Secuestrados en los Andes (una historia de amor) 1
Una pareja se conoce en los Andes mientras practica senderismo. Sin embargo, son secuestrados y encerrados en una cabaña. Allí se enamorarán y descubrirán cosas de sí mismos que desconocían (NOTA: quien busque solo sexo, que lea otro relato...)
Secuestrados en los Andes
Una Historia de Amor
Soy senderista, me encanta recorrer sólo largos caminos. Esa afición mía me ha conducido por todos los rincones del mundo; este año tocaba…., un precioso país de Sudamérica. La altiplanicie andina parecía un paraíso para caminantes. Tras pasar por la capital un par de días, me allegué en autobús hasta el punto de partida de la ruta. El bus estaba repleto de gente que portaba sus productos a la ciudad. Pero entre ellos, descubrí a una chica de aspecto europeo, que parecía allí tan fuera de lugar como yo. Era alta y atlética, de cabellos morenos y tez blanca. Ojos oscuros, mirada amable. “Ojalá te detengas donde yo, pensé, que me muero de ganas de conocerte”.
Afortunadamente, se detuvo en la misma parada en que yo lo hice. Llevaba como yo una mochila, y su objetivo parecía el mismo que el mío. Explorar los Andes, caminando viejas rutas abandonadas. Nos miramos incómodos un segundo, sabiendo que tendríamos que decirnos cualquier tópico.
-Hola -le dije para averiguar si hablaba español
-Hola
-¿Turista?
-Pues sí. Vengo a hacer senderismo por aquí
-Igual que yo. –le sonreí, sabía que esa belleza iba a hacer la misma ruta que yo, y que era española como yo. Catalana, parecía por el acento.
Me presenté como Carlos, de Madrid, ella me dijo que se llamaba Diana y era de Barcelona. Me cayó bien al instante. Yo creo que también le caí bien. Nos contamos nuestros planes de viaje que en su principio confluían. Tomamos algo juntos en un bar y nos separamos. Habíamos reservado distintos hostales.
-Nos veremos mañana en el camino, le dije.
Al día siguiente, me preparé para marchar temprano. Ya no eran las bellezas andinas las únicas que esperaba ver. Y quería asegurarme que Diana no se marchara antes que yo del pueblo. Cuando tomé el camino, pude rastrear a lo lejos que ella no había salido. Así que calmamente me abastecí de todo lo que pudiera necesitar en los siguientes días.
Pronto la encontré en una tienda local haciendo lo mismo que yo. Reemprendimos la conversación con toda naturalidad. En un momento dado le pregunté
-Y una chica como tú, sola, y además guapa... ¿no tienes miedo?
-¿Por qué voy a tenerlo? ¿Qué me puede pasar?
Muchas cosas malas le podían pasar, pensé, pero nada dije. Hubiera sido premonición
Una vez preparados, emprendimos la marcha. Llevábamos las alforjas llenas y tienda de campaña para el camino. En dos días no encontraríamos otra población. El camino pronto se hizo duro y pedregoso. Cuando nos pudo la fatiga, nos detuvimos a comer. En un momento dado, me alejé a orinar.
-¿Dónde vas?
-A mear
-¿Y de quién te escondes?
Sorprendido, me separé solo unos metros. Ella miraba a otro lado, pero vi que de soslayo estudió mi pene un segundo. Acaso quería saber si iba a haber sorpresa cuando ocurriera lo que ya ambos sospechábamos que iba a ocurrir.
-¿Y tú? ¿No te vas a esconder, cuando tengas que ir? –le pregunté, una vez acabado de orinar.
Sonriendo, se retiró unos metros del camino. Se bajó los pantalones y las bragas sin titubeos. La larga camisa cubría buena parte de sus piernas hasta que se agachó e insinuó un coñito delicadamente depilado y unas nalgas duras y perfectas. Yo la miraba paralizado hasta que ella me dijo
-¿Qué pasa, nunca has visto a una chica mear?
Abochornado miré a otro lado. Ella seguía con su sonrisa en la boca, mientras solo sonaba el fluir de la orina en el suelo. Mi única preocupación era esconder la tremenda erección que su gesto había provocado. Ella, sin inmutarse, acabó sus cosas y me animó a que prosiguiéramos el camino.
Hicimos noche en un paraje protegido. Decidimos montar solo mi tienda de campaña. Era la más grande y parecía absurdo montar las dos. De nuevo, ella llevó la iniciativa en esa situación incómoda.
-Métete ya en el saco de dormir.
-¿Por?
-Me voy a desnudar y no quiero tentar al diablo.
-¿No te fías de mí?
-Si no me fiara, no estaríamos aquí durmiendo juntos. Es más, no recuerdo haber montado tienda con un desconocido durante un viaje. Será que inspiras confianza.
Mientras lo decía, se despojó de su camiseta y su sujetador. Unos grandes y robustos pechos aparecieron de súbito. Morenos, redondos y perfectos. Se demoró largos segundos así, mientras buscaba una prenda. Sin aparente vergüenza, se puso al fin un jersey grueso y entró en su saco. Yo la observaba con la boca abierta y ojos ansiosos. Un bulto en el saco denotaba mi estado. Diana se dio cuenta y sonrió:
-No quiero tonterías por la noche. ¿Vale?
-No hace falta que lo repitas, Diana. No soy un salido que no pueda controlarse –respondí, un poco herido en mi orgullo.
-Lo siento. Es que ya sabes lo que os pasa a los tíos en cuanto veis una teta.
Me reí y nos quedamos mirando.
-¿Por qué me miras con esa sonrisa? –me preguntó tras fijarse en la sonrisa tonta que no podía sacarme de encima.
-Porque tengo la impresión de que ha tocado la lotería. Encontrar a una chica como tú durante el viaje.
-Una chica que te enseña las tetas sin preocuparse
-Claro que no, tonta. Una chica valiente, divertida y guapa que emprende caminos, y que charla con aquellos con los que se encuentra. –Tras una pausa añadí- Y que enseña las tetas sin preocuparse.
Me acerqué a sus labios y le di un beso, más cariñoso que apasionado.
-Que duermas bien.
Ella me miró quedamente unos segundos, atusó mi pelo y me devolvió el beso
-Dulces sueños
-Lo mismo digo. ¿Por qué no juntas tu saco de dormir y estamos más abrigados?
Ella lo hizo. Juntó su saco y juntó su cuerpo junto al mío. Sentí el calor de sus mejillas y pronto la escuché dormir.
Me costó conciliar el sueño aquella noche. Estaba feliz y pletórico. Me había enamorado como un adolescente. Como un tonto. En un solo día.
2. Un ruido raro, un grito agudo, una amenaza nos despertaron. Un arma nos apuntaba desde la entrada de la tienda. Nos miramos asustados. Salimos con el rostro dudoso del recién despierto y nos enfrentamos a dos hombres de baja estatura y rostros morenos. Uno de ellos llevaba una escopeta. El otro, nada más nos vio salir de la tienda, se abalanzó sobre nuestras cosas.
-No tenemos nada, les dije. Llevaos lo que queráis pero no tenemos nada de valor.
Se miraron.
-Os tenemos a vosotros. Seguro que alguien pagará algo por vuestro rescate. Seguidnos.
Nuestras miradas angustiadas de nada sirvieron. Nos empujaron con la escopeta y marchamos con ellos. A los pocos minutos, vimos una cabaña en buen estado.
-Suerte tenéis que ayer viniera mi sobrina a limpiarla para que se pueda usar en verano –dijo el que parecía más peligroso de los dos. El otro rió.
La cabaña era muy simple. Una sola habitación, un catre, un lavabo y un retrete. Todo junto y a la vez. Unas rendijas superiores permitían que entrara el aire. No había cocina ni apenas muebles.
-Desnudaos
-¿Qué?
-Que os desnudéis. No podemos vigilaros todo el rato y no queremos que se os ocurra escapar.
Nos empezamos a desnudar incómodamente. Yo les miraba de reojo, no me gustaba nada su forma de observar a Diana. Ella ahora era mucho más tímida que el día anterior, a solas conmigo. Quedó en braguitas y sujetador. Les miró como preguntando si eso era suficiente
-Del todo
De nuevo, su espléndido cuerpo apareció ante mis ojos. Y ante el de los secuestradores. Yo acabé de desnudarme, asustado y encogido, viendo si había alguna oportunidad de salir de ésta.
-¡Que muchacha más sabrosa, qué ganas de cogerla¡ -dijo el más silencioso
-Idiota. Tenemos que irnos y esto no lo hacemos para cogernos a esta chica sino para conseguir dinero.
El otro asintió, sin dejar de mirar a Diana. Agarró nuestras ropas, nos dejó algunas de las latas y botellas que traía y partió.
-Vendremos más tarde por aquí. Ni se os ocurra intentar escapar. No hay manera alguna.
Partieron al fin. Cerraron la puerta con llaves y candados y marcharon. Diana y yo nos miramos. La acerqué a mí y la abracé.
-Lo siento, lo siento
-No es culpa tuya. Ni mía.
Se giró y empezó a caminar. Yo pude ver al fin sus largas piernas, y su duro culito redondeado. No te fijes, me dije, que como te empalmes en esta situación, te va a odiar. Diana se sentó en el bidé y empezó a orinar. Yo me senté en la cama estrecha, por llamarla de una forma.
-Y ahora qué hacemos.
-Pensar. -Dijo ella, aún sentada allí- Y no me mires así porque, desde luego, nada de follar
-No es una situación en la que apetezca follar.
Tras quejarnos, llorar, explorar la habitación una y mil veces, nos sentamos en la cama. Pensábamos el mejor modo de escapar pero no se nos ocurría. Decidimos esperar el regreso de los secuestradores, ver qué tenían en mente. Mientras hablábamos, nos íbamos juntando más para evitar el frío de la desnudez. En un momento dado, al sentir su cuerpo, su voz y su piel, al observar esos pechos firmes, los pezones puntiagudos, el vientre suave, el pubis lozano, la excitación empezó a dejar huellas en mi cuerpo. La erección a asomar.
-Carlos. Te estás empalmando –me dijo ella con voz de reproche
-Lo sé. Y lo siento.
-Espero que se te baje cuando vengan esos tíos. Les vas a dar ideas.
-Con ellos al lado, no creo que tenga problemas.
Ella seguía con su rostro en mi hombro, mirando sin reproche alguno cómo mi pene estaba ya completamente erecto.
-Eres tú, Diana, lo siento. Tú sabes que estás buena y te lo habrán dicho mil veces. Para mí, es algo más. Cada vez que te siento cerca, desnuda o vestida, tiembla todo mi cuerpo. Es como una conexión eléctrica entre tú y yo.
-La excusa es bonita, Carlos. ¿Eres poeta o es que te has sentido momentáneamente inspirado?
-Ya te lo he contado. Soy profesor de literatura.
-Uff, los peores –dijo ella riéndose.
En esos momentos, escuchamos unos ruidos fuera. Eran los secuestradores que regresaban
-Menudo embrollo nos hemos metido. Pensé que Carbajal iba a estar encantado con esta parejita de españoles y tu amigo Luis dice que no va a querer nada en el asunto. Si Luis no le convence, ¿qué hacemos con ellos?
-Ya veremos. Lo que sé ahora es lo que quiero hacerle a la chica
Diana me miró asustada. Yo agarré su mano intentando darle confianza. Ella la sostuvo, me miró y dijo
-Aguanta, Carlos. Que yo aguantaré
Entraron, nos miraron, la miraron.
-¿Qué, preciosa, ya estás acostumbrada a estar desnuda?
Siguieron con esos comentarios, hasta que harto de cómo trataban a Diana les grité e insulté. Me ordenaron que callara, pero me abalancé sobre ellos precipitadamente. Sabía que no tenía una oportunidad pero la dignidad me obligaba a intentar evitar que violaran a Diana. Entre los dos me hundieron a patadas y me arrojaron a una esquina. Ya nada podía pararles.
-Ve tu primero, dijo el que parecía el jefe- Nada de hacerlo los dos a la vez. Uno tiene que estar vigilando siempre al chaval. Pero que te la chupe solo, que quiero follarla yo primero.
El segundo sacó la polla, sucia, corta y fea. La puso sobre la boca de Diana, ella me miró entre triste y resignada, yo asentí con la mirada con cara tranquila. Al fin y al cabo solo era una polla que había que chupar. Ella empezó ya sin dudas. Se lanzó sobre la polla casi con profesionalidad. Quería que el tío se corriera lo antes posibles, y se notaba que sabía cómo hacer una mamada. Yo no podía sacarme la sensación de abatimiento y tristeza de encima.
No duró mucho el secuestrador. La llenó de leche los pechos y la cara, a pesar de que Diana se había retirado tan pronto notó que se corría.
El jefe sonrió. Le había gustado la exhibición de Diana y estaba esperando con ganas. Cedió el arma al otro, bajó su pantalón y sacó un tranco enorme. Ella me miró asustada, con el rostro pringado de leche, y noté un gesto en su mano solicitando mi apoyo. Me arrastré aún dolido hacia ella. Me miró, la miré, alcancé su mano, mientras el tipo la penetraba de un golpe
Diana gimió y apretó mis manos y mis dedos. El tipo se reía y hacía comentarios sórdidos acerca de su enorme polla y de que la blanquita no había tenido aún un verdadero macho. Pasaron los minutos y Diana empezó a relajarse. Se destensó su mano y sus movimientos se hicieron más rítmicos. La vi apretarse los labios, pero ya no era el dolor, sino el placer. Noté su pulso acelerado. Y al igual que ella, me empecé a excitar. Mi pene crecía y crecía de tamaño hasta alcanzar una erección total. Ella lo notó, y me miró dolida. El secuestrador lo notó también y empezó a reírse
-Mira, a tu novio le gusta tanto como a ti. No quieres hacerle una pajita. Házsela, no soy celoso, él parece que tampoco
Avergonzado, me moví para que no pudiera agarrar mi polla. Hubiera sido demasiado humillante. Acaricié los cabellos de Diana y le susurré en sus oídos
-Todo está bien, cariño, todo está bien. Relájate.
A los segundos, noté cómo mi mano era apretujada con fuerza. Diana se estaba corriendo y quería escondérselo al pistolero. Él no duró mucho. Cada vez la penetraba con más vigor, y a través de las manos de Diana yo sentía lo que ella sentía. Escalofríos de placer que intentaba ocultar, escalofríos que no hacían más que aumentar mi propia excitación, hasta que el otro salió de ella. Diana se juntó a mí, esquivando su rostro. La leche nos alcanzó de lleno a los dos. No pude evitarlo. En ese mismo momento, sin siquiera tocarme, empecé a derramar leche a borbotones, cayendo en las piernas y el estómago de Diana. Ella hundió aún más la cabeza.
Los dos tipos apenas se demoraron. “Volveremos”, nos dijeron y cerraron la puerta de nuevo.