Se vende

La medalla de la Virgen del Rocío, medio escondida en la maraña negra de su pecho, hizo el milagro de hacer saltar la chispa que acabó incendiando mis orificios.

SE VENDE

Hoy, miércoles, a las 12.30, estando yo solo en casa viendo mi cinta porno, llamaron a la puerta. Apagué el vídeo y abrí.

Era un señor de unos cuarenta y cinco años, bien vestido. Llevaba unos pantalones beige, ceñidos, y una camisa azul claro, abierta hasta el pecho. Allí lucía una cadena de oro con la Virgen del Rocío entre una maraña de pelo negro. Quería ver la casa.

Yo estaba en pijama, pero le invité a que pasara. No pude evitar fijarme en su culo, redondo y apretado, con los slips marcando los glúteos. Sus piernas se notaban fuertes, con muslos gruesos. Parecía un hombre habituado al trabajo duro.

Al apoyarse en el quicio de la puerta del salón pude ver que sus manos eran poderosas, y sus muñecas fuertes mostraban abundante vello oscuro. Llevaba un enorme anillo de oro.

–Este es el salón, dije y al pasar, intencionadamente, rocé mis nalgas contra su cadera.

Él me siguió por el salón, mirándolo todo. Mientras observaba el techo yo me fijé en su entrepierna: tenía un enorme paquete enmarcado por las pinzas del pantalón beige. Me coloqué en la puerta que da al pasillo de la cocina y le indiqué que me siguiera. Esta vez fue él quien, al pasar, rozó su paquete contra mi muslo izquierdo.

Aquello me hizo sentir un agradable cosquilleo en el pene. Le enseñé el baño, el estudio, sin dejar de admirar aquel glorioso trasero enmarcado por el slip que se transparentaba a la perfección bajo el fino tejido de tergal.

Al mostrarle la cocina quiso ver los bajos del fregadero y, al agacharse, su culo se extendió tenso bajo la tela transparentando claramente una profusa vellosidad. Yo ya no pude evitar la erección.

Al no llevar nada bajo el pijama el bulto se hizo evidente. Y entonces sucedió. Él se dio cuenta y me miró a los ojos muy serio. Yo me puse colorado, mirando a todas partes sin saber dónde meterme.

--Y por aquí están los dormitorios, dije, indicando el camino. Entonces, al cruzar la puerta, me restregó despacio y con toda intención su paquete contra mi polla, que estaba dura como un poste.

Aquello me tranquilizó y llegué a la convicción de que aquel hombretón quería algo más que ver la casa. Lo seguí por el pasillo y observé que, delante de mí, él caminaba despacio balanceando con promiscuidad sus dos preciosas nalgas. Al llegar a la puerta del dormitorio se apoyó de nuevo en el quicio y, con media sonrisa y ojos brillantes me dijo:

--Pase usted primero.

Yo intenté pasar dándole la espalda y entonces él me empujó con el paquete contra el quicio, donde me inmovilizó totalmente.

--¡Qué estrecho está esto! Dijo, y me dejó pasar muy despacio. A mí empezó a rodarme un caldillo por la pierna. Me fijé en su paquete y pude ver que también estaba empalmado.

Nos miramos fijamente y él se me acercó mucho a la cara y me dijo en un susurro, casi rozándome los labios:

--¿Cuántos metros mide?

Mientras le contestaba noté cómo su polla dura se rozaba con la mía. No pude terminar mi respuesta porque sentía su mano apretándome el pene con fuerza. Yo me envalentoné y le agarré el suyo.

Él empezó a besarme en el cuello y a apretarme una nalga, con tanta fuerza que me hizo daño. Le bajé la cremallera y su miembro saltó fuera como impulsado por un resorte. Era una polla gorda como un pepino con un capullo rosa y brillante.

Me cogió la acabeza y me obligó a arrodillarme ante ella diciendo:

--Cómetela toda entera.

Y así lo hice, mientras con mis manos le acariciaba las nalgas, jugueteando con el dedo en su agujero. Él gemía de placer.

Me levantó y me bajó el pijama de un tirón. Luego me dio la vuelta con violencia y me obligó a agacharme.

--¡Dios mío! -pensé --¡me va a desgarrar el culo! Pero lo que hizo fue mucho mejor.

Hundió su nariz entre mis nalgas y sentí la punta de su lengua golpeándome el esfínter. Creí que me iba a correr.

–Ahora tú, -me dijo y, apoyándose en la cama, me presentó sus nalgas abiertas. Estaban cubiertas de unos pelos rizados que, al tocarlos, resultaban suaves como un peluche. Al acercar mi cara me invadió una mezcla de olores: un aroma de jabón dulzón y otro olor fuerte a sexo. Aquello hizo que mi mástil temblara de tensión. Le comí el culo con pasión mientras lo masturbaba con la mano. Hundí mi lengua abriéndole el agujero, el cual se tensaba y destensaba ante mis empujes orales. Él suspiraba y empujaba su culo contra mi cara.

–No puedo más –dijo-, ven que te la meta.

--No, por favor –contesté–. Me harías mucho daño con ese pollón.

–Pues entonces métemela tú.

Se arrodilló y me embadurnó la polla de saliva y, sin decir palabra, se dio la vuelta y se la colocó en el orificio.

–Empuja –me dijo.

Empujé y él hizo lo mismo, de manera que en un instante lo enculé hasta los cojones. Se apretaba contra mí y se movía como un poseso. Yo estaba a punto de correrme. Él se masturbaba y gemía mientras decía:

--¡Oh, qué bien follas!

Yo pasé las manos por debajo de su camisa para pellizcarle los pezones, que sobresalían entre la selva de su pecho.

--¡Oh! -decía él sin dejar de moverse.

Entonces me vino un fuerte espasmo y me corrí salvajemente, inundándole el culo con mi semen.

–Me corro –dije- y él se masturbó rápidamente gritando:

--¡Yo también!

Al cabo de unos minutos, ya más calmados, nos vestimos y, como si nada hubiera pasado, dijo:

--Me gusta mucho la casa, tengo que venir otro día para verla con más detalle. ¿Qué le parece la semana que viene, tal día como hoy, a la misma hora?

Y yo, debatiéndome entre la culpabilidad y el deseo no pude sino contestar:

--Como usted quiera, aquí estaré.

Entonces se marchó, meneando las nalgas con voluptuosidad.