Se vende bicicleta infantil

Éste era, más o menos, el título del anuncio que dio lugar a una de las mejores experiencias sexuales de mi vida.

Mi nombre es Alberto, así me llama todo el mundo, pero para los que todavía no me conocéis sólo decir que no hace mucho que cumplí los cuarenta años y vivo en el sur de España. Por lo demás, soy bastante alto y de piel morena. Practico deporte casi a diario, también me gusta mucho leer. Las mujeres dicen que visto con estilo y lo cierto es que no soy de los que se ponen lo primero que pillan. En cuanto al sexo, aún suelo hacer el amor con mi fascinante mujer un par de veces por semana que, para ser padres y llevar doce años casados, no está nada mal.

Paradójicamente, no estoy nada seguro de que mi mujer me haya sido siempre fiel ya que a veces empieza repentinamente a arreglarse más de lo sería normal para ir al gimnasio o al parque con los niños. Luego, un buen día, va y me pide que me quede con los críos, que una vieja amiga de la universidad ha venido a la ciudad y… No sé qué pensar.

Por mi parte, mantengo encuentros esporádicos con mi supervisora y, muy a mi pesar, con Piedad, una prima de mi mujer, solterona aunque de buen ver y a quien de año en año he de empotrar en el cuarto de la lavadora.

Esa será quizá la próxima desventura que les cuente, pero ahora empecemos por el principio de esta insólita experiencia. Para bien o para mal, los niños crecen y como consecuencia todo se les va quedando pequeño. La ropa siempre se puede pasar a otros padres con niños más pequeños o dar a la beneficencia. Sin embargo, hay cosas que por su valor merece la pena tratar de vender, tal es el caso de las bicicletas. Esa es sin duda una buena forma de abaratar la compra de otra bici adecuada a su talla.

Se vende bicicleta infantil. Color blanco/verde. Para niño o niña de entre 3 y 7 años. Cubiertas nuevas. En perfecto estado. Precio 80 €. NO NEGOCIABLE. Telf. 649215xxx. Contesto Whatsapp.

Ese fue más o menos el anuncio que subí en una conocida página de compra/venta de segunda-mano allá por el mes de junio. No tardó en empezar a llamarme gente. Finalmente concreté una cita con Esther, una enfermera que trabajaba en el servicio de Urgencias del Hospital Universitario.

Gracias a estas referencias mi mujer enseguida supo de quién se trataba, no en vano hacía once años que trabajaba en ese hospital, todos se conocen. Mi esposa me dijo que Esther, de unos treinta y cinco años, sólo tenía una hija y que hacía ya un tiempo que se había separado. De hecho, Esther estaba muy separada, su ex marido vivía ahora nada menos que a ochocientos kilómetros y con otra mujer.

Según ella, esa enfermera era bastante rara. Sólo tenía cierta amistad con dos de sus compañeras y ni siquiera con ellas era demasiado extrovertida. Por lo visto, la enfermera se mostraba muy formal con las demás, casi distante, aún era peor con los varones. Mi chica no pudo aclararme mucho más sobre esa arisca compañera que, según me aseguró, siempre eludía hablar de temas personales.

Ciertamente intrigado, quedé aquella misma tarde con la misteriosa compradora en el mayor parque de la ciudad. Allí, su hija podría probar la bici tranquilamente sin el peligro de los coches y sus estresados conductores. Por cierto, antes de salir de casa revisé la bicicleta a fondo, de eso estoy seguro.

Al ver a la compañera de mi esposa me llevé una agradable sorpresa. Bueno, en realidad fue ella la que me reconoció y me llamó voceando mi nombre para que pudiera oírla en medio de la algarabía infantil. La hermosa mujer sonreía de manera genuina. No parecía para nada la separada, resentida y mal encarada, que yo había esperado a tenor de lo que mi esposa me había contado.

Todo lo contrario, la supuesta compradora me saludó con una desconcertante simpatía y de manera muy coloquial. Esther no estaba delgada ni gorda, pero sí llena de impresionantes curvas, y bajo su blusa de marca podían adivinarse dos buenas tetas. La enfermera poseía, por descontado, un buen trasero, si bien la horma recta de aquel pantalón no le hacía justicia. Lo que desde el primer momento me quedó claro es que se trataba de una mujer culta, educada y, quizá, un poco inocentona.

Desconcertado, en seguida me di cuenta de que Esther era de esas mujeres que no pueden estar calladas más de cinco segundos seguidos. Aquello no concordaba para nada con lo que mi esposa me había contado sobre ella. Por la confianza con que me hablaba, comprendí que por alguna extraña razón aquella mujer estaba a gusto en mi compañía.

Aunque habíamos cerrado el trato, cualquier intento por mi parte de despedirme era revocado por una nueva pregunta sobre la bici o sobre cualquier otro tema. Se la veía muy sola, de hecho, fue suficiente que yo mencionara que había quedado en Mercadona con mi mujer para que la decepción aflorara en su rostro.

Hasta aquí todo sucedió según el devenir usual de la vida. Una persona vende algo que ya no necesita y otra lo compra. Aquello no duró mucho. Al día siguiente recibí un wasap de la enfermera.

"Buenos días,

Disculpe, me parece que la bici está pinchada. La rueda de atrás no tiene nada de aire. Le agradecería que la arreglara, yo no tengo ni idea de cómo se hace.

Gracias."

Podría haber contestado que la bici estaba bien cuando se la vendí, pero pudo más la certeza de que, de hacer tal cosa, tendría que discutir con mi mujer. Al fin y al cabo, la mujer era su compañera de trabajo. De modo que, para evitar problemas, quedé con la enfermera al día siguiente.

Cuando Esther me abrió la puerta no pude evitar quedarme pasmado, no parecía la misma mujer. Lucía un mini short vaquero deshilachado en la parte inferior y una camisa blanca tan ceñida que daba la impresión de que sus hermosas tetas fueran a saltar en cualquier momento sobre el amplio escote.

Contrariamente al día anterior, en ese momento no era necesario imaginarse nada, todas sus peligrosas curvas estaban a la vista. A no ser que seas ciego, una mujer vestida de forma tan provocativa te deja sin respiración. Por si eso no fuera suficiente, Esther olía además a fruta madura que está deseando ser cogida del árbol.

El rostro de la separada se iluminó al percatarse del efecto que había tenido en mí, de modo que no tuve más remedio que devolverle la sonrisa y admitir sin palabras mi desacierto por la libidinosa manera en que había mirado su cuerpo.

―¿Va a salir? ―pregunté sin pensar.

―Puede, no sé. ¿Por qué? ―replicó ella haciéndose la tonta.

―Pues… ―comencé a decir sin saber cómo salir de aquel entuerto― porque no creo que vaya así por casa, ¿no?

―No, para nada, pero hacía tiempo que me compré ésto y aún no lo había estrenado.

― Entonces, estoy de suerte ―bromeé.

Los dos reímos y, sin darme cuenta, me fijé mejor en ella. Mientras que la tarde anterior sus grandes ojos azules habían captado mi atención, no había ocurrido así con su boca, llena y de color cereza, como hecha para los besos.

Esther se echó a un lado de improviso indicándome el camino.

―Te sigo, no te preocupes ―le sugerí, no por caballerosidad, sino por verla menear el culo.

Casi entré en trance con sólo contemplar el vaivén de sus caderas. Fue entonces cuando me di cuenta de que Esther llevaba puestas unas sandalias de cuña. ¡Qué barbaridad!

Toda la sangre de mis venas se dirigió velozmente hacia mi miembro viril y, entonces, fui yo quién se transformó. Si aquella señora quería lo que yo creía que quería, no iba a tener que salir a buscarlo a ningún sitio.

Cuando entramos en el garaje dejé deliberadamente la caja de herramientas en el suelo junto a la puerta, a un metro de la bici. Me acerqué entonces y me arrodillé para examinarla. Efectivamente, había una chincheta clavada en la rueda trasera.

―Me das la llave inglesa, por favor ―le indiqué a Esther.

―Sí, claro.

¡Guau! ¡Qué culo tenía la cabrona! Pensé viendo como se agachaba y su pequeño pantaloncito se elevaba dejando al aire una buena parte de su trasero. Me quedé tan pasmado que, al volverse, Esther se percató de mi ardid.

―…y la 14-15 también, por favor ―reclamé sonriente.

Esther torció el gesto y esbozó una mueca de enojo. Sin embargo, la voluptuosa compañera de mi esposa se volvió a agachar, sólo que esa vez se apoyó en la propia caja de herramientas y respingó el culo con descaro.

―Vas a necesitar algo más, ya que estoy agachada —dijo pícaramente.

No sé si fueron los ojitos de vicio de aquella mujer o la turbadora visión de su culazo, el caso es que saltó la chispa adecuada y el hambre se juntó con las ganas de comer.

―No —informé— pero quédate así un momento, por favor.

La tenía tan cerca que ni siquiera tuve que ponerme en pie. Colé las manos bajo sus minishorts y palpé su trasero

—Agh —la oí sollozar.

Le amasé las nalgas a conciencia, clavando mis dedos sobre la suave piel de su trasero. Como vi que eso no la disgustaba, me armé de valor e introduje un par de dedos bajo el estrecho pasadizo de tela que a duras penas lograba ocultar su sexo.

―¡Uff, qué caliente estás! —señalé— ¿No tendrás fiebre?

―¡Agh! ―gimió sobresaltada― Puede ser, estoy así desde ayer ―confesó Esther con descaro.

―Pues entonces nada de salir. Debes guardar cama ―le prescribí al tiempo que acariciaba con dulzura su sexo.

Sin ningún remilgo, la enfermera alcanzó también a poner una de sus manos sobre mi entrepierna..

―¡Uff! ¡Tienes justo la medicina que necesito! ―proclamó con júbilo.

―Claro que sí guapa, pero antes… hay que ver si estás muy grave.

Dado lo escueto de su pantalón no necesité ni soltar el botón para deslizarlo hacia abajo, arrastrando el tanga al mismo tiempo. Dos poderosas y pálidas nalgas amurallaban una hendidura morena. Al bajar un poco más afloró una ranura hinchada y tan colmada de fluidos que el tanga se había adherido a ella.

―Sí que es grave, sí ―y sin más empecé a comerle el coñito― Por cierto, ¿tú hija…?

―Está con mi hermana ―aclaró al tiempo que comenzó a gemir.

¡Agh! ¡Aaah!

―Muy lista. Lo tenías todo planeado, ¿eh? ―subrayé sacando la cara de su coño.

Aunque Esther estaba sobradamente mojada para recibir la penetración, yo me esmeré en comerle el chochito, el cual tenía, por cierto, el mismo aroma afrutado que el resto de su cuerpo. Relamí el zumo de su rajita, mordí con suavidad sus inflados labios mayores, chupé su abultado clítoris y lo lamí en círculos.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

―Menos mal que tu hija no está. No quisiera que se asustara al oír gritar a mamá ― dije maliciosamente.

―¿Me harás gritar? ―preguntó suplicante sin dejar de sobarme la polla.

―Depende, mujer ―respondí aviesamente.

Sin olvidarme de seguir masajeando los inflamados labios de su vulva, comencé a lamer su ano a fin de hacerle saber cuan ambicioso puedo llegar a ser.

―¡Pero qué…! ¡Agh! ¡Qué haces! ―masculló entre gemidos.

Pensé en introducir un dedo en el conejito de Esther, sólo para que se distrajera, pero descarté de inmediato aquella opción. Si la compañera de mi esposa llevaba tanto tiempo sin echar un polvo, yo nopensaba privarme de semejantemanjar. No hay un bocado tan suculento como penetrar a una mujer que ha permanecido en el dique seco durante una buena temporada.

Realmente deseaba ver los ojos de Esther desorbitarse, pero de momento...

―¡Veamos esas tetas! ―clamé haciendo saltar un par de botones de su blusa, sin que a la enfermera pareciera importarle lo más mínimo.

―¡Bruto! ―rio al tiempo que trataba taparse inútilmente.

Esther no atinó a decir nada más. Enseguida sucumbió al irresistible frenesí que la asaltó cuando chupé sus pezones. Sus opulentos senos estaban maravillosamente rematados por unos hermosos botoncillos. ¡Vaya que sí! Seguramente la enfermera habría dado de mamar a su hija. “¡Viva la lactancia materna!”, pensé al mismo tiempo que le cogía las tetas a manos llenas.

―¡Joder, nena! ¡Qué tetas tienes! ―exclamé mientras escarmentaba su indisciplinado clítoris con mis dedos.

― ¡Me haces cosquillas, idiota! ¡Vuelve a comerme el coño ahora mismo! ¡Vamos! ―ordenó, poniéndose de puntillas y guiando mi boca hacia su sexo sin ningún miramiento.

―¡Pero qué buena estás, cabrona! No tienes desperdicio ―grité poco después, cambiando otra vez de orificio y notando como su estrecho ano cedía, ahora sí, al furor de mi lengua.

―¡Ogh! ―bramó visiblemente sofocada, pero sin hacer ademán de escapar de aquella desconcertante indecencia.

Desconcertado, me pregunté si acaso sería la primera vez que le comían el culo ala apurada enfermera. Su ex marido tendría que haberla sodomizado, ¿cómo no iba a hacerlo? Aunque, bien pensado, con las mujeres uno no puede dar nada por sentado.

De lo que no cupo duda, fue que la pudorosa mamá resultó ser una hembra escandalosa. En efecto, Esther se puso a gritar en medio de unos enérgicos espasmos de intensísimo placer. Berreó una y otra vez que se corría, entre el temblor de piernas y las convulsiones de todo su cuerpo.

Sólo entonces retiré la lengua de las poderosas nalgas de Esther y permití que ésta se echara de costado sobre el suelo del garaje. La observé. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y temblaba a intervalos regulares, nada grave.

Sus minishorts seguían a la altura de sus rodillas, su sexo y sus muslos brillaban a causa de la abundante humedad, y sus grandes tetas se asomaban obscenamente por encima del escote de su blusa. De inmediato me saqué la polla y me puse a meneármela. “Ahora sí que está preparada”, recuerdo que pensé.

―A qué hueles, preciosa. Me encanta ―pregunté dando por finalizado el descanso.

―Es colonia de Mora ―dijo sin apenas voz― De Yves Rocher.

―Me gusta ―aduje de forma distraída mientas miraba a nuestro alrededor, buscando.

Al final observé que había una esterilla de acampada en lo alto de una de las estanterías. Me hice con ella y luego la extendí junto a la enfermera.

―Vamos ―indiqué con autoridad.

Aturdida, Esther me miró sin entender. Yo permanecí de pie a su lado, impasible y con una erección colosal. Tardó en quitarse la ropa. Lo hizo sin prisa, quizá ganando tiempo para reponerse. Después, y sin decir ni una sola palabra, la compañera de mi mujer se puso a cuatro patas sobre la esterilla.

Sonreí.

― ¿Así es cómo te gusta? ―pregunté.

― No, así es como te gusta a ti ―aclaró con desdén.

No repliqué. Es innegable que no hay nada como contemplar la grupa de una hembra cada vez que le introduces tu polla hasta el alma, nada como sujetarla de las caderas para hacer restallar su culazo con tu abdomen.

Aunque no creí que fuera necesario, sujeté a Esther de un hombro al tiempo que le apoyaba la polla sobre el coñito. Antes de nada, di un par de refriegas a lo largo de su rajita a fin de humedecer la gruesa punta de mi miembro. Después sí, después me adentré lentamente en el paraíso con cuidado de no romper nada.

― ¡Agh! ―gimió boquiabierta.

Yo también podía sentirlo. De hecho me concentré para percibir la estrechez de aquel pasadizo en desuso.

― Cuesta ―afirmé, a sabiendas de que ella lo sabía― ¿Cuánto tiempo hace que no…?

― Mucho ―contestó escuetamente.

La verdad es que yo no alcanzaba a recordar la última vez que me había resultado tan arduo penetrar a una mujer, en la vagina, se entiende. Bueno, en realidad, sí. Piedad, la prima solterona de mi esposa, que supuestamente no tenía hombre que la atendiera. De modo que, cada vez que acudía al pueblo con mi esposa, su prima siempre se las ingeniaba para embaucarme. Piedad siempre tenía un interruptor que no funcionaba, una puerta que rozaba o un ruido raro en su viejo automóvil de segunda mano. Cualquier escusa era buena para que la follara con discreción.

― ¡Ogh! ―musitó de nuevo Esther sacándome de mis pensamientos.

Dejando al margen la profusa humedad, el sexo de la enfermera se hallaba realmente atrofiado. Podía notar como las paredes de su vagina se iban desplegando con dificultad a medida que empujaba mi miembro.

― Ya está, bombón, ya está ―traté de calmarla besándola con dulzura, aunque la verdad era que todavía faltaba una buena parte de verga por entrar— Habrá encogido al lavarlo ―bromeé.

― ¡Bufff! ¡Menudo pollón! ―protestó ella.

― ¡Qué maravilla, nena! ¡Ni que fueras virgen!

En ese momento decidí no esperar a tenerla toda dentro. Emprendí un ligero vaivén que logró inmediatamente que la enfermera echara a gemir.Mi miembro fue haciendo sitio poco a poco en el interior del sexo de Esther y, de que quise darme cuenta, nuestros cuerpos ya se fundían completamente.

Evidentemente mi pollón, tal como Esther lo había llamado, acabó acoplándose a su feminidad. Merced a la resplandeciente humedad de su sexo y a un ritmo contenido, cada acometida por mi parte fue seguida de un sollozo o un gemido de Esther.

¡Agh! ¡Agh! ¡Agh! ¡Agh!

Mami estaba tan necesitada de amor que apenas si vislumbró la llegada del orgasmo. No es que tuviera unas décimas de fiebre, sino que estaba a punto de romper a hervir.

Al verla y oírla tan excitada, perdí la compostura. Empecé a follarla de verdad, barrenando ferozmente el encharcado coñito de Esther, haciendo que todo el cuerpo de la mujer se estremeciera con cada penetración.

Aquella contundente tanda de embestidas hizo que la rubia comenzase a jadear y, repentinamente, un segundo clímax pareció irradiar todo su ser. Yo habría preferido que la separada no hubiese llegado al orgasmo tan pronto. Me hubiera gustado excitarla más y más hasta que, desquiciada, Esther me entregara su culo cuando la quisiera sodomizar.

Lamentablemente, ya no se podía hacer nada. Los orgasmos de la enfermera estaban fuera de control, era imposible determinar cuando terminaba uno y cuando comenzaba el siguiente. Así pues, redoblé la contundencia de mis embestidas en pos de mi propio placer.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

― ¡Te has vuelto a correr! —bramé.

“Sí que tenías ganas”, pensé. Era tal la abundancia de fluidos que manaban de aquella mujer que percibí nítidamente cómo se me mojaban los testículos.

¡Schof! ¡Schof! ¡Schof!

— ¿Te gusta mi polla? —inquirí furibundo.

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —replicó con cada arremetida recibida.

― Me alegro por ti, porque ahora mismo te la vas a comer ―dicté extrayendo mi verga de su sexo.

Esther jadeaba como atontada, con mi furibunda verga delante de sus narices.

― ¡Chupa! ―exigí, pensando que a la rubia le repugnaba el intenso aroma de su sexo.

― Pero… Te vas a correr ―expresó con tono interrogante, mirando mi rabo con estupor. Eso era lo que la preocupaba, saber que yo debía de estar a punto de eyacular.

― Pues claro… Tú vas a hacer que me corra. ¡¡CHUPA!! ―exigí exasperado.

― Pero…

En aquel momento, yo no pensaba ponerme a discutir con aquella remilgada y, sin pensármelo dos veces, le llené la boca de verga antes de que tuviera tiempo de alegar nada más.

La muy hipócrita no había protestado cuando yo le había comido el coño y, sin embargo, ahora se ponía melindrosa. Empecé a meter y sacar mi verga con decisión. Ya conocía cual era el motivo de sus reparos, y esa era precisamente mi intención. Eyacular dentro de su cálida boquita y que la enfermera saboreara mi esperma.

Durante un breve y tenso instante, Esther me miró con un odio legítimo. Después de medir mis fuerzas, se las apañó para sacar mi miembro de su boquita. Gracias a Dios, sólo lo hizo para lamerla desde la base con un gesto mezcla de vicio y maldad.

Afortunadamente, mami tenía la sangre caliente y unas ganas locas de comerse un buen pollón. Arrodillada, y sin dejar de mirarme a los ojos, Esther repasaba mi verga con la lengua una y otra vez. Repitió aquel gesto de forma cada vez más lasciva, hasta que se la metió de nuevo en la boca y empezó a mamar con fervor.

― Es que no te enseñaron que no se puede decir que algo no te gusta sin antes haberlo probado —me atreví a comentar.

¡Ummm! ¡Ummm! ¡Ummm!

Esther continuó mamando como si no me hubiese escuchado, totalmente centrada en lo que hacía. Mamaba bien, con fuerza, emitiendo chapoteos obscenos. Moviendo la lengua alrededor de mi glande, dentro su boca.

En sus ojos intuí que Esther debía ser de esas esposas que suelen mamársela a su marido para conseguir lo que quieren. Aunque sólo estuviera dispuesta a tragarse la mitad de mi verga, la verdad era que aquella zorra lo hacía de maravilla.

Con todo, lo que de veras me sacó de quicio fue el constante y sordo ronroneo de aquella gatita mientras tenía mi verga dentro de su boca. Realmente ese, “¡Ummm!” constituía una prueba irrefutable de que Esther disfrutaba chupando mi polla.

En vez de buscar mi orgasmo, intenté retrasarlo deliberadamente cuanto fui capaz. La dejé deleitarse con mi verga y hasta sentí cierto remordimiento cuando finalmente exploté.

Así es, exploté una vez tras otra en una andanada de cañonazos de esperma. Ofrecí una auténtica salva en honor a aquella fascinante mujer que, no en vano, comenzó a acumular en su boca el contenido de mis huevos.

“¡Qué barbaridad!”, me dije. “¡Hay que ser idiota para dejar escapar a una mujer así!”.

¡Aaagh! ―rezongó Esther con gesto de asco al tragar mi esperma.

― Te ha gustado, ¿a qué sí? ―afirmé divertido viendo la ambigua expresión de su rostro― Vamos, di la verdad.

― Bueno… ―dijo Esther no del todo convencida.

― Si se te ve en la cara, golfa ―reproché su falta de honestidad.

― ¡He probado cosas mejores! ―dijo Esther empezando a enojarse

― No lo habías probado ―afirmé con perplejidad.

La enfermera se ciñó a mover la cabeza de lado a lado. Nos echamos a reír.

― Pues ya sabes mi número, así que llámame cuando te apetezca un mojito o… bueno… un batido de leche, 100% natural.

Esther se tronchaba de risa.

Hubo un instante de silencio cómplice mientras Esther se pasaba la lengua sobre los labios con delectación. Súbitamente una afilada idea me abrasó como el sol de medio día.

― ¿Con cuántos te has acostado?

― Solo uno… Bueno, dos ―se corrigió a sí misma.

― Tu ex y… yo.

― Sí ―reconoció.

― ¿De verdad?

― Sí, qué pasa ―repitió casi indignada.

Una malévola premonición hizo que mi polla diera un brinco y volviese a la vida.

― Eres virgen por detrás ―sentencié.

― ¿Eh?

Esther frunciendo el entrecejo. Se produjo, entonces, otro breve e intenso instante durante el cual me limité a negar con la cabeza guardando un solemne silencio.

― Por el culo, preciosa. Por el culo ―aclaré al fin.

― ¡¡¡Qué!!!

― Pues que nunca te han metido una de éstas por atrás ―aclaré una vez más, meneando mi miembro.

― ¡Por quién me has tomado…! ¡Yo no...!

― ¡Qué antigua, mujer! ―la rebatí― ¿Es que tu marido nunca lo intentó?

― Claro que lo intentó, imbécil, pero se lo dejé bien claro desde el principio.

― Nunca le permitiste que te diera por culo ―declaré en tono de reproche para hacerla reflexionar sobre las relaciones sexuales con su marido o, mejor dicho, su ex marido.

― Nunca has hablado de eso con tus amigas, ¿verdad? ―quise saber.

― Las mujeres no vamos por ahí presumiendo de esas cosas ―intentó justificar— Eso sólo lo hacéis los hombres.

― Las cosas cambian, bonita ―aseguré firme y burlón a un tiempo― Yo cocino en casa si hace falta, friego los platos, recojo a los niños del cole o los llevo al parque cuando están insoportables y, me apetece, mi esposa se va a la cama con el culo bien follado. ¡Faltaría más!

Por si todavía no le había quedado claro que yo pensaba que su marido la había dejado por otra mujer más golfa y divertida en la cama, lo rematé asegurando que…

― Esther, ningún hombre con dos dedos de frente se va a buscar por ahí lo que tiene en casa. Uno no se busca una amante, si se acuesta todos los días con una golfa. Y si lo hace, entonces buen viaje lleve, ¿o no? ―inquirí para asegurarme que estábamos de acuerdo.

― Sois todos unos cabrones ―replicó Esther francamente enojada.

― Sí, y vosotras unas brujas.

Recostada y semidesnuda en el suelo del garaje, Esther hizo ademán de replicar. Finalmente, la compañera de trabajo de mi mujer se quedó con la palabra en la boca, no dijo nada.

Al ver que aquello iba para largo, cogí un cubo metálico de una estantería y, colocándolo boca abajo en el suelo del garaje, me senté en él. Se trataba de un cubo de pintura medio vacío que supuse su ex marido habría guardado por si algún día lo necesitaba, como así iba a ser.

― Ven ―ordené al cabo.

Esther permaneció inmóvil mirándome con desconfianza. No era de extrañar, la astuta mujer se había percatado de que mi verga ya estaba preparada para volver a pelear. Mamí debía decidir si se retiraba y mantenía su culo libre de pecado, o si, por el contrario, vivía su primera experiencia anal de la mano de un hombre casado.

Esther resultó ser más libidinosa y temeraria de lo que ninguna de sus compañeras habría imaginado. Tras aquel largo momento de incertidumbre, la enfermera se aproximó a mí de modo insinuante, contoneando las caderas con premeditada sensualidad. Fue ella misma la que, sentándose sobre mis rodillas, guió mi rotunda erección hacia el interior de su sexo.

Esther empezó a menearse sobre mí como una grácil amazona. Puede que llevara tiempo sin montar a un hombre, pero desde luego no había olvidado cómo hacerlo. Su sexo pareció fundirse a causa del rozamiento. Mami iba adelante y atrás sin apenas erguirse, haciendo que mi miembro entrara y saliese de ella como un ariete bien engrasado.

Una vez llegado el momento idóneo, deslicé una mano por detrás de su cintura y rebañé aquellos abundantes fluidos vaginales que estaban pringándolo todo. Seguidamente, empleé aquel bálsamo fruto de la pasión para untar a conciencia su pequeño orificio. La oí jadear a la vez que le entraba uno de mis dedos por el culo, pero aún así no dejó de cabalgar, tolerando con facilidad la profanación de su trasero.

Sin duda, aquella era una hembra valiente y con determinación. Yo mismo podía sentir mi dedo apretujado por su potente esfínter. Al poco fui moviendo en círculos aquel dedo para hacer hueco al siguiente, de forma que no tardaron en ser dos los dedos que Esther tenía dentro del culo, y vuelta a empezar con los círculos.

¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah! ―jadeaba Esther con los ojos cerrados.

― ¿Sabes cuantos dedos tienes en el culo? ―le pregunté.

― No.

― Tres ―declaré.

Mami gemía a punto del delirio, incapaz de detenerse.

― Levántate ―le exigí en la cúspide de su excitación.

Me eché hacia atrás para apoyar la espalda sobre el lateral de su coche. Quería dejarla hacer.

― Te voy a sacar los dedos —anuncié— Luego tú misma agarrarás mi polla y te la meterás en el culo, ¿de acuerdo?

La verdad es que Esther no fue nada sutil. Se clavó de golpe casi la mitad.

― ¡OOOGH! ―aulló de espanto.

Se quedó quieta, paralizada por las desconocidas sensaciones. Yo me puse a comerle sus magníficas tetas con ternura acariciando suavemente su sexo también. Esther no tardó en empezar a contonear sus caderas, sus fluidos lo mojaban todo una vez más. ¡Qué barbaridad de mujer!

Echado sobre el capó gocé viendo como la enfermera empezaba poco a poco a gozar de mi polla.

¡Aaaah! ¡Aaaah! ¡Ooogh! ¡Aaaah! ¡Ooogh!

Como era de esperar la joven mamá jadeaba sin cesar, marcando el ritmo, con cara de alucinada. Así, Esther no tardó en acelerar igual que lo hacían las viejas locomotoras de vapor, completamente ofuscada por el gustazo que mi polla le estaba proporcionando.

“Mi turno”, me dije.

Sorprendentemente, Esther no quiso parar la primera vez que le pedí que lo hiciera. Tuve que insistir para convencerla de cambiar de postura, pero finalmente se levantó y apoyó las manos sobre el capó de su flamante coche rojo. Esther estaba arrebatadora con el culo en pompa, y el ano ya visiblemente afectado.

Antes de volver a encularla, separé bien sus nalgas y me complací viendo aquel orificio entreabierto, un agujerito que clamaba ser llenado.

― ¡Métela! ―exigió, Esther, de hecho.

Cumplí sus órdenes de inmediato. Esa vez, fue mi miembro lo que separó sus nalgas para introducirse en el redondo agujero.

— Escúchame —le exhorté— Ahora quiero que te imagines que estás casada conmigo. Yo soy tu marido, entiendes. Soy tu marido y voy a follarte el culo.

Sin más dilación, clavé mis dedos en su cintura y comencé a embestirla con todas mis fuerzas. Hice que mami apretara los dientes y gruñera con cada profunda estocada que recibían sus nalgas.

La sodomicé como es debido. Sin prisa, pero con contundencia, del único modo que puede follarse el culo a una mujer. Haciéndola asimilar lo que le están haciendo, y aceptar el inaudito placer que le proporciona.

Entonces se la saqué un instante para ver como se sobresaltaba al volvérsela a meter por el culo.

Repetí esto mismo cuatro o cinco veces más, cada vez la pobre mujer se estremeció sin poderlo evitar. Ser penetrada analmente es algo a lo que una mujer no se puede acostumbrar. La desquicia una y otra vez.

― Mañana comprarás lubricante… y lo guardarás en el cajón de las braguitas, al fondo, al fondo, al fondo ―bramé enculándola con todas mis fuerzas.

― ¡Me voy a mear! ¡Me voy aaah…! ―exclamó con espanto.

Con un fuerte alarido, Esther se volvió a correr, en esta ocasión arrojando fuertes chorros de pis a presión sobre el piso. No tuve más remedio que sujetarla con fuerza para que mi verga no escapara de su soberbio culazo, pero, mi instinto me traicionó.

De improviso, mi verga se hinchó violentamente ensanchando más aún el esfínter de la enfermera. Ésta soltó un espantoso alarido justo cuando comencé a inundarle el culo con mi esperma.

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritó repetidamente como loca un momento después.

Aquel repentino furor de mami al sentir como me derramaba a chorros en su trasero me dejó perplejo.

Un buen rato después, cuando Esther regresó del baño, me miró con cara de pícara, igual que una chiquilla que acaba de descubrir el escondite donde su madre guarda los bombones.

—Eres aún mejor de lo que dice tu mujer.

Las palabras de Esther me dejaron casi tan paralizado como el profundo beso que me dio. Su lengua me llenó la boca, impidiéndome protestar. Aquel apasionado morreo me conmocionó tanto que ni siquiera atiné a apartarme de ella.

Fue Esther quien se retiró y me dio unos suaves cachetitos en la mejilla.

—Sí, mucho mejor —repitió alzando la nariz con altanería y pasando sus manos sobre mi torso.

Desconocía el papel que mi esposa habría jugado en todo aquello, pero, por la libidinosa forma en que su compañera me contemplaba, supe que la bici de su hija volvería a necesitar una reparación a no mucho tardar.