Secreto de Confesión (3)

Sigue mi estancia en el convento. Esta vez sucede algo milagroso.

SECRETO DE CONFESIÓN (III)

Tras las experiencias vividas en el convento, y dada mi alteración y anhelos sexuales, estuve reflexionando acerca de la idea de marcharme de allí y de ese modo evitar la tentación y la flagelación a la que el deseo me tenía sometido. Así que pensé en comunicárselo a la madre superiora, Sor Ángela en cuanto ella y yo tuviéramos la siguiente charla.

Esperaba por tanto encontrarla una tarde en el claustro como otras muchas veces cuando la hermana Sor Anunciación me comunicó que la superiora me aguardaba en su estudio privado. Así pues, me encaminé hacia allí, pero quiso el destino ofrecerme otra tórrida escena sexual antes de llegar a mi entrevista con Sor Ángela. Y es que, yendo a su encuentro, había de pasar por la galería donde hallaban las celdas o dormitorios de las monjas. Era la hora del retiro espiritual y muchas de ellas se hallaban orando en soledad.

El convento, antiguo en su construcción, aún conservaba esas puertas de grandes ojos de cerradura a través de los cuales, si mirabas con un ojo, podía verse el interior. Como pronto me iría, sentí necesidad de contemplar, quizá por última vez,  el bello rostro de Sor Cristina y como todo respiraba tranquilidad y nadie había en los pasillos, fui audaz y miré por el ojo de la cerradura de la puerta de su celda.

¡Qué sorpresa tan enorme me llevé cuando vi no sólo a Sor Cristina, sino también a Sor Ascensión! ¡Y no estaban orando, sino cayendo por el precipicio del sexo entre ninfas! Sus bellos cuerpos entrelazados deleitaron mis vista durante unos instantes, pero tenía que acudir presto a la cita con la superiora y no podía demorarme. El amor entre ellas era sublime, sano, lleno de pureza y auténtica pasión. Se acariciaban, sus labios se besaban; también besaban toda su piel, sus senos, sus coños... Sus lenguas recorrían toda la anatomía de la compañera y yo creo, que no pecaban, sino que esa era su particular forma de entrar en plena comunión con Dios.

Excitado y empalmado, como dicen los libertinos, me dirigí al estudio de Sor Ángela; decidido estaba a decirle que me marchaba. Nos saludamos cortésmente como por costumbre teníamos y comenzamos a hablar de Dios y del espíritu como otras tantas veces. Sor Ángela era orgullosa y altiva; se creía estar al margen del pecado y rara era la vez que solicitaba confesión. Ella creía estar por encima del bien y del mal y consideraba en su fuero interno haber sido elegida por Dios para grandes designios.

Pero en realidad era una estúpida para ciertos temas, pues nada sabía de amor humano. Por eso creo que sentía cierto desprecio por ella, ¡qué Dios me perdone!, y que me perdone también cuando en mi pensamiento creía que lo adecuado para aquella madura mujer era que un hombre dotado de una buena verga se la metiese por el culo hasta la empuñadura a la muy orgullosa.

Es más, yo pedía que Dios me diera consentimiento a mi mismo para ello. ¡Pero qué imaginación la mía! Era hora de comunicarle mi marcha y no imaginar más lascivias. Sin embargo Sor Ángela se anticipó a mi y me habló de forma extraña de temas como el pecado y el sacrificio: como aquel que entregó su vida por nosotros. Su idea era que para salvar al resto de las hermanas feligresas de la tentación de la carne que últimamente las asaltaba, ella misma haría un sacrificio y se entregaría a los designios del maligno encarnado en forma de hombre. La abadesa me dejó impresionado, pues además no creí entender bien, sugiriéndole que me lo explicara de nuevo y más sencillamente. Sor Ángela dijo que ella entregaría su cuerpo a un hombre por tal de expiar las culpas de las demás. Quise convencerla de que eso era una necedad, pero no me quiso escuchar.

La superiora fue y cerró por dentro la dependencia en la que nos hallábamos. Supuse que quería evitar que ninguna otra monja tuviese oportunidad de escuchar nuestra conversación, pero no parecía que lo que tuviera planeado era seguir conversando. Se aproximó a mi y me dijo que el diablo me había puesto en su camino para tal “sacrificio”. Aquello me molestó e intenté disuadirla de la idea, pero ella perseveraba. Al menos, la convencí de que no era el diablo quien me trajo, sino Dios, y que mi labor bien podía ser la de un ángel. Esas palabras le gustaron y comenzó a acariciar mi rostro. Ella misma empezó a remangarme la sotana y yo no hice nada por impedirlo. Paradójicamente me decía que la respetara, pues era una mujer de Dios, pero yo no sabía como interpretar eso ya que al parecer íbamos a fornicar.

Cuando agarró mi pene se aferró a él con deseo y pasión a la vez que susurraba: “lo echaba de menos”. Supuse que aquella pecadora aún se acordaba de la estaca del padre Simón y que desde entonces sólo había deseado poder atrapar otra entre sus manos. Acaricié a Sor Ángela lo que estrictamente me permitió. Ella misma se quitó su hábito y se echó sobre su escritorio dándome la espalda. Me dijo que su vagina era una cueva sagrada que yo no debía profanar. Eso me fastidió bastante, pues deseaba penetrarla por allí. Sin embargo me animó a sodomizarla, pues según ella por ahí disfrutaría más mi santa polla, dada la estrechez del esfínter.

“Hágase como usted pide hermana” le dije yo. Supuse que aquella mujer se habría masturbado el coño tantas veces a lo largo de su vida, que prácticamente lo tendría como la boca de un túnel de tren. Yo jamás había follado, y aquel era un momento triunfal para mi, aunque el ejercicio de encularla me sería difícil. Ella me instruyó convenientemente y se untó unos óleos y aceites que facilitarían la tarea enormemente. Así que con algo de esfuerzo y laboriosidad por parte de ambos, logré meter mi polla en aquel agujero estrechito y dulce, a la vez que ella se movía acompasadamente para que todo fuese del gusto de ambos. Empecé a bombearla y ella a gemir de puro gusto y placer que le venía a oleadas, mientras daba gracias al cielo por aquella dicha recibida de un ministro del Señor.

Yo disfrutaba lo mío y también daba gracias porque soy un hombre y merecía al menos disfrutar una vez de una mujer. Y Sor Ángela era la adecuada, pues teniéndola a ella, en seguida me olvidé de las demás monjas, porque a pesar de que tenía por lo menos treinta años más que yo, era la mujer idónea para mi. Embestí duramente antes de llegar al orgasmo y un instinto de custodia y respeto me hizo retroceder y eyacular sobre su grupa, algo que ella me agradeció. Recibir mi semen caliente en su culo y en sus nalgas fue para ella como recibir el bautismo de Eros. Después se arrodilló ante mi y con su lengua limpió mi glande, según ella para borrar cualquier impureza; seguidamente me pidió confesión.