Se que te gusta jugar

A cuatro patas. Gateas como has vito hacer en las películas. Sensual, felina. Sintiendo como oscilan tus tetas. Rozando el interior de los muslos. Has encontrado a tu presa. Y no esperas para devorarla. Allí mismo, tirada en el suelo.

Sé que te gusta jugar.

Sé que te gusta jugar. Sí, con tus juguetes. Aprendiste en Valencia. En aquel cursillo de radio. Me dices que tan solo fue escuchar cómo aquél locutor leía un relato escrito por una joven autora.

El relato era simple. Una joven profesional que sale a navegar en su velero. No muy lejos de la costa, mientras hace top less, se queda dormida al timón. Como si fueran modernos piratas, de un lujoso yate un grupo de turistas borrachos asaltan la pequeña embarcación y mientras ella grita el nombre de su mejor amigo, es brutalmente violada una y otra vez. Fue suficiente. Su voz. El énfasis, la entonación. Ni le viste.

Llegaste excitada a tu habitación. Muy excitada. ¿Incontrolada? Fue en aquella habitación, de la residencia para estudiantes (el dinero no daba para más). Una tarde de sábado. Aburrida. Nadie con quien salir. Una botella. Ni tan siquiera sé de qué era la botella. Solo sé que fue tu primera vez.

Me contaste que te desnudaste. Para darte una ducha. No tenías por qué ducharte, solo que estabas caliente, muy caliente. Se te fue la lengua, quisiste decir que tenías calor, por el clima y eso pero tu sola te traicionaste. Necesitabas bajar tu calentura.

Y al desnudarte fue peor. Tu piel se ponía de gallina al mínimo roce. Imaginaste que era yo quien te soltaba los botones, Bueno, eso dijiste, seguro que imaginaste que era aquel locutor o cualquier tío que pasó por la calle. Al soltar tu sostén los pechos cayeron dando esos botecitos que tanto me gustan. Los pezones duros, encabritados. Replegados sobre sus aureolas.

Sí, pero no. Como si lo viera ahora mismo. Al bajar las braguitas haces que el elástico roce tus muslos. De nuevo sí, pero no.

En la bañera la esponja hace su papel. Tu sexo está húmedo y no es solo por el agua. Te tocas. Pero paras. Tal vez se te pasen las ganas bebiendo algo fresco.

Sales envuelta en una toalla. Hace calor. Para qué vestirse. Te gusta la sensación de desnudez. Te gusta sentir el peso de tus pechos, la libertad de estar desnuda completamente.

Me llamas por teléfono. La conversación es breve. No me cuentas naturalmente que estás desnuda. Tampoco que mientras me escuchas te estás tocando los labios.

Hace calor. La botella. Te sientas en el único sillón que hay. Abres las ventanas del balcón. Que entre el aire. Peor, al sentirlo sobre tu piel desnuda te excita más.

Te sientas de nuevo, con las piernas sobre los brazos del sillón. Una en cada brazo. Estas totalmente abierta. No sé lo que fue ¿El mango de un cepillo del pelo? ¿Alguna fruta? Sí, el típico plátano o la habitual zanahoria... No creo allí no tenías frigorífico...

Desde que regresaste jamás faltan velas en tu habitación. Gruesas. Delgadas. De colores. Con formas.

Te he imaginado cientos, miles de veces allí, sentada en tu sillón, medio en penumbra, con la cabeza ladeada, los ojos cerrados, apenas abierta la boca, tocándote lasciva los pechos.

Las piernas separadas, abiertas de par en par, mostrando obscena tu coño al espejo de pared de enfrente. Tus dedos. Las caricias. Sí, pero no. Labios... Clítoris...

Lentos y provocadores se acercan a tu agujero. Uno. No es suficiente. No te calma. Dos. No es suficiente. No te calma. Tres. No son suficientes. No porque no son lo bastante anchos, porque no son suficientemente profundos.

Miras hacia... ¿hacia dónde? Buscas algo. Como que no sabes lo que buscas. Pero sí. No quieres reconocerlo pero sí sabes lo que buscas.

Un trago. Ya llevas muchos tragos. Y ese calor no te deja, que te altera, que te descontrola.

¿Te acuerdas? En casa, a la entrada, en el paragüero, tienes aquellos bastones de madera. Los que trajeron tus padres en aquel viaje. Artesanía africana. Son largos. Gruesos. Largos y gruesos, te repites, sobre todo gruesos.

¿Te imaginas si pudieran entrar en ti? No es la primera vez que lo piensas. Quieres probarlo. Te arrepientes de no haber sido suficientemente valiente para hacerlo. Pero no los tienes aquí. Tus dedos continúan moviéndose, jugando con esas zonas tan delicadas, entrando en ti.

Te ves en el espejo. Te da vergüenza. Pero lo necesitas. Y cuanto más te tocas, más necesitas.

Te imagino recorriendo toda la habitación con la mirada turbia, cargada de alcohol y de deseo. No deseo, no, cargada de vicio. Buscas algo. Miras a tu alrededor buscando, fingiendo, como que no sabes el qué, pero si lo sabes.

Te da vergüenza. Una vergüenza terrible. Te ves. Completamente espatarrada. Tocándote. Moviendo los dedos a toda velocidad. Agitando los pechos al respirar.

Serías capaz de meterte cualquier cosa. En cierto modo te sientes ridícula. Pero no puedes parar. Te come el deseo, el vicio te devora. Y te da fuerzas para hacerlo.

A cuatro patas. Gateas como has vito hacer en las películas. Sensual, felina. Sintiendo como oscilan tus tetas. Rozando el interior de los muslos. Has encontrado a tu presa. Y no esperas para devorarla. Allí mismo, tirada en el suelo.

El tacto, me dices, que es suave. Distinto, no tiene calor. Pero cuando lo empujas y entra en ti te agrada. Empujas más. Penetras más profundamente. Hasta que no puedes más, hasta que sientes cómo te dilata la entrada causándote un poco de dolor.

¿Se retiró? ¿O avanzó? No te vi, pero te conozco. Sé que esa nueva sensación no te dejó indiferente. Seguro que volvió a entrar en ti, hasta que no pudiste más, hasta hacerte gemir, hasta alcanzar tu primer orgasmo.

Hoy sé que estás en Valencia. Has vuelto a aquélla emisora. Hoy conozco tus juguetes. Te he visto. He jugado contigo. Incluso me has convertido en la mano que maneja tus juguetes. Muchos días solo me dejabas ser un simple manipulador de tus juguetes.

Al principio eran plátanos... zanahorias...

Tumbada. De pie. Vestida o completamente desnuda. A cuatro patas. Apoyada en la pared o encima de... encima de tantos sitios... Parecía que nunca era suficiente, nunca tenías bastante.

Sí, he visto a los juguetes entrar en ti. Por delante, por detrás. Por los dos sitios al tiempo. Y siempre me daba la misma sensación. No tenías suficiente.

Tal vez por eso, poco a poco, fuiste sofisticándote o pervirtiéndote más, no sé cómo decirlo. Y cada día los juguetes eran más y más gruesos. Tu sexo se dilata de forma exagerada. Un día, incluso probamos con un grueso pepino... reconozco que fue súper excitante escoger el pepino en el supermercado, pero aun me pregunto cómo conseguí meterte todo aquello.

Te he visto jugar muchas veces. Puede que demasiadas.

Hoy estoy nervioso. Tal vez ya no te contentes con usar un juguete y decidas jugar con el locutor.

perverseangel@hotmail.com & undia_esundia@hotmail.com