Secreto de Confesión (1)

Me ordené sacerdote por amor a Dios. Pero también me atraían otros seres terrenales...

SECRETO DE CONFESIÓN ( I )

Me llamo Benigno y soy un sacerdote católico español. Mi parroquia esta en una gran ciudad española cuyo nombre si me permiten no revelaré. Aquí tengo conexión a internet y es fácil entender que en mis horas perdidas navegando por el ciberespacio haya visto gran cantidad de webs eróticas. Sé que pensarán que por qué hace eso un cura, pero les diré que yo me hallo con la conciencia tranquila y pienso que eso es algo natural.

He de admitir que nunca respeté el celibato ni la castidad; ya desde la época del seminario recurría frecuentemente a la masturbación y aunque a veces creía que ese pecado me llevaría sin más remedio al infierno, acabé aceptando mi sexualidad como algo natural (al fin y al cabo soy un hombre como todos). Lo que sucedía es que yo verdaderamente quería estar al servicio de Dios y servir a los demás, por eso no abandoné el sacerdocio, a pesar de mis fuertes inclinaciones sexuales.

Tengo casi cincuenta años y una gran experiencia a mis espaldas como consejero espiritual y confesor; además de haber estado en distintas parroquias y atendiendo diversos menesteres eclesiásticos. Con este relato pretendo hacer memoria de mi vida y sobre todo de feligreses y feligresas que me han dado a conocer una parte muy íntima de ellos a través de la relación de sus pecados. Contaré pues cuáles han sido algunas de esas confesiones (pues creo que no violo el secreto de confesión siempre que no revele nombres verdaderos). También he de añadir sin vanagloria que Dios me dotó de gran belleza y apostura masculina, además de un gran dominio de la persuasión y el diálogo.

Empezaré hablando de una de las primeras misiones que se me encomendaron nada más ordenarme sacerdote: el obispado al que quedé adscrito se regocijó al recibirme por que mi reputación seminarística era excelente, tanto que mi nombre y mi notoriedad llegaron a oídos de algunos obispos y cardenales de gran peso en la iglesia. Por todo ello confiaron en mi ciegamente y decidieron enviarme como capellán a un convento de monjas (para servirles de confesor).

Aunque no me revelaron la raíz del problema, intuí que al menos los dos anteriores capellanes que me precedieron habían sido causantes de graves problemas y escándalos sexuales en el seno del convento. Lo supe nada más conocer a la superiora y luego de haber confesado a varias novicias. El obispado desde luego me hizo el gran favor de mi vida, por que enviarme a relacionarme con una enorme comunidad de mujeres era algo que anhelaba después de tanta soledad durante años en el seminario. Por supuesto que yo intentaría llevar los asuntos con mucho tacto e intentaría no incurrir en los mismos errores que mis antecesores como capellanes. A lo que me refiero es que me sucediese lo que me sucediese en materia sexual allí dentro, nada de ello se sabría extramuros.

Sor Ángela era la madre superiora. No era la monja de más edad, pero si de las más veteranas. Era una mujer de fuerte personalidad y carácter y desde un principio me impresionó hasta el punto de sentir por ella una gran atracción espiritual. Sin embargo la mayor belleza femenina la poseían las novicias y más en concreto dos jovencitas: Sor Ascensión y Sor Cristina, chicas llenas de ternura y encanto que inmediatamente llamaron mi atención por su sensualidad. Pronto noté como todas las monjas en general solicitaban mis servicios como confesor con demasiada asiduidad y como yo no era estúpido supe que todo era porque les agradaba mi presencia y compañía, pero ocurrió también seguidamente que Sor Ángela, la superiora atajó el posible problema apartándome de las demás mujeres en la medida de lo posible, y esto era a costa de mantenerme a mi el máximo tiempo posible junto a ella.

Por eso Sor Ángela y yo paseábamos frecuentemente por el claustro y conversábamos largo y tendido mientras las otras monjas nos miraban recelosas a través de las ventanas. Sor Ángela me retenía junto a ella hablándome de Dios y de la espiritualidad como arma para alejar al maligno. Sus alocuciones se extendían hasta el anochecer y no cabía en mí la menor duda de que todo aquello venía a cuento para hacerme ver que debía alejarme de la carne, de la carne de aquellas mujeres del convento.

Pero esto no hizo otra cosa en mi sino sembrar la semilla del deseo; brote que empezó a germinar en un sueño de una calurosa noche. A pesar de que yo dormía fuera del convento, en una parroquia cercana, soñé que dormía en una celda cualquiera del venerable recinto conventual. De repente un ruido me despertaba del descanso y veía aparecer a contraluz a dos figuras de hermanas religiosas. Yo encendía una vela y así contemplaba sus rostros: eran Sor Ascensión y Sor Cristina, las novicias, que venían junto a mi. Cuando iba a replicar y reprobarles su conducta, una de ellas tapaba mi boca con la palma de su mano. Nada podía hacer yo, porque ya me encontraba bajo su hechizo, y así, en un santiamén la dos jóvenes bellezas se despojaban de sus hábitos y se quedaban en cueros tal y como sus madres las echaron al mundo.

La palidez de sus pieles era realzada por la luz de la vela; y sólo en esto se parecían ambas porque el físico de cada una era bien distinto: los de Sor Ascensión no podían llamarse senos sino enormes melones de pezones gigantes que harían enloquecer a cualquier santo por tal de poder chupárselos. Igualmente el resto de su cuerpo era generoso en las formas redondeadas, caderas, culo, nalgas... Sor Cristina sin embargo era extremadamente delgada y llamaban la atención sus labios carnosos y sus deliciosos ojos verdes, así como el vello negro y oscuro, como el alma de un pecador, que cubría sus zonas erógenas. Dadas estas características, en mi sueño, acerqué a Sor Ascensión a mi boca para besarla y lamerla toda, y a Sor Cristina, con esos labios la puse a que se tragara mi pene, y así, tumbado en el camastro infame de aquella celda disfruté oníricamente de aquellas dos mujeres de Dios todo cuanto pude, porque cuando decidía penetrar a una de ellas y romper su virgo desperté bruscamente, lo que me disgustó bastante. Después necesité masturbarme como en la época del seminario.

El comportamiento férreo de la superiora continuaba, lo que empezó a desagradarme ya que yo anhelaba poder estar a solas dialogando con el resto de las monjas más a menudo. Pero el derecho a la confesión no lo podía prohibir y era durante esos ratos cuando yo hablaba con aquellas mujeres y las iba conociendo poco a poco. Sus inocentes almas estaban atormentadas sobre todo por el deseo y la tentación de la carne, y eso me daba enorme pena, ya que no podía explicarles que eso era algo natural y aconsejarles que dejasen los hábitos para salir y disfrutar de los placeres terrenales. Mi cometido no me permitía hacer eso, y todo lo más que podía era sosegarlas y absolverlas de sus "ridículos" pecados. Al menos –pensaba yo- si tuviera ocasión de tener conversaciones más prolongadas con algunas de aquellas angustiadas monjas..., pero Sor Ángela guardaba celosa del rebaño, pues a pesar de ser yo sacerdote, era claro que en mí veía a un hombre, a una fuente de pecado entre las religiosas.

Decidí pues sacudir la conciencia de la madura mujer haciéndole casi obligado que me relatase qué había sucedido exactamente con los dos anteriores capellanes, ya que a lo mejor así, conociendo el origen del problema, yo podría contener la tentación y el pecado. Sor Ángela convino conmigo en que podría haber de ese modo una posible solución y accedió a relatarme los hechos. Empezó hablándome del Padre Zacarías, un hombre viejo que llegó unos cinco años atrás y que estuvo con ellas varias estaciones.

Era el típico viejo verde que tocaba y manoseaba a las novicias y lanzaba miradas lascivas al resto de madres abadesas. "Pusimos fin a su estancia en el convento –me dijo Sor Ángela con gran rubor- un día que se abalanzó a mi como un demonio para poner sus sucias manos sobre mis partes deshonestas". Me hizo gracia esta forma de contarme la madre superiora los acontecimientos y me pregunté hasta que punto aquella actitud del viejo Padre Zacarías pudo asquearla o excitarla. Pedí a Sor Ángela que me hablase del siguiente capellán y como estaba siendo muy comprensivo y amable con ella, continuó sin ninguna objeción. "El siguiente – continuó relatando- fue el Padre Simón, que era el mismísimo Satán.

Este Padre Simón era un hombre joven y bien parecido, aunque bastante rudo y grosero en sus modales, y lo peor de todo es que era sobrino del obispo de la diócesis y teníamos que acatar la orden de hacerle sentir cómodo entre nosotras. Lo que sucedió es que aquel depravado se tomó al pie de la letra las órdenes del obispado y quiso abusar carnalmente de todas nosotras. Muchas novicias abandonaron el convento deshonradas, pues cayeron en la tentación, quedando algunas incluso embarazadas de aquel ángel del infierno". La abadesa dudaba entre seguir contando y yo la conminé a que así lo hiciese, por lo que se animó, porque sin duda alguna algo extraordinario hubo de suceder. Sor Ángela prosiguió: "Las monjas eran violadas por él, aunque algunas pecadoras accedían gustosamente a los requerimientos sexuales de aquel patán. Se levantaban a medianoche y corrían de una celda a otra, o profanaban con sus actos la misma iglesia, entregándose a la carne como fieros animales hambrientos sobre el frío mármol del templo sagrado.

A él no le bastaba una sola mujer, acaparaba a varias a ser posible aferradas a su cuerpo, incluso las impulsaba a el sucio lesbianismo..." La superiora respiraba agitada cuando me contaba esto, pero una pregunta residía en mi cabeza, dado que ella había dicho que todas las monjas se vieron acosadas por el padre Simón, ¿ entonces ella sufrió aquel asedio varonil? Le pregunté a bocajarro: ¿Sor Ángela, usted también fue víctima del padre Simón? Sor Ángela respiró hondo insegura de contar más, pero yo le había dado suficiente confianza como para que siguiera hasta el final. "El padre Simón venía frecuentemente a mi estudio privado, el lugar que me sirve de despacho u oficina. Empezó dejándome claro de quién era sobrino y lo que suponía eso, o sea, él era quien mandaba... Me dijo que quería de mí lo mismo que le habían dado todas (Sor Ángela estaba enrojecida de vergüenza, pero aún así continuó).

Yo le dije que no era nada más que una mujer demasiado madura para él y muy inexperta para lo que me requería, pero él insistía en que mantuviésemos una relación carnal, que seguro que yo sabría como complacerle, que si no lo hacía él conseguiría que cerrasen el convento y que nos echasen a todas de allí, no sin antes habernos hecho sufrir todo tipo de vejaciones y humillaciones físicas" Aquí paró Sor Ángela de contar, pues era hora de mencionar lo más comprometido. " El padre Simón era cruel en sus peticiones y amenazas pero este convento y sus moradoras eran mi vida, así que creí que si accedía a aquello lo hacía en bien de la comunidad y ante todo por servicio y amor a Dios. Entonces allí mismo en mi estudio, el padre Simón me sugirió que empezase por despojarme de los hábitos, cosa que hice entre lágrimas. Era la primera vez que estaba desnuda ante un hombre, un hombre que babeaba de excitación al contemplarme, a la vez que elogiaba mis formas de mujer madura, haciendo mención uno por uno de esos ansiados objetos de pecado que yo poseía.

Él se remango la sotana y sacó su báculo inhiesto. Jamás en mi vida creí que contemplaría el miembro de un hombre, y padre –me dijo Sor Ángela dirigiéndose a mí- que esto sirva de confesión, creo que al ver aquello sentí un ápice de deseo (¡que Dios que está en el cielo me perdone!). El padre Simón cogió su falo con una mano y comenzó a zarandeárselo al tiempo que me decía que aprendiera como se hacía, pues luego yo sería la encargada de hacérselo a él.

Al tiempo que se dedicaba a ese menester el muy cerdo, pronunciaba palabras infames que ofenden lo sagrado de este lugar y profanan el nombre de Dios (hubiese dado lo que fuera porque Sor Ángela pronunciase aquellas palabras durante su confesión). Después – continuó- el padre Simón se aproximó a mi y con sus perversas manos acarició mi cuerpo sin dejar resquicio por recorrer, sin dejar de anunciar cual sería la culminación de nuestra siniestra relación sexual (pensé que se refería al coito).

Me manoseó eternamente y él decía que yo me hallaba predispuesta y excitada, pero Dios sabe que no" En esta pausa del relato interrogué a la ingenua madre superiora que nada sabía de sexo y le pedí que me explicase qué sucedía en su entrepierna mientras se hallaba frente a aquel hombre, confesándome que unos flujos procedentes de su virginal prenda femenina corría piernas abajo, lo que indicaba que la muy indecente se hallaba, aunque sin saberlo, totalmente excitada. "Pronto el cura lascivo –continúa contando- me obligó a echar mano de su mástil para acariciarlo como ya me mostrara y en breves segundos, con un aullido apagado de su dueño, vi como salía de aquella cosa dura un caldo blanco que al caer en mis manos se reveló caliente, y lo curioso es que no paraba de salir, inundando de un olor nuevo para mi todo el ambiente.

Hipnotizada por Satanás no acerté a soltar de mis manos la estaca del cura, la cual se fue haciendo blanda poco a poco... Y ya esperaba que aquel hombre me sometiese al ejercicio mediante el cual se gestan los hijos cuando él mismo dijo que todo había sido de su agrado pero que se hallaba exhausto y habríamos de dejar "nuestras oraciones" para más adelante. Como este tipo de encuentros tuvimos varios más, sin nunca llegar a consumar el acto, merced para mi honra y mi pudor, hasta que un día el padre Simón apareció muerto en el interior del confesionario con la sotana remangada y con la... entre las manos. Fue llamado sin duda al infierno, pues para su alma no habrá salvación"

Continuará...