Seduciendo a mi tío

Inicio mi larga carrera d puta adolescente logrando que mi tio me quite la virginidad. ¡Qué delicia!

Seduciendo a mi tío

Mi nombre es Cecilia y, con esta entrega, inicio la historia de mi larga, rica y productiva vida sexual, en una ciudad mediana del Bajío mexicano que no nombraré, en el año del señor de 1987.

Cuando todo inició, yo tenía 12 años, casi 13, y según el registro de mi diario mis medidas eran de 76-55-69, con 1.43 de estatura: nada mal, una perfecta Lolita, con unos pechitos que ya despuntaban, blancos y firmes, unas caderas en proporción con mi estatura, rotundas y bien formadas ya, y una suave pelambre castaña cubriendo mi pétreo sexo.

Durante el primer año de secundaria me aislé por completo del mundo, haciendo lo posible apenas para no perder el año, y siguiendo cuanta guía teórica caía en mis manos, me dediqué a explorar mi cuerpo y a masturbarme, y no haré larga la historia. Al terminar el año hice una reflexión profunda y decidí que antes de ser virgen muchos años más, hasta casarme, cual se acostumbraba en ese pinche pueblo (aunque cada vez había más trasgresoras, hay que reconocerlo), debía "activarme".

Mi precoz lectura de Lolita, me había indicado el camino. Para mí estaba claro que Lolita había empezado todo, y no su puto y supuesto "seductor". Lo malo para ella fue que perdió el control y cayó totalmente en sus garras, cosa que, en mi caso, habría que evitar. Mi Humbert-Humbert sería, lo decidí tan pronto tuve claro lo anterior, mi tío Héctor, hermano menor de mi madre, quien tenía entonces 31 años y era un vago de puta madre.

Según él, era escritor, pero no daba golpe y vivía con su madre, mi abuela, quien, como sabes, es una agradable viejita, que ya no camina y apenas oye. Héctor, yo lo sabía, había tenido muchas novias, pero ninguna se quedaba, y en mi casa estaba mal visto, "por hippie", decían mis padres, aunque yo desde niña acostumbraba pedirle sus libros, o simplemente tomarlos.

Así fue que leí Lolita y otros instructivos textos, sobre todo los de Xaviera Hollander, mi ídola: yo me dije que de grande quería ser como ella, pero empezaría antes. Llegadas las vacaciones leí y leí, y soñé y soñé, y finalmente puse fecha: una semana antes de mi cumpleaños, de mis trece, lo haría, y pensé en los detalles.

Así fue. Pedí permiso para dormir, como tantas otras veces, en lo de la abuela, en su cuarto de visitas, que estaba al lado de la habitación de Héctor, mi tío. Era un viernes y supuse que llegaría tarde, y así fue. Yo estuve espiando el momento en que mi abuelita se durmiera, y dándole media hora más, me pasé al cuarto de Héctor y preparé la escenografía: saqué Las edades de Lulú, que había leído recientemente, y me quedé en camiseta, sin sostén, y pantis. Con el libro abierto a mi lado, una mano en la concha, y semitapada, fingí quedarme dormida... es decir, dejé de leer y lo fingí cuando lo oí llegar, apenas pasada la media noche.

Entró a la recamara y, por lo visto, estuvo mirándome con cuidado, hasta que me despertó tocándome el hombro desnudo. Yo sentí una descarga de energía y de miedo, porque sabía lo que debía pasar. Abrí los ojos, y cuando me dijo "hola", le contesté que lo estaba esperando. "¿para qué?", preguntó. "Para que tu, mi tío favorito, me hagas, como regalo de cumpleaños, lo que le hicieron a Lulú". Se me quedó viendo de hito en hito, y volví a decirle: "si no lo haces tu, lo hará cualquier otro, y a ti te quiero, y me gustas, y se que me vas a cuidar". Todo eso lo dije sin levantarme, reclinada en un codo, y con él sentado ahí al lado, al alcance de mi mano.

Héctor, Héctor, ya les digo, 31 años, jeans descoloridos, huaraches o tenis, camisa de manta, chaleco chiapaneco-guatemalteco, alto y flaco, de bigote, facciones afinadas, lentes a la John Lennon, aire ausente, cigarrillo sin filtro en los labios, todo el tiempo, puso su mano sobre mi hombro y empezó a acariciarme, entonces yo, urgida y curiosa, moví mi mano hacia su pene, pero él me pidió que me quedara quieta, que me recostara y lo dejara hacer.

Yo nunca he sido muy pasiva, así que le dije que lo que fuera, pero que me dejara verlo antes. Entonces se paró, cerró la puerta con seguro y se desvistió rápidamente, mostrando una verga tremenda, que me asustó, y razón había, porque es desmesurada, porque el placer no debe ser dolor... o no siempre.

Bien, lo vi con los ojos como platos, lo vi pensando que en unos minutos lo iba a tener dentro, lo vi con miedo, con el miedo que no había tenido al decirle lo que le dije. Pensé incluso en rajarme, pero no había llegado tan lejos para eso, así que hice de tripas corazón y me quedé quieta, como él me había dicho. Héctor se acercó, me bajó las pantys y me abrió las piernas.

Otra vez pensé que ya tenía dentro ese trozo de carne, pero no, aún no. Por lo pronto empezó a tocarme, a acariciarme las piernas, los pechos sobre la blusita que aún llevaba puesta, los labios vaginales, hasta que poco a poco me fue haciendo olvidar el miedo. Entonces, sin haber tocado lo que yo quería que tocara, el clítoris, se paró, y con voz ronca, preguntó "¿te has masturbado?"

Yo sólo asentí y él me dijo: "hazlo, quiero verlo". Yo le hice caso, meneándome el clítoris de la forma que había aprendido, y cuando empecé a agitarme, a temblar, él se echó sobre mí sin decir nada, me abrió los labios, y guiando su mastodonte, lo metió de sopetón mientras con la otra mano me cerraba la boca. Yo sentí una gran desgarradura, que me partía en dos: creí que me lo había ensartado entero pero no, porque apenas estaba pasando el dolor cuando dijo: ahora espérame, voy despacito, aguanta... y aguanté como toda una hembra, porque cada empujón que daba me dolía hasta el alma, y hasta que la sacó, un siglo después, así fue.

Entonces vi mi sangre y empecé a llorar, dije que así no lo había pensado. El me consoló y dijo: "va otra vez, pero si no quieres, no te la meto, sólo pídela si la quieres". Yo pensé "¿cómo habré de quererla, al menos hoy, si todavía me duele?", pero cerré los ojos, y él empezó a lamerme los labios y tan adentro como podía, y al principio sentí alivio en lo que para mí eran quemaduras, pero pronto empecé a sentir el cosquilleo conocido y agradable, y parece que él se dio cuenta, porque empezó a succionarme el clítoris, cosa que me volvió loca.

Cuando estaba por venirme quise gritar que me la metiera, pero preferí estallar en su cara, y gemí profundamente, a riesgo de despertar a la abuela. El, con paciencia, volvió a empezar, y esta vez sí le pedí que entrara, y lo hizo, no se si con mayor suavidad que la anterior vez, pero sí sentí, aunque aún adolorida, el placer de sentirlo dentro, y luego su suave muelleo sobre mi, cargando su peso en mi humanidad. Fue delicioso, aunque no me vine, máxime cuando él, al salir, me masturbó hasta que alcancé el segundo orgasmo de esa noche.

Día inolvidable: 2 de agoto de 1987.