Se están perdiendo las esencias

Tal vez a algunos el título más apropiado sea la Historia de Pepe y Pepa.Supongo que más de uno se partirá de risa pero apuesto a que no quisiera estar en la piel de Pepe, por muy buena que esté Pepa.

"SE ESTÁN PERDIENDO LAS ESENCIAS"

Tal vez vosotros, amables lectores, hubierais preferido titularlo "POLVO DE MIERDA" –o "LA HISTORIA DE PEPE Y PEPA"-.

Relato sexual y escatológico basado en un caso real.

Cierto Abogado, cargado de whisky me contó una vez que la Justicia es ciega, y que por ese motivo da la razón a quien la tiene, o a quien no la tiene, no me acuerdo muy bien de lo que me dijo. Yo también estaba borracho.

Parece ser que Pepe y Pepa, cierto día cruzaron sus miradas. La llama de la pasión se desató. El deseo carnal se hizo irresistible. Tanto que rompió las normas de la moralidad y la ética. El día no acompañaba a los felices amantes y el destino quiso que fuera triste y lluvioso. A pesar de eso, Pepe, como buen caballero, y protegiendo a Pepa de los peligros de la lluvia, la acompañó a su casa.

Pero el diablo no entiende de conveniencias y se puso a enredar en los destinos de la gente. La secuencia pudo ser (y de hecho fue) más o menos así: Llevados de su irrefrenable pasión, dominados por el pecado de la lujuria, Pepe y Pepa, arrancándose apasionadamente toda su ropa descubren sus cuerpos. Los pechos de Pepa reclaman urgentes caricias. El impaciente miembro viril de Pepe está tenso, rígido, y mimoso se deja abrazar por la mano ansiosa de Pepa. Pepa, se estremece cuando Pepe acaricia su sexo. Incluso nota como una humedad, distinta a la de la lluvia empapa su espeso y tupido vello púbico.

Y los pobres amantes, sin poder remediarlo, se ponen a folgar ("follar" dirían luego algunos…) en el rellano de la escalera.

Besos, ahogados gemidos, precipitadas caricias, tortuosas promesas...

Los vecinos, que no comprendieron su pasión, que no deseaban ser cómplices ni participes de aquella bacanal, encontrándose solamente interesados en el partido de fútbol que en ese instante retransmitían por la televisión (2-1 iba ganando en esos momentos la gloriosa selección española), abandonan momentáneamente sus domésticas labores y tras cruzar el umbral de sus viviendas, les llaman la atención recriminando su conducta por indecente, inmoral, poco edificante y lasciva.

Los recriminados amantes, lejos de desistir de su frenética actividad amatoria, dejando completamente olvidado el cuidado de sus vestimentas, desnudos, tal y como Dios les trajo al mundo -vamos, completamente en pelotas-, avanzan unos metros y se meten bajo las escaleras, en una especie de cuarto de luces.

En pleno éxtasis de los sentidos, y dada la oscuridad reinante, no se percatan, no se dan cuenta que en el suelo hay una "plancha de cerámica", una loseta de considerables dimensiones. El mundo para ellos no existe. Sólo existen los besos, las caricias, el roce de las pieles. De nuevo los ahogados gemidos, de nuevo los temblores, de nuevo los espasmos, las contorsiones, el rítmico vaivén del cuerpo que penetra en otro cuerpo.

Los enamorados desprecian el peligro. Los furtivos amantes ignoran que la placa -en lenguaje estrictamente técnico: "loseta"- que en ese momento les sirve de tálamo nupcial, es la tapa del foso séptico de la comunidad de vecinos.

En plena fogosidad del acto carnal, o en pleno éxtasis del infortunio, la loseta cede estrepitosamente. Pepe y Pepa, cuyo "ajuntamiento carnal" es completo, caen en la fosa séptica. Pepe se fractura una pierna y siente un horrible dolor en su ariete. Incontenible, su semilla brota indisciplinada dentro del sexo de su amante, a pesar de que ésta le había advertido de que estaba en sus días más fértiles y no tomaba ninguna precaución. Pero eso parece no importarle.

Sólo siente agudos dolores, sobre todo entre las piernas. Horas después, el médico emitirá un terrible diagnóstico: "Sufre Ud. un desgarro en el órgano sexual masculino. Durante tres meses no podrá practicar ningún tipo de sexo" -dicen que dijo el galeno-.

Naturalmente, dentro del pozo ambos acaban de mierda hasta las orejas (en el más amplio sentido del término), esto es con el cuerpo impregnado de detritus humanos y demás desechos domésticos arrojables por el inodoro. Véase compresas, tampones y papel higiénico, todo ello aderezado con los recientes restos de una ensalada de lechuga que algún morador no respetuoso con el medio ambiente, incumpliendo las normativas municipales en materia de reciclaje, no arrojó al contenedor de desechos orgánicos. Pero ése… es otro tema.

Los vecinos ante tal estruendo, y ante los terribles gritos de Pepe y Pepa, salen a ver qué ha pasado y se les encuentran de aquella manera pidiendo socorro. Cuando dan la luz del portal el espectáculo que se encuentran es horroroso, algo más que dantesco. La arqueta destrozada, todo el suelo salpicado de porquería, el olor fétido y pestilente. La escena en si misma carecía del mínimo encanto sexual. Los vecinos -a todas luces personas irreverentes e irrespetuosas- no paran de reírse y burlarse, hasta que apiadados deciden llamar a una ambulancia y a la policía local, quienes prometen personarse con carácter de urgencia en el citado inmueble, no sin antes preguntar si al tratarse de una arqueta de aguas fecales se precisa también la intervención del cuerpo de bomberos.

Mientras, los varones del inmueble, sin volver la cara hacia ningún lado y recreándose en aquellos preciosos pechos impregnados de pestilentes sustancias mayoritariamente marrones, se prestan presurosos a sacar a la desdichada Pepa de aquel hediondo pozo. Alguno incluso, se presta a limpiar su cuerpo con sus propias manos.

Doña Pepa, la viuda octogenaria del tercero, la que siempre escucha al Sr. Federico con la radio a todo volumen (que sólo disculpa la sordera que arrastra desde 1977) grita escandalizada: ¡¡Indecentes!! ¡¡Fornicadores!! ¡¡Sinvergüenzas!! ¡¡Pecadores!! ¡¡ Vais a ir de cabeza al infierno!! ¡¡¡Guarros, guarros, que sois todos unos guarros!!! ¡¡¡Esto en tiempos de Franco no pasaba.!!!

Pepito, su vecino de enfrente, el chiquillo de 25 años que mide un metro noventa y pesa casi cien kilos, pero que el pobre mocetón está afectado por aquel retraso mental, grita con los ojos abiertos de par en par: ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!! ¡¡A la Pepa se la ven las tetas!! La madre, azorada y compungida, intenta taparle los ojos, pero Pepito no se deja, y saca rápidamente su aparato sexual.

¡Jesús, María y José!, exclama Doña María Pepa, la del 2º B, aquella que perdió la alegría cuando su marido falleció en aquel lamentable accidente de la construcción hace ya seis largos años. Doña María Pepa, desde entonces, a pesar de vivir muy desahogadamente con la indemnización otorgada, y de no llegar siquiera a los treinta y cinco, no ha vuelto a tener contacto carnal con ningún varón. Y es que no es para menos. El tamaño del "pitilín" de Pepito (el vecino del tercero) es descomunal, gigantesco, casi hasta semeja al de un equino. Doña María Pepa observa ensimismada como Pepito se masturba mirando los senos impregnados de excrementos de Pepa. La madre de Pepito trata de disculpar su conducta... Es que en cuanto ve unos pechos... se me pone como loco... ¡Ay Dios mío!, ¡Qué castigo!

Doña María Pepa y Doña Pepita, la del 1º B, al conocer el secreto se miran maliciosamente. En sus ojos hay un extraño brillo, como de codicia.

Doña Pepita, observa pasmada el bamboleo de aquellos genitales. ¡Hay que ver con el tonto de Pepito! ¡Tiene los huevazos como los de un toro! -exclama maravillada- y haciendo una despectiva comparación con los pobres y, parece ser paupérrimos, testículos de su marido, pregona a los cuatro vientos: "Eso son dos cojones y no los de uno que yo me sé". Todos los hombres se sienten un poco menospreciados con la odiosa comparación, pero si lo dice Doña Pepita tiene que ser verdad. Todos los vecinos saben que Doña Pepita es muy aficionada al arte taurino. Algunos se atreven a decir que aunque no vaya a las plazas, no desperdicia ni una corrida. Los malintencionados, que su marido se asemeja en ciertos atributos a las nobles bestias de lidia.

El rabo de Pepito está a punto. Sus gritos así o pregonan. Todos los varones vuelven la cara. Su tamaño es ofensivo para la vista, salvo para los ojos de Doña María Pepa y los de Doña Pepita. Puestos a comparar, los habitantes masculinos, algo sonrojados, no pueden dejar de sentir ridículas sus virilidades. Y más de un hombre ya no sabe ni a dónde mirar: si a los sucios, pero apetecibles, senos de Pepa o aquella manguera que está a punto de explotar como una bomba (" Un arma de destrucción masiva ", diría después alguna crónica alarmista).

Sólo Doña Pepa, la viuda octogenaria parece apiadarse del pobre Pepe, que al faltarle el apoyo de una extremidad bracea desesperado en las turbias aguas que ya le han cubierto más arriba del mentón, se hunde poco a poco. ¡Que se nos ahoga el fornicador! ¡Que se nos ahoga en la mierda!, grita la pobre vieja, pero nadie parece hacerle caso. Todos contemplan ensimismados la explosión de semen que literalmente riega el rellano de la escalera. Sale con tanta abundancia y tanta fuerza que uno de sus potentes chorros ha caído directamente en la cara del pobre Pepe. Es lo único blanco que destaca en el ya marrón cuerpo del desdichado, casi ahogado en las fétidas arenas movedizas.

Perdónele "Usté", seguramente Pepito no lo ha hecho con mala idea, es que en cuanto ve unos pechos se me ponen como loco, le disculpa desconsolada y abochornada su pobre madre. A Pepe ya le da igual, lo único que suplica ya con la voz entrecortada, tosiendo de vez en cuando por el inminente ahogo, es que le saquen de allí.

Don José, -Pepiño, para los amigos-, que no había querido perderse por nada del mundo el lanzamiento de los penaltis (nos han empatado a dos minutos del pitido arbitral…), sale corriendo de casa en zapatillas, decidido a no perderse al menos el final del espectáculo. En su desenfrenada carrera, una de las zapatillas queda en el camino y su pie desnudo resbala con la corrida del pobre Pepito, o con algo peor aún. Don José no puede evitarlo. Su cuerpo choca con el desnudo cuerpo de Pepa y la arrastra en su caída. Es comprensible. Don José tiene que apoyar las manos en algún sitio. Y esos pechos amortiguan su caída. Pone cara de fingida disculpa cuando sus manos amasan esas confortables bolas de carne. Y en un instante su masculinidad crece en tamaño. Sólo cuando se da cuenta de la naturaleza de la sustancia que le escurre entre sus dedos retira con rapidez sus manos y exclama: ¡Esto es mierda! ¡Joder qué asco! Su cara cambia radicalmente y se levanta con la velocidad del rayo. También a la velocidad del rayo decrece su instantánea erección.

Los acontecimientos se precipitan a velocidad del rayo: Una sirena suena estrepitosa, aunque no tanto como las carcajadas de los vecinos. El agente local, funcionario número 8.888, estupefacto, contempla el cuerpo desnudo y sucio de Pepa en el suelo. Nadie la ha levantado. Allí sigue, con las piernas abiertas de par en par, como si un invisible amante la estuviera penetrando. ¡Joder que buena está! exclama sin darse cuenta de lo que dice. Su compañera, la policía municipal cuyo nombre, curiosamente es el de Pepa (aunque, en la intimidad, otro agente cuyo número obviamos prefiere llamarla Josefina), le recrimina su conducta. ¡Trae una manta para cubrirla!

El tercer miembro de la patrulla, El Sr. Don Pepón el más veterano, el que aun gusta de llamarse a si mismo guardia urbano, queda fascinado con la visión del precioso cuerpo de Pepa. Una mujer desnuda es una mujer desnuda, aunque esté llena de mierda. Para no desentonar, como en el pantalón de todos los demás varones, crece un considerable bulto.

Luciendo galones, por graduación, a él le corresponde encargarse de las diligencias. Y amablemente la arropa con una reducida manta. De paso, para secarla y poder limpiarla, sobetea todo su cuerpo haciendo bailar sus carnes.

Pepa no habla, no se mueve. Está en estado de shock.

Todos los varones miran envidiosos los movimientos del más veterano de los agentes. En silencio todos lamentan que no se les haya ocurrido esa idea a ellos. Doña Pepa, la viuda octogenaria del tercero, la que siempre escucha al Sr. Federico con la radio a todo volumen, sigue a lo suyo: ¡guarros! ¡guarros! ¡que sois todos unos guarros! ¡Esto en tiempos de Franco no pasaba!

Por fin aparece la ambulancia. Pepe, casi extenuado, aun continúa dando brazadas tratando de sobrevivir a tan cruel ahogo. De mala gana uno de los camilleros trata de sacarle. El otro camillero presa de un irreverente ataque de risa está tirado en el suelo retorciéndose histéricamente.

El Agente Sr. Don Pepón, policía urbano, coloca la pequeña y sucia manta sobre los hombros de Pepa. Apenas la llega a la cintura. Menudo culito tiene la Pepa dice Don José. Naturalmente el agente Don Pepón se empeña en acompañar a Pepa en la ambulancia.

La madre de Pepito le llama a voces. Su hijo, ese guapo mocetón aquejado de un retraso mental, ha desaparecido. Doña María Pepa y Doña Pepita, misteriosamente, también han desaparecido, aunque tal circunstancia, no consta foliada en las Diligencias Previas, Procedimiento Abreviado.

Durante el angustioso viaje en la ambulancia Pepa, en estado de shock y sin pronunciar palabra, recibe agradecida los cuidados de Don Pepón, que olvidando su reglamentaria porra y las esposas en una esquina, y empleado un garrote de propiedad privada cuyo uso es únicamente personal, haciendo honor a su merecida fama de hombre poco escrupuloso, se dedica con abnegada eficacia a confortar a la hermosa, pero pestilente mujer. Una mujer desnuda, es una mujer desnuda, aunque esté llena de mierda. Sólo cuando la eyaculación fluye precipitadamente, se sofocan los ardores que se han apoderado de la autoridad.

En la otra camilla Pepe contempla la escena. Es tal la intensidad y la fogosidad que emplea la autoridad en sus cuidados que no puede evitar que su dolorido pene trate de revivir. Los dolores son horribles. Para colmo no para de gritar cada vez que la ambulancia pilla un bache. No sabe qué le duele más, si la pierna rota, lo que le cuelga tan inflamado entre las piernas o el orgullo -tan sucio y y magullado como el resto de su cuerpo-.

Pepa sufre depresión, miedo y angustia. Sobre todo, por lo que pueda pasar en el futuro. Y no es el temor a las burlas, no. Es que la pobre Pepa, en ese momento estaba cometiendo privado adulterio, y el adulterio, que por propia naturaleza tiene que ser secreto, se ha hecho público. Su marido, hombre bruto y tosco, algo chapado a la antigua, aunque eso sí, muy respetable vecino que con mucho sacrificio paga religiosamente las letras de la hipoteca del segundo 2º A, ignoraba que Pepa no respetara la fidelidad prometida en el Código Civil.

Pepe y Pepa plantean su correspondiente demanda. Cierta normativa dice que las "tapas" de los fosos sépticos deben de ser de metal, nunca de cerámica, piedra o materiales similares. Mucho menos quebradizos. La seguridad es la seguridad. Así lo disponen las normativas de disciplina urbanística. El día del juicio todos los vecinos, menos Pepito y Doña María Pepa, la viuda del albañil, que aun está de muy buen ver según Don José, acuden a la vista.

Doña Pepa, la viuda octogenaria del tercero, que se había arreglado con sus mejores galas para la ocasión, está impaciente por prestar su testimonio. Ya se lo ha dicho antes de entrar a Pepe y a Pepa: ¡Os vais a enterar!, ¡Fornicadores!, ¡Guarros!, ¡Guarros!, ¡Que sois todos unos guarros!.

Doña Pepa, esperó pacientemente a que fuera llamada a declarar, y orgullosa y altiva, apoyada en su bastón con dignidad, se puso en pie justo delante de Pepe, y Doña Pepa, que al efecto había desayunado cereales con chocolate esa misma mañana, tras prestar juramento, comenzó a relatar largo y tendido cómo se encontró a ambos sujetos, guarros e indecentes personajes, sumergidos en tan infecta oquedad, y copulando en cueros. "Sí Señor Juez, estaban copulando, que bien lo vi yo con estos ojos que me ha dado Dios. Y a la Pepa, Señor Juez, la botaban los pechos arriba y abajo, lo mismo que a mi cuando yo era joven y éstas , -dijo señalando con el dorso de las manos hacia sus fofas mamas- las tenía duras y turgentes. Ay entonces Señor Juez, mi marido que era todo un hombretón, me hacía esas cosas. Naturalmente en nuestro dormitorio y con camisón, no como esos guarros libidinosos en mitad de cualquier sitio" .

Doña Pepa, llevada de un denodado afán colaborador con la Justicia, y en su animoso intento por explicar lo más convincentemente posible como sucedieron los hechos, se vio en la obligación de mostrar al Juez el insoportable olor que desprendían ambos amantes, para lo cual, sin previo aviso, apoyó todo su cuerpo sobre el nacarado bastón y descargó un tremendo y sonoro cuesco. ¡Así olía la escalera Señor Juez, así olía!

Dado el espantoso olor de la ventosidad, el Juez, tapándose la cara con las puñetas de la magistral toga, ordenó proceder inmediatamente a abrir las ventanas, y no a desalojar, sino proceder a la inmediata evacuación de la sala , quedando emplazados todos los presentes a reanudar la vista al día siguiente, advirtiendo previamente a las partes, a través de sus letrados, que quedarían prohibidas todas las piezas de convicción, debiendo limitarse única y exclusivamente a aportar documentos si los hubiere, a y prestar su testimonio únicamente en forma verbal.

Todos los presentes, exceptuando al pobre Pepe, que con los ojos llorosos e irritados por el pestilente gas, y portando sendas muletas, impedidos que estaban sus movimientos por la prótesis genital, pudieron huir con fluidez. Don José, el que antaño dijera que menudo culito tiene la Pepa, fue el primero en salir, comentando entre los vecinos: ¡Esta vieja está podrida! Y los vecinos, asintieron con la cabeza mostrando su conformidad con tal acertada apreciación.

Doña Pepa se sintió ofendida por tal desplante judicial, prometiendo dar parte de tan maña desatención ciudadana a su amigo Federico, el que habla por la radio por las mañanas y al que fervorosamente sigue día a día tomando nota por escrito de sus sabios consejos y cívicas recomendaciones.

Naturalmente Pepe y Pepa ganaron el juicio a la comunidad de vecinos. No podía ser de otra manera. Y eso que el abogado, presentara como prueba de que así habían sucedido los hechos, la minúscula lencería de Pepa, incautada por Don José -sólo para tener constancia de lo sucedido-. De nada pareció servir el excelso alegato del letrado, el cual para justificar el por qué de la rotura de la tapa, se esforzó en describir con tal cantidad de detalles el fracasado encuentro sexual de la pareja, que más de uno -cuentan…-, a la salida de la sala, tuvo que aliviarse en los retretes del Juzgado. A pesar de eso, era un juicio tan evidente, tan claro, que el Magistrado Juez, que en ningún momento apartó los ojos de los pechos de Pepa, sobre todo cuando el abogado describía como fue la postura empleada para conseguir la penetración, no lo dudó y dictó la sentencia de viva voz, facultad ésta prevista en la ley pero que excepcionalmente y en muy contadas ocasiones se ejercita.

Doña Pepa, la viuda octogenaria del tercero, la que siempre escucha al Sr. Federico con la radio a todo volumen, cargada de ira, no pudo controlar sus intestinos, y de nuevo de pié, justo delante del rostro del pobre Pepe, le amargó su victoria dejando escapar (esta vez contra su propia voluntad) reiteradas y pestilentes ventosidades al tiempo que gritaba ofendida dirigiéndose al Juez: ¿Qué yo tengo que pagar al fornicador? ¡Guarros!, ¡Guarros!, ¡Que sois todos unos guarros!, ¡Esto en tiempos de Franco no pasaba! Doña Pepa, antes de ser expulsada de la sala, y antes de ordenar de nuevo se procediera a la urgente evacuación, fue amonestada por el Magistrado Juez titular del Juzgado de Primera Instancia, y vista la persistencia en su irrespetuosa conducta hacia el debido respeto a la autoridad judicial, fue procesada por desacato. A su edad dijo sentirse como una presa política. ¡Quién se lo iba a decir a ella! Juró y perjuró que en cuanto saliera, llamaría a cierta emisora de radio. Esto no puede quedar así, ¡guarros, guarros, que sois todos unos guarros!, ¡Esto en tiempos de Franco no pasaba!

Varios días después de consignar la cuantiosa indemnización en la cuenta del Juzgado, los vecinos, indignados y sin razón, sin justificante ni aparente motivo, agarraron a Pepe y le arrastraron dentro del portal. Sí, justo en el mismo sitio donde sucedieron infortunados hechos que la crónica antes describe. Sin apiadarse de sus muletas, ni de la prótesis que envolvía aun su masculinidad, procedieron a meterle una somanta de hostias de tres pares de narices. Sus gritos quedaron ocultos por los de Doña María Pepa que en ese momento, y como todas las tardes, estaba dando de merendar al pajarito de Pepito.

Obvio decir que entre el nutrido grupo de cobardes agresores, se encontraba cierto respetable señor, cuya residencia -dicen- está en el mismo inmueble, piso 2º letra A; el cual, a diferencia del resto de moradores, no portaba gorra, sombrero o similar prenda para la cabeza, debido a ciertas protuberancias calcáreas nacidas en el hueso frontal del cráneo.

Pepe, tras identificar a los salvajes y violentos vecinos, entre los que se hacía notar una atenta viejecita que con su senil báculo, le golpeaba certera e insistentemente, en su prótesis ortopédica, a la cual, no osó denunciar (no se sabe si por temor a sus espantosas ventosidades o a su diestro manejo de bastón) volvió a ganar el juicio. De nuevo todos los vecinos, salvo Doña María Pepa y Pepito, que por diversas razones no presenciaron los hechos, acudieron al Juzgado. Las malas lenguas (aunque son hechos no probados) hablan de que Pepa, algo sofocada, se sentó en los bancos del final. Extrañaba su cabello un poco despeinado y su blusa mal abrochada -ella que siempre tuvo a bien cuidar su presencia-. El Juez tenía, al parecer, una mancha de carmín en el cuello de la camisa. Doña Pepa -la viuda octogenaria del tercero, la que siempre escucha al Sr. Federico con la radio a todo volumen- de nuevo cargada de ira gritó otra vez al mismo Juez: ¡Al infierno de cabeza! ¡guarros!, ¡guarros!, ¡que sois todos unos guarros!, ¡Esto en tiempos de Franco no pasaba!, y de nuevo, ahora ya presa política y reincidente, acabó llamando a la emisora de radio, no sin antes, claro está, provocar la tercera evacuación y desalojo de la sala de vistas, esta vez por el llamado procedimiento de urgencia.

Hace unos días Pepa, a la que se conoce en el barrio como "la mofeta" dio a luz a un niño precioso. Tiene las cejas de Don Pepón, la nariz no, la nariz es clavada a la de Pepe, murmuran a escondidas. Doña María Pepa, que desde que da de merendar a Pepito por las tardes, tiene una sonrisa de oreja a oreja, discrepa del resto de sus convecinos y dice que esos ojos azules son idénticos a los del camillero. Doña Pepa, la viuda octogenaria del tercero, persiste una y otra vez diciendo que ella le saca cierto parecido con el Juez.

Por cierto a estas alturas ya habrás deducido que Pepe no es vecino de esa casa, Pepa sí, aunque al final no se si vendió el piso o se quedó con él tras ganar el divorcio.

Sí claro, Pepa se divorció y ganó el juicio. Alegó precisamente el carácter excesivamente celoso del marido, el cual al enterarse de su estado de preñez, se tornó violento y degeneró en malos tratos. Malos tratos justificados documentalmente en la sentencia en la que se acreditaba en el apartado "Hechos probados", que Don Pepín, casado con Pepa, y residente en el piso segundo letra A del referido inmueble, pese a ser un respetable vecino, el día de autos, llevado por un incomprensible ataque de ira, agredió alevosamente a un ciudadano que portaba muletas y una prótesis genital que le impedía andar adecuadamente.

Pd/ La Selección española quedó eliminada (para variar…) en la tanda de penalties cuando Pepinho, un brasileño nacionalizado, lanzó un duro disparo que rebotó en el larguero y salió despedido hacia la grada, con tal mala y desdichada fortuna, que entrando por la ventana de los mingitorios, impactó por detrás en la cabeza del primo de Pepe, el que padece de próstata, al que Pepe dos días antes, había regalado unas entradas para el partido, y que en ese momento, presa de los incontenibles nervios provocados por los penalties, estaba evacuando aguas menores, el cual tras sufrir tan brutal balonazo, sintió empujar su rostro contra los urinarios, e impactando frontalmente contra la inmunda cerámica, sufrió la pérdida de dos incisivos, un canino y el empaste de un premolar.

perverseangel@hotmail.com & undia_esundia@hotmail.com

Nota: de nuevo agradecemos la colaboración de Sukubis con sus certeros y sutiles comentarios. ( http://www.todorelatos.com/perfil/702741/ ). Es más, de seguir así, hemos pensado en hacerla un contrato en prácticas y meterla en nómina. Pero ella aún no lo sabe. Se rogaría pues, que tal confidencia quedara en la más estricta de las intimidades.