Seduciéndola y desvirgándola reloj en mano
Tenía el tiempo medido y no habría segunda oportunidad... ¿me alcanzaría?
Yo estudié la prepa en cierta ciudad de provincias, en una "prestigiosa" escuela de paga llena de chavitas lindas y alocadas pero educadas en la peor tradición conservadora. Llegué ahí luego de varios desastres escolares y triunfos de otra especie. Era tres años mayor que mis compañeros y era "popular" a pesar de ser casi el único que llegaba en camión y de no pertenecer a su medio social, "popular", porque era el mejor jugador de ajedrez y el sheriff de la zaga central del equipo de futbol; también porque había leído más que todos ellos juntos y porque me saltaba impunemente (es que el cinismo desconcierta) las más absurdas del absurdo conjunto de reglas disciplinarias del colegio.
Así pues, tenía yo cierto pegue entre las chiquillas aquellas, pero también una amante, algunos años mayor que yo, por lo que no les hacía demasiado caso, porque suponía que con ellas no pasaría de un beso, un toqueteo, como mucho una masturbación, y yo quería creerme que ya no estaba para esos trotes.
Alita era una de esas chiquillas que me ponían bonitos ojos. Era linda y sexi. Coqueta y loquita. Morena de ojos oscuros y larga cabellera negra, delgada y de buena figura. Pero tonta, inculta, fresa... fan de "timbiriche" (La porquería que entonces escuchaban). A pesar de esto yo le hubiera hecho caso, muy probablemente, de no ser todavía tan ingenuo y de no tener la amante que tenía.
Pero esta es la historia del viaje a Reino Aventura (así se llamaba, todavía). La escuela organizó el viaje y los alumnos de los dos grupos de cuarto año, casi en pleno, salimos en un camión antes de las cuatro de la madrugada, custodiados por tres profesores.
Como los críos se despedían de papis y mamis, fui de los primeros en subir al autobús. Me senté al lado de una ventanilla y me puse los audífonos, dispuesto a recuperar las tres horas de sueño que me faltaban. Pero apenas empezaban los acordes de la 40 de Mozart (con sir Neville Marriner) y yo cerraba los ojos cuando se sentó a mi lado la linda Alita.
Pensé "¿a quién le dan pan que llore?", y empezamos a platicar. Ya en corto parecía mucho menos tonta que cuando estaba con los demás. Hablábamos en voz baja mientras Morfeo fue invadiendo al resto del camión. Platicábamos de música y de política: el país vivía por entonces los últimos estertores de las marchas contra el fraude electoral de 1988. Salinas estaba por tomar posesión de... pero eso no importa, lo que importa es que la chica sabía de qué le hablaba, lo que me extrañó sobre manera aunque, a fin de cuentas, ella había acompañado a sus padres en la campaña del Maquío (por eso nunca la vi: yo andaba con Cuauhtémoc, of course).
El viaje duraría horas. Ya llevábamos un largo rato platicando. Me encantó enterarme de los avatares del panismo en mi ciudad y ella se oía interesada en lo que yo contaba. Nuestras caras estaban muy cerca una de la otra y en un momento, quizá buscado, quizá no, pero que debía llegar, nuestras manos chocaron.
Entonces empecé a acariciarle su mano, la palma de su mano. Ella dejó de contar lo que estaba contando y durante media hora o más nos acariciamos las manos, solamente las manos. Era para mi una sensación agradabilísima y novedosa la de seducir a una doncella, la de tocar a una chica linda, la de echarme una noviecita e ir a su ritmo...
Fue ella la que se acercó para tocarme los labios con los suyos, lo que fue como una descarga eléctrica. Yo la abracé y nos dimos un beso que ha de haber roto algún record olímpico, porque duramos una hora, fácil, hasta que empezó a amanecer. No pasamos más allá. Apenas le acaricié la cara y la espalda, la cintura, no más. Con la luz del amanecer algunos de nuestros compañeros empezaron a despertarse y Alita me rechazó. El resto del viaje lo hicimos platicando, comiéndonos con los ojos: estaba hermosísima con su falda escocesa (casi todas llevaban la falda de la escuela) y su ligera blusita blanca.
Paramos a desayunar en un MacDonald´s de Satélite. Mis religión me prohíbe "comer" semejante basura, así que mientras mis legañosos compañeros saciaban sus apetitos yo me quedé en el bus. Por aquel tiempo estaba leyendo "Pantaleón y las visitadoras", de Varguitas, y reía a mandíbula batiente cuando entró al vacío camión la linda Alita. Se acercó, se sentó en mis piernas y me dio un beso. Para no ser menos yo metí mi mano derecha bajo su falda mientras ceñía su breve cintura con la siniestra.
Mi mano recorrió muy despacio su muslo, desde la rodilla hasta la ingle. Se fue estremeciendo mientras yo disfrutaba la suavidad de su piel y la firmeza de sus músculos. Mi mano subía acariciando, apropiando, mientras nuestras bocas se fundían en un largo beso. Cuando mi pulgar llegó a su ingle y rozó la tela de sus braguitas, ella se separó de mi, obligando a sacar mi mano. "Ya no deben tardar, Pablo lindo –me dijo-. No quiero que sepan aún... ¿podremos fingir?, ¿Te irás con tus amigos y yo con las mías?" Le dije que sí y ella se paró y volvió a bajar del camión.
La vi bajar y me acaricié la verga por encima del pantalón, muy despacito, tratando de archivar para siempre en mi memoria el calor de su piel, la humedad de su boca, su sobresalto cuando mi mano se posó en su muslo. Lo seguí saboreando en el trayecto de Satélite al Ajusco, mientras mis compañeros hacían un gran escándalo en el camión. Lo seguí saboreando cuando fui de los juegos a la cerveza con mi grupito de habituales. A veces nos encontrábamos con el grupito en que iba Alita y yo le sonreía o ella me guiñaba el ojo.
Yo subía y bajaba acompañado de cuatro vatos y buscaba la manera de acercarme a Alita, lográndolo unas tres horas después de haber entrado al parque, cuando mi grupito y el suyo, formado por ocho chavas, coincidimos frente a los cochecitos chocones. Nos retamos unos a otras y subimos por parejas. De más esta decir que quedé con Alita... y le cedí el volante.
Sentado a su lado, fue ahora mi mano izquierda la que se apropió de su muslo, bajo su falda. Como en el bus, empecé por la rodilla y fui subiendo despacito, muy despacito, mientras ella, muy roja, apretaba con fuerza los dientes y el volante, mirando fijamente al frente. Mi mano fue subiendo sin prisa pero sin pausa. Dada la posición, era ahora el meñique el más cercano a su cuerpo y el primero en sentir la tela de sus bragas.
Esta vez no protestó o, quizá, no tuvo tiempo: acababa de llegar mi mano ahí cuando nos embistieron de frente, entre grandes carcajadas, Malu y Mila (llamémoslas así), dos regordetas amigas de Alita. Mi mano brincó hasta su pubis, cayendo sobre su monte de venus y, para mi sorpresa y júbilo, ella abrió las piernas y no protestó.
Lo que siguió no duró más de tres o cuatro minutos pero fue suficiente. Acaricié su monte de venus, con la suave tela de algodón entre mi piel y su piel. Busqué su clítoris y, no sin trabajos, lo encontré y empecé a trabajarlo, con cariño, con mucho cariño, mientras ella respiraba con fuerza y se ponía más roja, si cabe, y apretaba con tal fuerza el volante del cochecito que sus nudillos estaban blancos.
Cuando los carritos pararon, yo saqué rápidamente la mano y me desfajé la camisa para disimular la erección. Se empezaron a burlar de nosotros diciendo que éramos muy malos para conducir el juguetito, y yo argüí que había sido Alita, pero que, si me vieran, ya sabrían. Entre dimes y diretes nos volvimos a sentar para una nueva ronda, esta vez iba yo al volante.
Apenas el operador echó a andar el juego, Alita volteó a verme con una sonrisa pícara y puso su suave mano sobre mi paquete. Ahora era mi camisa la que ocultaba su mano. Pero pronto deduje que, más que corresponder, Alita quería conocer: no acariciaba, sino exploraba. Su mano abrió mi cremallera y buceó. Tocaba mi verga sopesando su textura y su tamaño, sus peculiaridades... yo me sentía morir y, a diferencia suya, que se había concentrado claramente en lo que mi mano hacía, yo me concentré en el juego. Y aún así, hubo un momento en que quise que rogarle que parara.
Al bajar del juego los demás nos arrastraron a la Canoa Krakatoa y de ahí a otro juego, y a otro. Los amigos se reían y como al descuido tocaban las piernas, los hombros o las mejillas de las chicas, que se reían más fuerte aún. Sin besarla, sin tocarla más que mis amigos a las otras, yo lo hacía con Alita, para marcar mi territorio. Ni siquiera pudimos hablar aparte.
Así dio la hora de comer. Los profes nos habían citado a todos en una pizzería y aunque algunos quisimos oponernos, las chicas, que visiblemente empezaban a temer que podrían ir más allá de lo que "querían", nos hicieron reunirnos con los demás. Yo no podía más y antes de entrarle a las pizzas, desaparecí en un baño no muy cercano y sentado en el inodoro me sacudí la verga. La acaricié primero como lo había hecho Alita, recordando, para masturbarme después. Tenía que hacerlo, so pena de sufrir un derramamiento accidental en la siguiente tanda de fajes y agasajes, o de sufrir el consabido dolor de huevos.
Aliviado, regresé con el resto para llenar el buche y cotorrear el punto. Luego volvimos a los juegos y no tuve otra posibilidad de acercarme a Alita, aunque desde lejos nos mirábamos y nos sonreíamos.
A las cinco de la tarde estábamos citados en la puerta para ir al siguiente punto de la excursión: los niños querían conocer Perisur, y hacia allá salimos. Teníamos dos horas libres y luego cenaríamos. Yo esperé a que los compañeros corrieran a Liverpool, el Palacio o Sanborn´s, tiendas inexistentes en nuestra ciudad, y fue buena estrategia, porque sólo quedaron Alita y sus dos regordetas amigas.
Cuando nos quedamos solos les pregunté que si de verdad querían ir a ver chingaderas inútiles en los grandes almacenes. Alita preguntó qué alternativa ofrecía, y los hice seguirme. Afuera tomé un taxi y le pedí que nos llevara a la ENAH, muy cerca de la cual hay una cervecería donde bien sabía yo que no nos harían identificarnos. El taxi era un vochito. Malu y Mili entraron y las seguí yo, de modo que Alita se sentó en mis piernas. Durante el breve trayecto aspiré el perfume de su cabellera y acaricié disimuladamente sus nalgas, de modo que cuando llegamos estaba, otra vez, cachondo.
La cervecería estaba vacía, quizá porque era lunes y la ENAH estaba en vacaciones intersemestrales. Nos sentamos en círculo, yo frente a la puerta con Alita a mi derecha, Malu a mi izquierda y Mili enfrente. Malu era regordeta y bajita, pero de bonita cara y Mili no estaba mal, aunque algo pasadita de peso.
Yo conocía al dueño, Pepe, gracias a mi militancia política, pues siendo dirigente de las juventudes de cierta organización de ultraizquierda en mi ciudad, solía ver con relativa frecuencia a los "rojos de la ENAH”, y lo presenté a mis amigas. El amigo, gordo y muy moreno, de unos 35 años, nos sirvió una jarra de oscura y se acodó detrás del mostrador. Yo rozaba la rodilla de Alita con la mía mientras sus amigas apuraban demasiado rápido sus cervezas. Viendo cómo disminuía el líquido, Pepe, sirvió otra jarra, cerró la puerta y poniendo el sagrado licor en la mitad de la mesa, dijo "la casa invita". Lo invité a sentarse con nosotros, presentándolo a las chicas, y él jaló un taburete, colocándose entre Malu y Mili.
Platicando de esto y aquello se acabó la segunda jarra y Malu, que estaba bebiendo demasiado rápido (ella sola ha de haberse tomado una jarra) empezó a sentirse mal. Pepe le dijo que había una colchoneta a mano y la acompañó a vomitar la cerveza y a recostarse, mientras yo rellenaba la jarra. Observé en mi relox que no habían pasado quince minutos desde nuestra llegada.
Cuando volví a sentarme a la mesa, poniendo en el centro la jarra, Mili preguntó: "Bueno, ustedes son novios o qué", y Alita, toda roja, luego de unos segundos, dijo que sí. "Y entonces por qué no se dan un beso?" Yo, entonces, la besé otra vez. La besaba cuando alcancé a ver, con el rabillo del ojo, que Pepe deslizaba su ancha mano por la espalda de Mili y se detenía deleitosamente en su hombro, carnoso y redondeado.
Me volví a medias y, sin dejar de mirar a Mili y a Pepe, deslicé mi mano derecha entre los muslos de Alita, por la ruta que, aunque apenas había conocido unas horas antes, ya había transitado suficientemente. Avancé suavemente, acariciando la tersa piel de mi chica hasta llegar otra vez a su pubis. Como antes, en los carritos, busqué su clítoris por sobre sus braguitas y lo acaricié con la uña del pulgar, mientras observaba cómo la mano de Pepe pasaba del hombro a la cara de Mili, acariciándole las mejillas y rascándole el cuero cabelludo, mientras su otra mano se posaba en el muslo de la chica, sobre la falda escocesa. Mili sólo rió con fuerza y apuró un largo trago de cerveza.
Con la uña del pulgar todavía sobre el clítoris de Alita, los otros dedos buscaron el inicio de su braga y la removieron. Sentí cómo se ponía en tensión, pero seguí acariciándola, besándola, sintiéndola. Fue cuando mis dedos índice y medio se posaron en sus labios, buscando su vagina, cuando ella se levantó de golpe, azorada y roja... pero, al levantarse, golpeó la mesa con sus rodillas y derramó la jarra de cerveza, que estaba casi llena, con tan buena puntería (ese día, amigos, Eros estaba de mi parte) que el helado néctar fue a dar a la blusa y la falda de Mili, quien pegó un salto de dos metros hacia atrás.
Se le olvidó que Pepe la estaba tocando y casi lloraba: "¿cómo van a verme todos con la ropa empapada?, ¿cómo voy a llegar oliendo a cerveza? –Preguntaba-. Mis padres me van a matar", y ponía un hermoso puchero.
La verdad es que sus tetas se veían lindas, muy lindas, transparentándose bajo la blusa. Alita también casi lloraba, pero Pepe llegó al rescate: "Mili: a tres casas hay una lavandería y el dueño es mi amigo. Si le llevo tus ropas y le ruego que se apure, en no más de hora y media estarán listas... ¿qué dices?"
Mili lo pensó brevemente y dijo: "Vale, Pepe, gracias... no me queda de otra. Pero ustedes también deben quedar en ropa interior, para no ser yo la única". Mientras Alita trataba de protestar, sin éxito, porque Mili le recordó que la culpa era suya, yo miré mi relox: eran las 6:30, apenas llevábamos 25 minutos en la cervecería, y faltaba exactamente hora y media, la hora y media pedida por Pepe, para la cita en el Sanborn´s en que cenaríamos... Alita trataba de remolonear pero ya Mili se había quitado su blusa y su falda. Pepe hizo un ovillo con las prendas y salió corriendo.
Alita y yo nos desnudamos mientras Mili llenaba otra vez la jarra. Mili escondía unas abundantes pero bien distribuidas carnes blancas, demasiado blancas, pero apetecibles, aunque la ropa interior, que seguro le escogía su madre, no le hacía ningún favor. Sus tetas eran enormes, sonrosadas y apetecibles y, erguidas como estaban, con la chica escanciando la cerveza, hacían una imagen espléndida, casi de cervecería alemana de fantasía.
Pero fue mucho mejor ver a Alita desnudarse. Mirar cómo se deslizaba la falda hasta los tobillos dejando al descubierto sus largas piernas, sus caderas estrechas pero bien formadas, su breve cintura, sus pequeños pechos cubiertos por un blanco bra de algodón. Mi mirada se detuvo en la curva de sus caderas, en su ombligo, en las líneas de su cuello. Con sus largas calcetas blancas y sus tennis rosas, sus braguitas y su bra, su pelo recogido en una cola de caballo y sus mejillas rojas de la pena y la emoción, estaba como para tentar a un santo.
Dejó su blusa y su falda bien dobladas en una mesa y se sentó en su lugar. Mili empezó a llenar los tarros cuando se apareció Pepe, al que hicimos quedarse en calzones, como estaba yo. En calzones, calcetines, zapatos y relox. Por cierto, lo miré: 6:37.
Nos sentamos a la mesa, ante una nueva ronda de cervezas y Pepe cortó el hielo contando anécdotas muy divertidas de los borrachos de la ENAH (tiene un abundante repertorio). Luego (el tío es listo y sabía a lo que iba) las historias empezaron a decantarse hacia lo calientito, sin entrar al sexo explícito, y su mano fue recuperando, muy discretamente, el terreno antes conquistado sobre el cuerpo de Mili.
Yo lo imité: mi mano izquierda volvió a posarse en el generoso muslo de Alita, volví a acariciar, a apropiar mientras reíamos de las historias de Pepe. Esta vez, mi mano subió lentamente por la cara opuesta del muslo, hasta llegar a su nalguita, que exploré con cuidado y cariño. Despacio para evitar que volviera a protestar. Mi dedo meñique se acercaba, milímetro a milímetro, a la deliciosa línea raya entre sus nalgas. A punto de llegar ahí, ella se giró sobre la silla, me echó los brazos al cuello y me dio un largo beso.
Mi mano derecha hizo suya su cintura. Adoro las cinturas de mujer... duras, como la de Alita, o carnosas, como deben ser, suaves y delicadas, frágiles siempre, femeninas. Mi mano izquierda subió desde su nalga y tomándola de la cintura con mis dos manos, la atraje hacia mí, hacia mi erección, evidente y dolorosa. Nos abrazamos y sentí sus manos en mi espalda, su aliento en mi hombro, erizándome todos los vellos del cuerpo. Empezaba a perder la cabeza cuando una voz femenina, la de Mili, dijo a mis espaldas, muy quedo, demasiado... "no, no por favor".
Tuve que volver la cabeza y vi cómo Pepe se separaba de Mili, rojo como un tomate. Murmuró algo ininteligible, a lo que siguió un "creí que tu querías". Mili no tenía bra, sus pezones estaban enhiestos, gruesas gotas de sudor bajaban por su frente y estaba tan roja como Pepe, cuya verga formaba un promontorio notable en sus trusas "rimbros". Yo los veía a ambos como preguntando de qué iba la cosa. Mili, quien puso tensas las cosas, fue quien las relajó, cuando dijo:
-Bueno... sí... me gusta... pero... no quiero perder hoy la virginidad –dijo, ruborosa y cortando la frase a cada palabra.
-Si se trata de eso, preciosa, no temas: déjame hacer y saldrás intacta –dijo Pepe, y los ojos le brillaron con mal brillo.
Ella no dijo nada y Pepe tomó su silencio por aquiescencia, se fue hacia ella, la levantó en vilo, la sentó en la orilla de la mesa y de dos zarpazos le bajó las nada sexis bragas. Era una pena que me diera la espalda, así que podía ver buena parte de sus rotundas nalgas, pero no su coño. Metió su cabeza entre sus piernas, fuera de mi vista... y entonces Alita, que había estado viendo todo, con su mano en mi hombro, se acercó a mi, me abrazó estrechamente y me dio un besito en el cuello.
Su piel, por fin, junto a mi piel. Sus labios, su lengua en mi cuello erizaron todos mis vellitos. No se donde había aprendido, no se qué mensajes secretos traía su ADN, porque empezó a actuar con sabiduría de siglos: su boca fue de mi cuello a mi oreja, hundiendo su lengua, húmeda y cálida, en los laberintos privados de la misma. Luego, con igual sabiduría, bajo despacito, muy despacito, hasta mi cuello y mi hombro. Sus manos recorrieron mis brazos, sin dejarme abrazarla. Sus manos bajaban por detrás de sus brazos, de bajada con sus uñas, de regreso, con las yemas de sus dedos me acariciaba.
Era una virgen ingenua, supuestamente, y me tenía completamente a su merced.
Cuando sus manos pasaron a mi cuello, rodeándolo, haciéndolo suyo, la abracé de la cintura y la atraje hacia mí mientras sus manos jalaban mi nuca y fundía otra vez sus labios con los míos. Fuimos uno con el otro: no parecía posible que me tuviera así. No podía ser que esa misma mañana sólo pensara en ella como una niñata más del grupo, una tontita como todas...
Como en los juegos, volvió a buscar mi verga. La acarició sobre el calzón y luego me hizo hacia atrás. Con sus pequeñas y suaves manos me bajó los calzones y se quedó viendola con atención. Luego la tocó, sopesando, percibiendo texturas, mientras los gemidos de Mili empezaban a ser notorios, sin que eso me hiciera mirar hacia ese lado. No dejé a Alita explorarme por más de cinco o seis minutos: le di vuelta sobre su propio eje, hice a un lado sus braguitas y la hice recargar su torso en la mesa. Ella dijo:
-¿Qué vas a hacer, Pablo?- Como si no lo supiera.
-No te preocupes, corazón –le contesté-, prometo tener cuidado y venirme fuera: no te embarazarás.
Yo se, colegas, que eso no es del todo seguro... pero el horno no estaba para bollos. Me ensalivé la verga antes de insertarla. Estaba muy húmeda y contra lo esperado, me deslicé sin problemas hasta topar con su himen. Ella gemía y dio un gritito cuando arremetí contra el virginal obstáculo con un violento movimiento de caderas, mientras la tenía buen prensada de la cintura. Me moví suavemente, en círculos y deslizándome hacia dentro y hacia fuera. Entraba y salía hasta casi venirme, sintiendo su carne, la delicada carne de su vagina rodear, acariciar mi pene. Y luego, a punto de turrón, me detenía, con la verga metido hasta dentro, acariciándole las pequeñas y duras tetas y las bien formadas nalgas. Y dale otra vez hasta que ella se vino, temblando y gimiendo. Sus piernas y sus caderas se estremecieron bajo mi cuerpo. Entonces, arañando el cielo, arremetí con vigor creciente hasta que sentí venirme, sacándoselo entonces y echando todo sobre sus nalgas.
Ella se dio vuelta y sin limpiarse ni nada, escurriendo semen, me dio un abrazo largo.
-Ya soy mujer- dijo. –Me encantó.
Sólo entonces percibí que en el suelo, sobre un mantel, Pepe estaba follándose a Mili, cuyo propósito inicial quedaba así hecho añicos. No quise fijarme, sino acariciar a Alita, besarla, sentirla mía, saberla mía. Miré el relox: 7:26.