Seducido y abandonado
Susanita, la sobrina de mi mujer, viene a pasar unos días con nosotros. La convertiré en mi amante, pero solo hasta la llegada de su abuelo.
SEDUCIDO Y ABANDONADO
Recuerdo con delectación la última vez que nos vimos. Ella no tenía más de quince años y yo ya pasaba de los treinta y cinco; se había sentado a mi lado, desplazando a su tía (mi mujer) en la mesa de la familiar comida playera y su desnuda pierna derecha hacía rato que presionaba la mía provocándome una continuada erección debido a la calidez de su joven piel y a mi desbocada imaginación.
Es cierto, ya no era la niña a la que inocentemente enseñaba a nadar el verano anterior y que se aferraba a mi cuello, temiendo ahogarse, pegando sus incipientes pechos a mi torso y obligándome a prolongar mi estancia en el mar hasta ver reducida la escandalosa protuberancia de mi short. Pero mis firmes principios éticos se tambaleaban ante aquella continua provocación; por dos veces intenté separar mi pierna y ella lo evitó aumentando la presión de la suya mientras me dirigía una reprobadora mirada cargada de intención.
Fluyen estos recuerdos con intensidad mientras el tren en que Susanita (ella) llega a pasar unos días de vacaciones en mi casa, se detiene lentamente y yo la busco entre los pasajeros; ha pasado un año y el cambio operado en su cuerpo es más que evidente. Se me acerca alborozada, me abraza y mientras mis labios buscan su mejilla ella gira la cabeza para que los suyos, húmedos y carnosos se aplasten contra mi boca.
Cuando mi mujer me comunicó la visita de "la niña", intenté oponerme con las más convincentes razones pero todo fue inútil: sería una afrenta a la familia y solo estaría quince días.
Obviamente me cuidé mucho de exponer mis auténticos motivos para tal negativa: la pasión que siento por Susana desde hace tiempo y el temor a cometer una barbaridad cegado por mi lujuria y por la de ella.
El coche avanza lentamente, obstaculizado por el tráfico veraniego, y ya Susana, Susanita, ha pasado su brazo sobre mis hombros y se acerca, mimosa, buscando, de nuevo, mis labios. Su mano libre se desliza sobre mi bragueta y palpa, complacida, la confirmación de su poder sobre mí. El atasco es absoluto y su lengua aprovecha para buscar la mía que deja de resistirse, púdicamente, para enzarzarse en una dulce y afanosa batalla que se desarrolla, ora en una, ora en otra boca.
-Susana, cariño, ¡como has crecido!. Fernando, sube la maleta a su habitación. Pero cuéntame, ¿como está mamá?.
-Ahora te cuento, tita, pero ahora voy a ducharme que vengo sofocada!.
Sube las escaleras, de dos en dos, y me encierra en su habitación antes de darme tiempo a reaccionar. Vuelve a colgarse de mi cuello y a besarme de forma desaforada. Ya no aguanto más y esto es solo el principio.
Al cabo de media hora, baja al comedor vestida con un sugerente pijama de raso. Sus húmedos pezones se marcan, poderosos, bajo la sedosa tela.
Olga, mi mujer, está en la cocina preparando la cena y Susana, Susanita, se sienta sobre mis rodillas.
-¡Oh, tito Fernando, estoy tan contenta de estar aquí, contigo!.
A las seis de la mañana, como cada día, suena puntual el despertador. Me levanto, cierro la puerta suavemente para no despertar a Olga y bajo a la cocina a desayunar. No han pasado dos minutos cuando aparece Susana. El calor la ha obligado a quitarse el pijama y solo conserva unas níveas braguitas de algodón que resaltan el bulto de su pubis.
Mis ojos quedan deslumbrados ante aquel cuerpo y cegados cuando se fijan en sus pechos: redondos, erguidos, pequeños, blancos y con dos oscuros y protuberantes pezones que me apuntan desafiantes. Todavía con el amargo gusto del café en mis labios, me acerco tembloroso y los beso, los lamo, los muerdo, ella, gime y me alborota el cabello clavándome las uñas de sus dedos arqueados por el placer. Mis manos, mientras tanto, han bajado las braguitas hasta los muslos y unos ávidos dedos hurgan ya en el fresco y húmedo sexo.
-¡Fernando, cariño!, ¿estás ahí?.
Llega amortiguada la adormecida voz de Olga y todo parece recobrar una onírica normalidad: yo, sorbiendo el frío café con la inhiesta polla al aire y Susana deslizándose, gatunamente, con las bragas bajadas, hacía el lavabo de la planta baja de la casa.
-Ahora subo, mi amor.
Llego tarde a la oficina, pero no puedo evitar el masturbarme furiosa (y placenteramente) bajo la ducha. Este primer asalto ha acabado en tablas pero quedan catorce días por delante.
A media mañana recibo una llamada de Susana, está en la playa:
-Mi amor, esta mañana me has puesto cachondísima, me he tenido que masturbar en el lavabo y ahora, oyendo tu voz estoy mojando el bikini, creo que voy a dar gusto a mi clítoris de nuevo.
Cuelgo y me voy al excusado.
Esa noche, tras la habitual práctica de encubierta seducción nos acostamos temprano y con mi libido en su punto más alto comienzo a acariciar el vientre de Olga que se muestra sumamente sorprendida pero también receptiva. Me sumerjo bajo las sabanas y busco los humedales que me son tan conocidos. No tarda en gemir, suavemente, pero lo suficiente para que
-¡Tito Fernando, hay una araña en mi habitación!. ¡ Ven, por favor!.
La niña, como la perra del hortelano: Ni jode ni deja joder.
Me levanto reticente y me dirijo al cuarto de Susana, Susanita, el pubis recién depilado, un consolador que entra y sale rítmicamente de su vagina y una picara y seductora mirada que dice : ¿Ves lo que te estás perdiendo?. Doy un ficticio zapatillazo en la pared, que acaba con el inoportuno arácnido y regreso, esta vez sin interrupciones, a finalizar el placentero fornicio.
A las seis de la mañana, como cada día, suena puntual el despertador. Olga duerme profundamente, aun así, cierro la puerta con suavidad y bajo a la cocina. La luz encendida y el aroma a café recién hecho me despejan bruscamente.
Susana, Lolita, llena las dos tazas, cierra la puerta y se lanza a mi cuello, como una loba hambrienta. Está totalmente desnuda, su cuerpo conserva la tibia calidez de las sabanas y su inconfundible olor personal que me excita tanto o más que la visión de su cuerpo.
Ya mi verga ha salido, erecta y curiosa, fuera del pijama. Se cuelga Susana de mi cuello y yo abrazo sus muslos mientras ella consigue ser ensartada casi en el primer intento. Me apoyo en la pared mientras Susanita impone su ritmo. Me duele la espalda pero el jadeo previo al orgasmo de mi amante me hace olvidar otra cosa que no sea el placer que ya recorre todo mi cuerpo. Tras ella, exploto yo en un bestial orgasmo contenido durante días. Todo lo que yo había fabulado sobre mi relación con Susana se ha visto superado por la realidad. Jamás había sentido una sensación igual con ninguna otra .! A la mierda la ética y las convenciones sociales, no quiero hacer nada más que follar con esta mujer!.
Me ducho, alegre, satisfecho, confiado, optimista y me voy a trabajar subido en una nube.
Cuando regreso, por la noche, me encuentro a Olga derrengada en un sillón; Susana la ha tenido toda la tarde de compras y no puede con sus píes. Me besan mis dos mujeres y entre Susana y yo hacemos la cena, con dificultad, pues me provoca continuamente con besos y caricias que distraen mi atención sobre las ollas.
Después de cenar, propone un paseo por la playa.
-Id vosotros (responde Olga) yo estoy rendida.
Insiste hipócritamente Susana, con vehemencia, y yo con menos convicción pues veo el plan de Lolita.
La noche es ideal, calida, despejada y en la playa no queda nadie. Al llegar a la altura de las barcas de pesca varadas en la arena nos tumbamos, uno junto al otro, nos miramos y, sin dilación iniciamos un violento asalto en el que rivalizamos por morder, besar, lamer cada centímetro del otro. Cuando llego a su vulva, su olor me embriaga, me trastorna, me enloquece y mi lengua se sumerge en esa primigenia fuente del placer para absorber hasta su última gota. Ella, a su vez, se afana en un delicado masaje bucal a mi hipertenso pene que, a duras penas, contiene el blanco fruto de mi desmedida pasión.
Cuando, por fin, nos penetramos, el uno al otro, se colapsa la razón y soy incapaz de describir tal paroxismo.
No suena el despertador a las seis. Me acabo de acostar, solo para dejar una ficticia señal en la cama, Olga duerme, Susana también y yo con profundas ojeras pero eufórico regreso a la oficina recreándome todavía en los detalles de la noche en la playa. No se como acabará este embrollo en el que, voluntariamente, me he metido pero no hay marcha atrás.
Vuelvo a casa al anochecer con la mente atormentada y llena de contradicciones. Debo decírselo a Olga pero... ¿Cómo?
El Jaguar de mi suegro está aparcado junto a la puerta.
Salen los tres a recibirme. El viejo Matías al frente: sienes plateadas, alto, musculoso, bronceado caribeño, pañuelo anudado al cuello vamos, setenta años bien llevados.
Queda Susana rezagada del grupo y con un semblante, que yo adivino, de manifiesta culpabilidad.
-¿Cómo tu por aquí, Matías? Pregunto ingenuamente.
-Ya ves, a cumplir la promesa que le hice a Susanita. Nos vamos quince días a Bali.
Miro interrogadoramente a mi amante que baja la mirada, se ruboriza y se hace la luz en mi cerebro.
Susana, Susanita .!que puta eres!.