Secreto de Confesión (2)

Sigue mi labor espiritual en el convento, ¡ay, pero qué débil es la carne...!

SECRETO DE CONFESIÓN (II)

Mis días en el convento entre aquellas esposas de Dios me eran bastante gratos, solo que empezaba a tener necesidades varoniles que estaban en clara contradicción con mi ministerio sacerdotal. Sí, me masturbaba cada vez que sentía necesidad, cosa frecuente, sobre todo tras las entrevistas, confesiones y charlas con las hermanas. No consideraba yo que esto fuese traicionar la confianza que ellas depositaban en mí, pero cuando me revelaban sus pensamientos más íntimos yo me veía invadido por una terrible calentura muy difícil de controlar.

Como ya dije, las hermanas también estaban deseosas de mi compañía y no habían pasado ni doce horas después de la última confesión cuando algunas de ellas ya estaban solicitando de nuevo mis servicios espirituales.

Dada la comprensión que yo les ofrecía sus confesiones se fueron haciendo cada vez más indiscretas y subidas de tono, además era tal mi indulgencia que a muchas de ellas las convencí de que ciertas tendencias no eran del todo pecado y que si a veces sufrían tentaciones no era siempre responsable el demonio sino nuestra propia naturaleza humana, la cual hizo Dios a su imagen y semejanza, y si el altísimo lo hizo así, bien hecho estaba. Por eso a la pasión que sentimos, a la atracción carnal del hombre y la mujer, es algo que únicamente se puede llamar amor. Las monjas me hacían partícipe de sus sueños y anhelos sexuales, y admitían que echaban de menos a un hombre que las dejara satisfechas. Esto me ponía a mí en un grave aprieto porque en ocasiones eran insinuaciones en toda regla.

La madre superiora nos vigilaba a las hermanas y a mí constantemente, y si me daba por animarme a tener algún roce sexual con alguna de ella y por casualidad Sor Ángela nos sorprendía eso suponía mi fin como sacerdote, pues me expulsarían de la iglesia. Y en verdad digo que no era fácil convivir con aquellas mujeres, criaturas celestiales y hechas para delicia y tormento de un pobre pecador como yo lo he sido siempre. Pongo por ejemplo del sufrimiento que me infringía aquella situación de abstinencia sexual, el día en el que habiéndome ausentado unos minutos de la sacristía, donde dejaba los enseres de la liturgia, regresé y sin que ella me viera, pude sorprender a una de las monjas sentada en mi habitual lugar de lectura, con el hábito remangado y acariciando su sexo frenéticamente con una de sus manos.

Pude entrar y sermonearle, pero era tan sublime el espectáculo que me ofrecía y tal la seguridad que tenía de que nadie llegaría a interrumpirlo, que allí, oculto desde un rincón preferí no perder detalle. Además ella no se daría cuenta de mi presencia tampoco, pues se hallaba con los ojos entornados y gozando cuan pecadora empedernida.

¡Qué Dios me perdone, pero no podía dejar de admirar a aquel ángel procurándose placer a si misma! La reconocí: era Sor Purificación, una de mis monjas favoritas del convento, por su sensualidad y belleza. ¡Qué forma de gozar con sus dedos! ¡Qué manera de darse gusto! Su cara era la mismísima expresión del placer. El esfuerzo que hube de hacer por reprimir la tentación y no abalanzarme a acariciarla yo mismo fue enorme. Sin embargo no me privé de remangarme la sotana y echar mano de mi durísima verga para masturbarme yo también.

Era mejor así, podría ocultarme o disimular mi tarea si alguna otra monja entraba. ¡Qué escándalo si la madre superiora nos pillaba...! Sor Purificación gemía tenuemente y eso me hacía enloquecer de placer. Procuré alargar el placer todo lo posible y no eyacular hasta que ella también llegase al orgasmo.

Las notas musicales que dejaba escapar el órgano llegaban hasta la sacristía desde el templo, donde Sor Armonía, otra perra en celo de cuidado, tocaba las teclas con sus delicados dedos. La música sacra me excitaba más aún, como creo que sucedía también a Sor Purificación que con un aullido apagado anunció su orgasmo; yo por mi lado di unas fuertes sacudidas finales a mi polla y me corrí como nunca en mi vida.

En los días sucesivos me encontraba muy alterado. Definitivamente necesitaba fornicar con alguna de aquellas mujeres, pero la vigilancia de Sor Ángela me lo hacía difícil. ¿Y si ella misma...?

No sé si gustaran estos mis relatos. Dudo entre continuar contando o no hacerlo. ¿Por qué no me dais vuestra opinión?