Secuestradas por la Guerrilla en Amba Land
Cuatro chicas viajan a Camerún con una ONG, como cooperantes. Pero, antes de llegar a su destino, caen en manos de la guerrilla ambazónica...
SECUESTRADAS POR LA GUERRILLA EN AMBA LAND
Por Alcagrx
I
El vuelo hasta Duala, desde París y con Air France, resultó muy cómodo, aunque durase más de seis horas; el avión era un Airbus de nueva generación, y con el entretenimiento de a bordo, la comida y demás, casi se les hizo corto. Además, por la similar latitud no les provocó jet lag , pues el huso horario era el mismo; aunque no lo era el clima, por supuesto: se habían marchado de un París bajo cero, amaneciendo, y en Duala, a las tres de la tarde y en pleno mes de febrero, la temperatura superaba los treinta grados. Pero al menos no llovía; tal como les explicó Monsieur Marty durante el vuelo, la temporada del monzón no empezaba hasta marzo.
Bien lo sabía él, pues era la sexta vez que Ayuda Inmediata -una ONG francesa, dedicada a la ayuda al desarrollo- le enviaba a Camerún; aunque era la primera en la que iba a ser el director de un puesto avanzado, en el norte de Ambazonia. O Amba Land, como la llamaban en el país. Y, pensaba él, casi seguro que la última; pues, a sus cuarenta años largos, prefería dejar de dar vueltas por el mundo, y además le habían ofrecido un buen empleo en París, que le esperaba para cuando regresase de los dos años de misión.
Con él viajaban otras cinco personas, que iban a relevar a los voluntarios del puesto de Djingbe, junto a la reserva de Kimbi: dos alemanes, Hans y Vera, ambos ingenieros agrícolas, dos españolas, Patricia y Marta, enfermeras, y la doctora, Lucy; una inglesa de treinta y cinco años, que además de médico era bióloga, y sobre todo un poco estirada en el trato con los demás. En particular, con las dos enfermeras, a quienes trataba como a subordinadas; sobre todo a causa de sus respectivas profesiones, pero también por ser ellas entre diez y quince años más jóvenes que la doctora. Igual que lo era con Hans y Vera, ambos también veinteañeros, a los que miraba, y hablaba, con una mezcla muy británica de condescendencia y desprecio. Era tan acusado que las españolas bromeaban, en su lengua, con que ella parecía la jefa de la expedición, y no el francés.
Pero, a Monsieur Marty, Lucy lo trataba como a un igual suyo. Distante siempre, eso sí, pero sin aquel fastidioso tono de superioridad; lo único que la doctora no podía reprimir, ni siquiera con él, era su exagerada expresión de sorpresa cada vez que alguien pronunciaba mal el inglés, que era el idioma del grupo. Y, tampoco, la costumbre de corregir el error de inmediato; repitiéndoles varias veces, en su impecable inglés de clase alta, la forma correcta de decirlo. Como decía Marta, riéndose de su propio inglés mediocre:
- ¡Trabajo no le va a faltar, a la estirada! Si se tira los dos años así, acabaremos de ella hasta las narices; pero seamos optimistas: nosotras, a este paso, volveremos hablando bien el inglés. ¡Clases gratis, tía!
Cuando, tras la recogida de sus equipajes y los trámites de aduana, se fueron a Aviación General, donde les esperaba el vuelo que iba a llevarles hasta el aeropuerto de Bamenda, se les presentó la primera ocasión de estar todos de acuerdo en algo: el aparato que les iba a transportar era un desecho, una pieza de museo mal conservada. No, desde luego, un avión capaz de volar. Era un bimotor de hélice, con las alas sobre la carlinga y capacidad para diez personas; según la placa -muy oxidada- que había junto a la puerta de acceso, era un Britten-Norman BN-2A Islander, fabricado en el año 1967 y que había pertenecido a una línea aérea regional británica, Loganair. La cual, durante los muchísimos años en que lo tuvo en servicio, sin duda se ocupó de su correcto mantenimiento; pero estaba claro que, al menos desde su llegada a África, nadie más se había dedicado a cuidar del aparato.
Bastaba con ver la pintura desconchada, los restos de oxidación por todas partes, el aceite que goteaba de los motores… Y al mal aspecto del avión se sumaba el del piloto: un negro joven, delgado y muy alto, al que le faltaban un montón de dientes, y que vestía un short, camiseta y sandalias. Nada que ver con el uniforme habitual de un piloto, camisa blanca y galones dorados; lo único de aquel chico que recordaba a un piloto de verdad eran las gafas Ray-Ban, muy oscuras, que llevaba permanentemente. Fue Lucy, claro, la primera en manifestar su asombro:
- Míster Marty, no creo que eso vaya a levantarse del suelo nunca; y, si llega a hacerlo, volverá a él casi de inmediato, eso seguro .
Al menos logró, con su humor británico, que los otros se rieran un poco, aunque fuera una risa muy nerviosa; pero Monsieur Marty les explicó la única alternativa:
- De aquí a Djingbe hay casi doce horas por carreteras infernales, mientras que volando a Bamenda, el aeropuerto más próximo, serán solo tres o cuatro horas en jeep. Y el avión nos lleva allí en una hora. Pero hay otra razón primordial; como sabéis, en Ambazonia la guerrilla es muy activa; así que, a los peligros de la carretera, sumaríamos el de un ataque armado. Mientras que, si volamos directamente a Bamenda, ya en territorio controlado por el gobierno separatista, nos escoltarán el resto del trayecto en jeep hasta Djingbe; y no correremos peligro alguno. Ya sé que el avión es un desastre, pero es lo mejor que aquí tienen; según nuestros jefes de París, ya llevan años operándolo en esa ruta, y sin demasiados incidentes .
Aunque la mención a que aquel cacharro no había tenido “demasiados” incidentes no era precisamente tranquilizadora, al final todos se subieron a él, y los empleados del aeropuerto cargaron el equipaje; para sorpresa general, los motores arrancaron sin dificultad, y diez minutos después despegaban. El vuelo se desarrolló, durante la primera media hora, sin novedad; tanto, que pronto los pasajeros olvidaron su temor inicial, y se concentraron en el paisaje: primero la sabana, y sus grandes manadas de animales salvajes, y después bosques impenetrables, entre colinas onduladas. Pero, al final, pasó lo que tenía que pasar: uno de los motores tosió, empezó a hacer unos ruidos raros, y un poco después se paró. El piloto no pareció darle mayor importancia, pero anunció:
- Aún estamos lejos de Bamenda, y no sería prudente seguir con un solo motor sobre estos árboles. Ya he avisado al aeropuerto; voy a aterrizar en una pista de tierra próxima, y miraré a ver qué es lo que ha sucedido, ¿ok?
Y luego, sin esperar respuesta, viró a babor y empezó a descender. Al poco, todos vieron un gran claro en el bosque, estrecho y alargado, de una tierra de intenso color rojizo; y, al acercarse aún más, se dieron cuenta de que había espacio suficiente como para aterrizar en él. Así lo hicieron, y además con una suavidad que ninguno se esperaba.
Pero lo más sorprendente fue lo que sucedió tan pronto como el avión se detuvo, y el piloto paró el único motor con el que había tomado tierra: de la espesura comenzaron a salir hombres armados, que enseguida rodearon el aparato. Uno de ellos se acercó hasta la puerta, la abrió, y sin ni desplegar la escalerilla metió la cabeza por el hueco; era un negro enorme, vestido con un uniforme de camuflaje, y en inglés pero con un extraño acento les dijo:
- Hagan el favor de bajar del avión inmediatamente .
Tanto el tono, como el hecho de que llevase un fusil de asalto cruzado sobre su pecho, convencieron de inmediato a los pasajeros de que debían obedecer; y, uno por uno, bajaron a la pista, donde hacía un calor infernal. Allí les esperaban los demás hombres armados, quienes les apartaron hasta que estuvieron a una treintena de metros del avión; tan pronto como estuvieron allí, el aparato volvió a arrancar los motores -esta vez ambos-, circuló hasta la cabecera de aquella improvisada pista, aceleró y despegó. Dejándoles allí, casi más sorprendidos que asustados.
Monsieur Marty, en su calidad de jefe de la expedición, preguntó en voz alta qué significaba aquel atropello; pero, en vez de una respuesta, se llevó un culatazo en el estómago de uno de aquellos hombres armados, que lo derribó al suelo. Mientras el francés se retorcía de dolor, el mismo hombre que había abierto la puerta del avión empezó a hablarles:
- Bienvenidas a Amba Land, señoritas; yo soy el comandante Sisiku, del ASDC, y estos son mis hombres. Lamento haber tenido que hacerlo así, pero me temo que, por las buenas, se hubiesen negado ustedes a venir; verán, hemos decidido cambiar la naturaleza de su misión en este país. Van ustedes a cooperar, sin duda, pero lo harán de otro modo; nuestros soldados necesitan compañía femenina para desahogar sus tensiones, y poder luego pelear con renovadas energías. Así que ustedes, a partir de hoy, se ocuparán de aliviarlos. Y ahora, por favor, desnúdense las cuatro. Por completo; quiero ver si cumplen con mis expectativas, por así decirlo .
Las chicas se quedaron como paralizadas, completamente inmóviles; el único que dijo algo fue Hans, pero lo hizo en alemán, y nadie comprendió su indignado comentario. De nuevo fue Lucy, indignada, quien contestó por todas en su elegante inglés:
- No tiene usted derecho a hacernos algo así, jodido gorila. Además, ¿se cree que no nos van a buscar? Cuando el gobierno separatista se entere de que nos ha secuestrado, vendrán, le atraparán y le fusilarán; y, si quien lo hace es el gobierno legítimo, antes les arrancarán las tripas .
Sisiku, al oírla sonrió abiertamente, mostrando una interminable hilera de dientes blanquísimos, y luego siguió con su discurso:
- Ya veo que tiene usted mucho valor; me alegro, será más divertido domarla. Y de momento ya le debo un castigo por llamarme “gorila”; así que empezaremos muy pronto. No se preocupe por los gobiernos; en unos minutos el avión que les lleva a Bamenda caerá en el lago Bamendjing, durante la aproximación a la pista. Un fallo en el segundo motor, claro, que el piloto advertirá a la torre de control justo antes de estrellarse; en realidad, antes de saltar en paracaídas y desaparecer para siempre. Como comprenderá, en este país no tenemos medios para sacar un avión de un gran lago. Ni siquiera buzos para poder explorarlo, y rescatar los cadáveres del fondo; así que serán todos ustedes declarados muertos oficialmente, enterrados en el lodo. Por segunda y última vez: desnúdense las cuatro, de inmediato, o haré que mis hombres las desnuden. Y les advierto que son bastante brutos.. .
Antes de que las cuatro mujeres hiciesen ningún movimiento, fue Hans quien tomó la iniciativa: se abalanzó sobre el guerrillero que tenía más cerca, tratando de quitarle el fusil que llevaba. Pero no pudo hacerlo, pues otros tres se le echaron encima, y lo derribaron a culatazos; quedó en el suelo, gimiendo de dolor como Monsieur Marty, y a poca distancia de éste. Aunque ninguno de ambos se dolió mucho tiempo más: a una señal de Sisiku, sus hombres los acribillaron a los dos cooperantes con sendas ráfagas de metralleta. Al verlo, las cuatro chicas empezaron a gritar, horrorizadas, aunque sin atreverse a salir corriendo; cuando dejaron de sonar los disparos, el comandante dijo:
- Tal vez alguna de ustedes quiera unirse a los dos caballeros… Sería una pena, porque prefiero disponer de cuatro putas que de tres; pero si no hay más remedio…
El comentario, que acompañó del gesto de sacar de la funda -y montar- su pistola, fue suficiente para que las cuatro mujeres comenzasen a quitarse prendas a toda velocidad, de manera casi frenética; Patricia fue la más rápida, pero se detuvo una vez que se hubo quitado las zapatillas, los calcetines, la camiseta y el tejano. Y se quedó mirando a Sisiku con expresión de súplica, vestida solo con su delicada ropa interior de encaje. Las otras tres, conforme alcanzaron el mismo estado, se quedaron también quietas, esperando; en el fondo sabían que con eso no les iba a bastar, pero trataban de mantener una última brizna de esperanza.
II
A una señal del comandante, dos hombres se acercaron a Patricia y, tirando de su sujetador y de las bragas, le arrancaron ambas cosas; con tanta fuerza tiraron que el elástico del slip, y la tira horizontal del sostén, quedaron marcados sobre su piel, formando profundos surcos rojos. La chica comenzó a llorar, mientras trataba de cubrir sus grandes pechos con ambos brazos; pero Sisiku le hizo seña de que apartase las manos, y cuando ella obedeció le dijo:
- Me gusta, sí señor: buenas tetas, grandes y firmes, piernas largas, un culo redondo y el coño bien afeitado. Quítese también las joyas que lleva, por favor; sí, los pendientes y el collar. Así, muy bien; tírelo todo con el resto de su ropa, y ponga las dos manos sobre la cabeza. Y separe un poco las piernas. Exacto, eso es; ahora la siguiente. Sí, usted, la bajita; he de reconocer que han tenido una buena idea, resulta más divertido si se van desnudando de una en una. ¡Chicos, creo que nos lo vamos a pasar muy bien con estas cuatro putas!
Mientras Patricia enrojecía hasta la raíz del cabello, entre las risas de los guerrilleros, pero obedecía la orden de Sisiku, Marta desabrochó su sujetador y, con gesto resignado, lo tiró encima del vestido que acababa de quitarse. Aunque no era tan alta como su compañera, pues no pasaba del metro sesenta y poco, tenía una figura muy bien proporcionada: pechos altos y firmes, de un tamaño muy normal y con una bonita forma de pera, y ni un gramo de grasa en su cuerpo de gimnasta, esbelto y fino, de nalgas prietas y bien musculadas, al igual que sus muslos y pantorrillas. Pero, claro, aquellos hombres lo que más valoraban en una mujer era la carne, y cuanta más hubiese mejor; así que, cuando -después de quitarse las zapatillas deportivas, y los calcetines- reunió suficientes fuerzas para bajarse las bragas, y luego tirarlas al montón, sonaron algunos murmullos de desaprobación. El comandante, mientras le indicaba por gestos que pusiera las manos sobre la cabeza, le dijo:
- Aquí nos gustan con más carne, la verdad; pero romper ese pequeño culito va a ser una verdadera gozada. La siguiente, por favor .
Vera suponía, sin lugar a dudas, el sueño húmedo de todos aquellos hombres: alta de más de un metro ochenta, sin estar en absoluto gorda lo tenía todo grande: los pechos, las caderas, las nalgas, los muslos, … Y, además, era rubia natural; si cuando se quitó el sujetador los rugidos de los guerrilleros ya subieron varios decibelios, al ver aquellas enormes ubres bamboleándose en libertad, cuando se quitó las bragas a punto estuvieron todos de abalanzarse sobre ella: la visión de su bien cuidado mechón de pelo rubio, pequeño y en el centro del pubis, terminó de enardecer a la audiencia.
Y a Sisiku, que meneaba la cabeza de lado a lado, sin acabar de creerse lo que veía; tan impresionado estaba que ordenó a Vera, ya fuertemente ruborizada, que diese unos cuantos saltos, para poder así ver el bamboleo de sus pechos en todo su esplendor. Tras lo que no pudo resistirse: le ordenó separar bien las piernas, e introdujo su mano entre los muslos de la chica; después de acariciarle un poco el sexo, sujetó su mata de vello rubio y tiró de ella, como si no se creyese que aquello fuera auténtico. En realidad, más que un poco tiró bastante, pues logró arrancarle algunos pelos; y, por supuesto, unos cuantos gritos de dolor.
Una vez que Vera se colocó, con las manos en la cabeza e igual de sonrojada, junto a las dos españolas, fue el turno de Lucy. La mujer estaba como paralizada, y no hacía más que llorar y mover la cabeza de lado a lado, como si negase la realidad; pero Sisiku, en vez de ordenar que le arrancasen la ropa interior, se acercó a ella, y comenzó a susurrarle en la oreja mientras le desabrochaba el sujetador. Ella se dejó hacer, y también cuando Sisiku le bajó las bragas; que, resignada, apartó a un lado con el pie. Era, quizás, la más alta de las cuatro, y también la más delgada: tenía los pechos pequeños, aunque unos pezones muy prominentes, perfectamente cilíndricos y de más de cuatro centímetros de longitud; las caderas un poco estrechas, y unas piernas finas e interminables. Tal vez el único sitio donde tenía algo más de carne era en el trasero; redondeado y pulposo, hacia él fueron de inmediato las dos manos del comandante. Quien se lo apretó con brutalidad, hasta arrancarle unos gemidos de dolor, y dejarle los dedos marcados.
Pero Sisiku no había acabado aún con ella, pues mientras le sobaba las nalgas decidió mordisquear sus grandes pezones; que, totalmente erectos, apuntaban al frente con todo descaro. Tras someterla durante algunos minutos a este tratamiento, una de las manos del comandante abandonó las nalgas de la doctora y fue a introducirse, haciéndole separar las piernas desde atrás, por entre ellas; cuando el comandante la volvió a sacar, y para sorpresa de las otras tres chicas, la tenía empapada en las secreciones de la inglesa. Al verlo la pobre miró al suelo, casi más avergonzada por eso que por estar desnuda, mientras oía las risas de los hombres.
A una orden de Sisiku las alinearon, y cuatro de los hombres sacaron de sus bolsillos sendos juegos de esposas, con las que aprisionaron las manos de las cuatro chicas en sus respectivas espaldas. Luego, y mientras otros cavaban una fosa, donde tiraron los dos cadáveres de los cooperantes y las cosas de ellas, los mismos hombres que las habían enmanillado ataron una cuerda larga al eslabón central de las esposas de Vera, que era la última de la fila, y la fueron pasando entre las piernas, primero de ella y luego de las otras tres; tomando, cada vez, la precaución de anudarla en el centro de las respectivas esposas. Y, una vez unidas formando esa extraña cuerda de presas, el mismo hombre que sujetaba el extremo libre de la cuerda, justo frente a Lucy -la primera de la fila- dio un tirón; con lo que la cuerda se tensó, hincándose en los sexos desnudos de las cuatro mujeres, y todas ellas comprendieron que tenían que ponerse a andar.
Lo que no era fácil; primero, por llevar las manos atadas a sus espaldas, y segundo, por lo pedregoso de aquel terreno. Pero el temor a correr la misma suerte que sus dos compañeros hizo que, pese al dolor en los pies, se pusieran en marcha; lo último que vieron, antes de sumergirse en aquella espesa selva, fue el fuego que los guerrilleros habían encendido dentro de la fosa. Y ya no pararon de caminar en ningún momento, durante las casi dos horas que duró la marcha; que hicieron a buen paso, pues los guerrilleros querían llegar antes de que anocheciera.
El campamento estaba instalado en plena selva, bien camuflado entre los árboles; consistía en dos o tres docenas de tiendas de campaña, repartidas por una gran extensión de terreno y perfectamente mimetizadas con el paisaje. Lo habitaban tres docenas de guerrilleros, y cuando la expedición que traía a las cuatro mujeres lo alcanzó casi todos ellos las rodearon; no solo haciendo comentarios que ellas no comprendían, sino sobre todo tocándolas por todas partes. Algo que las chicas no podían evitar, con las manos esposadas a la espalda; y que continuó cuando se detuvieron junto a una tienda que, por su mayor tamaño, parecía ser la de Sisiku. Frente a ella había un pequeño claro, y el comandante reunió a todos los hombres a su alrededor; tras lo que les habló en aquel extraño inglés suyo:
- Como os dije, aquí tenéis a las chicas. Pero os recuerdo que esto es un campamento militar, no un burdel; así que las cosas se han de hacer por su orden. Las podéis sobar tanto como queráis durante el día, pues trabajarán aquí en lo que se les ordene, pero nada de follar hasta el rato de descanso; y los que tengan guardia, ni pensarlo. Los sargentos serán los que organicen los turnos; no quiero ni una pelea, habrá sexo para todos. Menos para el que no me obedezca, claro .
Los guerrilleros vitorearon al jefe, y de inmediato sacaron sus manos de los cuerpos desnudos de las mujeres, para ir a rodear a sus sargentos; todos querían ser los primeros en catar a las recién llegadas, con lo que se formó aún más barullo. Pero Sisiku, dando un fuerte silbido, hizo que se callaran; una vez que lo logró, continuó hablando:
- Pero antes del amor viene el deber: tenemos una cuenta que ajustar con la primera de la fila, la larguirucha de pezones como balas. Me ha llamado gorila, ¿sabéis?; y, si yo le parezco un gorila, imaginad lo que debe pensar de vosotros. Así que vamos a hacer que lamente sus palabras, y aprenda a tener la boca cerrada. Julius, ve a buscar el látigo de rinoceronte; y vosotros dos, colgadla por las manos de un árbol, y amordazadla. Vamos a darle dos azotes cada uno, así aprenderá a respetar a los caballeros de raza negra .
Los hombres que habían recibido órdenes se apresuraron a cumplirlas, haciendo caso omiso a las súplicas de Lucy; tras soltar sus esposas, y sacarla de la fila, dos de ellos se las volvieron a juntar con las manos por delante. Luego, pasaron una cuerda por una rama alta, en el árbol más próximo a la tienda, ataron un extremo a las esposas, y tiraron de ellas hasta que Lucy quedó de puntillas; con su largo y esbelto cuerpo extendido al máximo, y las manos tocando casi la rama. Mientras le llenaban la boca con un trapo sucio que ataron a su nuca, el tal Julius se acercó llevando el látigo; a una señal de Sisiku, lo echó a su espalda, y después lo lanzó con todas sus fuerzas contra el cuerpo desnudo de la doctora.
El látigo, muy pesado y de casi dos metros de longitud, golpeó primero en las nalgas de Lucy; el impacto, brutal, mandó su cuerpo hacia delante, hasta casi inclinarlo cuarenta y cinco grados respecto de la vertical. Y, mientras la desplazaba, el látigo siguió enroscándose alrededor de su cadera izquierda, hasta que la punta aterrizó en pleno centro de su vientre con un chasquido tremendo; aunque el grito de la chica quedó muy amortiguado por el trapo que la amordazaba, a sus tres compañeras les heló la sangre. Tanto como les asustó el surco, rojo, ancho y profundo, que de inmediato se formó, siguiendo el recorrido de aquel instrumento de tortura por la piel de su víctima.
Julius esperó pacientemente a que la doctora, que no dejaba de patalear y de agitarse, se calmase un poco; cuando eso sucedió, lanzó su segundo azote un poco más arriba, buscando alcanzar los pechos de Lucy. O mejor dicho, sus prominentes pezones; al menos con uno tuvo éxito, pues lo acertó de lleno antes de que la punta fuese a golpear, con otro terrible chasquido, en el centro de la espalda de la mujer. Con una sonrisa, Julius le pasó el látigo a uno de los hombres que la habían atado al árbol; pero su compañero, algo menos diestro, lanzó el primer azote demasiado bajo, con lo que fue a golpear de lleno en los muslos de la chica, casi rodeándolos. Aún estaba la doctora convulsionándose de dolor, y pataleando sin control, cuando lanzó el segundo: esta vez tuvo más suerte, y tras alcanzar otra vez sus nalgas de lado a lado, la punta del látigo la golpeó de lleno en la parte alta de la vagina, justo encima del clítoris. Provocando que, una vez más, se desgañitase a gritar en su mordaza.
Durante casi una hora, todos los guerrilleros fueron pasando uno tras otro, a dar sus dos azotes a la mujer; para cuando acabaron, y llegó el turno de Sisiku, era difícil encontrar en la esbelta desnudez de Lucy un solo centímetro de piel que no hubiese recibido la dolorosa visita del látigo. Pues más de medio centenar de estrías rojizas, algunas ya violáceas, lo decoraban; incluso algunos golpes, aprovechando sus frenéticos pataleos, la habían alcanzado de lleno en el sexo, siguiendo su vulva de abajo arriba. Ahí pensaba, precisamente, dirigir el comandante sus golpes: tras ordenar a dos hombres que separasen las piernas de la doctora tanto como pudiesen, lanzó dos azotes, casi seguidos, contra aquel sexo abierto y obscenamente ofrecido; los dos alcanzaron de lleno su vulva, y los alaridos de Lucy al recibirlos, incluso con aquel trapo en la boca, fueron realmente inhumanos.
Pero su castigo no había hecho más que empezar; una vez que la chica dejó de dar alaridos, y quedó colgando de sus muñecas esposadas, llorando y gimoteando, Sisiku dijo a sus hombres:
- Ahora, folláosla todos. Por delante y por detrás, y hasta que os canséis. Luego, la dejáis ahí colgada toda la noche; seguro que a partir de mañana tendrá más cuidado con lo que dice. Y, a poco listas que sean, lo mismo harán las otras tres .
III
Antes de irse a su tienda, el comandante indicó a uno de sus hombres que retirase la cuerda que mantenía unidas a las otras tres chicas, pero sin quitarles las esposas; una vez separadas, cogió de un brazo a Vera y dijo a las dos españolas:
- Quedaos aquí, contemplando como mis hombres le bajan los humos a la inglesa. No os voy a encerrar, ni a atar en ningún sitio; allá vosotras si decidís huir, pues estamos en plena selva, sin ningún lugar al que podáis ir en muchos kilómetros. Rodeados de fieras salvajes, por cierto, la mayoría de las cuales cazan por la noche. Así que el único sitio donde estáis seguras es aquí, con nosotros y cerca del fuego. Y no os preocupéis; aunque hoy mis hombres se concentren en follarse a la inglesa, habrá también pollas para vosotras a partir de mañana. O, a lo mejor, las hay más tarde; igual mis hombres, cuando se cansen de esa, deciden ir a por vosotras dos. Yo, de momento, me voy a dedicar a Tetas Grandes.
A continuación, manoseó un poco los pechos de Patricia, y añadió:
- Igual mañana te follo a ti, que tampoco estás mal dotada; aunque no hay punto de comparación con Tetas Grandes, la verdad . Pero, a veces, la más guapa no es la que mejor folla, ¿verdad?
Tan pronto como entraron en su tienda, Sisiku tiró a Vera al suelo de un empujón; la chica, al caer y por tener las manos esposadas atrás, se golpeó en un hombro, y emitió un gemido. Lo que hizo sonreír al comandante, mientras se desnudaba; una vez que se hubo quitado la ropa, se sentó en el borde de su camastro y, mirando a la chica, le hizo seña de que se acercase. La alemana se incorporó como pudo, y avanzó de rodillas hacia él, haciendo que sus enormes pechos se agitasen; ponía cara de auténtico espanto, y no era para menos, pues el miembro de Sisiku, incluso en reposo, era realmente enorme.
Pero, sin duda recordando el trato que habían dado a Lucy, hizo lo que el otro esperaba de ella: se metió, como pudo, el pene del hombre en su boca, y comenzó a chuparlo; con lo que, al cabo de unos minutos, aquello se había convertido en un auténtico monstruo, que ella era incapaz de tragar más que hasta la mitad, o menos. Y que, por su anchura, le obligaba a abrir la boca al máximo, hasta casi desencajarse la mandíbula; el hombre, al ver que Vera no podía tragarse entero su miembro, le dijo:
- No te preocupes, que en unos días aprenderás a metértela hasta el fondo, enterita. Más te vale porque, o aprendes tú sola, o te enseñará Julius con su látigo .
Ella siguió esforzándose por llegar lo más abajo posible durante otro par de minutos; hasta que el comandante, una vez que se notó suficientemente erecto, le dijo:
- Quiero que me folles tú; siéntate encima mío, y haz tú todo el trabajo.
Vera, una vez más, obedeció: se incorporó y, separando al máximo sus piernas, se sentó sobre las del hombre -quien, para obligarla a espatarrarse aún más, las mantenía algo abiertas- y buscó, a falta de poder usar las manos con su vulva, la cabeza de aquel enorme pene. Una vez que lo alineó con la entrada de su vagina, comenzó a descender lentamente, empalándose en él despacio y entre gemidos; pero Sisiku no estaba dispuesto a permitírselo, y agarrándola por los dos hombros la empujó violentamente hacia abajo.
La chica dio un grito de dolor cuando el pene del comandante, de un solo golpe, alcanzó el fondo de su reseca vagina; fue solo gracias a su propio peso que logró introducirse los casi veinte centímetros de longitud de aquella bestia, hasta que notó cómo golpeaba en su cérvix, y lo empujaba hacia arriba. Además, claro, de dilatarla al máximo, pues el pene de Sisiku era también formidable en anchura: al menos cinco o seis centímetros de diámetro en plena erección, como para entonces estaba.
Una vez empalada hasta el fondo, el comandante la agarró con fuerza por sus pechos, apretándolos con las dos manos hasta que el dolor fue incluso mayor que el que sentía en su sexo; y entonces le advirtió:
- Si no quieres que te aplaste las tetas, fóllame. Con todas tus fuerzas: quiero verte saltar literalmente sobre mi polla, como si quisieras que te saliese por la boca de tanto empujar. Y no se te ocurra correrte sin mi permiso, o te muerdo los pezones hasta hacerte sangre .
La pobre Vera, mientras comenzaba a obedecerle a duras penas -por el sufrimiento que le provocaba frotar el pene que la invadía contra las paredes de su vagina sin lubricar- pensó que la idea era absurda; ¿cómo iba a correrse con aquel terrible dolor interno? Sin embargo, al cabo de unos minutos su propia naturaleza comenzó a actuar: de tanto frotar, su joven vagina se fue lubricando, y un rato después los gemidos de dolor se convertían en otros de excitación. Cada vez mayores; de la misma forma que sus saltos sobre el pene que la empalaba fueron pasando de tímidos, a frenéticos: al cabo de diez minutos, Vera empezó a sentir como crecía un orgasmo en sus entrañas, y en un par de minutos más ya estaba a punto de correrse. Sisiku, que soportaba impasible los embates de la chica, se dio cuenta y le dijo:
- ¡Ni se te ocurra correrte antes que yo!
Vera necesitó de toda su fuerza de voluntad para contenerse, pero tan pronto como notó un chorro de semen dentro de su vagina, se dejó llevar por el orgasmo más bestial que jamás hubiese tenido.
Mientras tanto, Patricia y Marta contemplaban muy asustadas como los hombres del campamento violaban a Lucy; a la cual, para facilitarse el trabajo, habían descolgado un poco, hasta que sus piernas quedaron algo flexionadas. Uno tras otro, y a veces por parejas -uno por delante, y el otro por detrás- los guerrilleros penetraron a la doctora; para cuando les llegó el turno a los últimos, ya muchos de los que primero la habían violentado volvían a estar a punto, y se animaron a repetir.
Así que, cuando horas después se cansaron de ella, Lucy había sido penetrada casi un centenar de veces; y todos sus agresores habían eyaculado dentro de ella, por lo que los muslos de la pobre mujer eran un auténtico rio de semen, que nacía tanto en su vulva como en su ano. Las dos españolas, al ver que tiraban otra vez de la cuerda hasta colgarla del todo, dejándola con solo las puntas de sus pies tocando el suelo, se temieron que llegaba su turno; pero los hombres estaban cansados, y de momento se limitaron a sentarse en el suelo a su alrededor. Enseguida entendieron para qué; pues Julius, con un inglés aún peor que el de Sisiku, les dijo a las dos:
- Queremos ver como os hacéis el amor una a otra; si lo hacéis bien, nos excitaréis otra vez, para que podamos follaros. Y, si lo hacéis mal, os dejaré probar mi látigo; eso seguro que nos vuelve a poner en forma… Acariciaos con vuestras lenguas, haciendo un sesenta y nueve, porque no os pensamos soltar las manos .
Las dos chicas, al oírle, se horrorizaron; ninguna de las dos era lesbiana, ni había tenido, siquiera, una experiencia sexual ocasional con otra mujer. Y, además, lamer el sexo de otra chica delante de aquellos animales era un acto que superaba todo lo imaginable; si ya estaban terriblemente avergonzadas por tener que estar desnudas frente a ellos, hacer aquello era, sencillamente, del todo imposible. Pero bastó con que Julius sacase el látigo que llevaba colgado de su cinturón, y lo desenrollase, para que se mirasen una a otra con terror; luego miraron hacia Lucy, cuyo cuerpo martirizado colgaba de aquella cuerda, y se rindieron a su desgracia.
De hecho, Marta fue la primera en decidirse: se sentó en el suelo, roja de vergüenza, y tras tumbarse boca arriba, sobre sus manos esposadas, separó las piernas tanto como pudo. Patricia aún dudó un poco más, pero el chasquido que hizo el látigo al golpear el aire, manejado por Julius, terminó de convencerla: se arrodilló junto a su compañera, y tras pedirle que la perdonase se colocó a horcajadas sobre ella; de forma que su sexo, completamente abierto, quedase frente a la cara de Marta. Y luego, cerrando los ojos, bajó la cabeza y comenzó a lamer el sexo de su amiga; concentrándose sobre todo en la protuberancia del clítoris, que enseguida encontró con su lengua. Pues se asomaba, descaradamente, encima de los labios mayores de su compañera.
No tardó demasiado en notar la lengua de Marta en su sexo; al principio, e igual que la suya propia, un poco dubitativa, pero conforme pasaban los minutos cada vez más decidida e invasiva. Pues no solo lamía y chupaba sus labios mayores, y su clítoris, sino que la punta se insinuaba cada vez más entre los labios menores, penetrando en su vagina; ella comenzó a imitarle, sin de momento abrir los ojos, y al poco ambas comenzaban a gemir de excitación. La primera en mostrar claros signos de un orgasmo fue, otra vez, Marta; Patricia notó enseguida una mayor tensión en el cuerpo de su compañera, y al abrir los ojos pudo ver que la otra tenía el sexo empapado, y desde luego no solo de su propia saliva.
Aunque la primera en correrse fue ella misma; de pronto, una especie de calambre nació en su clítoris, casi sin avisar, y enseguida se convirtió en un orgasmo breve pero intenso. Poco después, Marta también alcanzó el suyo, más prolongado; y las dos chicas quedaron allí tumbadas, una encima de otra, jadeando sudorosas entre los aplausos de los guerrilleros. Quienes, instantes después y sujetando por los brazos a Patricia -a quien levantaron sin esfuerzo- las separaron. Pero, cuando las dos ya creían que iban a ser violentadas por aquellos hombres, se oyó la voz de Sisiku; había salido un momento de su tienda, desnudo como el día que nació y tras haber penetrado a Vera por segunda vez, y las miraba con expresión burlona:
- Ya veo que a estas señoritas les gusta también divertirse entre ellas. Me alegro, pero ahora es ya muy tarde para seguir con la juerga; mañana tenemos trabajo, así que todos a dormir. Si os ponéis ahora con estas dos, se nos hará de día y aún estaréis follando. Y no hay ninguna prisa, tiempo habrá para disfrutarlas en el futuro; así que, de momento, hoy no. Pero, si a alguno le quedan ganas de coño, que se desahogue en la inglesa; y luego a dormir, que parecéis niños con un juguete nuevo .
Aunque hubo un murmullo general de decepción, todos obedecieron y se fueron marchando hacia sus tiendas; excepto media docena de hombres que, encabezados por Julius, se dirigieron hacia donde seguía colgada Lucy, con obvias intenciones de volver a penetrarla antes de irse a la cama.
Las dos españolas, una vez que los hombres dejaron de rodearlas, no supieron bien qué hacer; pero recordaban lo que Sisiku les había dicho sobre las fieras, y prefirieron no correr riesgos. Menos aún con las manos esposadas a la espalda; así que se sentaron en el suelo, cerca del fuego que crepitaba en el centro del claro, y poco después se tumbaron a dormir, acurrucadas una contra otra. Ninguna de las dos se atrevió, sin embargo, a mirar a la otra a la cara, pues ambas estaban muy avergonzadas por lo que habían hecho; sobre todo, y aunque les costase reconocérselo a sí mismas, por haber llegado al orgasmo de aquella ultrajante forma.
Pero no eran las únicas que se sentían así; cuando ya empezaban a quedarse dormidas oyeron unos pasos que se les acercaban: eran de Vera, que venía a acostarse junto a ellas. Venía llorando, y muy sonrojada, pero no parecía haber sido maltratada; aunque sus muslos tenían un brillo, a la luz de la hoguera, que mostraba claramente cuánto semen resbalaba por ellos. Al llegar junto al fuego se dejó caer en el suelo, al lado de las dos, provocando que sus pechos se bamboleasen aún más de lo que ya lo venían haciendo mientras caminaba; y, antes de que las otras pudiesen preguntarle, comentó en voz alta:
- ¡Qué humillación, por Dios! Me avergüenzo de mí misma; ese animal me ha violado tres veces, y las tres ha conseguido que me corra…
IV
Las tres despertaron con la primera luz del día, tanto por la incomodidad de dormir en el suelo, y además esposadas atrás, como por el ajetreo que, de buena mañana, había en el campamento. Unos hombres desayunaban, otros limpiaban sus armas, … cuando estuvieron listos, los sargentos les formaron, y Sisiku pasó revista. Comprobadas las armas y los pertrechos, dio la orden de marcha; pocos minutos después allí solo quedaban, además de ellas cuatro, media docena de hombres. Cuyo jefe parecía ser Julius, pues lo primero que hizo fue ordenar a dos de ellos que descolgasen a Lucy; y, mientras lo hacían, se ocupó personalmente de soltar las esposas de las otras tres. Una vez que las hubo liberado, fue a donde Lucy había quedado en el suelo, en estado de semiinconsciencia; le soltó también las esposas, y luego dijo a las otras:
- Llevad a vuestra compañera a aquella tienda de allí al fondo; es el botiquín, donde encontraréis lo necesario para curarla. Una de vosotras puede quedarse con ella al acabar, pero las otras dos han de volver aquí; tenemos mucho trabajo, y toda ayuda es poca. Así que no tardéis. Y recuperadla para esta noche; algún hombre volverá herido, y no podemos reservar una de las camas del dispensario para vosotras, perras .
Entre las tres llevaron a Lucy a la tienda, y la acostaron; mientras Marta y Patricia curaban sus heridas, Vera se dedicó a hurgar por todos los rincones, en busca de algún arma. Pero lo único que halló fueron bisturíes, y era obvio que, completamente desnudas como estaban, no tenían donde esconderlos; al menos sin correr riesgo de herirse, así que se limitó a tomar nota mental de dónde estaban. Y, cuando Patricia les dijo que ya se quedaría ella con Lucy, acabadas las primeras curas de sus heridas, Vera y Marta regresaron donde Julius desayunaba. Para recibir, de inmediato, otra humillación, pues el hombre les ordenó que se tumbasen en el suelo boca arriba, separasen y flexionasen las piernas, y levantasen los traseros tanto como pudieran, de manera que sus cuerpos formasen una U invertida; y, una vez que las tuvo así, hurgó con sus sucias manos en los sexos de las dos, y luego en sus rectos, durante un largo rato. Cuando se cansó, les ordenó ponerse de rodillas y hurgó en sus bocas; una vez satisfecho por no haber encontrado nada, les dijo:
- Con vosotras, zorras, nunca está uno seguro; es mejor cachearos a menudo, aunque vayáis desnudas, que llevarse una sorpresa. De hecho, esa postura es la primera que vais que aprender; cuando os digamos “inspección de coño”, debéis poneros como acabáis de hacerlo. Ahora, cuando acabe de desayunar, os enseñaré unas cuantas posturas más, y luego se las explicáis a las otras dos; aprendedlas bien, que esta noche Sisiku os examinará .
Durante un buen rato, Vera y Marta ensayaron las posturas que aquel guerrillero les enseñó; algunas eran obvias, como tumbarse boca arriba o boca abajo -siempre con las piernas bien separadas-, ponerse a cuatro patas o de rodillas, separando éstas tanto como pudiesen, o reptar, sin despegar el vientre del suelo. Pero otras se las tuvieron que aprender: la de presentación, de pie, con las piernas algo separadas y las dos manos en la cabeza; la de azotar el culo, doblando el cuerpo hacia delante, con los brazos extendidos y, por supuesto, separando las piernas al máximo; o la de mostrar el coño: tumbadas sobre la espalda, con las piernas estiradas y bien abiertas, levantándolas al máximo y sujetándolas con las manos en las corvas.
De hecho, la postura de inspección tenía una segunda versión llamada “inspección de culo”, que sin embargo Julius no había usado al revisarlas: a cuatro patas, con las rodillas separadas al máximo, alzar el culo y bajar la cara hasta el suelo. Todas, por supuesto, les resultaron muy humillantes, sobre todo por lo mucho que, al adoptarlas, exhibían sus partes íntimas; pero dos en especial les provocaron más miedo que vergüenza: las de azotar el cuerpo (de pie, con los brazos alzados al cielo y las piernas separadas) y de azotar los pechos: arquear el cuerpo hacia delante, para ofrecer los senos al látigo, y juntar los antebrazos a la espalda.
Cuando Julius, y los tres hombres que le acompañaban -los otros tres estaban en sus puestos de centinela- se cansaron del espectáculo, las llevaron a un rincón un poco apartado de la selva; por el olor al acercarse, las chicas enseguida comprendieron para qué se usaba. Efectivamente, era la letrina: una zanja de medio metro de anchura, uno de profundidad y casi diez de largo, que ya estaba llena hasta su mitad de excrementos. Julius marcó en el suelo, con un palo, el contorno de la nueva letrina que debían cavar, cerca de la primera; y luego les dijo:
- Abrid aquí una zanja como la otra, bien profunda, y con la tierra que vayáis sacando tapáis la que está llena de mierda. Aquí tenéis dos palas. Como tenemos cosas mejores que hacer, volveremos en un rato; espero por vuestro bien que hayáis terminado. Aunque, claro, nos encantaría quedarnos a contemplar como trabajáis: el bamboleo de vuestros pechos, y el movimiento de vuestras nalgas, son dignos de contemplarse. Sobre todo, en el caso de Tetas Grandes... Pero con este olor, y con tanta mosca, es un fastidio; así que nos volvemos allí, a beber una cerveza. ¡Ah! Si aparece algún animal salvaje, dad un grito y vendremos a protegeros .
Los cuatro se volvieron a las tiendas entre risas, y las chicas cogieron las dos palas y se pusieron a cavar; la sola mención a las fieras les había quitado, sin duda, toda tentación de aprovechar su soledad para tratar de huir de allí...
Al cabo de una hora estaban agotadas, pero la zanja ya tenía casi un metro de profundidad y cuatro o cinco de largo; y, con la tierra que habían ido sacando, habían tapado la otra zanja casi por completo. Con lo que el mal olor había disminuido mucho, aunque no el número de insectos; los cuales, a falta de heces a donde ir, se habían sentido lógicamente atraídos por el sudor que cubría los cuerpos desnudos de las dos chicas. Para cuando lograron que la zanja estuviese completada, el escozor de las picaduras las atormentaba tanto, o más, que el cansancio; además de muy sucias, estaban muertas de sed, y cuando dos de los hombres se acercaron a la letrina llevando sendas botellas de agua, las chicas incluso les sonrieron.
Pero, cuando los dos guerrilleros les ordenaron ponerse de rodillas y sacaron sus penes, comprendieron que aquel agua no iba a ser gratis; así que tuvieron que practicarles sendas felaciones, hasta lograr que eyaculasen en sus bocas. Cambiando posiciones a mitad de la tarea, pues los dos querían que se la chupase Tetas Grandes; aunque eso no libró a Marta de recibir, en su boca, el semen de uno de ellos. Y tampoco de tener que tragárselo todo, bajo la amenaza de quedarse sin beber agua.
Para cuando acabaron, y regresaron al campamento, Julius tenía una alumna nueva a la que enseñar todas aquellas posturas: Patricia, a la que él mismo había ido a buscar. Más que por enseñarla, era porque el hombre tenía ganas de sexo; bastaba ver cómo manoseaba a la pobre chica, mientras ella trataba de adoptar aquellas poses que le ordenaba, para comprender cómo iba a acabar la cosa. Y así fue: una vez que Vera y Marta llegaron donde ellos dos, Julius ordenó a Patricia la posición de azotar el culo, apoyando los brazos en sus dos compañeras; luego sacó su miembro, casi tan enorme como el del comandante y completamente erecto, del interior de su uniforme de camuflaje, lo mojó un poco con su saliva, y la penetró de un brutal empujón. Para, de inmediato y sin hacer caso a los gemidos de dolor de la chica, comenzar a taladrarla con auténtica furia; al menos estuvo cinco largos minutos bombeando sin descanso, atrás y adelante, hasta que por fin eyaculó.
Cuando recuperó el resuello, y sin haberse retirado aún de la vagina de Patricia, les comentó a las tres:
- Esta tarde os daremos unas lavativas; me ha dicho Sisiku que hoy toca estrenar vuestros culos, y no estaría bien que los tuvierais sucios. Y, de paso, os afeitaremos bien los coños; así se verán más limpios. Ahora id a lavaros; si camináis por esa senda de ahí unos cien metros, llegaréis hasta un pequeño estanque. Tened cuidado con las fieras…
Las tres emprendieron el camino del estanque, precedidas por Patricia; menos cansada que las otras dos, sin duda, pero con sus muslos rezumando el semen de Julius. No tardaron más de dos minutos en llegar; era una charca de agua muy limpia, de forma casi redonda y ochenta metros de diámetro, alimentada por corrientes subterráneas: no tenía ni ríos que desembocasen, ni lugar por el que desaguar. Las tres, sin pensarlo dos veces, se metieron en el agua solo de llegar; estaba fresca, y el baño les sentó de maravilla. Tanto, que al poco estaban riendo y jugando a tirarse agua, como si hubiesen olvidado su triste situación. Aunque no tenían jabón, a base de mucho frotar -con hierbas que cogieron de los márgenes- lograron quitarse toda la suciedad, o casi toda, e incluso se lavaron los cabellos; tan a gusto estaban, que Patricia se atrevió a formular la pregunta que todas tenían en la cabeza:
- ¿Y si aprovechásemos para escapar?
La pregunta provocó una viva discusión entre las tres, por supuesto muy ansiosas por huir; pero también muy conscientes de los riesgos de aventurarse en la selva desnudas, sin armas ni provisiones, y sin saber a dónde podrían dirigirse. Y, como enseguida comprendieron, de la situación en la que dejaban a Lucy si lo intentaban; como dijo Patricia:
- La íbamos a condenar a sufrir, ella sola, lo que ahora soportamos entre las cuatro…
La discusión terminó, abruptamente, cuando las tres oyeron un ruido en el extremo contrario de la charca; sonaba como si algo se arrastrase por entre las hierbas, y se repitió tres o cuatro veces. La última, Marta vio qué era lo que lo provocaba: lo que parecía la cola de un gran cocodrilo, metiéndose en el agua. De inmediato dio un grito de pánico, y se dirigió hacia la orilla a toda velocidad; no tuvo necesidad de explicarles a las otras dos lo que había visto, pues los reptiles ya avanzaban por el agua, a gran velocidad, hacia ellas.
Aunque tenían tiempo para alcanzar su orilla, pues los cocodrilos aún estaban a treinta o cuarenta metros, las tres estaban tan asustadas que, por tratar de caminar sobre el fango del fondo del lago en vez de limitarse a nadar, avanzaban muy despacio; pero finalmente lograron salir del agua, todavía con al menos diez metros de margen sobre sus perseguidores, y por supuesto echaron a correr hacia el campamento a toda velocidad. Sin ser perseguidas, pues los cocodrilos renunciaron a ello tan pronto como las vieron salir del agua y alejarse a la carrera.
Cuando alcanzaron el campamento, los guerrilleros estaban preparando una hoguera, para hacer la comida; al verlas llegar empapadas, corriendo a toda velocidad y con caras de pánico, supusieron lo que había sucedido y se dieron un hartón de reír. Pero aprovecharon su llegada para dejar de trabajar ellos, y poner a las chicas a la labor; mientras Marta y Patricia se dedicaban a pelar y limpiar las verduras, para el cocido que iban a preparar, Vera tuvo que cargar troncos para el fuego, hasta que logró una buena fogata.
Luego, mientras todo se cocía, las tres regresaron a la actividad principal para la que las habían secuestrado: Vera, a ser penetrada salvajemente por Julius; Patricia, por uno de los guerrilleros, mientras que hacía una felación a otro; y Marta, que por sus pechos menos generosos tenía siempre menos “clientes”, a vigilar el fuego. Pero solo lo hizo hasta que el tercer hombre libre de guardia regresó, de lo que fuese que estaba haciendo en su tienda; viendo a los otros tres en plena faena, y no queriendo ser él menos, colocó a la chica a cuatro patas, allí mismo junto a la hoguera, y la penetró también. Aunque la cabalgaba con mucha menos decisión que sus dos compañeros; Marta, viendo con qué fiereza empujaba Julius, llegó a sentir más pena por Vera de la que sentía por ella misma. Pese a que su agresor, por más que fuese lánguido en la penetración, le estrujaba los pechos con verdadero salvajismo, haciéndola aullar de dolor.
V
Una vez que hubieron eyaculado, los hombres las dejaron y se pusieron a comer; ellas también pudieron servirse, y al acabar todos descansaron un poco. Pero, para las chicas, enseguida terminó el descanso, pues a la media hora tocó relevar la guardia; y los tres hombres que regresaban de los puestos tenían claro que, antes incluso de comer, querían tener sexo. Así que las tres tuvieron que someterse de nuevo; como ya era habitual, todos querían que su pareja fuese Vera, y Julius tuvo que hacer un sorteo. En el que la alemana era el primer premio, y por supuesto Patricia el segundo; aunque esta vez la suerte no favoreció a Marta, pues el perdedor era una auténtica bestia: tenía un pene aún mayor que Julius, que incluso podría rivalizar con el de Sisiku, y además lo empleaba como si fuese un taladro. De hecho, un buen rato después de que sus dos compañeros acabasen, él seguía igual, adelante y atrás con renovada furia; y a la pobre Marta, en la posición que llamaban de “inspección de culo”, le dolían tanto la cara como los pechos, que arrastraba contra el suelo.
Cuando los tres hombres del segundo turno se cansaron de penetrarlas, y se pusieron a comer, las chicas pudieron descansar otro rato; aunque nada les hubiera apetecido tanto como poder lavarse un poco, porque sus muslos rezumaban semen, la sola idea de volver a donde estaban los cocodrilos les quitaba, de golpe, las ganas. Julius pareció leerles el pensamiento, pues de pronto levantó un poco el sombrero de paja que, mientras descansaba al sol, le cubría la cara; y les dijo:
- Id a la charca, a lavaros; si tenéis miedo, os aguantáis, que de todas maneras vais a ir muchas veces. Lo único que tenéis que hacer es vigilar un poco; los cocodrilos siempre están en el otro extremo, entre las hierbas más altas. Simplemente, cuando los veáis entrar en el agua os largáis, y listos; es lo que hacemos nosotros, y nunca se han comido a ningún guerrillero. Y tampoco os preocupéis por las pitones, si encontráis una; son muy lentas, así que salvo que se os enrosquen mientras dormís, no corréis peligro. Ahora, si en vez de ir a lavaros preferís que os azotemos por desobedecer, estaremos encantados de atenderos. ¿Verdad, tíos?
La amenaza del látigo fue suficiente, y las tres chicas, aunque despacio, en silencio y atentas a todo, volvieron a la charca. Esta vez, solo se metieron en el agua hasta medio muslo, aproximadamente; Vera, la más atrevida, llegó a meterse hasta que el agua le cubrió el sexo, pero no más de ahí. Y lograron lavarse sin que los cocodrilos las molestasen; tal vez por ser la hora de más calor, ninguno bajó al agua desde su escondite habitual. Por lo que el único animal que vieron, además de una bandada de aves que abrevaba muy cerca del escondite de los cocodrilos, fue una serpiente; era desde luego enorme, pero nadaba lejos de ellas, a casi veinte metros, y se dirigía al centro del lago, alejándose de su orilla. Por lo que se limitaron a vigilar su travesía, pero no necesitaron siquiera salir del agua por su causa. Y, esta vez, pudieron secar al sol sus cuerpos desnudos antes de volver al campamento; aunque, a diferencia de la primera visita al lago, ninguna de ellas sugirió siquiera la posibilidad de una huida.
Al regresar, se encontraron con un gran ajetreo: los guerrilleros habían vuelto de la expedición de aquella mañana, y mientras unos comían, los otros limpiaban y repasaban sus armas. Pero lo que más llamó la atención a las tres chicas fue la prisionera: colgando de la misma rama de árbol donde Sisiku había azotado a Lucy, pero de un modo aún más cruel -pues los dedos de sus pies quedaban diez centímetros por encima del suelo- una chica negra muy joven, con la cara ensangrentada, gemía de dolor, y murmuraba en alguna lengua local. Era delgada, muy esbelta, y tenía los pechos pequeños; parecía más alta de lo normal en las mujeres de por allí, pero la postura en la que estaba sin duda contribuía a que lo pareciese.
Aún la estaban contemplando cuando se les acercó Lucy; aunque su cuerpo estaba literalmente cubierto de estrías, ya se encontraba algo mejor. Y, además, la habían obligado a abandonar el botiquín, pues necesitaban las camas para los heridos que habían traído de regreso; Lucy, indignada por lo que les habían hecho, no había explicado a sus captores que ella era médico. Ni pensaba hacerlo, tal como les explicó a las otras:
- Lo siento por el juramento hipocrático, pero que se jodan estos gorilas; así revienten todos ellos…
Pronto tuvieron motivos para odiarlos más: al caer la tarde los hombres se reunieron en un corro, alrededor del fuego, y Sisiku ordenó que las cuatro chicas se pusieran frente a ellos. Mientras Julius iba a buscar lo necesario, el comandante les explicó:
- Hoy es un día importante; mis hombres han atacado una aldea, en la zona controlada por el gobierno de Yaundé, y han liquidado a un buen montón de soldados. Y lo mejor es que hemos pillado a una de las hijas del gobernador de Manyu, con la que vamos a disfrutar por partida doble: primero torturándola hasta la muerte, y luego imaginando la cara de su padre cuando reciba el vídeo que grabaremos. Pero, antes de eso, mis muchachos se han ganado un poco de sana diversión: como ya os dije, hoy estrenaremos vuestros culos. Así que antes habrá que limpiarlos bien; con unos enemas que recibiréis aquí frente a todos, por supuesto. Seguro que será divertido. Luego os afeitaremos bien, aunque las occidentales, siempre tan depravadas, ya os quitáis la mayor parte del pelo de vuestros coños. Y después, que empiece la fiesta; mañana ya nos ocuparemos de nuestra invitada de honor…
Siguiendo las indicaciones de Julius, las cuatro chicas se colocaron en la posición de “inspección de culo”, de cara al fuego y con sus traseros apuntando hacia los hombres allí reunidos; pero a la suficiente distancia para que los congregados no corrieran riesgo de verse salpicados por lo que iba a suceder. Pues, una vez colocadas, el guerrillero tomó una inmensa jeringa, de medio litro de capacidad y acabada en una boquilla estrecha; la llenó de agua en un gran barreño que habían traído, e inyectó, sin prisas, todo el líquido en el recto de Marta, que era la más próxima a él. Luego de recordarle, bajo la amenaza siempre presente del látigo, que no podía expulsar nada hasta ser autorizada, hizo lo mismo con las otras tres chicas; y, cuando Lucy -la última de aquella fila- recibió su medio litro de agua en el recto, Julius regresó al principio y… administró otro medio litro a cada una de las mujeres.
En pocos minutos, a los alaridos de gozo de los hombres se sumaron los gemidos de dolor de las cuatro chicas, consumidas por los retortijones de vientre que el enema les provocaba; Sisiku las tuvo así por otros diez minutos, sufriendo y retorciéndose, hasta que les dijo que podían expulsar el contenido de sus intestinos. Lo que las cuatro hicieron, muy aliviadas pero sonrojándose como hasta entonces nunca lo habían hecho; para todas ellas, expulsar el contenido de sus tripas ante aquellos hombres vociferantes resultó ser lo más humillante que jamás les hubiesen obligado a hacer.
Pero aquello solo era la primera vez, pues Sisiku las quería bien limpias; así que el proceso se repitió en otras dos ocasiones, y cada vez empleando un litro de agua; a la tercera expulsión, el comandante las juzgó ya lo bastante aseadas para, como les dijo con ironía, “Recibir nuestras victoriosas armas” , y ordenó el final de la maniobra de limpieza de rectos. Sin embargo, a las cuatro aún les faltaba otra humillación: recoger con sus propias manos todo lo sólido que habían expulsado, y llevarlo hasta la letrina; una orden que Lucy estuvo a punto de desobedecer, pero entre las otras tres lograron convencerla de que no lo hiciera. Pues, en su estado, otra sesión con el látigo podía dejarle marcada para siempre; e incluso provocarle un estado de shock, como le recordaron las dos enfermeras.
Al final, sobreponiéndose a su repugnancia y a su indignación, ayudó a las otras a recoger tanto como lograron de lo que habían excretado; esta vez, al acabar, Sisiku les dejó limpiarse en el mismo barreño del que habían sacado el agua para sus enemas, incluso usando una pastilla de jabón. Pues, sin duda, al atardecer ya no era posible acercarse a la charca, al ser la hora en que las fieras de la selva comenzaban a buscar su alimento del día.
Una vez lavadas, Sisiku les ordenó arrodillarse; a todas menos a Marta, a quien indicó que se pusiera en la posición de “inspección de coño”. Cuando la chica, cuyas mejillas aun mostraban algo de rubor, se colocó como le habían mandado, con el sexo apuntando hacia el público, Julius comenzó a enjabonar su pubis, su vulva, y la hendidura entre sus nalgas. Pero pronto se dio cuenta de que la posición no era cómoda para afeitarle el sexo, y ordenó a dos de sus hombres que fuesen a por una mesa; cuando la trajeron, hizo que la chica se tumbase de espaldas sobre ella, con el trasero justo en el borde de la tabla, y las piernas alzadas y bien separadas. La postura que llamaban de “mostrar el coño”; en ella sí que le fue fácil, empleando una navaja de afeitar, repasar con cuidado la vulva de la chica, y sus alrededores. Y luego, en la misma postura en la que había recibido antes el enema, pudo repasarle la hendidura entre las nalgas.
Con las otras tres el proceso fue el mismo, aunque ninguna tenía tanto vello púbico como Marta; en especial ni Vera ni Patricia, pues ambas chicas iban afeitadas excepto por un pequeño detalle: un triángulo rubio en el pubis de la primera, y una tira vertical la española, que terminaba justo sobre el clítoris. Al acabar, estaban casi más avergonzadas que asustadas; y eso que sabían bien lo que iba a ocurrir. Y además, Sisiku se lo anunció a sus hombres:
- Hoy os lo merecéis todo, así que os voy a hacer un favor: dejaré para vosotros a Tetas Grandes…
Un rugido de satisfacción atronó la selva, y el comandante, con una gran sonrisa, siguió hablando:
- Os dejo también a la española de las tetas decentes, y a la inglesa larguirucha; pero acordaos de que hoy las folláis solo por detrás. Yo me quedo con la española canija: le prometí que le reventaría el culo, y yo siempre cumplo este tipo de promesas. Cuando me canse, os la devuelvo aquí; por si necesitáis otro culo…
Nuevo rugido, con salva de aplausos incluida, mientras rodeaban a los sargentos, que distribuirían los turnos; algo que Marta ya no pudo presenciar, pues Sisiku no quiso esperar más: la cogió de un brazo, y se la llevó a su tienda a rastras. Además, muerta de miedo, pues nunca había probado el sexo anal; y Vera les había contado, muy impresionada, las enormes dimensiones del miembro del comandante.
No tardó nada en tenerlo justo delante de su cara, semierecto; incluso así, le resultó difícil metérselo en la boca, de ancho que era, y al cabo de muy poco estaba ya tieso como un poste. Pero Sisiku no tenía prisa; de momento, decidió hacer que la pobre chica practicase un poco cómo tragar el pene hasta el fondo. Algo que a Marta, por más que lo intentó, le fue del todo imposible; tan pronto como el glande de él empezaba a empujar en la entrada de su esófago -aún con más de medio miembro fuera de su boca- le entraban las arcadas, y al final el comandante se cansó de probar, y le dijo:
- Posición de inspección de culo .
La chica, muy asustada, le obedeció, por miedo al látigo; pero le parecía del todo imposible que todo aquello fuese a caber en su ano, así que empezó a suplicar clemencia. Él, claro, no le hizo caso alguno, pero empezó a lubricarla; aunque en aquella postura ella no podía ver lo que le hacía, sí notó como un dedo, y luego dos, penetraban su esfínter untados en algo viscoso. Haciéndole, al introducir el segundo, bastante daño, por la dilatación que le provocó; pero Sisiku se lo estaba pasando bien con los preparativos, y se estuvo bastante rato hurgando en el ano de la chica con sus dedos. Hasta que, finalmente, los sacó, untó su glande con los restos de aquella substancia, y lo apoyó en el ano de Marta; para, acto seguido, empezar a empujar usando el peso de su cuerpo, hasta que logró superar la entrada.
El grito de Marta fue tremendo, desgarrador; la anchura del pene de Sisiku le provocó la sensación de que su ano se rasgaba, y cuando el hombre empujó más, hasta introducírselo entero en el recto, tuvo la sensación de que era todo su vientre el que iba a rasgarse. Pero aún le faltaba lo peor, porque Sisiku no se quedó quieto; empezó a bombear furiosamente, adentro y afuera, durante unos minutos que a Marta se le hicieron interminables, y luego eyaculó copiosamente. Cuando sacó su miembro de allí, aún bastante erecto, sin hacer caso a los llantos de Marta la hizo darse la vuelta, y arrodillarse delante de él; cuando la chica estuvo en esa posición, se limitó a ponerse frente a ella, y a decirle que le limpiase. Marta, entre hipidos y sollozos, lamió con dedicación el pene de su violador, eliminando de él los restos de semen, y de sangre, que tenía; cuando lo dejó impoluto, Sisiku le ordenó:
.- Ahora márchate con las otras, y ponte a las órdenes de Julius; tienes muchos hombres a los que atender, y la noche no ha hecho más que empezar. ¡Ah! Dile que yo vendré en un rato; tengo ganas de probar el culo de la negrita esa que hemos traído… .
VI
Cuando amaneció, los hombres hacía ya rato que se habían retirado a dormir; pero las cuatro chicas, acurrucadas junto al fuego, no habían logrado pegar ojo. Sobre todo, por el dolor que sentían; pues cada una de ellas había sido penetrada -siempre por detrás- como mínimo una veintena de veces, y la pobre Vera quizás el doble de eso. Pero también porque se sentían vejadas, mancilladas, muchísimo más que cuando, la noche anterior, habían abusado de ellas de la manera “convencional”; comentándolo descubrieron, además, que ninguna de las cuatro había practicado antes sexo anal. Como dijo Lucy, resumiendo lo que pensaban todas:
- Me siento muy sucia, y no es solo por el esperma de estos gorilas; aunque desborde mis intestinos, y se escurra por mis muslos. Es algo más profundo, como si me avergonzase de mí misma. Chicas, siento de verdad decirlo, pero no sé si aguantaré mucho más tanta humillación sin tomar una decisión definitiva. Y no temáis, que no pienso suicidarme; prefiero cargarme a alguno de estos bastardos, ojalá que a Sisiku, y que luego sean ellos los que me maten. Empiezo a pensar que Hans y Monsieur Marty tuvieron bastante suerte: una ráfaga de fusil, y asunto acabado .
Las demás trataron de animarla, pero lo cierto era que ellas tampoco se sentían con demasiados ánimos. Y pronto tuvieron aún menos: cuando Julius salió de su tienda, lo primero que hizo fue decirles que fueran a lavarse a la charca; pero Patricia, temerosa de que tan temprano aún hubiese fieras cerca del agua, le pidió que las dejase desayunar primero. El hombre puso cara de sorpresa, y solo le dijo “posición de inspección de coño” ; cuando la chica, sin dejar de pedirle disculpas, la adoptó, Julius sacó el látigo de su cinto y, una vez desenrollado, lo lanzó con toda su furia contra el sexo de Patricia. El golpe fue brutal, y la mandó rodando por el suelo; mientras gritaba a pleno pulmón, y frotaba su sexo tratando -en vano- de aliviar el tremendo dolor del azote, oyó como Julius le decía:
- Recupera la posición de inmediato. Como sois cuatro las que queríais desobedecer, te voy a dar cuatro azotes; uno por cada una. Pero, si tú me lo pides, le puedo dar los otros tres a la compañera que elijas .
Patricia, pese al terrible sufrimiento que aquel latigazo en su sexo le había provocado, no quería ser la causa de que sus compañeras recibiesen tormento; así que, temblando de miedo, recuperó la posición. Pero, antes de que Julius volviese a golpearla, se llevó una grata sorpresa: las otras tres se colocaron a su lado, en la misma postura, esperando recibir sus respectivos latigazos. Y vaya si los recibieron: Julius, sin duda muy molesto por aquella demostración de solidaridad, les atizó a las tres con tanta violencia que incluso, al dar a Lucy el suyo, se desequilibró, y a punto estuvo de caerse él al suelo.
La visita a la charca, afortunadamente para ellas, no les supuso peligro alguno; no vieron ninguna fiera, y los cocodrilos no se metieron en el agua durante el tiempo en que estuvieron lavándose. Sobre todo, refrescando sus doloridos sexos; pues, aunque habían recibido un único golpe, habían quedado los cuatro bastante perjudicados. La que peor estaba, por supuesto, era Lucy, pues el azote había caído sobre las estrías de unos cuantos que, el primer día, ya habían alcanzado su vulva.
Pero, precisamente por estar de poco humor para charlar, llegaron a la conclusión de que, si no agitaban mucho el agua ni hacían más ruido que el imprescindible, los cocodrilos no las detectaban; aunque mientras las otras tres se refrescaban, una de ellas estaba siempre de vigía. Gracias a este sistema pudieron sumergirse por completo; pese a que, para poder escapar más deprisa si fuese necesario, se limitaron a entrar en el agua hasta la altura de la cintura, o como máximo del pecho. Y luego agacharse hasta sumergir incluso, pero muy brevemente, la cabeza.
Unos veinte minutos más tarde las cuatro regresaron al campamento; apurando un poco el paso, pues se dieron cuenta de que su baño se había prolongado en exceso. Pero lo único que consiguieron fue hacerse daño en los pies; y, claro, en el caso de Vera y de Patricia hacer que sus senos acabasen por dolerles. Al agitarse descontrolados, como si quisieran separarse de sus respectivos torsos, por más que tratasen de sujetárselos con los brazos. Otra ventaja para las dos que tenían menos pecho; aunque lo cierto era que Marta tenía el suficiente como para que el suyo también se bambolease con sus pasos apresurados. Y, por cuanto afectaba a Lucy, bastante tenía con el dolor en sus estrías aún no cicatrizadas…
En realidad, las prisas eran del todo innecesarias, porque los hombres tenían otro entretenimiento: atormentar a la prisionera que habían traído el día anterior, que seguía colgando de aquel árbol. Habían colocado una cámara de vídeo apuntándola, y se habían sentado todos a su alrededor; a una señal de Sisiku, Julius comenzó a azotarla con aquel látigo que las cuatro ya conocían demasiado bien, haciendo que la pobre chica negra comenzase a gritar de dolor, y a suplicar clemencia. Al ver aquello, Lucy comenzó a temblar de miedo, y Vera la sujetó para que no se cayera al suelo; conforme las estrías de los latigazos iban marcando aquel cuerpo desnudo, joven y esbelto, la inglesa recordaba su propio tormento. Y, para cuando Julius, después de una docena de latigazos, pasó el instrumento a un compañero, no pudo resistirlo más; dando un grito de horror, como si fuese ella la que estaba siendo azotada, se marchó de allí corriendo, de vuelta a la charca.
Las otras tres estaban como fascinadas, contemplando el espectáculo, y no reaccionaron ni cuando Lucy se marchó; se quedaron allí viendo cómo, uno tras otro, todos los guerrilleros azotaban a la chica negra. Dándole una docena de latigazos cada uno, como poco; para cuando acabaron, la chica habría recibido casi cuatrocientos, y colgaba de sus ataduras sin sentido, convertida en una masa de carne sanguinolenta.
Pero, como comprobó Julius, aún no estaba muerta, así que decidieron someterla a un último tormento: primero la levantaron, tirando de la cuerda, hasta que su sexo quedó a casi dos metros del suelo. Luego, plantaron debajo una estaca afilada, lo bastante larga como para penetrar en su vagina unos centímetros; y, a continuación, comenzaron a soltar la cuerda, muy despacio. Al principio, los gemidos de la chica, en estado de semiinconsciencia, no variaron; pero cuando aquella estaca alcanzó su cérvix, la perforó, y siguió avanzando por sus entrañas, los alaridos lograron que las tres chicas hicieran como Lucy: dar la vuelta, y marcharse corriendo a la charca. Con lo que se ahorraron la parte peor de aquel terrible espectáculo; cuando la punta de la estaca, después de haber atravesado todo el cuerpo de la chica, rompió la piel junto a su hombro izquierdo, y se asomó al exterior. Momento que los hombres allí concentrados celebraron con vítores y silbidos.
Cuando las tres llegaron de nuevo a la charca, Lucy estaba sentada en la orilla, con la mirada perdida; seguía temblando ostensiblemente, y sus largos pezones estaban tiesos como balas de fusil, pero había tomado una decisión:
- Solo tenemos una posibilidad: esperar a que vuelvan a irse a alguna de sus batallas, y buscar la manera de eliminar a los que se queden. La vez anterior quedaron siete, contando a Julius; pero tres están siempre de guardia, así que nos quedaría uno para cada una. Si pudiéramos conseguir que cada uno de ellos se fuese con una de nosotras a su tienda, en vez de violarnos en grupo, sería mucho más fácil; una vez separados, tal vez podríamos agotarlos a base de mucho sexo, y luego matarlos cuando se duerman, por ejemplo…
Las otras tres, después de lo que habían presenciado, tenían muy claro que algo tenían que hacer, y cada una sugirió su idea; pero ninguna parecía mejor que la de Lucy, quizás excepto lo que propuso Patricia. En realidad, no era más que una forma de facilitar el plan de su compañera:
- Si nos colamos en el botiquín, durante la noche, tal vez podremos encontrar algún fármaco para dormirles; o para envenenarles, qué más da. Si por mi fuera, los atiborraría a matarratas, para que muriesen con las tripas ardiendo; pero habrá de ser algo que no les haga gritar, porque pondrían sobre aviso a los tres centinelas .
Tan absortas estaban en sus planes de batalla que no se dieron cuenta del paso del tiempo; de pronto, uno de los guerrilleros apareció en la orilla del lago donde estaban concentradas, y les dijo:
- ¿Pero qué coño estáis haciendo aún aquí? ¿Os pensáis que estáis de vacaciones, en la playa tal vez? Venga, deprisa, al campamento; Sisiku está muy enfadado con vosotras, y cuanto más tardéis más lo va a estar .
De nuevo las cuatro regresaron a toda prisa, y para cuando llegaron a la explanada central se encontraron con el comandante; quien, muy enfadado, golpeaba una de sus manos con la vara que llevaba en la otra. Al verlas, solo les ordenó quese pusiesen en la posición de azotar los pechos; cuando las cuatro la adoptaron, una al lado de la otra y adelantando el tórax tanto como pudieron, Sisiku les advirtió:
- Os voy a dar seis azotes a cada una. Y me importa una mierda lo que os duelan; si alguna abandona la posición, aunque sea tras el quinto golpe, o se lleva las manos a las tetas, volveré a empezar desde el primer azote. Comenzaremos por la inglesa; es la primera que se ha ido de aquí sin permiso. Adelántate un paso .
Tan pronto como Lucy obedeció, Sisiku descargó el primer golpe; lo hizo con máxima crueldad, apuntando al pezón izquierdo de la chica y alcanzándolo de lleno. Lucy dio un grito desgarrador pero, para sorpresa de sus compañeras y pese a que dio varias patadas al suelo, no se movió de la posición; aunque, si las miradas pudiesen matar, Sisiku hubiese caído fulminado allí mismo. Igual reaccionó cuando el segundo trallazo alcanzó de lleno su pezón derecho, pero gruesas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas; el comandante la golpeó dos veces más, casi seguidas, en aquel mismo pezón, sin lograr otra cosa que nuevos gritos, y que Lucy se mordiese el labio hasta hacerse sangre. Así que los dos que restaban probó de darlos con todas sus fuerzas; cuando el quinto golpe alcanzó el pezón izquierdo de la inglesa, todas creyeron que se lo iba a arrancar, por la fuerza de aquel impacto. Pero, por fortuna para Lucy y cuando ya iba a llevarse las manos al lacerado pezón, Sisiku decidió darle el sexto azote, por supuesto en el mismo sitio; así que, para cuando la inglesa se dejó caer al suelo, entre llantos y alaridos, frotándose los doloridos pezones con ambas manos, su tormento ya había concluido.
La siguiente fue Marta; estaba claro que Sisiku iba a castigar los senos de las cuatro mujeres de menor a mayor tamaño. Aunque la española, al tener algo más de pecho que Lucy, tuvo mejor suerte que ella, pues el comandante no concentró sus golpes en el punto más sensible de sus senos: los pezones. Primero dio sendos azotes en la parte superior de cada pecho, y luego dos en sus superficies inferiores; el dolor, con ser tremendo, era sin duda menor que el que había sufrido Lucy, y para cuando el quinto y sexto fustazos cayeron, estos sí, sobre sus pezones, la proximidad del final le dio fuerzas. Con todo, cuando su tanda terminó se puso, también, a masajear sus senos con desesperación, aunque no se tiró al suelo; pero sus lágrimas, al igual que sus gritos durante el castigo, fueron igual de abundantes.
Patricia, sin embargo, enseguida perdió la posición; pues siempre había tenido el pecho muy sensible, y el primer impacto ya la mandó al suelo, entre gritos de dolor. Lo que, bastaba con verle la cara, hizo muy feliz a Sisiku, que empezaba a temer que las cuatro aguantarían a pie firme; con ella hicieron falta un total de dieciséis azotes para lograr completar una tanda de seis seguidos. Y, cuando la logró soportar seguida, sus grandes pechos estaban amoratados por todas partes; sobre todo alrededor de los pezones, donde la vara se había ensañado.
Vera, a su vez, volvió a sorprender al comandante como lo habían hecho las dos primeras; pues, pese a ser la que tenía -de largo- los mayores senos, soportó los golpes con mucha entereza. Al igual que había hecho con las dos anteriores, Sisiku empezó por golpear encima de los anchos pezones de la chica, una vez en cada pecho; las dos veces Vera gimió, y la segunda de ellas soltó una lágrima, pero ni siquiera dio un grito. Así que el comandante, un poco escamado, decidió castigar sus pezones directamente; primero dio dos golpes casi seguidos, con todas sus fuerzas, sobre el derecho, y luego hizo lo mismo sobre el izquierdo. Y a punto estuvo, con el quinto golpe, de lograr su propósito; pues, para evitar lo sucedido con Lucy, hizo una pausa antes del sexto, que casi hizo que Vera incumpliese la regla de no adelantar las manos.
Pero la chica logró mantenerlas atrás, clavándose en una las uñas de la otra, y tras el sexto azote por fin pudo frotarse a su gusto; lo que hizo, como las otras, con verdadera desesperación. Y mientras, entre hipidos, mascullaba algo en alemán que, para su inmensa suerte, Sisiku no comprendió:
- Verdammte Nigga-Scheiße!
VII
Durante los siguientes cinco días, la vida de las cuatro mujeres continuó como siempre: de día trabajando en lo que los hombres les asignasen, y a partir de que caía la tarde, siendo penetradas por sus tres orificios, y múltiples veces. De hecho, en más de una ocasión recibían también las “atenciones” de los guerrilleros durante el día; pues al estar siempre desnudas, y en constante movimiento, aunque fuese a su pesar no hacían otra cosa que provocarles constantemente.
Pero Sisiku estaba siempre vigilando para que eso no pasase, pues no quería que el campamento se convirtiese en una especie de orgía permanente; así que, por lo general y dejando aparte los constantes manoseos, los hombres solo abusaban de ellas durante el día cuando, con alguna excusa, se las podían llevar de allí. Lo que ocurría era que ocasiones de esas no les faltaban: ir a por agua a la charca, a por leña a la selva, … Cada vez que Julius daba la orden para hacer alguna de esas salidas, al menos media docena de hombres se apuntaban a escoltarlas; y, muchas veces, tan pronto como la expedición perdía de vista el campamento ya empezaba la orgía.
La noche del quinto día, Sisiku reunió a sus hombres alrededor del fuego antes de dar comienzo a la habitual sesión de sexo desenfrenado; y, luego de ordenar silencio, les explicó:
- Hoy solo follaréis una vez cada uno; quiero que os vayáis a dormir temprano, para que mañana estéis bien descansados. El asalto que vamos a hacer requiere de un día de marcha por la selva; cuando lleguemos cerca del objetivo podréis descansar un rato antes del ataque, pues lo haremos en plena noche. Pero la caminata hasta allí será muy dura, y la de regreso aún peor; así que os quiero durmiendo en una hora, como máximo. Y ahora, ¡a disfrutar de las putas!
De inmediato empezó la orgía, pero las cuatro afrontaron aquella nueva noche de abusos con cierta alegría; pues, a la vista de lo que Sisiku acababa de explicar, difícilmente regresarían al campamento antes de pasadas cuarenta y ocho horas. Ya que todas habían comprendido el discurso: aunque, entre ellos, los guerrilleros hablaban en toda suerte de lenguas tribales, el idioma común del campamento era el inglés. O mejor dicho, tal como Lucy siempre decía, el “Pidgin English”.
Tras la orgía de aquella noche, que pese a ser más breve le habría supuesto, a cada una, casi una decena de actos sexuales, las cuatro chicas acurrucaron sus desnudos y maltratados cuerpos junto al fuego; una vez solas, la primera en hablar fue Lucy:
- En cuanto se hayan marchado, trataré de colarme en el botiquín, y buscaré algo con lo que eliminar a los hombres que se queden; un veneno, un somnífero, … No sé, lo que encuentre. Vosotras tenéis que distraer, como podáis, a Julius y a los tres que no estén de guardia .
La siguiente fue Marta:
- Yo lo he pensado mucho, y creo que sabría volver a la pista donde aterrizamos. La última vez que me llevaron a por leña, hicimos un buen trecho siguiendo el mismo sendero por el que llegamos a este campamento; estoy completamente segura, y siempre he sido muy buena orientándome. Creo que, siguiéndolo hasta el final, llegaríamos a aquella explanada; una vez allí tal vez podríamos encender un fuego, por ejemplo, y tratar de llamar así la atención de alguien .
La discusión continuó un rato más, hasta que el cansancio las pudo y se durmieron; menos una de ellas, Vera, que como siempre era la que más penetraciones había soportado: más de una docena, y muchas por detrás. Por lo que, además de indignada y profundamente humillada, tenía el sexo y el ano francamente doloridos; ambos orificios rezumaban gran cantidad de esperma, pero el segundo, además, mezclado con restos de sangre.
Tal y como esperaban, antes de que saliese el sol el campamento era un hervidero de actividad; así que cuando, con los primeros rayos de luz, Lucy se incorporó y fue hacia el botiquín, con paso decidido, nadie le prestó atención. Al llegar allí, empero, se encontró con uno de los guerrilleros, que reunía material de primeros auxilios para llevarse; la chica, al verlo revolver sin ton ni son los cajones, tuvo una idea: le dijo que ella entendía de eso, y que Sisiku la había mandado a ayudarle. Lo que el hombre acogió con alivio, y permitió a la chica comprobar de qué disponían allí; sin más obstáculo que las manos de aquel animal, que no dejaron de sobarla en todo el rato. Sobre todo sus pezones y su sexo, que no paraba de penetrar con los dedos; al final, Lucy se dio cuenta de que la única forma de lograr que la dejase buscar tranquila pasaba por atender las urgencias del guerrillero. Así que se arrodilló frente a él, le bajó el pantalón de camuflaje, y le hizo una felación; el hombre no tenía un pene demasiado grande, así que logró tragárselo entero, y en poco más de cinco minutos logró que eyaculase en su boca. Tras lo que él se subió el pantalón, se sentó en una silla, y le dijo a Lucy que terminase sola el trabajo; la inglesa se apresuró a cumplir la orden, libre ya de aquellos constantes manoseos y penetraciones.
Para cuando terminó de preparar el botiquín de campaña que el hombre iba a llevarse, en el que omitió expresamente incluir antibiótico alguno -“así os jodáis si os hacen falta”, pensó para sus adentros- Lucy ya sabía qué iba a usar para lograr su objetivo. Pues, aunque no había encontrado ningún veneno, y menos aún un anestésico que pudiera emplear -no había más que novocaína, y no demasiada- sí encontró benzodiacepinas. No era gran cosa, pero si lograba ponerlas en la comida que los hombres iban a tomar, les atontarían lo bastante como para que ellas pudiesen eliminarlos. O al menos, huir mientras estaban sedados…
Pero, por de pronto, las dejó en su lugar; y luego salió del botiquín con el guerrillero, quien llevaba al hombro la mochila con el equipo de primeros auxilios. Lo hizo para llevarse el susto de su vida, pues justo en la puerta les esperaba Sisiku; pero el comandante no estaba interesado en lo que hacía ella, sino en partir cuanto antes, y se limitó a decirle al guerrillero:
- ¡Ya era hora! Si en vez de pensar todo el día en follar, hicieras solo lo que se te manda…
Lo que acompañó de una fuerte palmada en el trasero de la inglesa, y de la orden de que fuese con las otras.
Minutos después marchó la expedición, con el comandante al frente; y en el campamento solo quedaron, además de las cuatro mujeres desnudas, Julius y tres de sus hombres. Además de los otros tres, claro, que servían los puestos de guardia: uno en el camino a la charca, a un centenar de metros de la explanada. Otro en el camino que, según Marta, llevaba a la pista, también a suficiente distancia como para no verse desde allí; y el último sobre un cerro próximo, dominando toda la zona. El que, precisamente, preocupaba más a las chicas, pues todos los centinelas llevaban un intercomunicador; y, como no sabían cuál era su alcance, temían que el del cerro, desde la altura, pudiera comunicar también con el de Sisiku, y no solo con el de Julius.
Pero enseguida se dieron cuenta de que escapar iba a ser más fácil de lo que esperaban, pues saltaba a la vista que Julius no se encontraba bien; temblaba ostensiblemente, sudaba mucho, y tan pronto como la expedición se hubo alejado reunió a los otros tres hombres frente a su tienda y les dijo:
- Creo que he pillado las fiebres; no me molestéis, salvo que sucediese algo muy gordo. Por lo demás, haced lo que os parezca, pero sin demasiado ruido; me duele mucho la cabeza. Y, dentro de tres horas, me releváis en los puestos de guardia a vuestros compañeros. No se os vaya a olvidar, ¿eh? Que si no, igual a ellos también se les olvida luego…” .
Cuando Julius se retiró al interior de su tienda, las miradas con que los otros tres hombres allí reunidos repasaron los cuerpos desnudos de las cuatro chicas dejaban muy claro qué pensaban hacer para matar el rato. Y, una vez más, fue Lucy la que supo aprovecharse de la lujuria de aquellos hombres; con cara muy compungida les dijo:
- Señores, ya sé que yo soy la que menos les gusta de las cuatro; y ojalá tuviese los pechos que tiene Patricia, al menos. Pero soy muy plana, lo sé; si me lo permiten, yo me ocuparé de prepararles la comida, mientras ustedes disfrutan de la compañía de las otras tres .
Los tres guerrilleros ni se molestaron en contestarle; un minuto después, y tras una breve disputa por ver quien penetraba primero a Vera, cada uno de ellos estaba montando a alguna de las otras tres chicas. Y, por supuesto, ni siquiera se fijaron en lo que Lucy hizo: ir primero hasta el botiquín, y de allí a la cantina. Donde, durante las siguientes horas, preparó el menú habitual, un estofado de verduras y carne, aunque añadiéndole el ingrediente que había descubierto en el botiquín: los dos botes, enteros, de benzodiacepinas, una vez bien molidas las tabletas. Guiso al que añadió un buen montón de pimiento picante, por si acaso. Pues lo cierto era que, por más que fuese médico, no tenía ni idea de si aquellas medicinas le iban a cambiar el sabor al guiso; y, desde luego, ella no pensaba ni probarlo.
A la hora de comer, su estofado fue un éxito; y, además, como estaba muy picante hizo que los tres guerrilleros lo regasen con incontables cervezas. Aunque con Julius no hubo forma; por más que Lucy, arriesgándose a recibir un castigo, entró en su tienda llevándole un plato y una cerveza, no logró que lo probase siguiera: estaba delirando, semiinconsciente y bañado en sudor, en lo que -según su experiencia profesional en enfermedades tropicales- parecía un ataque agudo de paludismo. Pero le era imposible saber de cuál de las tres clases; aunque lo más frecuente, en el África subsahariana, era una infección por plasmodium falciparium , en cuyo caso la crisis podía durar hasta día y medio, si era por alguno de los otros dos plasmodium la cosa remitiría a las diez o doce horas.
Lo que, sin duda, les daría tiempo para huir, pero tampoco demasiado; muy similar al que los otros tres hombres tardarían en recuperarse de aquella indigestión de benzodiacepinas. Ya consumada; pues, cuando Lucy salió de la tienda, los guerrilleros estaban profundamente dormidos, y al comprobar sus respectivos ritmos cardíacos, llegó a la conclusión de que quizás uno de ellos no superase la intoxicación. Algo de lo que, para su vergüenza, se alegró; aquel animal las había violado tantas veces, a ella y a sus compañeras, que su previsible muerte no le pareció nada más que un acto de justicia.
En realidad, las otras tres tenían precisamente esos planes: matarlos a los cuatro. Pero ella logró disuadirlas; por un lado, porque les era imposible dispararles sin que los centinelas oyesen los tiros. Y por otro porque, como les dijo, la opción de cortarles el cuello, o de clavarles un puñal en el corazón, no era propia de personas civilizadas como ellas:
- Estos animales han abusado de nosotras, cierto, aprovechando que estábamos indefensas; pero, si los matamos aprovechando su inconsciencia, ¿no seremos iguales que ellos? Yo, desde luego, no le voy a cortar el cuello a nadie; ya bastante incumplo el juramento hipocrático intoxicándolos, y dejando que, quizás, alguno muera por falta de asistencia. Allá vosotras con vuestra conciencia, si es que alguna quiere convertirse en verdugo .
La que más próxima estuvo a hacerlo fue Vera, sin duda la que más veces había soportado la lascivia de los guerrilleros; pero, finalmente, no pudo clavar el cuchillo que había cogido en el cuello del guerrillero que tenía más próximo. Y no solo por carecer de la maldad suficiente; sobre todo porque, un segundo antes, se oyó un disparo, y una bala agujereó el suelo justo al lado de ella: la había disparado el centinela del cerro, al ver -con sus prismáticos- lo que Vera le iba a hacer a su compañero. Supuso la señal para que huyeran: sin pensárselo dos veces, las cuatro chicas salieron corriendo a toda velocidad, hacia el camino que iba a la pista de aterrizaje, mientras que las balas silbaban a su alrededor. Y, para su suerte, alcanzaron la espesura de la selva antes de que ningún disparo las alcanzase.
VIII
Tan pronto como salieron del campo de visión de aquel centinela, las cuatro comprendieron que su peligro más inminente vendría del hombre que, apostado en algún lugar cercano, vigilaba el acceso al campamento por aquella trocha. Así que optaron por alejarse de él cuanto pudieron, dando un rodeo por la espesura; entonces, y solo entonces, comprendieron el inmenso error que habían cometido, al abandonar el campamento descalzas, desnudas y sin nada con lo que abrirse paso. Pues la jungla era muy espesa, y por todas partes encontraban vegetación espinosa, o urticante; así que, al cabo de no mucho más de quinientos metros, decidieron quedarse quietas, escondidas, y esperar un poco. No solo por ver si oían a sus perseguidores, sino sobre todo para dejar de hacerse tanto daño; en muy pocos minutos, sus cuerpos desnudos se habían cubierto de dolorosos arañazos, de los que algunos, los más profundos, les escocían una barbaridad. Y ni siquiera tenían un poco de agua con la que lavar sus heridas.
Pronto oyeron, a lo que les pareció muy poca distancia, la voz de uno de los guerrilleros hablando en el intercomunicador; parecía hacerlo con los otros dos centinelas -aunque solo le oían a él, pues el hombre llevaba un auricular-, ya que iba diciendo:
- Tíos, no contesta nadie en el campamento; voy a acercarme a ver qué les pasa. Sí, ya sé que has visto como las furcias se escapaban, y que corrían hacia mí; lástima que seas tan malo disparando, por cierto… Pero yo no me las he encontrado, y no querrás que me interne en la espesura, ¿verdad? Están bien locas si lo han hecho; en cuanto se haga de noche, van a ser pasto de las fieras. Sí, tú quédate en el mirador, desde allí lo controlas todo; Teku, tu ven al campamento, a ayudarme. Idriss ya controla el camino de la charca desde ahí arriba. No, qué va, es absurdo que trates de contactar con Sisiku; hace cuatro horas que se largaron, así que están fuera de cobertura hace rato. Prueba si quieres, es el canal tres; pero esto es un puto walkie-talkie, tío, no un teléfono por satélite .
El hombre cada vez sonaba a más distancia, mientras iba alejándose hacia el campamento; cuando dejaron de escucharle, las cuatro salieron de nuevo al sendero con cuidado -ninguna podía evitar gemir de dolor, sobre todo cuando la vegetación hería lugares tan sensibles de sus anatomías como los pechos, el vientre o los muslos- y emprendieron la marcha. Alejándose poco a poco del campamento, e internándose en la selva.
Marta tenía razón: al cabo de un par de horas de caminata, y cuando el sol ya empezaba a descender hacia el horizonte, alcanzaron la pista de tierra donde se había posado el cacharro que las había llevado hasta allí. Agotadas, cubiertas de heridas por todos los rincones de sus desnudos cuerpos y, sobre todo, muertas de sed; además de muy hambrientas, pues -como era lógico- ninguna había probado a mediodía el guiso de Lucy.
Pero alcanzar su objetivo no les supuso ninguna ventaja, pues allí no había nada en absoluto; tan solo la pista de tierra abierta entre los árboles, de más de un kilómetro de larga por unos treinta metros de anchura. Y menos aun algo con lo que encender una hoguera; pues, aun cuando lograsen arrancar algunas ramas de los árboles, con sus manos desnudas, todo lo que apilasen estaría demasiado húmedo para arder. Eso por no decir que no tenían tampoco combustible alguno, o siquiera algo con lo que iniciar el fuego; lo único que podían hacer durante la noche, para defenderse de las fieras, era acurrucarse las cuatro en el centro de la pista, y defenderse juntas de las que pudieran acercarse.
Antes de que se hiciera oscuro por completo, sin embargo, arrancaron de los árboles próximos algunas ramas que les pudieran servir como palos, por si tenían que enfrentarse a algún animal; y luego repartieron los turnos de guardia. La primera en vigilar fue Marta, con lo que las demás tumbaron sus cuerpos desnudos a su alrededor, tratando de dormirse. Pero era muy difícil, pues los ruidos de la selva las mantenían desveladas y asustadas: cantos de pájaros, crujidos de los árboles, gritos de monos, … Parecía como si la selva hubiese cobrado vida con la oscuridad, y no tardaron mucho en aparecer sus primeros visitantes: de pronto, Marta vio aparecer en la pista, a unos cincuenta metros de ellas, lo que le pareció un perro muy grande, al que poco después siguieron otros diez o doce.
Se acercaban cautelosamente, separados entre si como una manada de lobos; la chica dio un grito que no les asustó, pero sí despertó a las otras de su duermevela. No hizo falta que les indicase el peligro, pues las fieras estaban ya a menos de veinte metros de ellas; Lucy, conocedora de la fauna local, dijo en voz muy alta al verlas:
- ¡Hienas!
Y, acto seguido, hizo algo que sorprendió a sus tres compañeras: se incorporó, dando furiosos gritos, y avanzó, muy despacio pero sin vacilar, en dirección a la hiena que más se les había acercado. Mientras, con la rama que llevaba en la mano, daba golpes en el suelo con todas sus fuerzas; las otras tres la miraban con sorpresa, y su pasmo aún aumentó más cuando la hiena, al ver acercarse a Lucy, empezó a recular. Las chicas estaban casi paralizadas, contemplando como el esbelto, pero también frágil, cuerpo desnudo de Lucy hacía retroceder a aquellas fieras; tuvo que ser la inglesa quien las sacase de su inactividad, gritándoles:
- ¡Rápido, haced como yo! Gritad muy fuerte, golpead el suelo y no les demostréis miedo; pueden olerlo, y entonces estamos perdidas…
Las tres, al oírla, se incorporaron y la imitaron; el truco aparentemente funcionó, pues al cabo de un poco la manada se retiró otra vez a la espesura. Pero no se alejaron demasiado; una vez que las cuatro dejaron de abrazarse y de felicitarse, liberando así la tensión acumulada, se dieron cuenta -por sus aullidos, que a veces parecían risas- de que la manada seguía allí, oculta en la espesura y esperando a que se confiasen un poco. De nuevo fue Lucy quien las ilustró:
- Son hienas rayadas; por lo general no se suelen ver más que en el norte de Camerún, por aquí son más frecuentes las manchadas. Todas suelen tener miedo de los humanos, pero las rayadas las que más; ya lo veis, parece que mi truco ha funcionado. Pero no nos podemos distraer; si nos rondan, es porque deben de tener muchísima hambre, pues normalmente buscan carroña. Así que tendremos que seguir vigilando; aquí, en medio de la pista, estamos relativamente a salvo de ellas, pues las vemos venir de lejos. Si nos hubiesen atacado en plena selva, no nos habrían dado tiempo a reaccionar.. .
Las hienas no volvieron a aparecer en toda la noche, y por la mañana se habían marchado de allí; pero, aún y así, ninguna de las chicas logró pegar ojo. Primero, por los ruidos de la selva, algunos de los cuales les ponían los pelos de punta; por ejemplo, lo que Lucy identificó como el rugido de un leopardo, que sonaba peligrosamente cerca. Aunque la inglesa las tranquilizó diciéndoles que allí estaban a salvo; pues leopardos y panteras cazaban siempre desde los árboles, y no solían aventurarse en terreno descubierto. Y, en segundo lugar, por la constante presencia de toda clase de animales; aunque la mayoría simplemente cruzaban la pista, haciéndoles a ellas cuatro poco, o ningún, caso. Principalmente eran monos y antílopes, pero también algún búfalo, aunque todos cruzaban muy deprisa; pero, precisamente por aparecer corriendo, cada vez le daban un buen susto a la que estuviera de guardia. Y a las otras, pues todas tenían los sentidos alerta, por más que tratasen de dormitar.
A la mañana siguiente, poco después de salir el sol, desaparecieron por completo sus visitantes; las chicas, muertas de hambre y de sed y con sus desnudos cuerpos cubiertos con el polvo de aquella pista, empezaron una viva discusión sobre lo que deberían hacer. Lucy sostenía que tenían que marchar hacia el oeste, hasta llegar a Nigeria; pero eso podía significar tener que andar, tal vez, un centenar de kilómetros por aquella selva, descalzas, desnudas, sin víveres ni agua y durmiendo en la espesura, con el riesgo que ello suponía. Las dos españolas sugerían quedarse allí, haciendo cortas expediciones a por agua y comida, hasta que viniese algún avión; pero las otras dos les hicieron notar que, si eso sucedía, lo más posible era que viniesen en él más guerrilleros. Y que, además, los hombres de Sisiku, tan pronto regresasen de su expedición, iban a venir a buscarlas allí, tarde o temprano.
Vera resumió su situación:
- O bien nos volvemos al campamento, les pedimos perdón y confiamos en que sus castigos no sean excesivamente severos, o nos quedamos aquí, esperando a ver qué pasa, y cuando aparezcan ellos nos ocultamos. Mientras tanto, podríamos poner algunas ramas a pleno sol, hasta que se sequen bien, y también un poco de hojarasca; igual así, y en unos días, podríamos encender un fuego, rascando un par de piedras. De pequeña fui miembro de la DPSG, y aprendí a hacerlo; al menos, en los bosques del Harz funcionaba…
Como era de esperar, triunfó la idea de quedarse allí; por de pronto, se dividieron en dos grupos: mientras Lucy y Vera organizaban el material para un futuro e hipotético fuego, las dos españolas fueron a por víveres y agua. Lo segundo no tardaron mucho en hallarlo; caminando por el borde de la pista, al llegar a uno de sus extremos les pareció oír el ruido de un torrente. Así que se internaron en la espesura, con mucho cuidado, y pronto lo encontraron: un riachuelo de no más de un palmo de anchura, pero suficiente para ellas; pues el agua corría limpia y fresca, y estaba lo bastante próximo a la pista como para poder ir a beber cuando lo necesitasen.
Las dos se arrodillaron en el suelo, una a cada lado del torrente, y se pusieron a beber; una vez bien saciadas se dedicaron a lavarse, pues tenían rasguños por todas partes, provocados por la vegetación. Cubiertos, además, por el polvo de la pista de aterrizaje, sobre el cual habían pasado la noche; así que a las dos les vino de maravilla remojar sus cuerpos. Estuvieron haciéndolo un buen rato, muy contentas, pero cuando iban a levantarse Marta puso cara de terror, y le dijo a Patricia:
- ¡No te muevas! Ni un solo gesto; tienes una serpiente justo detrás de ti, al lado de tu pie izquierdo .
Su compañera se horrorizó aún más, pero la obedeció; no tardó mucho en ver la cabeza de la serpiente, que asomaba por el breve espacio que, arrodillada y con las piernas algo separadas, quedaba entre su sexo y el suelo. Era de un color verde claro, y al menos mediría un metro y medio; mientras cruzaba entre sus muslos, Patricia notó que el frio y viscoso cuerpo del reptil le rozaba una pantorrilla, y no pudo reprimir un gemido. Pero la serpiente no podía oírlo, y continuó su camino; tardó solo un minuto en cruzar aquella gruta que, por la postura en que la chica estaba, se había formado entre sus muslos, su sexo y sus nalgas. Pero, por fortuna, lo hizo sin picarla; y cuando se metió en aquel torrente, alejándose aguas abajo, las dos españolas se incorporaron y regresaron corriendo, muertas de miedo, a donde estaban sus compañeras.
Lucy, cuando se la describieron, les dijo que la serpiente era una mamba de Jameson:
- Es muy poco agresiva, pero tiene un veneno potentísimo; contiene cardiotoxinas, y sin tratamiento te puedes morir en media hora. Así que tened mucho cuidado con ellas; suelen estar arriba, en los árboles, buscando huevos de pájaros o de pequeños animales. Pero también han de bajar a beber de vez en cuando…
Y luego se fue al riachuelo con Vera, pues las dos necesitaban beber; de paso, la alemana les dijo que buscarían por la zona algún fruto que pareciese comestible. Patricia y Marta, una vez que se les pasó el susto, se acercaron a por ramas y hojarasca; la primera con muchísimo cuidado, apartando primero las hojas del suelo con una rama, por si aparecía alguna otra serpiente. Lo que no sucedió, aunque sí pudo destapar a más de un escorpión, oculto bajo las hojas muertas; definitivamente, andar por aquella selva desnudas y sin calzado no era muy aconsejable, aunque en el caso de ellas no hubiese otro remedio.
De pronto, su compañera le hizo un gesto para que se quedase quieta y escuchase; Patricia le hizo caso, y enseguida oyó, cada vez más próximo, el inconfundible sonido del rotor de un helicóptero. Y, muy poco después, el de un segundo aparato igual.
IX
Las dos chicas se asomaron hasta el borde del claro, tratando de ver sin ser vistas; se acercaban dos helicópteros grandes, y una vez que estuvieron lo bastante cerca pudieron ver que eran de las Fuerzas Aéreas de Camerún, pues llevaban en sus laterales el emblema amarillo, rojo y verde. Cuando se posaron en la pista, a quinientos metros de ellas, comenzaron a bajar de los aparatos sus ocupantes, un montón de soldados; a Marta, muy aficionada a las películas de espionaje, le parecieron helicópteros de origen ruso, y en efecto lo eran: dos Mil Mi-17, con capacidad para 30 personas cada uno. Venían al completo, o casi, y las tropas enseguida formaron junto a ellos; para cuando el que parecía ser el jefe empezó a pasarles revista, las dos chicas ya habían decidido lo que tenían que hacer. Como dijo Patricia, “Ahora o nunca” ; tras lo que las dos, con sus mejores sonrisas en la cara -y por supuesto nada más encima- salieron de la espesura y se dirigieron hacia las tropas allí alineadas.
De inmediato se produjo, como era de esperar, un gran revuelo; y, para cuando las dos mujeres desnudas llegaron cerca de la formación, el griterío era ensordecedor. Pero el que parecía el jefe, un negro enorme con tres galones dorados -y una estrella- sobre sus hombros, dio un grito, y se callaron todos de golpe; a continuación, y tras dar otra orden, cuatro soldados se acercaron a las chicas, apuntándolas con sus armas, y les ordenaron con gestos y gritos que se tumbasen en el suelo. Las dos obedecieron, y enseguida notaron como les ataban las manos a la espalda con sendas bridas; se las apretaron mucho, y para cuando los soldados las volvieron a incorporar, alzándolas por sus brazos, ambas protestaron por el trato. El jefe, al oírles hablar en inglés, cambió a dicha lengua, y con un terrible acento les preguntó:
- ¿Estáis con la guerrilla, verdad? Decidme dónde está el campamento, o tendré que torturaros hasta que lo confeséis .
A lo que las dos chicas respondieron con un torrente de palabras, que dos de los soldados que las llevaban cortaron en seco, y por el mismo método: darle a cada una de ellas un fuerte culatazo, usando su fusil, en el bajo vientre. Marta y Patricia volvieron a caer al suelo, y allí se quedaron gimiendo de dolor; lo que el jefe aprovechó para decirles:
- Soy el capitán Meka, de las Fuerzas Armadas del Camerún, y estoy aquí para atacar el campamento del comandanterebelde Sisiku; cuanto antes me digáis cómo llegar, mucho mejor para vosotras .
Marta, pese a temer que la golpeasen otra vez, le contestó de inmediato; pero con un hilo de voz, pues aún no había recobrado del todo el resuello :
- Se lo diremos con gusto, capitán; pero nosotras no somos guerrilleras, sino cooperantes secuestradas por la guerrilla. Todas pertenecemos a Ayuda Inmediata, y volábamos hacia el puesto de Djingbe, junto a la reserva de Kimbi, cuando secuestraron nuestro avión y nos trajeron aquí. Mataron a Hans y a nuestro jefe, Monsieur Marty; por lo que sabemos, luego estrellaron el aparato en el lago Bamendjing. Seguro que ha oído hablar del incidente.. .
Pero su explicación se vio interrumpida por otro enorme griterío; esta vez lo provocaban Vera y Lucy, quienes regresaban del arroyo llevando los brazos cargados con frutas. Y, por supuesto, completamente desnudas; con lo que aquellos soldados, seguramente, empezaban a pensar que aquella selva era, en realidad, el paraíso terrenal. El capitán, sobreponiéndose a su sorpresa, dio otra orden, y pronto las dos recién llegadas estaban igualmente maniatadas; y sentadas en el suelo, junto a sus dos compañeras. Una vez las hubo reunido a las cuatro, el capitán les dijo:
- Sí, escuché lo del accidente. Pero comprenderán que, hasta que no compruebe sus identidades, no puedo fiarme de ustedes. Y ahora es imposible contactar por radio con la base; de hacerlo, podría descubrir nuestra presencia aquí. Así que, por ahora, haremos lo siguiente: una de ustedes me acompañará hasta el campamento de Sisiku, y las otras esperarán aquí a nuestro regreso; ¿cuál de las cuatro vendrá conmigo?
Marta no dejó siquiera que las otras debatiesen la cuestión:
- Iré yo; soy quien las trajo aquí, y la que mejor se orienta de las cuatro .
Y el capitán tampoco estaba para muchos debates; así que ordenó a sus hombres que encerrasen a las otras tres chicas en los helicópteros, bajo la vigilancia de los pilotos, y luego dijo a la voluntaria:
- La seguiremos, pero mucho cuidado con hacernos ninguna jugarreta. A la primera sospecha de que hay algo raro, le descerrajo un tiro yo mismo. En marcha; quiero atacarlos en cuanto regresen de su expedición, bien agotados .
Marta, antes de ponerse en camino, pidió que les diesen ropa y calzado; lo que provocó un inmediato coro de voces -de las otras tres chicas- en apoyo de la petición. Pero el capitán las hizo callar con gesto seco; y, una vez que las cuatro dejaron de hablar, les dijo:
- No pienso mover un solo dedo por ustedes hasta que no compruebe quienes son en realidad; de momento, he de suponer que son de la guerrilla. O aún peor, espías occidentales. Así que por ahora ya están bien así, desnudas y atadas; vulnerables al máximo, vamos. Y, al fin y al cabo, ya estaban en cueros cuando las encontré, ¿no?” .
Luego, mirando a Marta, añadió:
- A usted sí que voy a ponerle algo de ropa, pero no de la clase que se imagina . No quiero que pueda advertir al enemigo de nuestra presencia.
Tras lo que dio una orden a un soldado, el cual se aproximó a la chica con unos trapos en la mano; obedeciendo a los gestos del hombre, Marta abrió la boca, y el otro se la llenó de inmediato con aquellos trapos, sujetándolos después con otro, enrollado, que anudó en su nuca.
El camino de regreso al campamento fue muy duro para Marta, porque andar con las manos atadas detrás era difícil y peligroso; no solo se arañaba por todo el cuerpo con mucha mayor facilidad, sino que más de una vez estuvo a punto de caer de bruces. Pues era sencillo tropezar con las raíces de los árboles, hiriendo de paso sus pies descalzos; pero, cada vez que eso sucedió, el capitán la sujetó, para evitarle el costalazo. Y, por supuesto, para así poder sobarla a fondo; de no haber estado amordazada de aquel modo, le hubiese dicho cada vez lo que pensaba:
- Gracias, capitán, pero para evitar que me caiga no hace falta que me manosee los pechos, o el trasero; prefiero que, si tropiezo, me coja del brazo. Y deje también en paz mi sexo, por favor .
Pero, claro, nada podía decir; y cada vez sus enérgicos gestos, tratando de desasirse, solo hacían que el otro la sujetase con más fuerza. Por lo que, al final, dejó de intentar evitar las manos del capitán, y se limitó a soportar sus manoseos hasta que se acercaron al puesto donde estaba el centinela. Cuando calculó que faltaba poco para llegar, tal vez diez minutos, detuvo con su cuerpo desnudo el avance de la columna, y comenzó a gemir hasta que logró que el capitán le quitase la mordaza; cuando el otro lo hizo, y sin prestar atención a sus amenazas por si les traicionaba, le explicó dónde estaban los tres puestos de guardia. Y él dio las órdenes oportunas para que sus hombres fueran a neutralizar al centinela del camino, así como al del cerro. Pero no al tercero, situado en el camino de la charca; pues por ahí llegarían al campamento los hombres de Sisiku, y no quería que sospechasen.
El capitán, sin embargo, seguía sin fiarse en absoluto de ella, así que lo siguiente que hizo -además de amordazarla otra vez- fue atarla a un árbol; y luego decirle:
- Espérenos aquí hasta que regresemos . Y no haga el menor ruido, si vuelve a gritar, aunque sea dentro de la mordaza, le disparo. ¿Me oye?
La chica se asustó mucho, sobre todo porque atada de aquel modo no podría defenderse si una serpiente la atacaba; o cualquier otro animal, de los muchos -y peligrosos- que por allí corrían. Pero el hombre no prestó atención a sus insistentes gemidos; aunque sí le manoseó el sexo y los pechos, otra vez más, antes de perderse en la selva.
Durante la siguiente hora, quizás hora y media, no sucedió nada; aparte, claro está, del contratiempo que suponían para Marta los muchos insectos que se paseaban libremente por su desnudez. A algunos de los cuales lograba apartar agitando, tanto como podía, sus piernas y sus caderas; aunque en algún caso, como el de una enorme araña peluda que cruzó justo sobre sus pechos -parecía estar rodeando el contorno del árbol- no pudo hacer otra cosa que quedarse inmóvil. Eso sí, sudando copiosamente, y al borde de un ataque de pánico.
De pronto, la selva se llenó de detonaciones; disparos, bombas, … El estruendo duró poco, quizás diez minutos, y de nuevo regresó la calma; al cabo de otra media hora regresaron los soldados, encabezados por el capitán, quien venía muy sonriente. Marta vio enseguida por qué estaba tan contento: justo detrás de él, dos soldados llevaban, colgando por manos y pies de un tronco que cargaban entre ambos, a Sisiku; quien estaba malherido, cubierto de sangre, pero no muerto, pues gemía débilmente. Meka se acercó a ella y, sin dejar de sonreír, soltó la cuerda que la sujetaba al árbol; luego la ató al cuello de la chica, y tiró del otro extremo mientras decía:
- Vayámonos de aquí cuanto antes. Mis jefes estarán muy contentos, pues hemos eliminado uno de los grupos de la guerrilla que más problemas nos estaba causando; y, además, le llevo a Sisiku. Vivo, o casi… Con todo, es una lástima que nuestro informante, el tal Julius, también haya muerto en el ataque; pero siempre es mejor no dejar cabos sueltos, ¿no cree? En fin, voy a llamar por radio a mis pilotos, para que vayan calentando motores; aunque, después de todo este rato, igual ya lo habrán hecho. Deben estar cansados de follar, los muy cabrones…
Como no le quitó la mordaza, Marta no pudo pedir que la soltasen, y le diesen algo de ropa; algo que creía merecer de sobras, una vez que habían comprobado que su ayuda era útil. Tampoco tuvo ocasión de pedir nada por gestos, pues Meka no le hizo el menor caso en todo el camino de regreso; de hecho ni siquiera la miró, pues andaba delante de ella, tirando de la cuerda. Y, cada vez que Marta gemía, o incluso gritaba dentro de su mordaza, se limitaba a dar un tirón más fuerte; con lo que, en más de una ocasión, estuvo a punto de mandarla por tierra.
Cuando llegaron a la pista, y se acercaron a los helicópteros, sus tres compañeras ya estaban a bordo; a ella la llevaron directamente a la carlinga de uno de los aparatos, en cuyo fondo estaba Lucy: amordazada también, ovillada en el suelo, y aún maniatada. Al verla subir, la inglesa se incorporó un poco, para lo que tuvo que separar las piernas; lo que permitió a Marta ver que los muslos de la doctora, y toda su entrepierna, rezumaban algo muy viscoso, que brillaba a la escasa luz del interior. Enseguida supuso qué sería aquello; y las palabras de un soldado le confirmaron su primera impresión:
- Mi capitán, ¿nos las podemos follar durante el vuelo de vuelta? Es que no es justo, los pilotos y los centinelas se han pasado casi tres horas follando, mientras nosotros nos jugábamos la vida…
El capitán se limitó a negar con la cabeza, y fue el piloto el que, por entre el infernal ruido del rotor, le explicó al soldado por qué no podía ser:
- Si os ponéis a dar saltos aquí dentro desequilibraréis el helicóptero, que ya va cargado al máximo. Así que tú sentadito y bien quieto, que así estás más guapo; y nada de meterles mano, que se empieza por ahí y luego os vais animando a más… Además, la larguirucha no vale nada follando; casi mejor polvo por detrás que por delante, mira lo que te digo. Y de la otra, como se la ha llevado Meka, no puedo opinar; no hemos podido catarla. Pero parece que no tiene muchas tetas…
Al oírle, Lucy tuvo una reacción que Marta no se esperaba; en vez de mirar al piloto con furia, y protestar ruidosamente por el trato, bajó la cabeza y empezó a lloriquear, mientras murmuraba algo ininteligible en inglés. Parecía vencida, literalmente, y siguió en aquella actitud hasta que el helicóptero tomó tierra; Marta, por si acaso, guardó también absoluto silencio todo el camino, acurrucada junto a su compañera en el fondo de la carlinga.
Una vez detenidos los rotores, y apeados del helicóptero casi todos los soldados, los dos últimos en bajar cogieron de un brazo a las chicas, uno a cada, y las sacaron al patio de lo que parecía un inmenso cuartel. De inmediato se formó un revuelo considerable, pues había cantidad de soldados rodeando los dos aparatos, sin duda atraídos por el espectáculo que suponían aquellas cuatro chicas -Patricia y Vera estaban también en tierra, desde unos segundos antes- desnudas y maniatadas.
Pero Meka no quería que la cosa se descontrolase, y enseguida ordenó a sus prisioneras que le siguiesen; las cuatro, exhibiendo su desnudez en movimiento, cruzaron el patio rodeadas de aquel griterío. Precedidas por el capitán, y seguidas de los soldados que las habían bajado de los helicópteros, fueron hasta un edificio grande, con un cartel desvencijado que colgaba del techo, donde decía “HQ”. Y, una vez dentro, siguieron hasta una puerta donde ponía “Colonel”, escrito a mano y con tiza blanca, a la que Meka llamó; cuando fue autorizado entró, junto con las cuatro chicas y dejando a los soldados fuera.
- Mi coronel, buenas noticias: la misión se ha cumplido con éxito. Traigo a Sisiku, vivo pero no por mucho tiempo; Julius ha sido eliminado, y estas son las cuatro chicas que le mencioné de camino...
El coronel, un negro bajito y calvo, de mediana edad, se levantó de su sillón y se acercó a las cuatro chicas desnudas, amordazadas y maniatadas; sin decir una sola palabra, y empezando por Patricia -la más próxima a él de la fila- se dedicó a manosear sus pechos, sus sexos, sus traseros, … durante un buen rato, mientras decía cosas en una lengua que las chicas no comprendían. Ninguna, sin embargo, podía protestar, al estar amordazadas; más allá de unos gemidos asilados cuando aquel hombre les hacía daño, pues sus manoseos incluyeron cosas como pellizcarles los pezones, o los labios del sexo.
- Así que ustedes cuatro son las espías de que me habló Meka…
Al oír eso, todas menos Lucy empezaron a hacer ruido dentro de sus mordazas; como, obviamente, lo que decían no se entendía en absoluto, Meka, a una seña del coronel, le quitó la mordaza a Marta. La cual, atropelladamente, le explicó lo mismo que ya le había dicho a Meka. Pero el coronel empezó a mover la cabeza de lado a lado, mientras la oía; al cabo de un poco, y pese a que Marta seguía hablándole -para entonces ya le pedía contactar con Ayuda Inmediata, o con la embajada- dio media vuelta y se volvió a su sillón. Desde el que, una vez sentado, hizo una seña a Marta para que callase; y, una vez que la chica dejó de hablar, dijo:
- Miren, en el fondo me da igual si son ustedes espías, guerrilleras, o cooperantes. Lo importante es que, a los ojos del mundo, ustedes murieron en el accidente del lago Bamendjing; así que comprenderán que yo no me voy a poner ahora a resucitar muertos. En cambio, sus “cadáveres”, y perdónenme la broma, pueden ser muy útiles en este campamento, pues lo cierto es que se conservan de forma espléndida; mis hombres necesitan que les levanten la moral, por así decirlo, y ustedes cuatro ya tienen experiencia en eso, ¿verdad? La única diferencia es que aquí somos, por lo menos, diez veces más gente que donde Sisiku; pero, en fin, tendrán ustedes que esforzarse algo más…
De inmediato, Marta se puso a protestar enérgicamente; en realidad todas menos Lucy, que seguía como ausente, lo hicieron. Pero como la única que no estaba amordazada era la española, solo ella pudo hablar:
- Esto es un atropello, coronel. Es intolerable, inaudito. Haga el favor de soltarnos ahora mismo, denos ropa, y facilítenos un transporte a Douala. Y le aviso: en cuanto salgamos de aquí, voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que sus superiores le castiguen por habernos tratado así; espero que pase una larga temporada entre rejas… Además, ya está bien; creo hablar en nombre de las cuatro si le digo que no pensamos soportar ni un solo abuso más; ¡pero qué se han creído! Exijo que…
El coronel la dejó hablar, poniendo media sonrisa; de hecho no la miraba a ella, sino a Lucy, y la inglesa cada vez lloraba con mayor intensidad. Pero, al final, interrumpió a Marta; aunque lo hizo por el sencillo procedimiento de abrir un cajón de su mesa, y sacar de él un látigo enroscado, de aspecto siniestro. Luego, el hombre se giró a Meka; y le ordenó, mientras se lo alargaba:
- Llévate a estas cuatro putas de mi despacho, y diles a los sargentos que vayan organizando los turnos para esta noche, tras la cena; ya sé que son muchos soldados, casi trescientos, pero aquí han de poder follar todos. No quiero que haya motines… ¡Ah! Y, ahora mismo, a la morena pequeñaja ésta, la bocazas con pocas tetas, me la encadenas en el centro del patio de armas, a pleno sol; luego al atardecer, antes de cenar, le das un centenar de latigazos delante de toda la formación. Con esta bestia de piel de rinoceronte… Al menos sacúdele una docena de ellos en el coño; a ver si aprende de una vez a tener la boca cerrada. Y las piernas bien abiertas, claro…