, tan cerca que no pudo (ni quiso, para qué engañarnos) resistir la tentación de levantar de nuevo la porra y darme con ella en el culo, apretando un poco para hacérmela notar bien.

Nos estábamos dirigiendo al extremo del andén más alejado de la escasa luz de las farolas. Ni siquiera se veía el final; el suelo embaldosado se perdía en la oscuridad unos metros más allá. Todo mi cuerpo palpitaba de temor, pero mi polla estaba algo dura. Los rozamientos con la porra la habían activado, y el miedo era más débil que la excitación por lo nuevo, lo nunca antes vivido...

La oscuridad era menos profunda cuando te sumergías en ella, pero no cabía duda de que eran pocas las posibilidades de que alguien nos viera desde la zona útil de los andenes. Cuando aquél por el que caminábamos empezó a descender, claro signo de que se acababa, el enorme y furioso doberman me apretó el brazo para hacerme frenar.

-¿Aquí mismo? -preguntó el alto a mi espalda. Estaba tan cerca que había colocado su porra entre mis piernas, e iba golpeando hacia arriba con ella. Por suerte yo llevaba los vaqueros algo caídos (bendita moda...), porque si no me estaría asestando unos golpetazos bastante dolorosos en las pelotas. Lo que notaba era poco más que una vibración en toda la zona de mi entrepierna, suficiente para que la polla me diera pequeños respingos con cada arremetida.

-Sí, aquí valdrá -soltó el otro con despreocupación, como el perro que analiza el terreno en busca del sitio perfecto donde enterrar su cagada. Unos dos metros más allá, el desnivel del andén lo llevaba hasta las propias vías, pero en el lugar en el que nos habíamos detenido aún había como medio metro de altura entre el suelo y los raíles.

-¿Qué me váis a hacer? -les pregunté, con la torpe ingenuidad del crío que ya sabe la verdad sobre los Reyes Magos, pero aún así finge inocencia para seguir recibiendo regalos.

-No es tanto lo que te vamos a hacer, chaval, como lo que nos vas a hacer tú a nosotros... ¡Baja a la vía! -señaló en dirección a la vía en desuso a nuestra izquierda. Al menos tuvieron la delicadeza de no obligarme a que me jugase la vida sobre los raíles transitados. No olvidaba yo que esa es la misma línea compartida con el AVE del sur de España: trenes rápidos y mortales de necesidad si no te apartas a tiempo. Todas las noches que esperaba a Vanessa veía pasar uno, levantando polvareda a su alrededor como si atravesara la nada.

Pero aquella fue la única "delicadeza" que tuvieron conmigo desde ese momento en adelante. Aunque sólo era medio metro, al ordenarme bajar el gordo me había empujado con brusquedad, cayendo yo sobre las innumerables piedras bajo el riesgo de torcerme un tobillo. Logré no caer ni tropezar con nada, pero al incorporarme del todo ya tenía el pelotón de fusilamiento frente a mí. Al estar en desnivel, el alto se colocó en la parte más baja del andén, y el gordo a su izquierda, quedando los dos a una altura semejante.

La altura perfecta para que mis ojos quedasen frente a los cinturones negros que aprisionaban sus cinturas. Las manos morcillonas del doberman fueron las primeras que arrancaron, dirigiéndose a la hebilla para desabrocharse sin prisa el pantalón.

-Va siendo hora de que te dejemos jugar con nuestras otras porras, que seguro que lo estás deseando, ¿verdad que sí, maricón, verdad que te mueres por comernos las pollas?

-Claro que lo está deseando, no hay más que ver la cara de niño vicioso con que nos mira -añadió el alto, que también empezaba a moverse sobre sus pantalones. No había forma de que me viesen la cara en aquella semi oscuridad de luna en huelga, pero supuse que sólo trataban de aleccionarse el uno al otro para aumentar su excitación. No les bastaba con someter a un chico de casi 17 años, si no que además fantaseaban con la idea de que me estaban haciendo un favor, que yo les había llevado a ello con mis provocaciones.

-Ese pendientito del labio está pidiendo carne desde hace rato, ¿a que sí, chaval? -el gordo se metió la mano bajo el calzoncillo, uno de esos de pata larga tan antieróticos y poco estéticos, a pesar de que todos los hombres familiares y afables los llevan en las películas yakees (excepto en las porno, claro)-. Esta noche le podrás contar a tu novio mientras te folla la boca, que hoy por fin has podido disfrutar de un par de pollas de verdad, dos rabos como no los has visto en la vida...

Me gustaría saber qué piensa el educador que halagó mi personalidad sobre la de aquel par de desgraciados tan poco humildes. Preferí no esperar a que me cogiera del pelo y me forzase a hacerlo. Deseaba acabar cuanto antes, así que estiré la mano y le pillé el morcillón, alejando la suya. Se la había sacado por la raja de aquel calzoncillo tan hortera, y yo se la empecé a masturbar sin prisas.

-Si es que tiene hambre, el muy cabrón... -mi iniciativa pareció entusiasmarle; al fin y al cabo, en sus fantasías yo estaba disfrutando con aquello.

-¡Puto crío chupapollas! -el alto se la sacó y me la mostró con orgullo-. ¡Te vas a hartar de rabo, maricón!

También se la cogí; era lo que esperaban de mí, que les satisfaciera por igual. Les estuve masturbando unos segundos, repartiendo mis miradas entre ambos ejemplares de virilidad masculina. Al gordo no se le acaba de poner dura del todo: ¿problemas de impotencia, señor agente de la autoridad? No era demasiado grande, aunque posiblemente guardase una pequeña porción al otro lado de la tela. El alto en cambio se había sacado todo el paquete, colocando el elástico de un slip bastante cutre bajo el peso de sus huevos. Descapullado y tieso como una vara de hierro, tenía un rabaco bastante admirable.

Fue el primero que me llevé a la boca. Le había comido la porra minutos antes, y sentí que simplemente estaba repitiendo curso tras las prácticas. Aquello no era cuero negro, si no un considerable trozo de carne humana hinchada por las venas que servían de vigas sostenibles. Me asqueaba el sabor a pis de su capullo, pero lo rodeé con mis labios y traté de contener la respiración. Seguía pelándosela al gordo y mamándosela al alto, cuando noté que las manos de éste me cogían de la cabeza.

-¡Cómo chupas, hijoputa! Seguro que tienes a tu novio más que satisfecho... Casi estoy deseando que llegue el tren para que vea lo bien que te lo pasas cuando te dan un cipote de verdad -incrementó el sometimiento con sus humillantes palabras; alguien que abusa de su (supuesta) autoridad como aquellos dos "animales", es alguien que quiere tener el control en todo momento, y quizá por eso me jalaba el pelo y me hacía menear la cabeza adelante y atrás.

-¡Déjamelo un rato! -casi exigió el doberman vicioso; enseguida noté otra mano sobre mi cabeza, apartándome de la polla de su compañero y llevando mi boca sin contemplaciones hasta su apestoso cimbrel. A lo mejor con el jugueteo de mi lengua conseguía endurecérsela, porque si ya dura podía dar asco, comérsela morcillona y viscosa era algo casi vomitivo. Tiré de su calzoncillo y se lo bajé un poco, para tener acceso ilimitado a su hombría medio enhiesta. De nuevo le encantó mi servilismo-. ¡Eso, niño, tú disfruta del regalo, que es toda para ti...!

Efectivamente, saliendo por la raja del calzoncillo no se podía apreciar toda la magnitud de aquella barra de carne. Al doberman no se le acababa de levantar ¡porque aquello era enorme! Tragué todo lo que pude, forzado y violentado por su mano poco amistosa, y si me atragantaba él se encargaba de quitarme las tonterías con un poco más de presión. Me folló la boca cuanto quiso, y cuando ya logré empalmársela casi del todo, se la sujetó para golpearme con ella en la mejilla.

El alto no quiso ser menos y se nos acercó lo suficiente para soltarme también algunos mandobles: una pollaca contra cada mejilla, el gordo desplazando ahora su glande hasta el piercing de mi labio, golpeándolo con saña, con rabia, sediento de sexo sucio... Junté los dos capullos viscosos con ayuda de mi lengua: si no querían contacto entre ellos, ya se ocuparían de apartarse y ceder terreno, pero como ya había supuesto, los dos machotes eran más maricones de lo que insinuaban sobre mí, y las pateadas en pareja buscando la víctima propicia por fuerza tenían que haberles dado ese nivel de confianza.

¡Por supuesto que el contacto de sus propias pollas no les incomodaba! ¿De cuántos chavales más habrían abusado antes? Ninguno de los dos tenía intención de salir de mi boca, por lo que seguí mamando ambas pollas, jugando con ellas como si fueran dos geyperman empalmados, las golpeé una contra otra, las chupé y relamí con cierta gula mal disimulada, y empecé a alternar chupadas más profundas. Decidí concentrarme en el alto, que parecía a punto de correrse. Le masturbé con rabia mientras plantaba la lengua en el extremo de su capullo inflamado.

-Vas a hacer que se lo trague, ¿verdad? -le preguntó el gordo a su compañero, tan pegado a él que parecía desear darle un abrazo y decirle lo mucho que le quería en momentos como aquél.

-¡Claro...! Claro que se lo va a tragar... ¿a que sí... chaval...?

Claro que me lo iba a tragar, ¿acaso tenía otra opción? De haberla tenido, sin duda se esfumó cuando su manaza de largos dedos me trincó de la nuca y me obligó a dejar de masturbarle al clavarme contra su surtidor. Asfixiado y sin posibilidad de réplica, cerré los ojos y soñé con que aquello era un helado, un día caluroso de verano, yo sediento, y aquel líquido viscoso y casi bubujeante era lo único que me podría quitar el calor...

Me lo tragué sin paladearlo, simplemente notándolo descender por mi garganta hasta que pude volver a respirar con normalidad. Las arcadas producidas por los chorrazos pasaron a un segundo plano al entrar el aire una vez más por mi esófago, despejándolo y dejando sólo aquel regusto amargo y asqueroso a lefa caducada. La misma que me vi obligado a lamer de su prepucio borboteante hasta dejarle limpio y seco. Toda la ranciedad de aquel cipote se quedó almacenada en mi lengua y en mis papilas gustativas, haciéndome desear más que nunca un cigarro.

Me tuve que conformar con un puro, uno tan gordo como su dueño, que esperaba de mí similares atenciones a las prestadas a su compañero. "El alto ya es historia", pensé para mis adentros, mientras oíamos a lo lejos el retumbar del potente claxon de un tren de alta velocidad: el AVE de las 21.20h a Málaga. Me zampé la polla del gordo, forzado por él con la misma intensidad de antes. Y el alto dejó de ser historia para hacerse muy presente, saltando el pequeño escalón del andén hasta colocarse a mi lado.

-¡Viene un tren, Mariano! ¡Será mejor que te sientes, para no llamar la atención! -le dijo en un tono de voz potente. Yo sólo rogaba para que no estuviésemos en las vías de paso de aquel cohete de hierro. Al doberman le había llamado "Mariano", y mientras el gordo me sacaba su pollaza de entre los labios, no pude más que pensar que tener un nombre le otorgaba una humanidad injusta y desmerecida a aquel cabrón-. Y tú, nene, ve bajándote los pantalones para que te enseñe el uso que le damos éste y yo a nuestras porras de cuero... -me lo susurró tan cerca de la oreja, tan próximas las vibraciones del suelo provocadas por el expreso de las 21.20h, que creí que eran las propias vías quienes me hablaban.

Mariano se sentó... Aquel gordo hijo de perra se sentó donde antes tenía los pies, por lo que no sólo me tuve que bajar los vaqueros y los calzoncillos para el sádico alto sodomizador, si no que me tuve que agachar en cuanto las manos del doberman mega dotado me agarró de la nuca y me hizo regresar a su polla. El tren ya estaba cerca. También la auténtica porra estaba cerca, demasiado cerca, rozando el límite de mi esfínter, acariciándolo, seguro que aún con restos de las babas que antes había depositado en aquella punta de cuero negro y duro.

La mamada al gordo estaba derivando en una profunda violación de mi boca, una follada salvaje y sin escrúpulos. Los mismos que le faltaban a su compañero de batallas, que con mi ropa a la altura de los tobillos, se sentía con el poder de arquear mi espalda y hacer que de ese modo mis nalgas se separasen un poco más. De nuevo el tren alertando de su proximidad, rompiendo la noche con su grito desgarrador....

Cuando el AVE a Málaga hizo su estelar y fugaz aparición, todo pasó de repente: el gordo me llenó la boca de semen y el alto me clavó la porra hasta el fondo. El grito de dolor me hizo expulsar la corrida y pringarle los pantalones al doberman, mientras el suelo temblaba a nuestros pies. La luz fue cegadora durante unos escasos dos o tres segundos, y luego se evaporó en la distancia, como si aquel gigante de hierro no quisiera observar las perrerías que me estaban haciendo en el apeadero fantasma de San Cristóbal de los Ángeles.

Sí, claro, yo también miraría para otro lado si pudiese, pero en cambio estaba allí, con la nariz pegada a los pelos rizados y pringosos de semen de aquella polla que decayó al instante, ensartado por el ano con la maestría de quien usa la porra con fines poco ortodoxos. Mis lloros no les frenaron lo más mínimo: aún debían fantasear con que yo disfrutaba de aquella escena, que mis lamentos no eran si no la expresión de mi gozo.

-¡Trágatelo, hijo de puta! ¡Límpiame hasta la última gota! -me ordenó el gordo mientras seguía cogiéndome del pelo con dureza. La porra del alto me entraba y me salía del culo con una dificultad terrible, dañándome las paredes anales con su rugosidad latente y sin lubricar. Chupé aquel vello púbico rizado y apestoso con rabia, deseando morderle la polla y arrancársela de cuajo.

Cuando el puto cabrón se cansó de mí, de mis chupadas y lametones sobre su sexo animal, no dudó en empujarme como si fuese escoria, el muñeco de trapo con el que se ha hartado de jugar. El potente embiste me hizo caer redondo, golpeándome las costillas contra uno de los raíles, con el culo aún ensartado por aquella porra diabólica que me perforaba sin remedio. Se me acercó el alto a recogerla, arrancándomela sin piedad y provocándome más daño que el que me había causado al trepanarme con ella. No cabía duda de que el ojete me quedaría dañado de por vida.

Mis sollozos no les provocaron ningún tipo de reacción. El gordo se había recolocado la ropa y se agachaba hacia mis pies para quitarme las zapatillas: "Otro día aprenderás a no poner los pies donde no debes", me susurró con la respiración entrecortada. Vi que las lanzaba lejos con todas sus fuerzas, posiblemente contra las hierbas altas y los zarzales espinosos. Se rieron de un modo grotesco. El alto no parecía del todo satisfecho.

-Vamos a asegurarnos de que no haga ninguna tontería -dijo en tono confidencial. Después se agachó y no dudó en quitarme los pantalones y los calzoncillos por los pies descalzos. También él empleó toda su fuerza de súper agente de la ley para lanzarlos bien lejos-. Espero que no nos volvamos a cruzar nunca, chaval, porque si alguna vez se te ocurre contarle a alguien que hemos estado jugando contigo, te juro por Dios que te mataré a golpes y te dejaré tirado donde ahora está tu ropa, ¿lo has entendido?

Asentí con la cabeza mientras notaba el pis saliendo de mi nabo, meándome encima por efecto del frío y la tensión vivida. Los "animales" iniciaron entonces la retirada, satisfechos y con las pollas descargadas, hablando con naturalidad sobre el destino al que se dirigían. Posiblemente les quedaran aún dos o tres horas de vigilancia, de velar por la SEGURIDAD de los viajeros.

Me moví en cuanto comprobé que mi cuerpo seguía entero, aunque dolorido. Y lo hice porque vi algo en el mismo sitio donde me había tragado la corrida del gordo. Al acercarme, medio arrastrándome sobre las piedras, comprobé que se trataba de su chaleco verde fosforito. Metí los pies por los agujeros destinados a los brazos, y me incorporé como buenamente pude agarrándome al andén en desnivel. Al seboso violador no le ajustaba, pero yo me lo coloqué como una especie de pañal alrededor de mi sexo meado y desnudo, y ajusté los velcros hasta lograr que se sujetara.

Después me senté donde se había sentado él y me hice con dos piedras de las más grandes y puntiagudas que encontré. Miré hacia la zona iluninada del apeadero y pude ver al gordo volviendo solo sobre sus pasos, buscando lo que ahora me servía de abrigo. El alto le esperaba bajo la farola.

Cerré los puños con fuerza alrededor de las piedras, casi hasta dañarme, y pensé: "Ven a buscar tu chaleco, cabrón..."

FINAL de "Seguridad FeRRoviaria".