Seducido por su aroma (3)

El encuentro era inevitable. Finalmente conocí a mi seductor.

Seducido por su aroma

(Tercera parte)

Mientras intentaba despejar mi mente y limpiarme, sabía que estaba perdido. Alguien había descubierto el secreto más profundo que tenía. Tan secreto, que ni yo mismo lo conocía totalmente. Tenía mucha culpa de haber hecho lo que hice, de haber cedido a ese hombre, de haberme dejado llevar al placer total, haciendo lo que él me decía.

Seguía un poco aturdido, mientras iba guardando todo lo que él me había enviado. Me preguntaba quién sería, pero al mismo tiempo intentaba no saberlo, porque me daba mucho miedo. Era una mezcla extraña de sentimientos. Por una parte lo deseaba, era indudable. Pero por el otro, quería que desapareciera, que me dejara en paz.

En el fondo sabía que no tardaría en descubrir quién era. ¿Qué haría entonces? Acaso me escaparía o por el contrario, iría con él y dejaría que pase lo que tarde o temprano iba a suceder?

Tenía muchas dudas. Pero él no me dio demasiado tiempo para más dudas. A los tres días, la duda se develó.

Como todas las mañanas salía a las 7 a tomar al microbús que me llevaba a mi colegio. Esa mañana, un carro se detuvo. Por el parabrisas percibí la imagen de un hombre, un hombre que me miraba. Un hombre que se me hacía conocido, pero a quien no distinguía muy bien. Y del espejito retrovisor, colgaba algo. Yo esperaba el microbús, pero miraba el carro y finalmente distinguí que del espejito colgaba una bolsita idéntica a las que me había enviado.

Empecé a caminar... sabía que era él. Mi corazón latía muy aprisa. Caminé y me di cuenta que el carro avanzaba. Se puso a un lado mío y la ventaba se bajó. Escuché su voz: "es hora de que subas, me dijo". Lo miré y lo reconocí: era Alberto, un señor que trabajaba en la papelería de la esquina de mi casa, y que desde hace años lo conocía. No podía creer que fuera él. Me detuve y lo miré: ¿Subes o prefieres ir al colegio?

No le contesté. Estaba totalmente petrificado. No podía siquiera pensar qué hacer. Lo vi tomando la bolsita del espejito y mostrándomela me dijo: sube, que esto es tuyo. Sus ojos y su mirada penetraban mi cabeza: ojos cafés claros que me estaban deslumbrando. La bolsa en sus manos y su mirada hicieron lo suyo: abrí la puerta y entré al carro, sin siquiera prestar atención al hecho de que alguien pudiera haberme visto.

Alberto se sonrió, cerré la puerta y arrancó. "Huélelo", me dijo, "quiero verte haciéndolo". Abrí la bolsa y me reencontré con su aroma... realmente me enloquecía. Mientras conducía, él me miraba y se sonreía, mientras yo cerraba mis ojos y me entregaba al placer que me estaba dando este hombre, con su puro aroma.

"Quiero verte masturbándote", me dijo. Mi mano se fue directo a mi verga, y por sobre el pantalón comencé a acariciarme. Él detuvo el carro y me miró fijamente. Era realmente atractivo: su pelo castaño oscuro, sus ojos hermosos, sus labios... y por supuesto, un cuerpo que recordaba muy bien. En realidad, lo tenía bien visto... aunque jamás imaginé que fuera gay y que yo iba a estar allí, a solas con él, en su carro. Mirándolo, seguía acariciando mi pene por sobre el pantalón mientras seguía oliendo su calzón.

Él tomó mi mano y me dijo: creo que no entendiste lo que te dije el otro dia por teléfono. Te lo recuerdo: tu placer debes encontrarlo en otra parte de cuerpo. Tu pene debe permitirle al resto de tu cuerpo poder gozar. Se acercó lentamente y apoyó sus labios en los míos. Jamás había besado a un hombre. En realidad, no sabía qué hacer. Pero no tenía que saber hacer nada, él lo hacía todo.

Su lengua humedeció mis labios, y mis ojos se fueron cerrando mientras sentía como su lengua se introducía en mi boca. Era una boca experta, supo agarrar mi lengua e invitarla a gozar con la suya. Acercó sus labios a mi oreja y me susurró: ¿Te gusta? Y sin poder imaginar otra cosa, simplemente le respondí: Me encanta.

¿A dónde me llevas? le pregunté. Logré tener un momento de lucidez. Yo tendría que estar yendo a mis estudios. El simplemente me contestó que estaría de regreso en mi casa exactamente a la hora de todos los días. Agregó sonriéndome que no me preocupara por los estudios de ese día. En realidad, me dijo, hoy aprenderás más que todos los días de tu vida.

En pocos minutos llegamos al destino. Detuvo el carro en el estacionamiento de un edificio. Allí vivía.

¿Tienes miedo? me preguntó.

Un poco, le dije.

Sabes que no voy a hacerte daño, verdad?

Creo que lo sé. (lo miraba y era simplemente hermoso).

¿Quieres que te lleve al colegio y no te "moleste" más?

No supe qué contestar. Me estaba dando la oportunidad de huir de toda esta situación. Claro que tenía miedo y estaba muy nervioso. Tenía yo apenas 16 años y él le calculaba tendría 35.

No lo sé, le dije.

¿No lo sabes? Humedeció un dedo suyo en su boca y luego lo acercó a mis labios. Mis labios instintivamente lo recibieron.

¿No lo sabes? Volvió a preguntar.

¿Quieres que todo termine aquí?

Me moría por decirle que no, que quería estar con él. Pero por el otro lado sabía que estaba dando un paso sin retorno. Y si bien me excitaba la idea, me daba pánico.

No lo sé, volví a decirle.

Tomó mi mano izquierda y la llevó a su entrepierna. Mis dedos pudieron sentir la dureza de su verga. Era la primera vez en mi vida que tocaba un pene que no fuera el mío. Por supuesto que el pantalón no me permitía sentir mucho, pero podía darme cuenta del tamaño y del estado de excitación en que se encontraba Alberto.

¿Decides tú o decide ella (refiriéndose a su verga)?

Me quedo, le dije finalmente y una sonrisa de triunfo asomó en sus labios. Una sonrisa excitante y muy varonil, que me enloqueció verle.

Sacó mi mano de su entrepierna. Me dijo que bajara el calzón que me había dado y que bajara del carro. Nos dirigimos juntos, en silencio, hacia el elevador. Me dijo al oído que actuara con total normalidad. Pasamos al lado de un par de ancianos y entramos al elevador. Al cerrarse las puertas, puso su mano derecha en mis nalgas y me dijo: me vuelve loco tu culito.

Las puertas se volvieron a abrir y me condujo a su departamento. Abrió la puerta y entré al que sería desde ese momento el santuario del placer. Estaba en penumbras, algo de luz del día pasaba por entre las cortinas. La sala estaba elegantemente decorada, un tapete blanco de mucho pelo, sillones, muy bonito. Algo había en el ambiente que me agradaba. Rápidamente me di cuenta que era el aroma.

Alberto había logrado desarrollar en mí el olfato de una manera extraordinaria. Allí percibí con claridad el olor a Alberto, a este hombre, a este macho que me excitaba cada vez más.

Y ahí estábamos. Solo los dos. Uno frente al otro. Yo, sin animarme a hacer nada. Él estudiándome, mirándome. Quien sabe qué tenía en su mente hacer conmigo.

Quería chuparlo todo, desnudarlo, gozarlo. Pero él hacía todo con cuidado, con detenimiento, sin prisa, y yo, simplemente actuaba en base a lo que él dijera o hiciera.

Se sentó en un sillón y yo me quedé parado como a dos metros de él. Abrió sus piernas y apoyó su mano en su entrepierna, en aquel lugar que había disfrutado mi mano en el carro. Lo veía apretarse la verga por sobre el pantalón, mientras me miraba profundamente.

Desnúdate, me ordenó. En pocos segundos estaba frente a él, sin mi camisa, sin mi pantalón, sin mis zapatos. Sólo, frente a él con mi slip. El miraba cada movimiento mío, y su mano acariciaba su entrepierna, mientras mis ojos estaban fijos en él.

Su mirada se endureció. ¡Te dije que te desnudaras! Entendí que me exigía sacarme el calzón. Lo hice, y me sentí realmente desnudo frente a él. Mi verga estaba totalmente dura, apuntándolo.

Acércate. Y al hacerlo, pasó su lengua por mi pecho. Me gusta tu sabor, me dijo... Te voy a comer todo, bebé. Y su lengua se dirigió a mi tetilla derecha, misma que reaccionó inmediatamente. Mis ojos se cerraron, mientras sentía a este hombre que me hacía vibrar. Mi mano se fue a mi verga, necesitaba acariciarla mientras él lamía mi pezón. Tenía una fuerte erección. La excitación era enorme.

En ese momento Alberto me separó de él. Tropecé y caí al tapete. El se levantó y me impidió levantarme. Mirarlo hacia arriba era muy impactante. Era hermoso.

Te dije que no acaricies tu verga... y lo has hecho una vez más. Debes aprender a obedecer, bebé, si no tendremos problemas. Se agacho hacia mí y con su mano agarró mi pene. El solo sentir el calor de su mano en mi verga hizo que casi derramara mi semen en ese instante. Pero él comenzó a apretar la base de mi verga con fuerza.

¿Te duele?, preguntó.

Un poco respondí.

Apretó aún más. La apretaba cada vez más y me miraba directo a los ojos. Me dolía. No estaba recibiendo placer en ese momento.

Repite, me dijo: mi verga es la única que gozará aquí. No hay otra verga aquí más que la mía.

Comencé a repetir palabra por palabra mientras el dolor se acrecentaba en mi verga, y para mi sorpresa, ella comenzó a disminuir de tamaño. En realidad, el dolor había provocado su efecto.

Soltó mi pene, pero éste ya no era lo que era hace unos minutos.

Tomó mi cabeza y la hundió en su entrepierna.

Dime qué quieres, dímelo.

Tu pene, le dije, tu verga, por favor.

Dejó mi cabeza y comenzó a abrir su cinturón. Yo lo miraba desde abajo. Era un hombre muy excitante. Abrió el cierre y con un suave movimiento de cinturas, dejó que el pantalón cayera. Tenía puesto un slip idéntico a los que me enviaba. El bulto de su verga era impresionante.

Finalmente, comenzó a bajar su slip y su carne se levantó grandiosa. La miraba yo desde abajo y se veía enorme. Mi boca se hacía agua de solo verla. El se la acariciaba y me miraba dominantemente.

Tomó mi cabeza y me dijo con dureza: Esta es la única verga entre tú y yo. Repítelo. Lo hice y su verga, estuvo frente a mi rostro, gorda, dura, caliente, palpitante, deseosa de que me rindiera ante ella.

Huélela e identifícala, bebe. Me acerqué y efectivamente, era su olor, su aroma, ese olor que tenía bien conocida mi nariz.

Aspiré profundamente, y me dejé llevar por los caminos del placer que sólo dos hombres saben darse mutuamente.

Continuará.