Secuestrada...

- ¿Sabes por qué estas aquí, verdad ricura? - No… No señor, no lo sé… por favor déjeme marchar, señor. No diré nada, se lo juro señor. - ¿No?... Bueno, de todos modos te lo diré. Estás aquí porque eres una puta calientapollas. Y te hemos traído aquí para que sepas lo que es un buen polvo. Digamos que somos los inspectores de calidad de las zorras del barrio y te vamos a inspeccionar para asegurarnos de la calidad de los servicios que ofreces. Vamos a comprobar lo buena que eres en tu oficio. Cómo mamas, cómo la chupas, cómo follas, tanto por delante como por detrás; cómo pajeas a tus clientes y etcétera, etcétera... Un examen completo como corresponde. De momento no vas mal tienes una buena nota en cuanto a la apariencia y calidad del material. Estás muy buena, zorra. Por lo menos con la ropa puesta

Secuestrada

  • ¿Sabes por qué estas aquí, verdad ricura?
  • No… No señor, no lo sé… por favor déjeme marchar, señor. No diré nada, se lo juro señor.
  • ¿No?... Bueno, de todos modos te lo diré. Estás aquí porque eres una puta calientapollas. Y te hemos traído aquí para que sepas lo que es un buen polvo. Digamos que somos los inspectores de calidad de las zorras del barrio y te vamos a inspeccionar para asegurarnos de la calidad de los servicios que ofreces. Vamos a comprobar lo buena que eres en tu oficio. Cómo mamas, cómo la chupas, cómo follas, tanto por delante como por detrás; cómo pajeas a tus clientes y etcétera, etcétera... Un examen completo como corresponde. De momento no vas mal tienes una buena nota en cuanto a la apariencia y calidad del material. Estás muy buena, zorra. Por lo menos con la ropa puesta

Estaba sola, había salido de trabajar y se dirigía presurosa a la reconfortante tranquilidad del hogar. Llevaba unas botas de tacón alto que elevaban un poco su altura y unos vaqueros ajustados que realzaban aún más, sus bien torneadas piernas y su rotundo y firme trasero. Lucía además una ajustada camiseta blanca sin mangas algo corta, por lo que a veces se le podía ver un coqueto ombligo. Odiaba utilizar sostén, así que sus hermosos y redonditos pechos, aunque ocultos bajo la fina tela, atraían poderosamente la atención de cuantos viandantes masculinos se cruzaban con ella. Y más cuando se los veía rebotar, saltar y balancearse sin aparente razón con el vivo paso que ahora llevaba. Sus erectos pezones, duros como piedras, debido al frescor de la noche; parecían horadar la fina tela que los cubría como si deseasen escapar de ella. ¿Quién en su sano juicio hubiera sido capaz de los ignorarlos?

Venteaba con fuerza y su larga melena negra azabache se alborotaba con la brisa nocturna. Unos impresionantes ojos negros, una nariz fina algo respingona, y unos labios sensuales y carnosos completaban su bello rostro. El conjunto era sencillamente arrebatador cualquier caballero diría que la joven era una morenaza imponente. La muchacha era a ojos de un castizo un auténtico monumento; para alguien más rústico, una jaca de primera, una auténtica potranca capaz de deslomar al más pintado. En fin, sería imposible enumerar y desglosar la ingente cantidad de requiebros y piropos que la joven recibía a diario.

Era tarde, muy tarde y por si fuera poco amenazaba tormenta. Además la calle estaba muy oscura, apenas iluminada con la luz de las escasas farolas que aún funcionaban. La soledad de la calle y la tremenda oscuridad la inquietaban enormemente. De modo que caminaba deprisa, con la cabeza gacha, sin apartar su mirada del suelo, sin prestar atención a lo que tenía a su alrededor; como si temiera encontrarse con algo desagradable. Comenzó a lloviznar suavemente así que apretó el paso. La lluvia no tardó en empapar sus prendas. La indiscreta humedad hizo que se transparentaran sus pechos elevando aún más su sensual hermosura. Sin duda, habría podido ganar más de un concurso de miss camiseta mojada pero ella no estaba para esas cosas. Una furgoneta negra cruzó la calle desierta, pero no le prestó atención. Sólo cuando pasó por segunda vez comenzó a preocuparse. Volvió a pasar deteniéndose esta vez a su lado, dos hombres altos y fornidos se bajaron. Algo había extraño en su modo de actuar pero ya era tarde, demasiado tarde, se asustó y empezó a correr. En la otra esquina había luz, si llegaba a ella estaría a salvo. Así que corrió con todas sus fuerzas dejando atrás a los desconocidos. Pero los tacones, no sirven para correr nunca han servido, trastabilló y perdió el equilibrio. Así fue como la alcanzaron y la oscuridad se apoderó de ella

Despertó en un cuarto oscuro, apenas recordaba qué le había pasado. Los recuerdos eran vagos, imprecisos, envueltos en una neblinosa cortina que le impedía apreciar los detalles. Más parecían fruto de una desagradable pesadilla que acontecimientos reales. Pero ahora que despertaba y lentamente recuperaba la consciencia; se veía obligada a reconocer que eran reales. Recordó la corta carrera intentando alcanzar la esquina, el peso que la oprimió en la espalda, las férreas manos que la sujetaron y dominaron con inusitada destreza, el ahogado grito de terror que apenas llegó a oírse pues la habían amordazado. El pañuelo en su nariz. Notó un regusto amargo en la boca similar al extraño aroma que emanaba del siniestro embozo que la había arrojado en aquel extraño y pesado dormitar sin sueño. Sin duda, la habían narcotizado. ¡La habían secuestrado! Un violento estremecimiento la despertó de su forzado letargo. Miedo, auténtico miedo, el genuino e irracional miedo que se apodera de todo tu cuerpo y te impide reaccionar. No es que estuviese asustada, lo que sentía era puro terror, más bien pánico. Pánico como el que te deja paralizado o como el que te hacer correr sin objetivo ni descanso. El terror que te impide pensar en ninguna otra cosa salvo que tienes que escapar. Uno de los más primitivos e intensos instintos de la naturaleza. Su corazón palpitaba con violencia dentro de su pecho como si fuese a estallar. Mientras, su mente no paraba de bullir y atormentarla con una incesante serie de preguntas sin respuesta. ¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Por qué a ella? La sinrazón de su situación, la falta de respuestas la angustiaban terriblemente, pero lo que más la afligía era lo incierto de su futuro. ¿Qué sería de ella? ¿Qué querían de ella?

Trató de mirar y ver dónde estaba pero algo se lo impedía. Trató de gritar, pero no pudo. Trató de moverse y escapar pero algo la retenía y sujetaba con fuerza. Desesperada comenzó a llorar, era lo único que podía hacer. El cansancio finalmente la sumió en un sueño intranquilo lleno de malos presagios y pesadillas.

Estaba de pie, con las manos atadas sobre su cabeza. La boca sellada con una incómoda bola. Bajó la mirada, aún estaba totalmente vestida; menos mal pensó un poco mojada y nada más. Trató de soltarse y gritar, pero al notar que sus intentos eran en vano comenzó a llorar de nuevo. Al menos ahora podía ver. Se hallaba en una habitación sin ventanas, iluminada con un potente foco situado sobre su cabeza aunque creyó distinguir algunos más apagados en los límites del círculo de luz que la envolvía. Había algo de eco, la sala era grande, tal vez se tratara de un garaje o una nave industrial. Se giró para ver lo que había a su espalda, oscuridad y más oscuridad. Se oyó el retumbar lejano de una puerta metálica al cerrarse

Rápidamente se giró en la dirección de la que venía el sonido. Tras diluirse los ecos de la puerta al cerrarse un acompasado sonido empezó a percibirse con claridad. Unos pasos decididos y malévolamente pausados. Entornando los ojos, trató de visualizar al causante de los mismos; pero le resultaba imposible por la escasa iluminación. Eran unos zapatos de hombre, sí debía ser un hombre el que se acercaba a ella desde la otra punta de la sala.

El hombre se detuvo fuera de la zona iluminada, seguía sin poder verlo, sin saber quién era. Eso la asustó aún más, quien quiera que fuese el desconocido sabía antes de entrar que ella estaba allí. Ese hombre no la iba a rescatar, era uno de sus captores. Durante unos instantes el hombre no se movió, parecía deleitarse observándola desde lejos. La muchacha comenzó a gemir, como si suplicara la ayuda del desconocido. Al rato los enervantes pasos volvieron a oírse pero el desconocido siguió sin acercarse. Ahora describía un amplio círculo alrededor de su víctima y fuera de su alcance visual.

La asustada muchacha seguía desgañitándose tratando de gritar por encima de la mordaza mientras se giraba lentamente tratando de localizar al esquivo captor. Le pareció que se acercaba a una especie de mesa o estantería y removía los objetos que hubiese en ellos como si le resultara difícil localizar algo por la falta de luz. Los ruidos cesaron y los siniestros pasos se hicieron ahora más claros y nítidos, el hombre se acercaba

El tiempo parecía ralentizarse en aquel lugar. No sabía cuánto tiempo llevaba escuchando aquellos malditos pasos pero le parecía una eternidad. De nuevo se detuvieron, se oyó el sonido de una silla. Pero seguía sin apreciarse nada, tal vez una silueta algo más oscura parecía diferenciarse de la negrura general. Un chasquido y un puntito de luz, por fin algo. Pero la luz no tardó en desaparecer antes de llegar a apreciar nada. Un débil puntito rojo se apreciaba de vez en cuando y un suave aroma le trajo la respuesta al enigma. La fugaz visión tenía una explicación sencilla, el desconocido se estaba fumando un habano.

Evidentemente, su captor no tenía ninguna prisa. Hacia las cosas con enervante parsimonia. Ahora por ejemplo la observaba detenidamente en silencio mientras disfrutaba del tabaco. La joven ya no gritaba, estaba demasiado cansada y asustada como para seguir insistiendo inútilmente. Ahora se limitaba a controlar sus nervios y su miedo mientras lloraba.

  • Dese la vuelta señorita.

La voz sonó grave y profunda, amplificada enormemente por el eco de la sala vacía, resultaba aún más intimidante. El desconocido le hablaba con calma, sin alzar la voz, con la seguridad del que sabe que va a ser escuchado con atención. Aquella voz desprendía una enorme autoridad y seguridad en sí mismo, era la voz de un hombre que estaba acostumbrado a dar órdenes y que era obedecido inmediatamente.

La joven apenas reaccionó hipnotizada por el titilante brillo del cigarro y la sugerente voz. Un estruendoso chasquido retumbó con siniestra amenaza al tiempo que una oscura serpiente parecía deslizarse en los límites de la zona iluminada. Era un látigo, uno bastante largo y aquel hombre parecía acostumbrado a manejarlo.

  • No querrá que se lo repita ¿Verdad, señorita?

Aterrorizada, la muchacha se apresuró a obedecer. Había algo en el calmado modo de hablar de aquel hombre que le helaba la sangre. De un modo instintivo sabía que era mejor no contrariarle. Hablaba de un modo que no dejaba lugar a conjeturas acerca de lo que le pasaría si dejaba de obedecerle. Era la voz de un hombre que no amenazaba en vano, la voz de un hombre dispuesto a todo con tal de hacer su voluntad, la voz de un hombre que ahora la tenía a su merced.

Rezando para que se apiadara de ella la joven fue girando sobre sí misma ofreciéndole una amplia panorámica de su esbelta figura. Cuando le hubo dado la espalda se detuvo, algo le dijo que eso era lo que aquel desconocido deseaba. Tratando de dominarse, ahogando sus lágrimas esperó la siguiente orden.

  • Muy bien, muñeca. Ahora separa un poco las piernas e inclínese hacia delante… Eso es muy bien, parece que eres una chica inteligente y sabes lo que te conviene… Bien sigue así y no te pasará nada malo… Ahora, por nada del mundo se te ocurra darte la vuelta. ¿De acuerdo?

Nerviosa, asintió con la cabeza. No sabía lo que le esperaba pero se temía lo peor. Los malditos zapatos volvieron a dejarse oír, el mismo andar recalcitrante, pausado y rítmico. El maldito desconocido estaba demostrando quién mandaba en aquel momento. La tenía a su merced, a su completa disposición para disfrutarla cuando y como él quisiera. Se sentía más un objeto que una mujer. Los pasos sonaban ahora mucho más cercanos si se volvía ahora seguro que le vería la cara. Pero no se atrevió, el simple pensamiento la hizo estremecerse. El látigo seguía restallando en su memoria, y la mera posibilidad de sentirlo sobre su piel la aterrorizaba. Notó una suave presión sobre su espalda.

Un objeto romo la estaba recorriendo cada centímetro de su espalda exhaustiva y calmadamente desde las lumbares hasta las cervicales. Tras apartarle el cabello, lo dejó apoyado sobre su cuello, era el temido látigo cuyo mango ahora reposaba sobre su pecho derecho, mientras que su larga cola acariciaba el izquierdo. Apenas podía dejar de temblar mientras los delicados dedos de su carcelero volvían a recorrer el camino recorrido por el látigo pero en sentido inverso. Inesperadamente, una venda apareció frente a sus ojos.

Quiso quejarse y suplicar que no la cegaran pero sus ahogados murmullos fueron ignorados. De todos modos, tampoco opuso mucha resistencia. Al fin y al cabo, ella no era dueña de la situación, era un títere en manos de aquel desconocido. En cambio, una vez vendada, le quitaron la mordaza de la boca. Tenía las mandíbulas un poco doloridas por lo forzada de su posición y sin querer le dio las gracias a su captor por el alivio que ahora le proporcionaba.

  • ¡Vaya! Pareces una niña respetuosa y educada. Eso está bien. Si eres buena, no lo pasarás mal. Sé una niña buena y todo irá bien

No contestó. Después de todo no sabía si era realmente un elogio. Y tampoco estaba muy segura de lo que esas palabras la deparaban. No sabía qué querían de ella ni lo que le pensaban hacer. Quiso preguntarle pero el miedo se lo impidió. La voz del desconocido volvió a romper el tenso silencio

  • ¿Tienes nombre, ricura?

La joven asintió con la cabeza, pero eso no fue suficiente. Su captor se lo hizo saber con un sonoro bofetón que le cruzó la cara. Le ardía la mejilla pero no se quejó. Con otro fuerte guantazo, el desconocido la apremió a responder.

  • Pues dilo
  • Irene
  • Irene… y qué más… ¿No tienes padre ni madre?
  • Irene Pérez García… ¡Ay! ¿Por qué me pega? ¡Ay!

El insensible carcelero seguía abofeteándola con insistencia. De ese brutal modo, le mostraba su autoridad y dominio sobre la joven. Quería dejarle bien claro quién mandaba y quién debía obedecer

  • ¿Por qué? ¿Acaso no lo sabes?... Por no tener modales… niña… Tienes que mostrar el debido respeto… Debes dirigirte a mí como amo o señor… ¿Entendiste?
  • Sí, sí… ¡Ay!... pero deje de pegarme por favor señor
  • Está bien… dime cómo te llamas
  • Irene Pérez García, señor.
  • Irene ¿eh?… sí… sí, eso es lo que pone en tu documentación. Buena chica… sigue así y todo irá bien… ya lo verás

Incapaz de contenerse más, la joven comenzó a llorar. Evidentemente, las palabras de su captor no la tranquilizaban. No sabía por qué la habían secuestrado, ni qué intenciones tenían. No tenía dinero para pagar un rescate, ni ella ni sus familiares. Lo único que podría satisfacer la codicia de su secuestrador era su cuerpo. Era muy duro hacerse a la idea de que la iban a violar

  • Por favor, señor no me haga daño. Quédese con el dinero pero déjeme marchar señor. Se lo ruego.
  • ¿Crees que me voy a conformar con la miseria que llevabas en el monedero? No pareces muy lista, muñeca… Pero no te preocupes, ricura, no te escogimos precisamente por tu coeficiente intelectual.

Irene se estremeció cuando el desconocido comenzó a sobarle los pechos por encima de su camiseta. Ya sabía cuáles eran los atributos que aquel energúmeno apreciaba en ella. Y por desgracia comprendía más claramente sus intenciones. Debía resignarse y aceptar su destino, iba a ser usada para satisfacer los depravados deseos de su secuestrador; y nada, salvo un milagro podría evitarlo. Se mordió los labios tratando de hacerse la fuerte, no quería darle a su captor la satisfacción de verla humillada y derrotada. Aceptaría su sino con dignidad y resignación. Al menos eso, no se lo podrían arrebatar

Mientras, el insidioso desconocido, comenzó a disfrutar de la situación. Tenía ante él el escultural cuerpo de la joven que, indefensa, no podía rechazar sus caricias. Una y otra vez sus ávidas manos recorrían todas y cada una de las generosas curvas de la muchacha. Como si los midieran y calibraran con precisión, las insistentes manos pasaban y repasaban una u otra vez los prominentes pechos de Irene. Sus dedos no se olvidaban de masajear, pinzar y pellizcar los altaneros pezones que cubiertos tras la camiseta parecían retarlos.

El magreo parecía no terminar nunca para deleite de uno y desgracia de otra pero súbita e inesperadamente, las manos se apartaron. Por unos segundos, pareció que el secuestrador se había cansado por fin de ella. Pero con insospechada violencia, rasgaron la fina camiseta. Los turgentes y voluminosos globitos quedaron ahora totalmente expuestos. Se los veía algo enrojecidos, producto sin duda del prolongado sobeteo al que habían sido sometidos; pero eso los hacía, si cabe, aún más apetecibles.

Irene logró reprimir un grito más fruto de la sorpresa que del miedo. Las intenciones que albergaban sus captores estaban claras; y lo único que deseaba ya, era que terminasen pronto y no le hiciesen demasiado daño.

  • ¿Te gusta verdad, niña? ¿Te gusta que te soben las tetas, no es cierto?
  • No… no me gusta.

Logró contestar sin pensárselo dos veces, con más coraje que otra cosa. El inesperado gesto de valentía sorprendió al verdugo pero este no tardó en reaccionar… Dos fuertes y contundentes manotazos sobre los expuestos pechos sacudieron a la joven. Los sensibilizados pezones chillaron ante el sorpresivo ataque.

  • ¿Has olvidado tus modales, niña? ¿Cómo se dicen las cosas?
  • ¡AY!... ¡AY!... ¡AAAYY! Señor por… favor… No me pegue más

Los manotazos caían ahora las protuberantes tetas, con la misma insistencia con las que éstas fueron magreadas. El incesante e implacable castigo prosiguió durante bastantes minutos a pesar de los llantos, gritos y súplicas desesperadas de la pobre muchacha. Era evidente que ni la compasión, ni la clemencia formaban parte del carácter del desconocido secuestrador. Cuando éste por fin se dio por satisfecho, los sufridos pechos, lucían ahora totalmente enrojecidos, con las marcas de los dedos claramente visibles en algunos lados.

  • Así no te olvidarás de los buenos modales, mala zorra. Ya me hiciste enfadar

Irene se limitó a sollozar, quería cubrirse, acariciar sus doloridas mamas y mitigar el terrible escozor que las llenaban. Pero no podía, sus manos seguían atadas sobre su cabeza y por tanto, toda ella seguía a merced del insensible desconocido. Ojala se cansara pronto de ella y la dejase en paz

No eran esos los planes del secuestrador, una vez satisfecho con el castigo infligido, volvió a sobar y magrear a placer a la joven. Parecía deleitarse al escuchar las ahogadas quejas de la muchacha cuando con sádica intención apretaba y estrujaba los doloridos pechos. De vez en cuando la hacía chillar al pellizcarle y retorcerle los pese a todo, enhiestos pezones. Irene se esforzaba arduamente por contenerse y reprimir sus expresiones de dolor. Intuía que aquel degenerado disfrutaba con su dolor y trataba con todas sus fuerzas de no dárselo. Pero el desconocido sabía muy bien lo que hacía y una y otra vez lograba su objetivo. Disfrutaba enormemente del tremendo coraje y fuerza que demostraba la joven. Hace un rato, no parecía tan decidida, en cambio ahora… mejor así. Así la disfrutaría más mucho más.

El sádico verdugo, estuvo jugando con el dolor de la muchacha alrededor de media hora. Media hora que pareció eternizarse a los ojos de Irene. Cansado ya del juego, el secuestrador prosiguió con sus depravados planes. Sus manos ahora la recorrían entera, no solo sus pechos recibían las lascivas caricias, su vientre, sus muslos eran objeto de sus lascivas atenciones. De este modo podía apreciar el azoramiento cada vez más evidente de su víctima.

Irene sin poder evitarlo sentía crecer poco a poco el incipiente cosquilleo del deseo. No podía evitar las caricias así que trató de evadirse pensando en otras cosas. Al principio le fue relativamente fácil hacerlo pero aquel desgraciado sabía muy bien lo que hacía. Ya no era rudo con ella, al contrario, ahora sus manos la recorrían con exquisita suavidad y ternura. Más que rozarla, sus dedos parecían sobrevolar su hipersensibilizada piel sin apenas tocarla. No solo sus manos, aquel desgraciado sabía utilizar muy bien su boca.

Los labios del secuestrador besaban sabiamente los rincones más sensibles de la joven. Primero el cuello, la nuca, detrás de las orejas… El maldito bastardo sabía muy dónde y cómo besar, o morder, según el caso. No se olvidó de sus pechos, pero ahora intervenía también su lengua juguetona. Los gemidos que antes eran de dolor ahora se tornaban en gemidos y jadeos de placer. Sin darse cuenta de cómo ni cuándo, Irene descubrió que ya no tenía los pantalones ni los zapatos. Sus pies descalzos se apoyaban ahora en una cálida alfombra. El muy cerdo, había pensado en todo, al no notar el frío del cemento no se dio cuenta de que le habían quitado el calzado… Aquel hombre, sabía muy bien lo que se hacía. Iba a ser un día muy largo y mucho más duro de lo que ella se pensaba

  • Lo estás disfrutando… ¿Verdad, zorrilla? Vamos, reconócelo. Dí que te gusta
  • Mmmnnn no… No me gusta… señor
  • ¿No te gusta? Pues yo te noto cada vez más caliente… Mira cómo estás dejando las bragas, guarra… De todos modos, vamos a comprobarlo

El desconocido pareció alejarse y remover algunos cachivaches y herramientas a lo lejos de la nave. Al poco rato parecía traer algo en un carrito, las ruedas chillaban un poco. Lo que fuese que trajera lo puso al lado de ella

  • Vamos a comprobar lo puta que eres
  • NO SOY PUTA… señor. (El amor propio le hizo una mala pasada, afortunadamente se acordó del castigo sufrido y pudo rectificar a tiempo.)
  • ¿Noo? Entonces estoy equivocado y no eres una zorra calientapollas que merece un escarmiento
  • No señor no lo soy. (Dijo con todo el aplomo que pudo reunir.)
  • ¿Entonces, eres virgen?
  • Estoo… no, señor, no soy virgen. Pero sólo lo he hecho con mi novio
  • Vaya, vaya… sólo lo has hecho con tu novio… por qué será que todas las putitas jóvenes dicen siempre lo mismo
  • Pero es verdad, señor
  • Vamos a hacer una prueba, si te parece. Y así salir de dudas. Te voy a poner sobre este aparatito. Si eres capaz de estar una hora sin excitarte te dejaré marchar…Bueno para que no haya malos entendidos sin llegar a correrte. ¿Qué te parece?
  • No… no lo sé señor… ¿Qué aparato es? No lo puedo ver

Sin decir nada, el desconocido le quitó la venda. Inmediatamente, Irene lo buscó con la mirada pero no podía reconocerle, llevaba puesto un pasamontañas. Sin embargo pudo apreciar que se trataba de un hombre alto, delgado y musculoso, más bien fibroso. A su lado había una especie de potro como el que usan los gimnastas. Era negro, redondeado y bastante ancho, lo que la obligaría a separar bastante las piernas. En lo más alto, una no demasiado grande protuberancia cilíndrica lo atravesaba de parte a parte longitudinalmente. Tenía unas patas regulables en altura ahora el aparato le llegaba hasta la cintura, tendría que saltar un poco para sentarse en él. Por lo demás no se apreciaban muchos más detalles significativos. Por un momento, la ingenua muchacha creyó que podría superar la prueba, así que aceptó...

Sin darle tiempo a replantearse la situación, el avispado secuestrador la colocó rápidamente sobre el misterioso aparato. Efectivamente, tenía las piernas bien abiertas y la extraña protuberancia estratégicamente colocada, le separaba los tiernos labios vaginales. Menos mal que conservaba la finas braguitas, pensó la cándida joven. Sin embargo, el secuestrador no se dio por satisfecho. Tomando unas correas, le dobló las piernas hasta que los talones tocaron sus muslos y se las ató. De este modo, le dijo, no podrás hacer trampas.

En realidad, el secuestrador se había asegurado la total inmovilidad de la muchacha sobre el potro. Al no poder apoyar sus pies, no podría levantarse de su asiento. Todavía podría levantarse a pulso sujetándose a las cuerdas que la ataban al techo. Pero su captor no tardó en eliminar esa posibilidad. Con la maestría que da la práctica, la liberó del techo para atarle las manos a la espalda. No contento con eso, también le cruzó varias veces las cuerdas sobre sus pechos resaltándolos de un modo extraño. Extrañamente, Irene se sentía cómoda, no le molestaban las ataduras. Éstas, parecían más decorativas que instrumentos de restricción de hecho, tenía que reconocer que sus tetitas lucían ahora mucho más seductoras y atractivas que cuando no tenían las cuerdas. Para completar el trabajo, el desconocido, se aseguró de unir las cuerdas que la recorrían el busto con las que colgaban del techo a la altura de su espalda. Cuando hubo terminado, se quedó unos instantes mirándola sin decir nada del mismo modo que un artista valora una obra recién realizada.

  • Bueno ricura, ¿te explico otra vez las condiciones de la apuesta?

Irene asintió con la cabeza. Estaba demasiado nerviosa como para hablar. Ahora que se veía totalmente indefensa antes las manipulaciones de aquel pervertido se sentía más un objeto o un juguete que una persona. El modo como la había atado, la precisión de los nudos, la seguridad en el modo de sujetarla y tratarla le decían que aquel hombre la estaba manipulando a su antojo. Se acababa de dar cuenta de que había caído en una trampa y lo peor era que no estaba equivocada

  • El juego consiste en cabalgar sobre el potro durante una hora sin alcanzar el orgasmo. Las chicas decentes con algo de esfuerzo lo consiguen. Las putas redomadas caen a los pocos minutos. Así podremos saber lo puta que eres. ¿De acuerdo?
  • No soy una puta señor
  • Veo que tienes genio. Bueno eso está bien me gustan las chicas con carácter pero el grado de tu virtud está por ver… Mira como me has caído simpática te voy a dar un margen de dos orgasmos y para facilitarte las cosas te voy a poner un reloj para que sepas el tiempo que te queda.

Sin darle tiempo a responder el hombre se perdió en la oscuridad que los rodeaba. A lo lejos se oían los fuertes ecos de los objetos y herramientas al moverse de acá para allá. No tardó mucho en volver con un despertador digital marcaba las 12:21. Debía de estar mal, no podían ser las doce de la mañana y menos aún las doce de la noche. El desconocido se percató de lo que estaba pensando.

  • No hagas caso de la hora que indica la pantalla, no lo tengo en hora. Pero para lo que vamos a hacer nos sirve. Digamos que tienes que aguantar tus ganas de correrte hasta las 13:15 ¿De acuerdo?

Irene asintió con la cabeza, cada vez estaba más nerviosa. Se sentía extrañamente excitada, estaba casi desnuda delante de un desconocido que la manejaba a su antojo. La única prenda que le quedaba eran las braguitas y debía de admitir que estaban algo húmedas. Tampoco la tranquilizaba la extraña generosidad que le estaba demostrando ahora su secuestrador.

  • Si aguanto hasta las 13:15 ¿me dejará libre?
  • Así es preciosa, esto será una mera anécdota de la que podrás presumir si quieres
  • No… no va a hacer trampas… ¿verdad? Señor.
  • Pues claro que no. Un trato es un trato. Además qué razón tengo para hacer todo esto si luego no cumplo con lo prometido. Para que un juego sea divertido debe de tener algún aliciente. ¿No?
  • Sí… supongo
  • Entonces empezamos

Un escalofrío la recorrió entera cuando las delicadas manos de su captor comenzaron a acariciarla con extremada suavidad y ternura. Las caricias no siempre buscaban excitarla directamente, a veces sencillamente se entretenía haciéndole cosquillas. Sobre todo cuando sus dedos pasaban sobre las plantas de los pies. Claro que desde los pies hasta la cara interior de los muslos sólo había un pequeño trecho y la cosa se ponía más seria. No obstante, si seguía así estaba segura de que aguantaría. Con lo que no contaba era con la sorpresa que le tenían preparada

El hombre estuvo acariciándola despacio durante unos diez minutos, entonces sin previo aviso accionó el aparato. Un suave y casi imperceptible zumbido comenzó a escucharse en la habitación. Aunque para la pobre Irene no le pasó en absoluto desapercibido. Pronto notó una persistente vibración que a pesar de su baja intensidad, lograba estimular con gran precisión y vivacidad el travieso botoncito de su entrepierna. Ahora comprendía la razón de la extraña protuberancia que tan oportunamente le separaba sus labios mayores. La sorpresiva estimulación logró su objetivo, un involuntario jadeo dio fe del éxito de la ladina estrategia empleada.

  • Ahhh… Es… trampa. Señor, eso es trampa.
  • ¿Trampa? ¿No pensarías que este aparatito no tendría ninguna utilidad? Si fuese así, ¿para qué te habría hecho montar en él? Antes estabas mucho más accesible a mis caricias que ahora.
  • Pero… pero es que
  • No protestes ahora, te he dado bastantes ventajas. Las chicas castas logran reprimirse y a ti te he concedido un orgasmo de gracia. Te dije que con este aparato descubriríamos lo puta que eres y eso vamos a hacer… Cabalga sobre mi potrillo dómalo si puedes… sólo tienes que aguantar 45 minutos

A pesar del evidente sarcasmo de las últimas palabras del secuestrador, Irene se aferró a la débil esperanza que éstas le ofrecían. Sólo tendría que soportar el cosquilleo en su entrepierna durante tres cuartos de hora. Cerró sus ojos buscando evadirse, pero pronto descubrió que eso era mucho peor que tenerlos abiertos. Las dulces sensaciones se volvían mucho más intensas cuando los cerraba y su mente no tardaba en llenarse de imágenes sugerentes y evocadoras que aumentaban su calentura con increíble celeridad.

Así que se esforzó por recordar cómo había llegado a esa situación. Quiso acordarse del miedo, de la incomodidad de las ataduras, del dolor de los azotes y de lo humillante de estar casi desnuda delante de un desconocido. Pero todo era inútil, la sempiterna y monocorde vibración no la dejaba pensar con claridad. Una y otra vez sus recuerdos se desviaban hacia fantasías muchas veces soñadas y deseadas pero rara vez realizadas o siquiera confesadas. Se mordía los labios tratando de reprimir sus gemidos pero su respiración se aceleraba cada vez más, pronto dejaría de respirar y comenzaría a jadear abiertamente.

Miró el reloj angustiada, pero las agujas del maldito cacharro parecían haberse clavado y apenas avanzaban. ¿Cómo podía ser que estuviese aguantándose nada más que durante cinco minutos? Bufó desesperada, debía aguantar, debía aguantar. Negó violentamente con la cabeza mientras entregaba el primer jadeo imposible de disimular. ¡Sería tonta podía intentar apartarse de la fuente de la vibración!

Arqueó su cuerpo hacia atrás, se echó hacia delante, trató de caerse del potro, pero no consiguió nada. Movía las caderas, las piernas, el torso… todo su cuerpo se movía desesperado dentro de lo que le permitían las ataduras en un vano esfuerzo por eludir la constante estimulación del clítoris. Pero el aparato estaba muy bien diseñado, y las ataduras muy bien estudiadas; hiciera lo que hiciera el hormigueo que nacía de sus partes pudendas, no disminuía sino aumentaba. Le era del todo imposible eludir el tenaz y perseverante cosquilleo que la incitaba a dejar llevarse por el deseo. Cuanto más se esforzaba, más se desesperaba pues cada vez era más evidente de que estaba librando una batalla perdida. Una batalla que no podría ganar pues su propio cuerpo la estaba traicionando y posicionándose a favor del enemigo.

El secuestrador observaba embelesado el desarrollo de la escena. Apenas si podía contenerse y evitar masturbarse delante de su víctima. En vez de eso, liberaba su tensión jaleando y animando a la pobre amazona que ahora cabalgaba el indomable potro del deseo. Una y otra vez la instaba a dejarse llevar por su libido y ceder ante placer que le proporcionaba su botoncito. Se deleitaba al verla estremecerse cada vez con más intensidad, o siguiendo el incesante vaivén de las desesperadas caderas, o estudiando el caprichoso e impredecible bamboleo de su apetecible delantera. Su hembra ya no ahogaba sus gemidos, ya eran pequeños grititos, chillidos entrecortados que denotaban su estado mezcla de placer y frustración; de gozo y desesperación; de alegría y temor.

El rostro cada vez más azorado, más congestionado y los movimientos mucho más tensos, menos armónicos presagiaban el cada vez más cercano e inevitable desenlace. Sin embargo, la firme determinación de la muchacha estaba prolongando considerablemente la duración del juego para mayor placer de su captor. La joven llevaba unos veinte minutos tratando de sofocar un fuego inextinguible. Un fuego, que se hacía cada vez más intenso, mucho más fuerte a cada instante y que no paraba de crecer y crecer sin descanso para llenarla por completo de desasosiego y deseo. Un fuego, que era permanente y constantemente alimentado sin descanso por aquella insidiosa, incansable y maldita vibración que una y otra vez masajeaba el siempre hambriento de atenciones clítoris.

Era una batalla perdida de antemano; y a pesar de su gran determinación, Irene, estaba condenada a perderla. Arqueó su cuerpo hacia atrás todo lo que le permitieron sus ataduras, cerró sus piernas todo lo que pudo, apretó los dientes y negó con la cabeza. Pero un poderoso jadeo y un evidente incremento de la humedad en las braguitas evidenciaron la llegada del primer orgasmo

  • MMMMMNNNNNOOOOOOOOOMMMMMmmmmmfffffffffggggg
  • Sííí… Yo diría que sí que eso ha sido un bonito orgasmo, zorra. Has tardado mucho, has estado a punto de engañarme puta. Pero al fin has sacado a relucir tu verdadera naturaleza de furcia. No está nada mal, has estado cabalgando sin correrte durante veinticinco minutos, si aguantas otros tantos sin correrte tendré que liberarte a pesar de las ganas que tengo de follarte. Soy un hombre de palabra, no creas. Así que ánimo puta, sólo tienes que aguantarte las ganas durante veinte minutos, un poco menos
  • AAAAGGGhhhrrr… Apáguelo por favor, unos minutos que descanse… buufff… señor
  • No, mi niña, tienes que poder con él tú solita… Vamos, niña… que lo estás haciendo muy bien

Irene no escuchó las demás palabras burlonas dirigidas hacia ella. Bastante trabajo tenía ya con seguir conteniéndose la irrefrenable calentura que bullía dentro de ella. Tras el primer orgasmo, su híper-sensibilizado cuerpo se estaba preparando para recibir al segundo que se acercaba con más celeridad que su predecesor. Desesperada seguía debatiéndose contra las malditas restricciones y el diabólico potro que imperturbable seguía calentándola como jamás había imaginado. Pero hiciese lo que hiciese, el inefable, endurecido y enhiesto clítoris seguía recibiendo su perenne ración táctil; transformando la vulgar vibración en una impetuosa corriente de placer que la llenaba por completo. Su tierna cuevita comenzaba a humedecerse y encharcarse una vez más, preparándose para la futura cópula.

Irene luchaba tenazmente aferrándose a la vana esperanza de aguantar hasta la hora convenida. A pesar de la derrota infligida por aquella insensible máquina, se negaba a darse por vencida. Ella no era una puta y lo iba a demostrar. Sin embargo no decían lo mismo los órganos de su cuerpo. La respiración agitada, el pulso acelerado, la piel perlada por el sudor mostraban la tremenda excitación que sentía la joven. Era un hembra en celo, aprestándose a la cópula; no, mejor dicho, lista y preparada para recibir al macho que la montase. Su cuerpo no era sino un acumulador de tensión sexual, un acumulador al borde de su capacidad. Pronto se liberaría la tensión acumulada y el juego se habría acabado...

  • ¿Un descanso ricura?
  • MMMMmmmm… ¿Quéeehhh…?... Ahh… No… ahora no… Esto… sí
  • ¿No, sí…? Todas las putas sois iguales. Decís que no pero queréis decir que sí. Sólo pensáis en una cosa en correros y si no os damos placer os enfadáis como te está pasando a ti. ¿Qué te pasa, quieres seguir recibiendo tu ración de placer verdad? Por eso no dejas de moverte y cabalgar a tu potrillo, ¿verdad cerda?

Irene no supo qué decir, ni qué contestar. Se sentía completamente humillada y avergonzada. El maldito secuestrador tenía razón. Ahora que estaba apagado el vibrador ella quería más. Quería seguir hasta el ansiado clímax. Ahora no podía dejarla así, no ahora que estaba tan cerca. Pero, ¿qué estaba pensando? ¡Cielos! ¡Ella era una chica decente! no podía, no debía desear eso. No quería darle la razón al hombre que la vejaba, chantajeaba y dominaba a su antojo. Pero al mismo tiempo ella, o mejor dicho, su cuerpo, su libido, sus más primitivos instintos, la traicionaban irremisiblemente. El deseo sensual se estaba apoderado de ella… No debía consentirlo, definitivamente tenía que seguir luchando… pero cada vez le quedaban menos fuerzas, menos argumentos con los que imponerse a sus más primitivos anhelos...

Mientras la desesperada joven, se debatía angustiada pensando en todas estas cosas. Su metódico secuestrador no se perdía detalle. Observaba las mil y una muecas que se dibujaban en su rostro atribulado. Examinaba escrupulosamente todos y cada uno de sus gestos, cómo fruncía el entrecejo, cuando ahogaba su placer; cómo apretaba los ojos, mientras luchaba por evadirse de sus emociones; cómo se mordía los labios, cuando trataba de reprimir sus jadeos… No se perdía detalle y sus ojos sobrevolaban golosos por la esbelta anatomía de la joven, deteniéndose brevemente en las zonas más escabrosas a la par que interesantes. La agitación de sus pechos tersos, temblorosos y, sin embargo, firmes; no le pasó desapercibida. En el exhaustivo análisis de su hipnótico bamboleo, parecía detallar el motivo subyacente tras cada temblor, tras cada leve agitación. No se olvidó tampoco del incesante y sensual baile de las generosas caderas de su víctima se preguntaba curioso a qué se debía el extraño y a veces rítmico vaivén. ¿Buscaba o, quizás rehuía, el insidioso roce que la llevara al fatídico orgasmo? En cualquier caso, la respuesta no le interesaba demasiado. De todos modos, quisiera o no quisiera, la desgraciada muchacha iba a perder la apuesta

Mientras la pobre muchacha se maldecía por tener ese debate interno, y cansado ya de esperar, el metódico secuestrador accionó nuevamente el fatídico aparato. El dulce martirio volvió a embargarla de nuevo

Aquello ya fue demasiado para la desafortunada joven, el ladino secuestrador se mostraba muy hábil. Un consumado torturador que sabía jugar muy bien con sus jóvenes víctimas. No era Irene su primera presa, y con la sabiduría que da la experiencia, ahora jugaba con ella a placer. Disfrutaba al verla estremecerse de placer mientras ella se negaba a admitirlo. Esa era la parte más entretenida del juego y siempre encontraba algún modo de prolongarlo, sin llegar a sobrepasar nunca el tiempo límite. Quedaban diez minutos y sin poder evitarlo, Irene se vino con un prolongado y agudo gemido.

Las cuerdas que la sujetaban al techo impidieron que se cayese al suelo. Había sido tan intenso y potente el orgasmo; que, perdiendo el control de sí misma, Irene se había echado hacia atrás con todas sus fuerzas. El rostro azorado, más rojo que un tomate y las empapadas braguitas confirmaban la derrota.

Había perdido pero su verdugo no había acabado con ella.

Lejos de apagar el aparato y dar por concluida la maldita apuesta, su secuestrador accionó un nuevo botón. El sonido monocorde del aparato cambió a un tono más agudo. El maldito cacharro disponía de varias velocidades y ahora las vibraciones eran más vivas e insistentes que antes. Cada vez se hacía más evidente de que la pobre niña jamás habría podido ganar la apuesta. Sin embargo, Irene apenas podía pensar en ello. Bueno, mejor dicho, apenas podía pensar. Arrastrado por las orgiásticas ondas, su cuerpo temblaba y se estremecía ahora con mucha más intensidad. Las olas de placer que ahora la inundaban, habían pasado de la simple marejada a la mar gruesa. Y la galerna de pasión seguía creciendo en intensidad amenazando convertirse en huracán.

Incapaz ya de seguir luchando consigo misma, obligada a reconocer su derrota, humillada y abochornada por su propio comportamiento. Y a pesar del miedo que le inspiraba tener que entregarse a aquel desconocido; o quizás llevada por su propia lujuria en fantasías jamás realizadas, o tal vez el morbo que sentía al verse obligada a yacer con alguien que no conocía y que sin embargo la dominaba. El caso es que finalmente Irene se abandonó y se dejó llevar por su libido. Como no podía ser de otra forma, comenzó a gemir y jadear abiertamente, buscando activamente su placer. Ahora sí que cabalgaba como una auténtica amazona

Su carcelero seguía animándola, espoleándola para que se rindiera y alcanzase el anhelado orgasmo. Lo que no podía imaginar, era que ella ya se había rendido. Olvidándose de todo, Irene se había lanzado sin pensarlo en los brazos del deseo. Y ahora seguía ignorando la continua arenga de su carcelero, no por oponerse a ella; sino porque el hacerlo le impediría concentrarse en su propio gozo. Ahora era ella la que deseaba seguir montando aquel dichoso potro. Ahora era ella la que lo buscaba para que éste la encumbrara a las más altas cimas del placer. Ahora era ella la que se frotaba contra él, luchando por alcanzar el clímax absoluto que antes rechazara con afán y que ahora buscaba con ahínco.

Como no podía ser de otro modo, un tercer orgasmo la recorrió entera. Por tercera vez, su cuerpo se arqueó todo lo que le permitieron sus restricciones mientras liberaba la tensión acumulada en un agudo y potente chillido. En su entrepierna se advertía ahora un pequeño charco de flujo. El secuestrador apagó el aparato, todavía quedaban un par de minutos para que acabara el plazo

  • Bien putita, dime: ¿Te has corrido una vez más?
  • No, señor… (contestó Irene con un tembloroso hilo de voz)
  • ¿Cómo?... ¡HABLA MÁS ALTO, ZORRA!

ZAS. Una fuerte nalgada dio prueba de lo contrariado que estaba por la respuesta de la joven. Si se había creído que negando lo evidente iba a conseguir algo, lo llevaba claro. Aquel azote era un temible aviso de lo que le podría esperar si se empecinaba en hacerlo

  • AAAAYYY… No señor, no me he corrido una vez más… Me he corrido dos veces más, señor.

El enfado inicial se trocaba ahora en incrédula alegría. ¡Jamás se habría imaginado que aquella joven tuviese tanto aplomo como para bromear de aquella manera y en aquel momento! No pudo sino echarse a reír por la ocurrencia. Con aquel gesto, Irene sin saberlo, se había ganado el respeto de su secuestrador.

  • Por Dios que tienes redaños chica. No lo esperaba de ti. ¡Qué bueno!... De modo que, si no he entendido mal, reconoces tu derrota. ¿No?
  • Sí señor, he perdido. Pero no soy una puta
  • Bueno, digamos que eres casi decente… que eres una putita ocurrente ¿OK?

Irene asintió con media sonrisa. Después de todo, tampoco tenía muchas más opciones. Si bien su respuesta había caído en gracia, lo cierto era que tampoco podría a aspirar a mucho más. Quizás si se ganaba la simpatía de su secuestrador, podría salir de allí sin pasarlo tan mal como se temía. Lo cierto es que ya se había resignado y aceptaba el hecho de ser follada por aquel desconocido. Lo único que deseaba ahora, era que no la maltratase, que no le hiciera daño y que todo acabase lo antes posible. De momento parecía que lo había conseguido. Lo que vio la dejó helada y un grito de terror acudió a su garganta.

Inesperadamente, su secuestrador había sacado una navaja bastante grande y se dirigía hacia ella. Antes de que pudiese decir nada, la filosa hoja se había apoyado en su cadera. Colándose entre su piel y la telita del tanga la afilada arma seccionó el elástico. Colocándola en el lado contrario, repitió la operación. Ahora podría liberar la escasa vestidura que cubría a la joven. Con estudiada lentitud fue retirando la ya inservible prenda descubriendo los secretos que ocultaba.

Un pubis finamente rasurado que dejaba una coqueta línea testimonial, daban fe lo bien cuidada que estaba la zona. Un poco más abajo, los finos labios mayores se apartaban para acoger la insidiosa protuberancia que tanto la atormentara. Realmente, la joven ofrecía un espectáculo digno de verse.

  • Tienes un coñito delicioso putita. Me encantará follártelo como se merece. ¿Verdad que lo estás deseando putita?
  • Sí señor

La escueta respuesta, apenas ocultaba el hecho de que la propia Irene comenzaba a desear de veras entregarse a aquel desconocido. En parte se justificaba diciendo que nada podía hacer para evitarlo; que ella no había ido allí voluntariamente, sino obligada; que cuanto antes la tomara, antes terminaría todo aquello; y muchas otras excusas más… Pero lo cierto era, que muy en el fondo, una pequeña parte de ella deseaba averiguar cuánto placer era capaz de proporcionarle aquel maldito desconocido que la manejaba a su antojo. No tardaría en saberlo

Con la seguridad que da la experiencia, el desconocido hizo un ovillo con el deshecho tanga y aprovechando las tiras elásticas improvisó una peculiar mordaza. Mordaza que no la impedía hablar, aunque sí dificultaba su pronunciación. El propósito escondido tras ese gesto, como luego descubriría Irene, era que la joven saboreara sus propios jugos. Pero antes de que pudiera decir nada y ante el asombro y desconcierto de la muchacha su carcelero accionó de nuevo el aparato vibrador. "Ahora vamos a comprobar lo putita que eres", dijo mientras pasaba de la segunda a la tercera velocidad

  • NNNOOOOGGGHHH

Irene se convulsionaba llevada por las continuas descargas que nacían en su entrepierna. Una y otra vez las oleadas de placer la arrastraban cada vez con más celeridad hacia los forzados orgasmos. Apenas habían pasado unos minutos cuando llegó el cuarto y antes de que pudiese recuperarse del mismo, el quinto llamaba a su puerta. Pronto perdería la cuenta, el sexto se confundió con el séptimo y con el octavo. De hecho más que de varios orgasmos se podría hablar de una única y extraordinaria serie de orgasmos encadenados unos con otros que se sucedían con increíble celeridad. Pero incluso en aquella incontrolable e inacabable serie orgiástica parecía adivinarse un crescendo, un último gran apoteosis final

Entonces sucedió. De repente cesaron las convulsiones, los jadeos y los gemidos desbocados. En vez de eso, todos los músculos de su cuerpo se tensaron a la vez, endureciéndose bajo su piel como el mármol. Los ojos vidriosos y la mirada perdida en el infinito evidencia de que su dueña había abandonado la consciencia en este mundo y se hallaba ahora sumida en un estado catárquico de placer absoluto. Su garganta emitía ahora un sonido gutural monocorde propio más de un extraño animal que de una persona. Y de su coño, de su dulce coñito, manaba ahora un torrente incontenible de flujo transparente que saltaba borboteante sobre el lomo de aquel potro artificial. Parecía más una fuente de piedra que una mujer

TLKASSSS… TLKASSSS

Su captor, queriendo comprobar el estado de placer trascendental que se había adueñado de ella le había propinado dos impresionantes y dolorosos latigazos que dejaron su lacerante marca sobre la piel de la joven. Dos finas líneas rojas se dibujaron sobre los pechos, el vientre, y la espalda de la joven destacando sobre la sonrosada piel. Sin embargo, a pesar de la violencia empleada, el gesto de la joven no cambió un ápice. Lo más que consiguió fue un breve cambio de tono en el monocorde gemido de Irene. La joven estaba sumida en un universo de placer interior que la aislaba por completo del mundo exterior. Había perdido la conciencia de sí misma, no existía nada. Salvo esa inmensa, increíble e inacabable descarga orgásmica que lo llenaba todo

Irene nunca supo decir cuánto tiempo estuvo sumida en ese maravilloso trance. De hecho para ella el día acabó cuando le llegó el dichoso superorgasmo. Una vez comprobada la trascendencia del trance, el carcelero desconectó el aparato, la desató y bajó del potro. Las piernas, por supuesto, no la sostenían; y la mirada, seguía perdida, sumida en un extraño vacío lleno de paz. No hacía sino emitir extraños sonidos balbuceantes cuando se le preguntaba algo. Y su rostro mantenía una luminosa y bobalicona sonrisa de profundo bienestar.

La primera sesión había terminado, su captor llevándola en brazos la depositó en una sencilla cama. No hacía falta, pero por costumbre o quizás por seguridad, le puso un collar de cuero en el cuello y lo ató a una cadena que la mantendría cerca del camastro. También aprovechó y le puso unas muñequeras y tobilleras que le vendrían bien más adelante. Una vez finalizadas las tareas, la cubrió con una manta y la dejó descansar en aquella extraña paz que la llevaría a un reparador sueño. Apagó la luz impaciente por dar comienzo y disfrutar de la siguiente sesión. Una sesión en la que él disfrutaría más, mucho más